Capítulo 13

Capítulo XIII

Cuando quiero llorar, no lloro. (Cry me a river)

Entrada No. 7 – Diario de Martín.

El amor no es más que una alteración química que hace estragos en el organismo y te obliga, sin que tengas oportunidad de evitarlo, a actuar como un verdadero estúpido. Quiero suponer que debe haber una manera rápida y racional de volver a tener el control. Siendo así… ¿Dónde mierda está y qué es?

 «Esto» que me invade el pecho y se ha apoderado completamente de mí, en definitiva es algo inexplicable e inentendible. Por más que intento hacer memoria para tratar de establecer en cuál justo momento, de qué y cómo me enamoré de él, no lo consigo. No hay algo concreto, es así y ya. Sólo soy capaz de visualizarlo encandilándome, como si yo fuera un conejo hipnotizado ante un depredador arrogante que sabe que me tiene en sus manos.

No quiero pensar que fui tan estúpido,  frívolo o impresionable, como para que toda la magia de mi «primer amor» se desplegara desde el primer instante en el que lo vi.

Lo que de verdad quiero decir es que no lo recuerdo conquistándome, no lo recuerdo hablándome de manera particularmente especial, aunque soy capaz de reconocer en él a una persona interesante, viajada, una persona arropada con una manta de misterio y de bohemia que me ha calado hondo, pero ¿es eso suficiente? ¿Fue eso lo único que necesitó para ganarse mi amor? ¿Tan fácil fue? Lo más a lo que ha llegado conmigo es a ser amable —y a darme un sexo increíble, aunque yo me haya atrevido a gritarle lo contrario—, además se ha asegurado de hacerme saber cuánto me desea. Me  ha dejado eso claro, demasiado claro, demasiadas veces.

…Y me lastima, lo hace… Y él lo sabe, y creo incluso que algo en él, algo muy retorcido y muy interno, encuentra placer en ello, en restregármelo en la cara, como sal en una herida abierta. «No te quiero» me dice eso muy fácil, sabiendo cuánto me va a doler. No puedo culparlo por nada, porque lo peor en todo esto es que yo también lo sé. Sé que estoy siendo victimizado y aun así lo quiero a mi lado.

Todo con él es tan absurdo, pero tan intenso que aún no sé cuál de cada cosa mala debe afectarme más. ¿Qué vaya a ser papá? ¿qué me grite en mi estúpida cara que no siente nada por mí? ¿qué evidentemente es un alcohólico? o ¿que es la primera persona que me ha hecho llorar de verdadera tristeza y humillación? ¿qué haya malogrado para siempre el recuerdo de mi verdadero «primer amor»? Lo peor de todo es que aún quiero estar junto a él. Quiero ser la persona que ablande su corazón si es que tiene uno, lo quiero para mí. No me importa su mujer, no me importa su hijo no nato, lo quiero para mí.

Desde que se sinceró conmigo, creo incluso que se volvió más descarado, porque cuando hablábamos él solía hacer más referencia a lo mucho que le gustaba «zamparse» dentro de mí, que  a lo que yo decía, o preguntaba, o simplemente… A mí.

Ojalá yo hubiese sido más asertivo y menos impulsivo, lo suficiente como para haber hecho que al menos le hubiese costado algo de trabajo conseguir lo único que le interesaba de mí. Pero… creo que a mí también me ganó la calentura.

   No hay un botón que pulsar para apagar esto y realmente me gustaría que lo hubiera… Y todo es enteramente mi culpa. Él no ha hecho más que ser sincero en cuanto a lo que siente por mí. ¿Por qué no puedo simplemente desenamorarme?¿Por qué no son suficientes todos sus defectos?

Me odio, pero sobre todo lo odio a él. Lo odio por hacerme amarlo.

 Al parecer siempre hay un punto de la vida donde aparece el drama, y se empeña en mostrarte lo amarga que puede llegar a ser.

Martín dejó el cuaderno a un lado. Estaba solo en el comedor, Mimí había salido temprano, pero pasaría a recogerlo sobre las 10:30 de la mañana. Hacía dos días que no iba a estudiar, pero ese día en particular tenía una excusa de más peso que la del día anterior. Lola estaba en la cocina, podía escucharla aullar junto a la radio, cantando Morir de amor de Miguel Bosé… Y nada le parecía más inconveniente a Martín que aquello. Esa canción era demasiado: Lola cantaba horrible, el cantante era español, bisexual y cantaba con demasiado sentimiento acerca de morir por algo tan inevitable e inmanejable e incontrolable como una jodida bomba atómica: El amor.

