Capítulo 14

Capítulo XIV

Joaquín, Ricardo… Gonzalo (Bathroom, milk and broken hearts)

1

«Pudieron haberse tomado el trabajo de arreglarlo aunque fuese un poco, para que no pareciera tanto un… cadáver»

Esta cavilación, por supuesto, carecía completamente de sentido y estaba por completo fuera de lugar. No por lo banal, absurda, poco profunda, insulsa, insensible o intrascendente, sino por el simple hecho de que Joaquín estaba de pie frente a un féretro, y no había manera de que su habitante inhabitado se viera diferente de lo que era.

Involuntariamente, su mirada se desviaba de manera constante del féretro y se dirigía al pasillo que conducía a los baños. Si Joaquín hubiese podido mirarse a sí mismo desde fuera de su propio ser, habría notado la manera rabiosa y espasmódica en la que se apretaba su mandíbula cada vez que miraba en aquella dirección. Ni siquiera su madre, su hermano y su cuñada, que estaban al otro lado del salón haciendo un evidente esfuerzo por mirarlo de una manera desapasionada, constituían un foco de atracción tan grande para su atención como lo estaba siendo aquel condenado pasillo.

¿Quién era ese tipo? Y más importante aún, ¿Qué podrían estar haciendo aquellos dos allí adentro? ¿Había trascendido aquel beso? Obviamente su subconsciente ya tenía la respuesta para aquello. Una respuesta que se reducía a los términos de su propia experiencia. Porque su mente, convencida por sus propias demandas, sus fantasías y su libido, había privado a Martín de toda complejidad, y lo había reducido a alguien que vivía única y exclusivamente en pos de lo que compartía con él: Pintura y sexo. Se negaba a imaginarlo en simples y sencillas tareas cotidianas que no incluyeran sus deliciosos y sugerentes gemidos, o su correcto y acompasado movimiento de pelvis. Lo imaginaba siempre lascivo, experto, pasional y dañino. Era eso lo que lo hacía perfecto… Para él. Sabía a la perfección que era por completo absurdo pensar así, minimizarlo y encasillarlo de aquella manera pero, ¿Acaso existe un límite para las fantasías? o ¿Dónde estaba escrito que estas debían cumplir parámetros que las hicieran más realistas?  

Era casi como si su mocoso solo existiera cuando estaba junto a él. Más allá de sus puertas y de su cama Martín quedaba envuelto en una bruma en la cual, Joaquín estaba convencido, no le interesaba aventurarse… Y aun así, su pecho se atrevió a experimentar una punzada de rabia cuando lo vio lanzarse a los brazos de aquel tipo. Una rabia que solo fue capaz de atribuirle a la frustración. Una rabia que lo obligó a no querer ver más, a darse la vuelta y a dejarlos solos.

«Mocoso de mierda»

Tomó asiento en el lugar más lejos de otros seres humanos que fue capaz de encontrar. Proyectó el cuerpo hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó los dedos bajo el mentón. Se sumió entonces en un autoimpuesto momento contemplativo. Pensó en el muerto, pensó en Martín, pensó en Irina. Empezó a perderse en el mar de hipnotizantes y soporíferos susurros, regidos por la regla no escrita que dicta que en presencia de un cadáver y de su familia, no podía hablarse sobrepasando determinado nivel de decibelios. El olor de las cientos de flores… Los recubrimientos de madera en las paredes… La muy baja y tranquilizante melodía de fondo.

E inevitablemente, su mirada se estrelló de lleno con la imponente y poco reconfortante presencia de su familia. Los tres muy recios, como una compacta estatua de bronce erigida basándose en  una escena moralista con el dedo acusatorio apuntando hacia él. Una escultura de la que él había sido removido, o de la cual nunca tuvo verdadero derecho de hacer parte. Y pensar que se estaba perdiendo del placer de estar de pie allí, junto a ellos, con toda la apariencia de tener una barra metálica adherida a la columna vertebral. Bufó, algo divertido ante este último pensamiento y lo irrisorio que le resultó el imaginarlos enterándose de su nueva perversión.

