Capítulo 15

Capítulo XV

La gran estafa (Run Tiny, Run)

1

Irina estaba recargada contra la pared lateral del estudio, viendo a través del ventanal la manera en la que las nubes grises y cargadas parecían ir descendiendo de forma pesada sobre los cerros, que delimitaban la ciudad por el costado norte. Sus cumbres poco visibles, los edificios más altos del centro, que en un día menos oscuro eran completamente visibles desde allí, estaban  perdidos en la bruma del mal clima.

El veranillo había sido algo demasiado fugaz. Hasta podría haberse llegado a pensar en aquellos días soleados como en una gran estafa; algo que prometió mucho y que al final quedó en nada… Como muchas otras cosas en la vida, el clima también era a veces una gran decepción.

Sus ojos, que amenazaban tormenta tal como lo hacía el cielo, estaban llenos de lágrimas aun sin desbordar. Sus niveles hormonales alterados a causa del embarazo quizá tenían que ver con su decaído estado de ánimo, pero eso no era todo; la frustración que tenía instalada en el pecho también tenía su parte de culpa en aquello.

Lamentablemente para ella, debía reconocer el hecho de que Joaquín parecía preocupantemente poco dispuesto a deshacerse de su encaprichamiento con el putain de gosse* (N.A. *puto niño), cosa que, aunque se recubriera con una armadura de paciencia e hiciera gala de la actitud desenfadada que tanto le gustaba a Joaquín en ella, no la complacía en lo absoluto.

Por supuesto no era la primera vez que tenía que compartir a su hombre con otra persona, y quizá tampoco sería la última. De hecho, conociendo a Joaquín como lo hacía, casi contaba con ello. Pero estar consciente de eso, no lo hacía menos molesto o menos doloroso. Tampoco sería la primera vez que tendría que poner todo su empeño para remover a la competencia de su camino. Un camino rocoso y accidentado, de difícil tránsito y en el que ella era más hábil y paciente que cualquiera de las otras que hubo, y que esperaba finalmente algún día la llevara a ser la única y entera dueña del corazón de Joaquín.

Había logrado con esfuerzo y ahínco llegar a ser la roca en la cual él se apoyaba cuando todo lo demás sucumbía… A quien llamaba cuando se cansaba de aventurar y buscaba algo de estabilidad. Su mujer, entre muchas otras que habían pasado y no habían dejado huella.

Se había ganado su lugar en la vida de Joaquín con mucho esfuerzo, con mucha paciencia, con demasiados sacrificios que se habían llevado consigo la segunda mitad de su veintena. La mejor temporada de su vida ella la había invertido en sembrar en ese terreno del que esperaba cosechar la recompensa del amor del hombre que le había robado el aliento, que era un amante apasionado y aguerrido… El hombre que ella había escogido y del cual se había enamorado a pesar de sus muchos defectos. Él era suyo y no iba a dejárselo arrebatar tan fácilmente.

Ambos se habían conocido en medio del desorden, de las copas y las charlas acerca del apasionamiento por el arte… Ahora ella quería ser quien le mostrara las bondades de una vida madura y digna, quien le enseñara el amor por la estabilidad.

Era una situación difícil, porque no sabía con exactitud contra quien debería dirigir su rabia. No sería una jugada inteligente hacerlo directamente contra Joaquín, porque con eso solo lograría indisponerlo y quizá alejarlo… Despotricar contra Martín y descargar su frustración contra él, solo lograría hacerlo aparecer como una víctima ante los ojos de su hombre, tal como ocurrió cuando se atrevió a enfrentarlo. Además… además no lo odiaba, aunque debería… No lo odiaba, más bien lo compadecía, porque sabía que no era más que una víctima de lo impactante, avasallante, aunque también caprichoso y dañino, que podía llegar a ser Joaquín.

 Pero Martín estaba demasiado presente. Tanto, que en los últimos días Irina se había visto obligada a pensar más en él… Más en aquel mocoso y en su sensualidad inconveniente, que en su propio mocoso, el  que se estaba gestando en su vientre, y al cual su orgullo de mujer no le permitía usar como excusa para amarrar a Joaquín. Sería ella, con sus armas de seducción… Ella con sus curvas de mujer en las que tenía plena confianza… Ella, con su correcto cromosoma X, con su madurez, su inteligencia y su femineidad, la que se aseguraría de conquistar de manera definitiva el esquivo corazón del pintor.  