No había tocado la comida. En lugar de gritarle a Lola que cerrara el pico, se acodó en la mesa y prefirió seguir escribiendo para matar al tiempo y la frustración.

 

El doctor Gallego, el médico que me atendió desde el día en el que nací, murió. Yo le tenía aprecio, un aprecio normal que no sobrepasaba el hecho de simplemente no odiarlo. Él a mí me estimaba, tanto como se puede llegar a estimar a alguien a quien se ha visto crecer. Nunca compartimos más información que la referente a mis vacunas, temperatura, valores de presión sanguínea o niveles de azúcar en la sangre. Me sonrió las veces necesarias como para poder llamarlo alguien amable y me contó algún que otro mal chiste mientras me atendía en su consulta. Más allá de eso, nada.  Aun así, fue detrás de su partida que se me ocurrió escudarme cuando Mimí entró a mi habitación sin anunciarse y me encontró llorando como un idiota.

Ahora, como consecuencia de mi genialidad, mi madre dice que lo más sano para mí es cerrar ese ciclo y prácticamente me arrastrará a su funeral. No puedo negarme, no después de que ella amablemente me levantó el castigo —uno que acepté sin más sólo para hacerla sentir que ella tiene el control y para tener una explicación razonable para el hecho de que apenas soy capaz de arrastrarme fuera de mi cama en estos momentos. Mejor que le atribuyan eso al mal humor que a una estúpida pena de amor— sólo para permitirme decirle adiós al hombre que veló por la salud de mi familia desde que la abuela estaba en su segunda decena de años y cuya muerte se supone que me caló tan hondo.

Obviamente no quiero ir. Lo único que quiero ahora mismo es un pase libre para regodearme en mi miseria a mis anchas. Necesito tiempo para realizar la titánica tarea de convertir el amor en odio. Tarea que al parecer es mucho más difícil de lo que creí, porque aunque siento que ahora mismo podría estrangularlo si llego a tenerlo enfrente, también siento que quiero correr a su lado y acurrucarme entre sus brazos… Lo cual sin duda sería ¡una estupidez de las grandes! Quiero estar solo, quiero levantar la bandera blanca de la rendición y retirarme en silencio a lamerme las heridas, quiero gritar hasta que se me desgarre la garganta y me sienta mejor, quiero olvidarme del mundo y que todos se olviden de mí por un rato… Eso estaría bien.

Quisiera llorar sin que nadie me preguntara por qué lo hago…

Pero eso parece ser algo imposible, porque tal como yo me he asegurado de que sea: todos, absolutamente todos, parecen no tener nada más que hacer que estar al pendiente de mí. Así que solo me queda aguantarme las ganas de llorar y de rasgarme las vestiduras al mejor estilo del peor dramón de t.v. Eso, o fingir que lloro por la muerte de alguien a quien no conocí lo suficiente y verme absolutamente ridículo con ello. Eso, o renacer de mis cenizas y pasar de todo. Eso, o arrastrarme de vuelta a él y tratar de ser feliz con lo poco que tiene para mí.

M.A.

1

Era el primer cadáver que Martín veía y esta experiencia lo hizo saltar a la conclusión de que la muerte es —no encontró una mejor manera de describirla— una perra. Ella arrasaba con absolutamente todo lo que hacía a alguien ser quien era y dejaba atrás sólo un cascarón vacío y horrible, reduciéndolo sin miramientos a un simple pedazo de carne inhabitada.

Pensar en la mortalidad del ser humano no le resultó a Martín como una muy buena manera de distraerse para pensar en algo diferente de aquello que lo aquejaba. Y aun así no logró desengancharse del tema y siguió cavilando acerca del hecho de que en un momento se tiene pulso, se está vivo y aún se pertenece a este plano, y al segundo siguiente sólo ¡puff! infarto fulminante y se pasa a ser historia; tal como ocurrió con el desafortunado doctor Gallego.