Se centró entonces en aquel par de ojos verdes, esos que seguían siendo tan impresionantes como él los recordaba. Habría querido perderse en ellos para recordar viejos, y quizá mejores, tiempos. Habría querido anclarse en aquel par de irises, pero ella apartó la mirada dos segundos después de que hicieron contacto visual. Ella no apartó los ojos con tristeza, como él hubiese esperado al imaginarla presa de cierto tipo de nostalgia… Ella lo hizo con altanería, casi como si hubiese estado esperando a que él mirara en su dirección para poder regalarle aquel gesto de desprecio. Al parecer, su hermano finalmente había hecho estragos en ella y había convencido a su esposa del hecho de haber sido una víctima y no una muy consciente partícipe de aquel pecado; una pobre mujercita indefensa que quedó presa en sus enredos. Por supuesto eso estaba bastante lejos de la verdad… Pero ya no importaba.

Siempre pensó que cuando volviera a verla, después de casi siete años huyendo de ella por un respeto tardío hacia su hermano, sus cimientos se removerían de alguna manera absolutamente dramática. Ella, después de todo, había sido la última persona a la cual él se había atrevido a profesar aquella gran infamia llamada amor, pero aparentemente algo dentro de él — su corazón, para ser más precisos — se había atrofiado sin remedio.

Insensible…

Desalmado…

Déspota…

Dañado.

Quizá la nula reacción ante aquel encuentro se debía al hecho de que con Irina, Martín y un hijo en camino, ya tenía entre las manos todo el drama que era capaz de manejar.

Martín…

No podía decir que su impasibilidad ante aquel encuentro familiar, que hasta ahora había tenido lugar solo a medias, era tranquilidad en el sentido exacto de la palabra. Su estado de calma era más bien algo parecido a estar anestesiado. La molestia estaba allí con él, pero podía manejarla y aunque sabría que más tarde quizá dolería como el demonio, por el momento podía manejarlo.

Su mirada vagó una vez más por el recinto. Viajaba hacia el féretro, de nuevo miraba hacia las flores, se paseaba sin mucha consciencia hacia el pasillo que dirigía a los baños y su ceño se arrugaba en respuesta… Al final iba de vuelta a ellos tres… A ella.

Su garganta comenzó a secarse de pura ansiedad cuando notó la manera en la que su hermano, con todo el disimulo del mundo y también con toda la rabia, sostenía a su esposa del brazo, no de la mano cómo se habrían visto cómodos y hubiesen podido pasar ante el mundo como una pareja feliz, sino del brazo, de la manera en la que se contiene a un pequeñín rebelde o a un infractor. «Imbécil» ¿Acaso creía que él iba a saltarle encima y a tratar de arrebatársela? Ella… ella ya no ejercía ningún tipo de poder sobre él. Le había costado superarla, y superar el hecho de haber traicionado la confianza de su hermano, cuando años atrás ya se había visto inmiscuido en una situación parecida, con las peores consecuencias. Traicionar de tal manera a su hermano había sido para su familia el equivalente a escupirle en la cara a un sacerdote, puesto que Ignacio siempre fue el hijo predilecto, pero, ¿Cómo esperar que no lo fuese, cuando Joaquín siempre había sido un desastre? En Ignacio siempre estuvieron puestas todas las esperanzas de sacar la cara por la familia, todo lo contrario a él… Pero al parecer, después de tanto tiempo de padecer, al fin lo había hecho… Había superado aquel bache. Ya no iba a darle más importancia guardándole rencor, porque era desgastante y frustrante. Era mejor abofetearlo mostrándole cuán poco le importaba.

Finalmente comenzó a avanzar hacia ellos. Su madre lo miró entre anhelante y ansiosa. Acortó la distancia caminando con paso seguro y arrogante, las manos en los bolsillos del pantalón y una pequeña y orgullosa sonrisa en los labios. Una sonrisa que escapó, evidenciando para sí mismo el hecho de que acababa de darse cuenta de que no les debía explicaciones y no necesitaba de su aprobación. Reconociéndose a sí mismo que su mayor pecado, era también su mayor orgullo: haber vivido la vida como le había dado la gana, libre y no habiéndose cohibido ante nada, ni siquiera ante el gusto de haberse follado a la esposa de su hermano… O a su novia antes de ella.