   Porque Martín… Martín estaba tan presente para el pintor, que casi parecía que se instalaba con ellos en la cama. Porque «Martín» fue el nombre que Joaquín gruñó la noche anterior mientras dormía en brazos de ella… «Martín» fue la palabra que nació de las profundidades de su garganta cuando se removió sudoroso entre las sábanas, y no tenía control de lo que salía de su boca. ¿No era acaso eso lo más peligroso? ¿No es acaso algo mucho más intenso cuando se lo nombra en los momentos de inconsciencia?

Tembló en su fuero interno, porque Irina ahora sabía —Aunque no lo odiaba y debería haberlo hecho— que Martín era mucho más peligroso que una golfa cualquiera… Porque Martín había logrado lo que ni siquiera ella había podido… Él había logrado convertirse en una de sus pinturas.

 

2

Cuando no encontró su teléfono celular dentro del bolsillo de la chaqueta que había dejado en el respaldo de su silla, supo de inmediato que había sido ella. Esa chica era tan obvia, que casi no valía la pena pelear con ella. ¿Acaso en serio creía que él aún tenía la fotografía en el teléfono o que de ser así, no tendría una copia de respaldo? Aunque quizá no era tan tonta y lo que buscaba era información que pudiera usar contra él…

…Y lo primero que se le vino a la mente a Martín fue una imagen de excelente calidad, tomada con una súper cámara igual a la de su teléfono, del cuerpo desnudo de Gonzalo. Cosa que habría podido pasar como inocente descarga de pornografía, sino fuese por el inconveniente detalle de que él también estaba en la fotografía, en igual estado de desnudez. El muy imbécil se había acostado a su lado mientras aún dormía en la cama de Carolina, había tomado la fotografía y luego se la había pasado por WhatsApp… ¿Por qué no había borrado la puta foto?

No importaba si ella no daba con la clave para desbloquear el teléfono, bastaba con que le extrajera la tarjeta Micro SD.

« ¡Dios!»

Clavó la mirada en la espalda de Georgina, de manera tan intensa que ella debió sentirlo, porque pasados un par de minutos ella miró en su dirección. La manera en la que ella le clavó los ojos —Con suficiencia y sorna— le dio la confirmación que buscaba y le habría gustado no encontrar.

«Mierda»

Martín respiró profundo, dejando de lado el hecho de que la razón por la que había notado la ausencia de su teléfono en primer lugar, fue porque lo estaba buscando para llamar a Carolina y pedirle que pasara a recogerlo, porque no se sentía capaz de conducir, porque tenía ganas de llorar, porque estaba cansado, porque se sentía extraño, porque en ese justo momento la vida le parecía una mierda, y porque estaba convencido de que si tomaba un taxi iba a quedarse dormido dentro y quién sabía si en ese caso despertara al día siguiente en la bañera de un hotel, cubierto de hielo y sin el hígado, o sin un riñón… O sin ambos. Además estaba seguro de que sus pasos, su volante, su voluntad… Lo que fuera, tomarían camino hacia Joaquín si alguien no se lo impedía.

Ahí estaba de nuevo el latido arrítmico, taquicárdico y angustiante de su corazón. El corazón le latía fuerte y como si estuviera sufriendo un desperfecto eléctrico, por momentos le titilaban las luces.

Desde que había puesto el pie fuera de la cama aquella mañana se había sentido fatal, anímica y físicamente, y si se había ido a estudiar a pesar del malestar había sido para no alertar a su madre, y eso era por una simple razón: No quería los ojos vigilantes de Mimí sobre él. Tenía la necesidad de pasar desapercibido para ella, manteniéndose lejos de su campo de visión todo lo que le fuese posible, rodeándose de todo el aire de normalidad y cotidianidad que le fuera posible, porque tener un amante exigía tener libertad de movimiento, capacidad de clandestinidad y tiempo. Además no le gustaban las agujas y si su madre lo llevaba con un médico, de seguro tendría que vérselas con ellas.

La última hora de clase estaba por concluir, a lo sumo le quedaban diez minutos para recuperar su teléfono de las garras obsesivas de Georgina. Antes de entrar en pánico y planear un secuestro exprés, iba a hacer lo obvio, teniendo en cuenta con quién estaba tratando era conveniente descartar.

Tocó el hombro de la chica del asiento delante de él.

—Oye, ¿Me prestas tu teléfono un momento? No me demoro.

—Claro… Aquí tienes. —Se lo entregó por el costado pegado a la pared, como si estuviera pasándole plutonio contrabandeado.