Quizá alguien consideró que por tratarse de una persona mayor era una falta de respeto aplicarle maquillaje post-mortem pero, por consideración con la susceptibilidad de algunos de los asistentes a la sala de velación, debieron haberlo hecho. El color ceniciento de aquella piel ya era suficiente motivación para activar de mala manera su subconsciente, despertando un temor primario e infantil que lo instaría a tener pesadillas durante por lo menos una semana, sumándole las cuencas hundidas y los labios y párpados no del todo cerrados, aquello ya daba para querer dar la vuelta y salir corriendo de allí de inmediato.

¡Dios! Ahora sí que era en serio que quería llorar por aquel pobre hombre.

Su malestar anímico estaba pasando rápidamente a convertirse en algo físico, de manera inconveniente situado en su estómago, y no logró establecer si eso era mejor o peor. ¿Cuánto tiempo era considerado como socialmente educado y suficiente para contemplar un cadáver? No le importó la posible respuesta, con aquel vistazo ya había tenido suficiente. Emprendió la huida, alejándose del féretro y del olor a flores todo cuanto le fue posible. No creía que nadie se tomara a bien el hecho de que llegara a vomitarle encima al invitado de honor.

Vagó por el lugar, matando el tiempo. Vio unas cuantas caras conocidas y, como no, las ignoró por completo. Las personas allí no parecían estar muy tristes, Martín atribuyó esto al hecho de que el difunto era una persona con los años suficientes encima para considerar que había estado en este mundo el tiempo suficiente y no considerar su pérdida particularmente precipitada. Pasada cierta cantidad de tiempo, el suficiente como para que el convencionalismo pudiera darse por cumplido, escuchó a Mimí dirigirse a la viuda. Ella era una mujer que, aunque pareciera increíble, parecía aún mayor que su difunto marido.

—Querida Mercedes —Mimi le dio un corto abrazo—, lamento mucho lo ocurrido. Todos lo vamos a extrañar mucho. Él fue un gran hombre y un profesional excelente. A nadie más le habría confiado la salud de mi hijo, créeme —dejó escapar una sonrisita incómoda—. Lamento no poder quedarme mucho más a hacerte compañía, pero tengo un compromiso previo e inaplazable con personas que incluso viajaron desde la costa del país para entrevistarse conmigo. En representación de la familia, dejaré a mi hijo Martín, mi muchacho está realmente afectado. Mi madre también está de camino aquí, prometo estar acompañándote en el cementerio. Mi reunión sólo tardará un par de horas, y si se prolonga más allá de eso haré que acabe, lo prometo —la noble anciana únicamente asintió con una sonrisa triste.

Tratar de decirle a su madre con su mejor mirada de cachorro que no lo dejara allí no funcionó, pero extrañamente al parecer su percepción si fue lo suficientemente aguda cuando, a punto de marcharse, ella volvió sobre sus pasos y le dijo que cuando ella volviera, para partir con la procesión de automóviles camino al cementerio, él debía estar allí y que ni siquiera se le ocurriera salir corriendo mientras ella no estaba, se lo dijo tal como si le hubiese leído el pensamiento. El castigo sólo estaba levantado para asistir a aquel negro evento… Que depresión.

Una vez que Mimí se fue, Martín se atrincheró en el baño. Se quitó el saco y se aflojó la corbata para desapuntarse el primer botón de la camisa, luego se dobló las mangas hasta la altura de los codos. Abrió el grifo del agua, jaló la palanca para tapar el sifón y dejó que el lavamanos se llenara sólo lo suficiente para no ocasionar un desastre. Sumergió el rostro, tratando de matar el dolor de cabeza que tenía instalado en medio de los ojos, y que de seguro era consecuencia de haber estado conteniendo las ganas de llorar.

—¿Te quieres ahogar allí dentro? ¿O estás buscando allí la respuesta a algún gran interrogante? —Martín sacó la cara del agua, pero continuó inclinado sobre el lavamanos para no mojarse la ropa con el líquido que chorreaba de su rostro.

—¿Qué haces aquí, Joaquín? —preguntó con aparente hastío, pero lo cierto era que su corazón estaba latiendo a una velocidad maratónica por el simple hecho de tenerlo cerca, y odió eso. Odió el saberse tan débil y que sus tres días de valiente contención y huida acababan de irse a la basura. Odió sentir que lo necesitaba tanto. Le hubiese gustado refugiarse en sus brazos y comerle la boca… Sus labios… ¡Su labio! Miró en su dirección y vio la costra que Joaquín ostentaba en la parte inferior derecha de la boca y sonrió por eso.