2

Vamos, Ámbrizh, no me haga esto. Despierte.  

Martín no reaccionó, a pesar de que Ricardo había utilizado en él la maniobra con menos bases científicas para contrarrestar la inconsciencia que debe existir: sacudirle el rostro sujetándolo por la barbilla mientras repetía su nombre, sumido en un estado de pánico moderado. Quizá las cachetadas leves funcionarían mejor, o arrojarle agua al rostro. Martín abría los ojos a medias, pero de inmediato los volvía a cerrar y su cuerpo estaba laxo por completo.

Antes de perder el sentido, Martín había mencionado a su madre así que Ricardo supuso que ella estaría en la sala de velación, esperando por él. Salir en su búsqueda significaría dejarlo solo…  Solo dentro de un baño… Inconsciente… A merced de la humedad o de algún pervertido, y aquello no le pareció algo producente, o responsable, o lógico, o normal, aunque tampoco veía que le quedara otra opción. Salir con él en brazos, en medio de una sala llena de dolientes, de seguro no sería una buena decisión, sin contar además con el hecho de que, conociéndolo, en cuanto Martín despertara y se enterara de que lo había expuesto de aquella manera, para el día siguiente —O quizá ese mismo día— muy seguramente Ricardo sería Trending Topic con #profesorpervertido. Y salir de allí gritando como en las películas, ¿Hay algún doctor aquí? Se le antojó ridículo, aunque lo más probable era que hubiese colegas de su tío allí.

Encontraba excesiva la palidez de Martín, y donde más se hacía evidente era en los labios… Labios que lo habían besado descaradamente hacía menos de veinte minutos. Rumbo de pensamientos equivocado. Si momentos antes Martín se había quejado de un calor inexistente, comprobó al tomar una de sus manos que para aquel momento estaba preocupantemente frío. Algo dentro de él, ubicado en las profundidades de su ser, se removió de manera inquebrantable, activando un instinto protector que lo azotó con potencia y que muy probablemente estaba ligado al hecho de ser profesor… O simplemente una persona incapaz de ser indiferente ante los demás.

La cabeza de Martín estaba apoyada en su regazo, la afirmó con una mano para que no se deslizara y estiró el cuerpo todo lo que pudo hasta que logró alcanzar su chaqueta con la punta de los dedos, haciéndose con ella. Parte de la tela estaba húmeda, pero pasó esto por alto y la plegó para colocarla debajo de la cabeza de Martín, utilizándola a modo de soporte improvisado. Le aflojó la corbata y le desapuntó el primer botón de la camisa. ¿Por qué no despertaba? Una simple lipotimia no debería durar tanto.

Ricardo caminó hacia la puerta, pero cada vez que se disponía a cruzarla echaba un vistazo hacia atrás que se lo impedía. Finalmente se regañó a sí mismo con la suficiente saña, y se obligó a salir del baño de una buena vez.

¿Por qué no había allí alguien de verdad útil? Alguien como… Un maestro de ceremonias, quizá. Alguien orquestando el circo, alguien a quien recurrir en caso de que algo saliera mal. Debía estar el administrador de la funeraria, una persona que de seguro estaba familiarizada con personas perdiendo la consciencia dada la cantidad de viudas con las que debía vérselas, ¿Pero dónde?. Su hermana le hizo señas, utilizando la manita de Mike para saludarlo, pero  no tenía tiempo para aquello, así que, después de descartarla como una posible ayuda, la ignoró. Conocía a la mamá de Martín, era imposible olvidarse de aquel rostro perfecto una vez que se tenía el placer de tenerlo en frente, pero no la veía por ninguna parte. A quien si vio, sobresaliendo en medio de los presentes gracias a su estatura, fue al hombre con el que había encontrado a Martín en el baño.

Casi gruñó de desagrado, pero de todas formas se acercó a él, interrumpiendo la charla que estaba sosteniendo con algunas personas.