Marcó su propio número y esperó impaciente. El teléfono por supuesto estaba en modo vibración, pero lo que él esperaba no era el escándalo de su ringtone, lo que él esperaba era… Justo lo que ocurrió. Georgina, dió un pequeño salto en el asiento, un movimiento involuntario que habría podido pasar desapercibido para cualquiera, menos para él que estaba poniendo atención y lo estaba esperando. ¿En serio? ¿Se apoderó de su teléfono y no lo apagó? Y además, tal como supuso, lo tenía oculto en alguna parte de su anatomía. Partes de su anatomía a las que ella de seguro suponía él no se atrevería a llegar.

Georgina se dio vuelta sobre su asiento, lentamente. Casi como si esperara que cuando terminara de girarse él no la estuviera mirando. Cuando sus miradas finalmente se encontraron, él estiró la mano, con la palma hacia arriba, se retiró el teléfono prestado del oído, colgó la llamada y, sin emitir sonido gesticuló exageradamente, para que ella lo entendiera, la palabra DE-VUEL-VE-ME-LO.

Ella miró en dirección al profesor de historia, que estaba de espaldas a ellos anotando en el tablero el tema de investigación para la siguiente clase. Georgina debió considerarse a salvo de una posible reprimenda por parte del docente, porque se levantó de su asiento y trotó hasta él, extendiéndole el teléfono, después de sacarlo de entre las profundidades de su escote. Estaba a punto de retirarse, pero Martín la tomó por la muñeca indicándole silenciosamente que esperara. Revisó la ranura de la memoria y, tal como esperaba, estaba vacía.

—Dame tu teléfono, Georgina. —Le dijo con los dientes apretados. Seguro que ella odiaba que utilizaran su nombre entero y no el diminutivo.

—No.

— ¿No? ¿Estás segura de tu respuesta?

—No es justo Martín. —Dijo ella en susurros.

— ¿En serio es así como quieres manejar esto? Estoy empezando a hartarme. Yo no tengo problemas con armar un escándalo ahora mismo, y estoy empezando a pensar que para librarme del karma que significa tenerte jodiéndome la vida, me he demorado en hacerlo. ¿Es eso lo que quieres? Te aseguro que tú tienes las de perder. —Dijo, en susurros que exhumaban mal humor.

— ¿Qué ocurre allí atrás? Señorita Santillana… Señor Ámbrizh, ¿Hay algo que quieran compartir con el resto de nosotros? —. Si es que existe una lista con preguntas estúpidas, repetidas por los maestros a lo largo de la historia, Martín estuvo seguro de que aquella era la número uno.

—No lo sé— Respondió en voz alta—. ¿Crees que haya algo que yo quiera compartir con la clase ahora mismo, Georgy?—Esto último lo dijo para que lo escuchara solo ella, mirándola a los ojos; tratando de intimidarla. —Piénsalo bien, no te conviene hacerme enfadar. Dame la tarjeta.

—Lo lamento, señor Higuita. Solo… Estoy pidiéndole a Martín que me preste una pluma. —Martín blanqueó los ojos… ¿Una pluma? ¿Una pluma, cuando encima de cada pupitre había una laptop en aquellos momentos? El profesor elevó las cejas en lo alto de su frente, seguramente pensando en aquello mismo. Sonó la campana anunciando el final de las clases y el señor Higuita fue el primero en abandonar el salón. Martín seguía sujetando la muñeca de Georgina, esperando a que los demás se fueran.

El salón fue desocupado en cuestión de segundos, a excepción de Ismael y otro par más que se tomaron más tiempo del que era necesario para abandonar el aula, disimulando bastante mal el hecho de que querían saber qué pasaba entre Georgina y él.

Ella se soltó de Martín de manera brusca, sabía que había echado a perder una buena oportunidad, así que soltó un bufido y rebuscó de vuelta en su corpiño y sacando de ahí la minúscula tarjeta, se la tendió.

—Toma, ni siquiera tuve tiempo de revisarla.

Martín estiró la mano y la tomó, fijándose en el canalillo de sus pechos que había quedado expuesto. Bueno, no iba a negar que la chica tenía un par imponente.