Martín caminó hasta el dispensador en la pared y extrajo un par de toallas de papel para secarse.

—El vejete era cercano a mi familia… Creo que la verdadera razón para que yo esté aquí son ellos en realidad. Quizá sea momento para que el hijo pródigo vuelva a casa o por lo menos para que del odio y el aborrecimiento pasen a sólo ignorarme —el pintor se encogió de hombros—. Me he encontrado con tu madre hace un momento, me ha dicho que has estado deprimido porque te ha castigado. Me ha recomendado que te eche un ojo y es justo eso lo que pienso hacer —Joaquín levantó una ceja con picardía y dirigió la mirada hacia la entrepierna de Martín—. Alguien me dijo hace unos días que no soy lo suficientemente bueno en la cama y  supongo que para mejorar debo ponerle empeño a la práctica, ¿No te parece?

Martín frunció el ceño. Mientras se abotonaba los puños de la camisa y se acomodaba la corbata, sus ojos hicieron un rápido escaneo del hombre que tenía enfrente. Camisa gris sin corbata, con los dos primeros botones desapuntados, un saco negro abierto y unos pantalones del mismo color que se abrazaban a sus piernas con el mismo furor con el que le gustaría estar abrazándolas él mismo. Bueno, si en algún momento de los últimos días había estado tratando de determinar qué era exactamente lo que le gustaba de Joaquín, en aquel momento tenía justo enfrente la razón que de seguro podría pelear sin problemas por el primer lugar en la lista. Por otro lado, estaba el evidente hecho de que Joaquín era un idiota desalmado. ¿Cómo podía minimizar lo que tan seria y ebriamente le había dicho, insinuando sin reparos que quería tener sexo con él? Lo peor de todo era que Martín se sentía un completo imbécil porque se estaba muriendo por saltarle encima y entregarle hasta el tuétano de sus huesos. Que le cayera un rayo encima si llegaba a ceder. Respiró profundo, serenándose, conteniéndose y que le cayeran dos rayos si llegaba a permitir que lo viera llorar como también se estaba muriendo por hacer.

—Por supuesto. La práctica hace al maestro, así que ve y fóllate a tu mujer… He leído que el sexo durante el embarazo hace que el padre se involucre y se familiarice con el proceso de gestación. Una pieza de información que quizá quieras tener presente.

—¿Y es eso lo que me sugieres que haga Martín? ¿Qué le dé por el trasero a mi mujer? —le devolvió Joaquín con su matador aire de suficiencia.

—Me da igual lo qué hagas, con quién lo hagas y por dónde se lo hagas. Con que me dejes a mí en paz, ya tengo. Sólo te recuerdo que Irina tiene una vagina —canturreó lo último—. Para ellas utilizar el trasero para coger ni siquiera es tan placentero, pero entre gustos… —suspiró y se calzó el saco, mientras trataba a toda costa de contener la sonrisa de satisfacción que quería dibujarse en su rostro por dos razones. La primera la cara de molestia y frustración de Joaquín. De seguro él pensó que la iba a tener fácil. La segunda ¿Acaso lo que había notado era indicio de que para Joaquín su sexo era más excitante y atrayente que el de ella?—. Por cierto, hablando de tu mujercita ¿Qué le dijiste que te pasó en el labio?

—Le dije la verdad.

2

Su madre les había insistido a su hermana y a él que asistieran a la velación y posterior entierro del tío Leopoldo. Ella les insistió hasta tal punto que se permitió incluso el chantajearlos emocionalmente, diciéndoles que si no iban le causarían un disgusto tal que su débil corazón no lo soportaría y ellos serían los causantes de su muerte y como consecuencia tendrían que cargar con ello en sus conciencias. Era extraño que los chantajeara con eso, teniendo en cuenta que ella ni siquiera padecía algún tipo de cardiopatía.

La señora Azcarate se empecinó en ello a pesar del hecho de que ella y su hermano no se habían visto o hablado en los últimos quince años. La causa de ello, un altercado que, Ricardo estaba seguro, ninguno de los dos hermanos habría podido recordar con exactitud cómo empezó. Quizá la acusara la consciencia y quería mitigar la culpa mandando a sus hijos como una ofrenda de paz tardía.