— Disculpe…—No sabía su nombre. — ¿Podría regalarme un minuto, por favor? —. Dijo después de carraspear, tocándole el hombro con el dedo índice. El hombretón no se movió de inmediato. Se limitó a girar la cabeza en su dirección y a mirarlo con una ceja levantada, durante segundos que a Ricardo le parecieron eternos. Al final suspiró y, aún sin decirle nada, se alejó del grupo de personas, que los miraron a ambos con un estudiado rictus que, Ricardo podía asegurar, tenía como única finalidad hacer sentir incómodas a las personas. Ricardo se acomodó los anteojos y lo siguió con premura, suponiendo que aquella acción significaba que le estaba regalando el minuto que le había pedido.

—Vaya, eso fue rápido.

— ¿Qué?—. Ricardo comprendió de inmediato. No era idiota, aunque a veces lo pareciera. El «Qué» no significaba que no hubiese pillado la indirecta. Ese «¿Qué?» significaba en realidad ¿Cómo se atreve? ¿Acaso está mal de la cabeza? ¿Acaso cree que lo estoy yo? —Escuche— «Grandísimo imbécil»— No veo a la madre de Martín por ninguna parte, y la necesito con verdadera urgencia, ¿sabe usted dónde está?… Por favor. —Recapacitó —Eso, Suponiendo que la conoce. ¿Lo hace?

El hombretón se cruzó de brazos y lo miró irritado.

—Por supuesto que conozco a la madre de Martín. De hecho somos bastante cercanos. —El hombre se permitió adornar su rostro con una sonrisa retorcida que a Ricardo se le antojó repelente. — Déjeme decirle que estoy convencido de dos cosas con respecto a usted: Uno—Extendió el dedo índice—, es usted muy valiente, o dos—Extendió el dedo medio para que le hiciera compañía al otro—,  es usted muy estúpido. ¿Sabe Micaela lo que pasa entre usted y su hijo? Si no es así, cuando ella se entere voy a querer estar ahí, porque sospecho que va a ser algo o muy gracioso o muy trágico y no quisiera perderme de ninguna de las dos. ¿Es para eso para lo que la busca? ¿Para enterarla?

Ricardo se desesperó, no tenía tiempo para estupideces de aquel tipo. Además, acababa de divisar al señor Ochoa, alguien de quien tenía la certeza, era médico. Lo reconocía de los años en los que todavía frecuentaba a su tío.  Antes de emprender carrera hacia su nuevo punto de atención, miró al hombre frente a él de arriba abajo, por encima de los espejuelos, y se tomó un par de segundos para aplaudir internamente a Martín, era evidente que aquel hombre exhumaba celos.

— ¿Sabe qué? Olvídelo—. Ricardo voló sobre sus pies a toda prisa.

 

3

Había algo asqueroso en el hecho de estar tomando leche dentro de un baño. No importaba cuanta asepsia, cuanto lujo, cuántas superficies relucientes o cuanto desinfectante le vertieran por día, seguía siendo un baño y no un lugar donde comer o beber absolutamente nada. Por alguna razón, que escapaba de su control, no podía dejar de imaginar que el líquido que le estaban obligando a beber no había sido sacado de un intacto cartón de tetra pack, sino de las tazas de baño que estaban a un par de metros de él.

Llevado por este pensamiento intentó rechazar el vaso de plástico desechable por tercera vez, y por tercera vez el hombre de mejillas excesivamente sonrosadas lo empujó de vuelta hacia él, presionándolo contra sus labios. Cansado ya de aquel pequeño tirar y aflojar, en el que no parecía haber forma de que saliera victorioso, se pasó el resto del contenido del vaso de un solo trago. Respiró profundo y luchó consigo mismo para no devolver atenciones.

—Lo siento, ¿podría utilizar los baños del otro lado? Estos no funcionan. Gracias—. Era la tercera vez, desde que había recuperado por completo la consciencia, que Martín había escuchado a Eticoncito decir aquello, se había apostado en la entrada montando guardia. No podían solo candar aquella puerta, porque se trataba de un portal de vaivén que conducía a cubículos con cerraduras individuales. Así que al parecer no había tenido más opción que recargarse en ella y soltar aquella frase cuando alguien empujaba desde el otro lado, tratando de entrar, para que no se lo encontraran a él cómodamente desmadejado en el suelo al lado de los lavamanos.