— ¿Te sientes segura conmigo por el hecho de que me gustan los hombres, o siempre te meneas las tetas delante de cualquiera? —. Mientras habló, Martín metió la tarjeta de vuelta en su teléfono, buscó la fotografía y la borró de la conversación y de la carpeta, era lo único comprometedor que tenía, ni que fuese idiota para andar cargando con algo que podría explotarle en la cara en cualquier momento. No iba a decir que nunca se había grabado haciendo «Cosas sucias» pero siempre había borrado todo después, no era necesario guardar durante eternidades el material didáctico. —Dame tu teléfono.

— ¿Por qué?

—Porque no soy idiota, por eso.

De mala gana y suspirando sonoramente, Georgina fue hasta su asiento, tomó su teléfono y regresó hasta él, poniéndole el aparato en la mano. Martín se paseó por las galerías de sus fotografías, buscando evidencias de su rostro —o de su trasero— en ellas. Si Martín hubiese estado de humor, quizá habría podido voltear la tortilla con facilidad, puesto que era evidente que Georgina tenía una gran debilidad por sacarse selfies en ropa interior. Midiendo la expresión de su rostro, Martín fue capaz de determinar el momento exacto en el que ella había caído en cuenta de este pequeño detalle. Sonrió, mínimamente divertido. Aquella chica era hilarante. La peor mente criminal de todas.

—Dame mi teléfono. Martín. Te digo que no pude ver tus fotografías. Lo juro… Devuélvemelo —.Georgina intentó arrebatárselo y Martín lo apartó. Hicieron lo mismo un par de veces más, hasta que él dejó de encontrar aquello divertido, porque sentía que podía cerrar los ojos y dormirse allí mismo, cediendo ante el atontamiento.

—Dime algo— Ella lo miró expectante, frunciendo el ceño, mientras logró recuperar su teléfono. Él se recargó sobre el pupitre—, eres consciente de que te estás comportando como una loca acosadora, ¿verdad? Eres consciente de que estás cayendo en algo tan típico y tan cliché como enamorarte de tu profesor, ¿verdad?… Sabes que eso no va a pasar, así que es mejor que dejes de botarle corriente a un absurdo —. Ella enterró la cabeza en el pecho asintiendo, obediente. Martín no pudo evitar imaginársela en la misma situación mientras alguien —Un psiquiatra o la policía, quizá— le decía algo como «Sabes que si le rocías gasolina a alguien y le acercas un mechero va a arder hasta morir ¿cierto?»

—Pero… Martín, él me gusta y aún si tal como tú dices no tengo esperanzas, de igual manera quiero protegerlo. Porque eso es lo que se supone que haces por las personas que quieres ¿cierto? Las proteges sin importar qué. Y te dispones para hacer lo que sea por ellos.

Aquello, aunque Georgina no lo supiera, había sido un gancho directo al estómago de Martín.

 

3

No supo exactamente por qué, pero en cuanto llegó a su apartamento aquella tarde lo primero que hizo, después de deshacerse de su portafolio, fue dirigirse al dormitorio y rebuscar en el cajón donde guardaba los calcetines, intentando dar con el pequeño estuche color vino tinto en el cual ni siquiera había querido pensar en los últimos 14 meses de su vida. Normalmente huía de aquel pequeño contenedor —Huía, pero no se deshacía de él—. Era casi como si temiera que se le derritieran las retinas o los dedos, o se callera a pedazos la capa de cotidianidad y normalidad con la que se había cubierto para protegerse, si entraba en contacto con aquella pequeña caja contenedora del eslabón de la cadena que lo ataba irremediablemente a un mal recuerdo. Era simplemente algo en lo que no le gustaba pensar. Pero aquel día quizá era que su lado masoquista hacía esfuerzos por emerger.

Aquella argolla no había cumplido con su cometido. Ni siquiera la envolvía el drama de haber sido rechazada, porque Elisa lo había botado antes de que tuviera la oportunidad de proponerse… Porque ella había encontrado a alguien más, antes de que él tuviera la oportunidad de proponerse. Una historia un tanto patética, no del todo triste… No del todo graciosa tampoco.

Ricardo caminó retrocediendo. Dio exactamente cinco pasos en reversa, hasta que la parte posterior de sus rodillas dio con el borde de la cama  y se dejó caer en ella, sosteniendo la argolla con ambas manos, contemplándola, para luego guardarla en su puño cerrado y apoyarlo contra su pecho. Sorpresivamente se dio cuenta de que no le dolía como antes. El dolor de aquella herida era como un ruido sordo. Había pasado tanto tiempo aferrándose a ello, que no se había dado cuenta cuando, aquella argolla… Aquel recuerdo, había dejado de tener poder y efecto sobre él.