—¿Por qué lo trajiste? —preguntó Ricardo, intentando no levantar demasiado la voz y tratando, inútilmente, de calmar a su sobrino que chillaba y se retorcía entre sus brazos como si de un becerro, uno berrinchudo y bastante maleducado, se tratara—. Es un bebé. Este definitivamente no es lugar para un bebé.

—¿Y qué querías que hiciera, Ricky? No podía simplemente dejarlo en casa. Esto… Él es como un apéndice, una extensión de mí que me seguirá a donde quiera que vaya por el resto de mis días —Ricardo la miró de manera reprobatoria—. No me mires así, yo lo amo… es mi bebé y lo amo con el alma, pero eso no me impide ver sus enormes desventajas. Sobre todo cuando se pone así —dijo ella. Silvana, la hermana de Ricardo, comenzó a rebuscar en el enorme maletín que llevaba con ella, tratando de dar con algo con lo que calmar a su pequeño e histérico retoño que no necesitaba un cambio de pañal y que además había rechazado el biberón de manera enérgica. Ella se veía desesperada e incómoda. Las personas estaban empezando a mirar mal en su dirección. Allí había una manada de abuelitos. ¿No se suponía que los abuelitos eran buenos y sobre todo comprensivos con los bebés?

Ricardo, habiendo agotado ya su arsenal de mimos, carantoñas e incluso utilizado la vieja artimaña de tratar de sobornarlo con su atado de llaves y su teléfono celular, se recargó al pequeño en el hombro y comenzó a moverse hacia adelante y hacia atrás en un pequeño balanceo, mientras le daba golpecitos en la espalda. El pequeño demonio pareció responder a aquello y comenzó a calmar su furia de manera paulatina.

Silvana emergió del bolso con una sonaja en forma de estrella que además emitía luces en la mano. Miró en dirección a su hermano y apretó los labios antes de hablar.   

Uhm, con que eso era lo que lo tenía incómodo —ella soltó una pequeña risita… Una que Ricardo conocía demasiado bien. Era la risita que ella solía soltar antes de las malas noticias. La risita de sonido particular que emergía directo de su garganta mientras ella apretaba los labios, y que soltó  cinco años atrás cuando le dijo que no iba a poder graduarse con sus compañeros de bachillerato, porque había reprobado el año escolar. La misma risita que le soltó por teléfono cuando al año siguiente le dijo a Ricardo que debía ir por ella a la estación de policía, donde estaba retenida por participar en marchas, no del todo pacíficas, en contra del maltrato animal. O la que les soltó a su madre y a él año y medio atrás, cuando les anunció que iban a ser abuela y tío, pero que ella iba a seguir conservando su soltería. Aunque también era la misma risa que ella podría utilizar para, por ejemplo, simplemente avisarle que había pisado caca. ¿Qué podía haber pasado ahora, y por qué pensaba ella que un velorio era el mejor momento para soltarlo?

—¿Qué, en nombre de Dios, es lo que pasa? —Ricardo casi temía escucharla hablar.

—Ay, que exagerado, Ricky. Dame acá —le quitó al bebé que ahora hacía soniditos de gorjeo, feliz de la vida, como si no hubiese estado desgañitándose un par de minutos atrás—. Te vomitó encima. Allí —le señaló la parte trasera del hombro—. Eso es todo. Ve al baño a lavarte, yo iré a saludar a la tía Mercedes ahora que Mike está calmado y parece un niño decente. ¿Quién es el pequeño angelito de mamá? ¿Quién?

Ricardo respiró hondo, incluso agradeciendo por el vómito del pequeño Mike. Se sacó la chaqueta y se dirigió al baño, forzando una sonrisa amable en su rostro, mientras daba cabezadas por aquí y por allá, a forma de saludo básico. Cosa que lo hacía ver como alguien educado y impedía que alguien se le acercara y lo detuviera para charlar con él.

—¿Qué le dijiste que te pasó en el labio? —escuchó decir a una voz familiar antes de abrir la puerta del baño.