—Dime algo… ¿Martín?—, Asintió. Confirmando que ese era el nombre que su santa madre había escogido para él. — ¿Eres diabético? ¿Estás medicado con insulina?

—No.

— ¿No? —. Pareció realmente sorprendido con aquello.

—No—. Repitió.

—Medí tu nivel de azúcar, y la lectura fue inferior a 70. Aunque haya casos en los que sí, no es tan común que el nivel de azúcar descienda tanto sin un factor como la insulina… —Martín se limitó a mirarse los dedos en busca del piquete por donde se habían atrevido a extraerle sangre, dando de inmediato con el diminuto  punto rojo. Se preguntó, de manera estúpida, si los médicos siempre cargaban con todo tipo de implementos médicos a donde quiera que fuesen… Como Drácula, que siempre cargaba con su ataúd, lleno de tierra. Imaginó al médico con un pequeño y reluciente maletín de cuero negro, como en las series televisivas de los 80´s. Se fijó entonces en el glucómetro que el hombre sostenía frente a él, intentando explicarle algo. Lo reconoció porque él también tenía uno que no utilizaba para nada. Sabía que el médico había seguido hablando, pero se sentía tan aturdido que su capacidad de entendimiento había descendido al punto de que o escuchaba sus propios pensamientos, o escuchaba lo que le estaban diciendo. —Así que mi recomendación es que le ponga atención a estos episodios, de inmediato. —Concluyó, aparentemente después de haberlo obsequiado con consejos que habría podido valorar y agradecer si los hubiese escuchado como era debido.

***

Le costó convencer a su profesor de que no hablara con Mimí para ponerla al tanto de una situación que a él no le pareció tan grave. Le costó convencer a Mimí de no arrastrarlo con ella al cementerio. Le costó deshacerse de la sensación de irrealidad que lo tenía sujeto y parecía no querer soltarlo. Le costó convencerse a sí mismo de no saltar encima de Joaquín cuando aquel indolente extranjero le clavó sin contemplaciones aquellos ojos que tanto lo amarraban y lo desestabilizaban. Le costó contener la sonrisa cuando se dio cuenta de la mirada de odio mal disimulado que Joaquín le dirigió a Eticoncito, cuando ambos abandonaron el baño y Martín iba casi colgando de su cuello.

Su mente, en aquel momento ralentizada por el malestar, comenzó a maquinar a toda la marcha en la que era capaz de avanzar. Su cabeza embotada, que de un tiempo a la fecha no parecía estar centrada en otra cosa que no fuese Joaquín, no tardó en comprender que quizá le había encontrado un buen uso al hecho de tener a Richie en sus manos.  

4

—Te juro que estoy a punto de revirginizarme, Martiny—. Carolina estaba colgada de su cuello y arrastraba las palabras al hablar. Ambos estaban descalzos, en la sala del minúsculo apartamento que ella compartía con una de sus compañeras de facultad, Jazmín. Estaban Bailando una pieza lenta, meciéndose apretados sin despegar mucho los pies del suelo. Sus cuerpos estaban todo lo juntos que les era posible, para poder hablarse al oído, aunque eso era difícil porque Carolina era pequeñita y él, comparado con ella, no lo era tanto—. Sé que puedo acostarme con quien yo quiera porque… Digo, mírame, soy preciosa—. Su tono fue de alguien convencido de estar diciendo algo muy obvio. — Pero quizá estoy cansada de que eso no signifique mucho… Quizá quiero tener sexo con alguien que me quiera, que lo haga realmente y no que me lo diga solo porque sepa que eso es lo que quiero escuchar. Me siento sola… Estoy sola. No quiero a cualquiera, Martiny. Quiero que me quieran, y él me quería… Lo sé.  ¿Por qué fui tan estúpida?—. Ella sollozó… Solo un poco… Solo para él.