Se había aferrado tanto a ello, que se había convencido de haber perdido al amor de su vida, a la única mujer que valdría la pena, cuando era evidente ese no era el caso.

Estiró la mano sobre el colchón y aflojó el puño. La infame circunferencia, que nunca cumplió con su cometido y que nunca llegó a convertirse en el objeto dramático que debió haber sido, abandonó su mano. Le habría gustado ver aquella argolla rodando por la superficie, alejándose de él hasta desaparecer por el borde, cayendo lejos de él y haciéndole pensar en alguna frase adecuada para la ocasión… Algo como: Lo que pudo haber sido y no fue. Pero eso  no fue lo que ocurrió, porque la pequeña piedra rompía con la perfecta circunferencia del aro. La argolla, que jamás cumplió su cometido, solo se quedó estática a un lado de su mano; pensando quizá— Si es que las argollas piensan— en todo lo que pudo haber sido… Y no fue.

Cuando Ricardo despertó esa tarde, cuarenta y siete minutos después, aún con las piernas colgando fuera de la cama y el brazo estirado con el anillo aun reposando a un lado, lo hizo en medio de una agitación que lo obligó a sentarse en la cama casi de inmediato, con los ojos desorbitados y la respiración acelerada. Se sacó los anteojos y se masajeó el entrecejo, tratando de espantar los vapores del sueño y aclararse la mente.

¿Qué, por todos los cielos, había sido eso?

¿Qué, por todos los cielos, hacía su subconsciente regalándole sueños de semejante calibre? Así de calientes, así de vívidos, así de sucios.

¿Qué, por todos los cielos, estaba haciendo Martín Ámbrizh pavoneándose en sus sueños eróticos?

 

4

Sintió a alguien maniobrando con uno de sus brazos y abrió los ojos a medias. Era Carolina, tirando de la manga de su chaqueta, intentando quitársela con enérgicos jalones que evidenciaban que en aquellos momentos ella estaba sintiéndose de cualquier manera, excepto complacida. En medio de sus dos bonitos ojos negros, había un ceño profundamente fruncido al cual, de haber estado en sus cinco sentidos, Martín habría tenido el buen juicio de temer porque no hay bronca más amarga, que la que puede echar encima alguien que sabe que el hecho de sentir aprecio y cariño, le da todo el poder para regañar.

En algún momento de la noche su cabeza estuvo lo suficientemente lúcida como para haber decidido ir con Carolina y no a su casa, aunque en aquel momento no recordaba con exactitud cómo se las había arreglado para llegar con ella. Su decisión no se basó en la cobarde huida de un ceño que probablemente se habría fruncido con el doble de profundidad que el de Carolina si se hubiese presentado en aquel estado de alcoholización, sino a que no se sentía capaz de tener a su madre cerca en aquellos momentos. No creía que pudiera ir a refugiarse en los brazos de Mimí para quejarse de su corazón roto, porque inevitablemente ella querría saber el cómo, el por qué, y lo más importante: el quién. No podía decirle a ella, como sí a Carolina, que Joaquín era un grandísimo hijo de puta, que no lo quería y que había logrado convertirlo en alguien idiota que al parecer no tenía la capacidad para concebir, aceptar, o procesar su rechazo. O que, vergonzosamente, no parecía tener la voluntad suficiente para simplemente decirle que no.

—Estira la pierna y déjame sacarte el zapato, Martín—. En la voz de Carolina había cierto tipo de rabia contenida. Martín se dio vuelta, girando sobre sí mismo encima de la cama, apenas arreglándoselas para manejar sus extremidades, dispuesto a ejecutar la orden, pero sintió una mano descargarse repetidamente y con cierta fuerza sobre su trasero.

— ¿Qué haces? ¿Por qué me azotas? Eres… Muy graciosa. Eso fue sexy, ¡Dame más de eso, bebé! —Rio de forma estúpida, enterrando el rostro en la almohada impregnada con el olor del shampoo de Carolina. — ¿Te molesta que haya venido aquí en medio de la noche y te haya despertado? ¿Quieres que me vaya a casa y deje de fastidiarte, Carito?—. Como buen borracho, manejó a la perfección la bipolaridad y esta vez estuvo a punto de echarse a llorar a causa de sus propias conclusiones.