—Le dije la verdad —Ricardo se dio de lleno con un hombre alto y rubio  que estaba recargado contra la mesada frente a los espejos en el baño y que lo miró de manera un tanto agresiva. Desvió entonces la mirada, mínimamente intimidado por la hostilidad y para su sorpresa la persona con cuyos ojos se encontró fue ni más ni menos que Martín Ámbrizh.

Durante los siguientes treinta segundos, ninguno dijo nada, ni se movió. Se limitaron a jugar una muda partida de billar visual hasta que finalmente fue Martín quien rompió el silencio.

— ¡Richie, estás aquí! —Martín sonrió y acortó la distancia que los separaba—. No he dejado de ver tu fotografía en mi teléfono, pero no es lo mismo besar la pantalla que besarte directamente a ti —Ricardo trató, lo más rápido que pudo, de buscarle sentido a sus palabras. En primera instancia optó por seguir con la boca cerrada, pues Martín había mencionado su foto y eso, evidentemente, sólo quería decir que si cometía un error de cualquier tipo sería expuesto de inmediato y hasta no saber exactamente de qué iba aquello, mantener la boca cerrada le pareció lo más prudente. ¿Besar? ¿Había escuchado bien?

Vio a su alumno hacerle algún tipo de señal con las cejas, eso quería decir… ¿necesitaba su ayuda en algo? Sí, eso era obvio, pero exactamente en qué no le fue claro. Elevó las cejas a su vez, como un mudo interrogante, Martín volvió a contraer las cejas y aun así no captó, no entendió y no tuvo tiempo de procesar nada tampoco, porque en menos tiempo del que toma dar un parpadeo, Martín posó sus manos a cada lado de su rostro y lo hizo descender hasta su altura, juntando los labios con los suyos.

Sorpresa… Definitivamente lo primero que invadió a Ricardo fue la sorpresa. Una sorpresa que lo paralizó y que hizo que su cuerpo no le obedeciera aún frente al hecho de que su sentido común le gritaba que se apartara de inmediato. Martín lo estaba besando. Martín, su alumno, Martín…  Si, A-LUM-NO una gran palabra en masculino, ¡Mierda! Y no lo besaba de manera tímida o casta siquiera, sino que movía sus labios con cierto y muy experto furor.

Calor… Sin que la sorpresa remitiera del todo aún, su rostro se calentó como una hornilla y estuvo seguro de que se le enrojecieron los cachetes y las orejas. Las puntas de sus dedos de las manos y de los pies también habían aumentado de temperatura, ¿Era siquiera posible hiperventilar mientras se estaba en medio de un beso? Estaba seguro de que eso le estaba pasando también.

Se le iba a venir el mundo encima, sí señor. Si no terminaba en la cárcel, por lo menos iba a terminar en la ruina y teniendo que volver a vivir con su madre y su hermana. Tendría que vivir de mendigar en las calles, mientras cambiaba completamente de profesión porque nadie en sus cinco sentidos volvería a contratarlo como docente.

¿Cuándo había soltado la chaqueta? ¿Cuándo mierda había colocado su mano derecha en el antebrazo de Martín? ¿En qué momento se habían quedado solos en el baño? Se separó como si Martín quemara y ante esto último bufó. «Eso habría sido conveniente hace unos minutos, genio» Se llevó las manos a la cara y se restregó los ojos debajo de los anteojos, desacomodándoselos; los pilló en el aire cuando estos abandonaron su rostro. Se los puso de vuelta y se los acomodó sobre el puente de la nariz una y otra, y otra, y otra vez. Después de eso, se los volvió a acomodar.

—Mierda, mierda, mierda, ¡Mierda! —Ricardo por fin miró a Martín, haciendo su mejor intento por fulminarlo con los ojos. Lo que ocurrió en cambio fue que se ofuscó al encontrárselo absolutamente tranquilo, mirando hacia la puerta como si nada, como si no acabara de darle a él, ¡a él! un inconveniente y completamente cuestionable beso. Miró hacia la puerta también… Qué bueno que nadie parecía querer mear en aquel sitio. Una verdadera suerte, teniendo en cuenta que el 90% de los asistentes a aquel velorio estaban situados en la edad de la incontinencia urinaria—. ¡¿Qué rayos fue eso?!