Martín afirmó su abrazo, eso siempre solía calmarla, y dejó a su mente divagar pensando en las contrariedades del amor. Por un lado estaba Carolina, encaprichada con el único hombre que no había saltado de inmediato sobre ella, dispuesto a sacarle las pantaletas, que le había dicho cosas bonitas, que la había escuchado y la había tratado bien sin haberle puesto las manos encima. Estaba dispuesta a tomar cada una de estas cosas como una muestra irrefutable de amor pero, desde el punto de vista de Martín, eso no eran señales del cielo indicándole que había llegado el indicado, eran simples muestras de respeto que ella debía esperar de cualquier hombre que quisiera estar con ella; pero la comprendía, porque en cuestiones amorosas Carolina solía saltar de un error a otro, así que no era de extrañarse que el señor «Un-solo-huevo» le pareciera el príncipe azul.

 Pero Martín, quisquilloso y odioso como solía ser a veces, estaba convencido de que toda aquella maravilla, bien podían haber sido las artimañas que se veía obligado a utilizar un tipo en sus condiciones, para conseguir lo mismo que buscaban los tipos con dos bolas y sin sanas intenciones. Después de todo, él la había dejado tirada cuando, por X o Y motivo —Risa o no risa incluida—, no consiguió lo que quería: tirársela. Para Martín el tipo había sido paciente y cariñoso porque la mitad de huevos, requería el doble de esfuerzo.

En el otro lado de la balanza estaba él, colado hasta los huesos por un hombre que lo tenía de rodillas con un argumento bastante curioso: Yo no te amo. Aquellas cuatro palabras parecían tener una suerte de afrodisiaco inmerso en ellas,  porque desde el mismo momento en el que se las habían arrojado a la cara, el amor se había asentado con más tenacidad dentro de él. Quizá era que el paracaidismo había pasado de moda y ahora esperar amor de la persona menos indicada era el nuevo deporte extremo y la manera de asegurarse un subidón de adrenalina.

 Ambos habían bebido lo suyo, inmersos como estaban en la melancolía en la que los sumía el hecho de saberse miembros activos, y con membrecía Platinum, del club de los corazones rotos y disconformes. Era la primera vez que, escuchando a Carolina en aquella tónica, la entendía realmente. No iba a ponerse a chillar allí, como ella, pero se identificó con su desasosiego, con su frustración y con su sensación de impotencia. Se separó de ella apenas lo suficiente para darle un cálido beso en la frente, dejando sus labios posados allí por un rato. Luego le repartió piquitos por todo el rostro de manera juguetona, hasta que ella elevó una de las comisuras de su boca en un amago de sonrisa. Martín no le dijo nada de momento, porque cuando estaba así —Ebria y herida. —Era mejor dejarla hablar y hablar hasta que se desahogara… O se durmiera.

Los brazos de Carolina se apretaron posesivos alrededor de su torso, y eso se sintió genial. Si había algo con lo que ambos podían contar, era con el hecho de que aunque el mundo se cayera a pedazos, ellos estarían el uno para el otro, siempre. Sin condiciones y sin complicaciones.

Siguieron meciéndose. Carolina parecía ronronear contra su pecho, pero en realidad estaba llorando… En parte porque estaba triste y dolida, en parte porque ella era de esas borrachas lloronas; y esos elementos juntos solían dar como resultado que por cada dos palabras y un hipido, ella soltara un sollozo. Una situación que había tenido que manejar con anterioridad, lo único diferente esta vez… Era que él también quería llorar.

La sala estaba a media luz. Jazmín y su novio estaban en un rincón no muy lejano —porque con el tamaño de aquel lugar nada podía estar muy lejos, en realidad— más interesados en explorarse debajo de las camisetas y en el par de habitantes en el sostén de ella, que en lo que pasaba a su alrededor. Así que, seguramente hartos de tener público, cosa que no los dejaba transcender en la exploración y de la incomodidad del sofá, se escabulleron para encerrarse en la habitación de ella.