— ¡Idiota! Eso no fue por haber venido, fue por haberlo hecho conduciendo—. Carolina reinició las palmetadas, repartiéndolas sobre sus muslos y sobre sus brazos. En realidad no dolían mucho, porque sus manos eran como las de una niña pequeña y no importaba cuanta energía les pusiera, pero fastidiaban y su intención estaba más que clara. — ¿Entiendes que pudiste haberte lastimado, que pudiste haberte matado o haber matado a alguien? ¡¿Por qué no me llamaste?! ¡¿En qué rayos estabas pensando al conducir ebrio?!

«Quiero verte»… Esas dos simples palabras habían bastado para matar toda su resolución.

Como si el tiempo entre la llamada de Joaquín y su arribo al estudio hubiese transcurrido en un paréntesis de tiempo en el que no le interesó poner atención, rápidamente llegó el momento en el que se halló a sí mismo tirado de cualquier modo en la cama de Joaquín, dejándose hacer y comportándose como si su voluntad fuese la de una marioneta lasciva y desmadejada, despojada de sus hilos… Una marioneta que gemía quedo, que se mordía sugestivamente el labio inferior y cerraba a intervalos los ojos, para acallar todo aquello que no fuese la sensación de los labios que rectaban por su pecho, arañándolo con los dientes, dejando un camino de saliva, cosa que normalmente odiaba pero de la cual no estaba dispuesto a quejarse en aquel momento, porque al parecer no había cosa que Joaquín hiciera y que a él no le gustara.

 Le hubiese gustado despertar, aunque no estuviese dormido, y caminar con resolución hasta el otro extremo del estudio y darse de cabezazos contra la pared para salir de aquel letargo maldito y recuperar su orgullo. Pero, ¿A quién quería engañar? Su orgullo había muerto en el mismo momento en el que le había contestado el teléfono.

«Estoy ocupado amándote, Joaquín. No puedo pensar con claridad… No puedo parar, ¡Mierda! No quiero parar»

Eso habría querido hacer…

Parar…

Correr…

Reclamarle…  

Pero no pudo.

Quizá habría parado si hubiese estado haciendo uso al completo de su consciencia, o si cada una de sus neuronas y de sus terminaciones nerviosas no hubiesen estado ocupadas complaciendo a aquel que se había convertido para él prácticamente en un dios pagano al cual adorar y que lo abrasaba con el calor que emanaba de su falsa divinidad.

Estaba tan sensibilizado que podía jurar por Dios —por el Dios que dicen que está en los cielos y no por su pecaminoso y particular dios del sexo— que estaba escuchando cómo cada una de las fibras del cuerpo de Joaquín se tensaban, pugnando por envolverse a su alrededor para amarrarlo y estrujarlo contra él.

Habría querido salir corriendo.

Y  quizá lo habría hecho, si cada uno de sus huesos no hubiese estado a punto de convertirse en cenizas, inmersos en el calor, en el deseo y en aquella ensoñación que hacía estallar el color rojo detrás de sus párpados cada vez que se atrevía a cerrar los ojos.

Se entregó una vez más, rendido… Sumiso… Bañado en sudor y en ansiedad, obligando a su orgullo a callarse. Ya pensaría después, ya razonaría después, ya habría lugar para el arrepentimiento o el autoreproche… Después.

—Hazlo ya… Hazlo ya. Te necesito adentro ya. —Exigió. Porque solo alguien como Martín podía hacer que un ruego, como aquel, sonara como una exigencia. Joaquín comenzó a meterle los dedos, y lo que obtuvo a cambio fue un lloriqueo de desesperación. — ¡Deja esa mierda y dámelo ya!— Era decirle eso, o «te quiero» así que prefirió sonar como un guarro y salvar lo poco que le quedaba de orgullo.

Joaquín se agazapó sobre su cuerpo… Inmovilizándolo de la misma manera en la que lo haría un animal salvaje sobre una presa y lo montó, penetrándole la voluntad, horadándole los sentidos, llenándole las fosas nasales con su olor almizclado de macho exudando las secreciones del sexo… Mirándolo con aquellos ojos que cuando estaban arropados por el velo de la lujuria se veían salvajes y parecían  dispuestos a tragárselo.

Tan peligroso…

Tan maldito…

Tan caliente…

— ¡Joder! Como extrañé esto. —Le gruñó en el oído, mientras apretaba más su cuerpo contra él.

Y Martín quiso llorar.