—Eso… Creo que en el fondo soy un masoquista y no en el sentido sexy de la palabra              —Ricardo quedó confundido con sus palabras. Martín se dio la vuelta, sumergió el rostro en el lavamanos lleno de agua, mojándose el cuello de la camisa, para luego emerger de manera casi inmediata—. Unh, se me está reventando la cabeza.

—Escuche, Ámbrizh, no sé qué extraño y enfermizo juego es éste, pero no quiero que me inmiscuya en sus locuras. ¡Usted es alguien de verdad atrevido! —sacó unas cuantas toallas de papel del dispensador y se las entregó a Martín—. ¿Y haciendo este tipo de cosas, usted se atreve a decirme que soy injusto al momento de juzgarlo? Usted reclama por su derecho a ser diferente, pues yo reclamo por mi derecho a… A no ser besado por sorpresa —Ricardo blanqueó los ojos, eso sonó demasiado a niñita histérica, incluso a sus propios oídos—. Y ese caballero nos vio… Oh Dios, seguramente malinterpretó la situación y ahora…

—No se estrese, Ricardo. Él no va a abrir la boca.

—¿Por qué está tan seguro? —como única respuesta, Martín le regaló una media sonrisa de suficiencia.

—Para tratarse de alguien que tiene un historial en besar alumnos, se altera usted mucho

—¿Cuál historial? —Ricardo levantó su chaqueta del suelo y se dispuso a enjuagar la mancha de la parte trasera—. En primer lugar, usted es testigo de que lo ocurrido con la señorita Santillana fue un exabrupto en el cual no tuve mucho que ver. Al igual que… con usted, fui tomado por sorpresa y en segundo lugar, hasta el día de hoy yo jamás había besado a… otro hombre, así que le agradecería que si va a acusarme de algo, que su acusación sea en femenino. Concédame al menos eso —observó a Martín apartarse el cabello mojado de la cara y recostarse en la pared lateral a los lavamanos, con ambas manos a la espalda—. No voy a llevar esto más allá de lo que es. Es evidente que usted hizo lo que hizo para molestar al hombre que estaba aquí con usted. ¿Es así?

—Ya me descubrió, Richie, ya puede respirar tranquilo, porque no estoy secretamente enamorado de usted. Eso se lo dejo a las niñitas ridículas e histéricas y sin una pisca de buen gusto.

Aunque definitivamente no era el momento para aquello, Ricardo se tomó un momento para tratar de consolar a su ego que había resultado severamente dañado con la última frase de Martín. Ya tenía suficiente consigo mismo llamándose constantemente perdedor, como para que también uno de sus alumnos lo hiciera. Se guardó su comentario acerca de lo conveniente que era, o no, el hecho de que Martín estuviera frecuentándose con alguien tan mayor que además lo abordaba en el baño y lo orillaba a hacer locuras como la que había hecho un rato atrás al besarlo.

 —¿Qué hace aquí, Ricardo?

—El difunto era mi tío. Y usted, Ámbrizh, ¿qué hace aquí? —Ricardo continuaba con la mirada fija en el lavabo y en su tarea. Por supuesto, estaba esperando el momento justo para decirle a Martín que teniendo en cuenta que lo había utilizado para darle celos a su… Lo que fuese aquel tipo, era justo que a cambio le devolviera la fotografía. Fue por eso que no se permitió explotar en combustión espontánea a causa de la ira. Una ira que sentía estaba en todo su derecho de ostentar.

—Él era el médico de la fam… familia. Mi familia. ¿Por qué hace tanto calor aquí? —Ricardo miró en dirección a Martín y notó que éste, a pesar de tener el cabello mojado, tenía perlas de sudor sobre el labio superior.

—No hace tanto, de hecho está bastante fresco. Podría incluso decirse que hace frío, ¿Se encuentra bien señor Ámbrizh?

—Señor, señor… ¡¿Por qué me llama señor?! ¡¿Acaso es usted estúpido?! —gritó Martín, para completa sorpresa de Ricardo. Luego metió el dedo índice derecho en el espacio entre su cuello y el cuello de la camisa y comenzó a tirar con desesperación. Sus manos se veían torpes y temblorosas—.  ¿Dónde está mi mamá? ¿Qué es este lugar? —fue lo último que dijo Martín antes de comenzar a perder la conciencia, deslizándose por la fría, brillante y perfectamente pulida pared de mármol beige.

 

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