Carolina se lanzó al sofá en cuanto lo hubieron desocupado, arrastrándolo con ella. Pero la charla murió de inmediato, porque ella se durmió casi en el acto.

 Martín y Gonzalo eran los últimos guerreros en pie, solo por decirlo de alguna manera, porque uno estaba  sentado sobre la alfombra abrazándose las rodillas y a punto de sucumbir ante la borrachera, y  el otro estaba tan groseramente mareado, que se juró a sí mismo que en cuanto volviera a su casa, iba a decirle a su madre que últimamente no había estado sintiéndose bien… Además, seguro iban a tener que amputarle el brazo a causa de la necrosis por falta de circulación, porque Carolina estaba dormida encima de él.

— ¿Sabes algo, Tiny? Ahora mismo de verdad envidio a Carolina.

— ¿Por qué? Yo nunca me he acostado con ella, si es lo que tu cochina cabeza está pensando, Gonzalo.

—No es eso. Yo  no pienso únicamente en sexo… Bueno si lo hago, pero no es a eso a lo que estoy refiriéndome ahora mismo.

— ¿Ah, no?— Martín pasó el brazo que tenía libre por encima de Carolina hasta alcanzar su trasero y le acomodó la falda, esa niña borracha estaba mostrando desvergonzadamente la ropa interior. Una vez concluida su tarea, miró a Gonzalo y este le devolvió una mirada un tanto melancólica acompañada de un puchero. — ¿A qué te refieres, entonces?

—A eso precisamente—. Señaló vagamente con la mano en dirección al sofá. — A lo que acabas de hacer, a la manera en la que la cuidas y siempre estás para ella. Es algo que a mí me gustaría tener, alguien que se interesara lo suficiente en mí, como para que le importara lo que a mí pudiera llegar a pasarme. Sería algo lindo—. Gonzalo apoyó el mentón en las rodillas y no dio palmaditas al aire por cada una de las palabras que pronunció. —Nadie disfruta ser únicamente el tipo marica y aparentemente sin vergüenza, sin preocupaciones… o sentimientos, del que todos se ríen.

Martín habría querido dejar de prestarle atención y cerrar los ojos para echarse a dormir, pero ni siquiera él era tan insensible o tan hijo de puta como para no escuchar a alguien cuando tan desesperadamente lo necesitaba. Además, sabiendo ahora de primera mano lo que se sentía que alguien a quien uno quiere no sienta lo mismo, su capacidad de empatizar con Gonzalo había aumentado… Solo un poco. Se deslizó fuera del agarre de Carolina y en tres tambaleadas llegó hasta Gonzalo y se dejó caer junto a él.

—No voy a mentirte diciéndote que nadie se ríe de ti, porque no sería cierto—. Martín habló con lengua excesivamente torpe, extrañamente con el pasar de los minutos, su ebriedad parecía ir aumentando en lugar de disminuyendo, a pesar de que hacía más de una hora que no se echaba un trago al buche. — Pero tú eres tan… colorido, que siempre nos haces pensar que esa es precisamente tu intención, querer hacernos reír. Yo siempre he sido un aguerrido defensor de la idea de no esconder lo que somos, de no usar caretas, de no escondernos pero, Gonzalo, tú te pasas. —Martín se giró un poco y le tomó el rostro por la barbilla. —Créeme, si es que existen grados de homosexualidad, tú eres el más marica de todos. Cuando tú estás, puede haber un desfile de elefantes rosa en mitad de una estancia, pero la gente va a mirarte a ti…—Los ojos de Martín parpadeaban en cámara lenta. —No es que quiera lastimarte hablándote de este modo , lo que ocurre es que, contrario a lo que tú piensas, yo si soy tu amigo y justamente por eso te digo las cosas tal como son.

Gonzalo se rio, negó con la cabeza y se recargó en la pared.

— ¡Ouch! Tu amistad duele, Martín, pero gracias. Quizá haga un esfuerzo por tratar de ser menos colorido.

Martín abrió completamente los ojos, y sonrió en su dirección, haciendo con ello que Gonzalo se maravillara un poco.