« ¿Esto? ¿Esto? Extrañaste «esto» y no a mí? »

 Una simple composición sintáctica que habría tenido el poder de elevarlo por encima de las nubes, pero que en cambio logró estrellarlo sin miramientos contra el suelo. El sollozo que pudo haber sido, pero que no fue, murió cuando dejó salir un profundo y gutural gemido en el momento en el que Joaquín se estrelló contra su punto dulce, y habiéndose dado cuenta de ello, el pintor rotó y afirmó las caderas en el ángulo que le aseguraba dar en el mismo punto de manera repetida. Con su cara de satisfacción, con esa sonrisita burlona y retorcida que ponía cada vez que lograba aquello.

Y entraron en una sincronía de movimientos, los tres… Joaquín, él y el colchón. Se separaban un poco y volvían a chocar las carnes a mitad de camino cuando se encontraban, produciendo aquel sonido enloquecedor y caliente. Despegó la cabeza de la superficie, buscando la manera de apropiarse de sus labios, hasta que lo logró, enroscando los brazos en su cuello.

En una mala reacción al excesivo ejercicio, sus brazos se aflojaron y pivotó contra el colchón, temblando de placer y de debilidad. Joaquín apoyó las manos a cada lado de su cabeza y despegó el torso, liberando el miembro que había estado prisionero entre sus estómagos. Martín sintió el cabello de Joaquín cosquillearle el rostro, danzando con sus embestidas.

El pintor dirigió la mirada hacia la zona en la que se unían sus cuerpos, quizá maravillado al ver la manera en la que el cuerpo de Martín parecía succionarlo, o en su rosáceo pene lloroso y falto de atención. Aceleró y apretó los movimientos… Aumentando la necesidad en Martín, que llevó una mano a su entrepierna, atendiendo a la necesidad de tocarse, y con la otra… Con la otra mano atrapó uno de los mechones de Joaquín, lo enrolló en su dedo índice, mientras lo acariciaba con el dedo pulgar.

…Porque resultaba ser que, aunque quizá él mismo no estuviera del todo consciente de ello, la zona erógena más sensible que tenía era su corazón.

Porque toda su vida, había estado rodeado de amor…

Porque solo tenía Diecisiete…

Porque estaba enamorado por primera vez…

—Te Amo…—Susurró. Arrojando a la basura lo poco de orgullo que había logrado resguardar.

—Yo no….

—Lo sé…—Respondió Martín, abrazándose a él de nuevo, haciéndolo descender, juntando completamente sus cuerpos, metiendo el rostro en el hueco de su cuello donde calzaba a la perfección y donde sus lágrimas, causadas por la intensidad del placer y la intensidad emocional que lo embargaba,  quedaron enredadas en el cabello de Joaquín… Retorciéndose mientras un dulce y culposo orgasmo lo electrocutó.

No podía decir que se hubiese quedado dormido, pero se sintió desconectado… El cuerpo completamente relajado y laxo, pero la mente bullendo aún en medio de su estado de confusión. Se quedaron tendidos en la cama, ambos sobre sus costados, uno frente al otro. Martín sintió la manera en la que Joaquín paseaba el dedo pulgar por su mejilla, apartándole el cabello, a lo mejor creía que dormía y se permitió aquella pequeña libertad. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué jugaba con él de aquella manera? ¿Acaso era incapaz de ponerse en su lugar y percibir los estragos que podía causar en él el hecho de que le regalara aquel gesto tierno, cuando acababa de decirle —De nuevo—que no lo quería?

«Devuélveme mi corazón, Joaquín… ¡Devuélvemelo!»

Abrió los ojos, y clavó la mirada directo en los orbes del pintor.

—Ya tienes a alguien más para que te quiera.

—Así es, Joaquín… Lo tengo.

—Me alegra. Menos complicaciones para mí, entonces. —Sonrió, ¿Por qué sonreía?— No ha de ser muy bueno en la cama… Porque aquí estás. ¿Ves? Con eso que puedo ayudarte. Búscame cada vez que lo necesites.

Un baldado de agua sobre su cabeza. Martín se sentó en la cama.

« ¡Maldito idiota!, Maldito… Maldito… MALDITO»

— ¿Aquí estoy? ¡Tú me llamaste! Eres tan…—De manera que Joaquín solo lo había hecho ir para reafirmar su ridículo ego de macho.

A ambos los desconcentró el mismo sonido. El sonido de la cerradura siendo manipulada desde el otro lado.

— ¡Mierda!, es Irina. —Joaquín se levantó de la cama, abandonándolo en un segundo. —Pero que inoportuna. Vístete. Yo solo… no quiero causarle un disgusto.