—Existen diferentes tipos de amistad, eso es todo. No creas que no le importas a nadie, Carolina te adora, yo te aprecio, lo suficiente como para reírme de ti… Si no me importaras me serías completamente indiferente. Pero ella es mi Caro, así que jamás esperes que te trate igual que a ella. Pongámoslo así: a ti te visitaría en la cárcel, a ella la ayudaría a esconder el cadáver.

Permanecieron callados. Cada uno inmerso en su cabeza y sus asuntos. Hasta que comenzaron a escuchar los sonidos de sexo provenientes de la habitación de Jazmín. ¿Qué acaso esas paredes eran de papel? No se estaban perdiendo de nada. Gonzalo y él se miraron y comenzaron a reírse como idiotas y a indicarse el uno al otro que guardaran silencio.

—No te lo tomes a mal Martín, pero eso que se escucha allí, me está calentando—. Susurró Gonzalo, tratando de enfocar sus ojos en medio de la semioscuridad, dejando de reír de a pocos.

—A mí… También. Un poco—. Dijo sincero y atontado.

—No sé a ti, pero a mí el sexo me hace sentir menos solo, es por eso que soy un puto.

—No voy a acostarme contigo, Gonzalo.

—Oye, no me culpes por intentarlo. —Gonzalo levantó ambas manos, declarándose inocente. Los gemidos continuaban como música de fondo.

—Pero… Si te lo tomas con la suficiente madurez, no le das un significado que no tiene y no te sientes muy mayor para ello, yo no le diría que no a un buen faje. Quizá el ruido de esos dos haya logrado ponerme de humor para ello. Quizá estar borracho me dé permiso para comportarme como un idiota y devolver un poco de lo que he recibido. Porque aparentemente no importa lo que haga, o con quien. —Si la luz hubiese sido un poco más intensa, quizá Gonzalo hubiese podido apreciar en detalle cómo se le llenaron los ojos de lágrimas a Martín. O Martín hubiese podido ver, impreso en sus facciones, que la necesidad de contacto físico en Gonzalo, obedecía a necesidades más profundas y menos banales que la mera calentura—. ¿Sabes? Cuando te besé la primera vez, lo hice porque tienes una boca preciosa que me habría gustado dibujar… Estoy ebrio y eso me da un pase libre para hacer estupideces.

       — ¿Por qué dices eso con acento español?

       —Tengo mis motivos.

Miraron en dirección a Carolina. Ella seguía profundamente dormida, no movía ni una pestaña. Como si hubiesen llegado a un acuerdo telepático, ambos se pusieron de pie y marcharon hacia su habitación.

—Define tus límites. Yo no tengo ninguno—. Dijo Gonzalo, cuya silueta se recortaba contra la ventana que daba a la calle; todas sus facciones inmersas en la oscuridad de la habitación. Absolutamente conveniente para facilitarle las cosas a Martín.

—Sin penetración—Respondió tajante, aunque a media lengua—. Puedes besarme y puedes tocarme donde quieras. Y… No te la voy a chupar.

— ¿Puedo chuparte yo?

—Sírvete. —Contestó, después de haberlo meditado un poco.

— ¿Puedo meterte los dedos?

—Pensé que eras pasivo… Hasta con los dedos.

—Entonces ¿Quieres metérmelos tú? O mejor aún, tengo un dildo en mi mochila.

— ¿Cargas con uno a todas partes?

—Por si se ofrece. Está limpio, te lo aseguro.

—Gonzalo, mejor cállate y ven aquí—. Martín se dejó caer en la orilla de la cama preso en su, desde hacía dos días inseparable, mareo. — antes de que lo piense mejor y me arrepienta.

— ¿Quieres con ropa o sin ella?

—Ya veremos. — Después de todo si había algo cierto en esta vida, era el hecho de que Gonzalo tenía un cuerpazo que no le molestaría apreciar en detalle.

En medio del más aguerrido beso, en lo primero en lo que pensó Martín fue en el hecho de que, si Carolina llegara a enterarse de aquello, iba a ponerse hecho una furia al haber sido la única que no había tenido nada de acción en aquel apartamento, aquella noche.

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