— ¿Y crees que no se disgustará con solo verme aquí? Lo que acabamos de hacer es demasiado obvio… Puede olerse en el aire… Y en tu cama— Martín se puso su ropa a toda prisa, asqueándose ante el hecho de tener que hacerlo sin asearse antes. Por lo menos habían utilizado preservativo esta vez—. Esto… Tiene que ser una maldita broma. O no, ¿Sabes cómo voy a tomarme esto? Voy a tomármelo como una señal. Una señal de que tú eres un estúpido y de que, definitivamente,  yo lo soy aún más.

Irina comenzó a golpear la puerta con el puño, llamando a Joaquín a grandes voces… Llamándolo «Mon bien-aimé». Solo hasta ese momento Martín notó que el pesado cerrojo de la parte interna estaba echado. Joaquín sabía que ella podía llegar en cualquier momento, y eso solo hizo que la cólera dentro de Martín hirviera con más vehemencia.

«Si me haces llorar más de lo que me haces reír… Quizá sea momento de empezar a aceptar que lo más probable es que no valgas la pena… Que eres tóxico»

 

Carito… Carito… Carito—. Martín soltó un suspiro que apestaba a alcohol. — ¿Has leído de esas historias cursis para adolescentes en las que intentan venderte la idea del diamante en bruto? Donde la protagonista, una chica que de seguro te describirán como alguien que pasa desapercibida, pero que es brillante e ingeniosa y que de alguna manera absurda resulta ser bien parecida… Pero que DE MANERA INCREÍBLE nadie lo nota, cuando lo correcto habría sido que la describieran como una simplona, porque digo… No se arregla, no tiene amigos o buen gusto para vestirse y… etcétera, etcétera, etcétera—Martin bufó risueño—, En fin, esta absurda belleza oculta y virgen,  porque siempre son vírgenes, conoce a un chico malo y arrogante, con problemas con la autoridad, qué… Se comporta como un idiota y seguramente anda en una motocicleta, pero del cual ella eventualmente descubre que en el fondo es solo alguien muy solitario, que solo necesita que lo entiendan y lo quieran y ella… De manera mágica logra tener acceso a toda la maravilla que vive oculta bajo su personalidad tosca y cruel y de la que los demás no tienen ni la más mínima idea que existe, ¿Las has leído?

—Sí, claro que lo he hecho ¿Quién no ha caído en eso?— Carolina vuelvió a cubrir a Martín con la cobija porque él no deja de removerse y de manotear inquieto. Se acostó a su lado, metiéndole los dedos de la mano derecha entre los mechones de cabello y estiró de ellos en una caricia que pretendía calmarlo.

— ¡Pues eso es pura basura!—Sentenció—. Porque no hay manera de que alguien le aguante toda la mierda a una persona ruin y egoísta con posibles traumas de niñez que lo hacen ser un completo hijo de puta hasta que él decida dejar salir su lado bueno, ¿No te lo parece?—. Dejó de mirar hacia el techo para mirarla a ella a los ojos. — Lo acertado sería narrar la historia en el correcto orden cronológico. Decir como él— Martín palmoteó en el aire con rabia y habló con la voz rota—, primero le dejó ver su parte noble, misteriosa y quizá tierna. Cómo la engatusó mostrándole lo mejor de sí, haciendo que la estúpida no tuviera más remedio que llenarse de esperanzas… Cómo él hizo todo lo posible por deslumbrarla y hacerla… Enamorarse sin que tuviera otra opción—. Una lágrima se deslizó desde el borde externo de uno de sus ojos, hasta perderse en el nacimiento de su cabello. Una mano torpe y lenta viajó demasiado tarde a tratar de borrar ese signo líquido de debilidad, pero no alcanzó a pillarla—. Deberían también decir que la muchachita llena de ingenio y de frases célebres y seguramente sarcásticas y bla, bla, bla, estaba también llena de deseo, porque a esas santurronas también les gusta el sexo—. Ambos rieron y a Carolina se le estrujó algo por dentro cuando vio la manera en la que aquella carcajada en Martín contrastaba con sus ojos llorosos y cargados de tristeza.

Martín se durmió de un segundo al otro, aún había lágrimas atrapadas en sus pestañas, Carolina las retiró intentando no despertarlo, mientras pensaba en la otra parte de la historia. La parte de la historia en la que, según Martín y lastimosamente según la vida misma en muchas de las ocasiones, el príncipe se convertía en sapo después del mágico beso y la intensa follada.

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