Capítulo III
Celebración de noche de Viernes (Party Time!)
Martín sorbió golosa y sonoramente las últimas gotas de bebida en su copa, arrancándole una sonrisa a Gonzalo, cuyo propósito parecía ser emborrachar a Martín. Creía que quizás lo ablandaría lo suficiente como para doblegar su voluntariosa forma de ser y así conseguir tenerlo a su merced. Su propósito parecía estarse cumpliendo sin demoras y sin ninguna oposición por parte de la víctima. La alcoholización llegaba sin pausa, incluso podía asegurarse que lo hacía a paso apresurado, pero que eso lo convirtiera en alguien dócil era una situación aún por comprobar, aunque las estadísticas apuntaban a que este era un hecho poco probable, porque los caprichosos lo son sin importar el nivel de alcohol en la sangre.
—Se acabó… Está vacía. ¿Lo ves? —la voz de Martín se escuchaba por completo amodorrada, aún si se las arreglaba para gritar y hacerse entender por encima del sonido de la música. Volteó su copa para demostrarle a Gonzalo, sin que existiera ninguna duda de que era completamente cierto que su copa estaba penosamente vacía y no estaba cumpliendo su función de recipiente contenedor—. No seas malito y tráeme otro, ¿quieres? —hizo pucheros inflando las mejillas.
—No, de esto ya ha sido suficiente —Gonzalo le quitó la copa a Martín y la alejó.
—Pero, por qué… Dame eso —Martín intentó hacerse con la copa vacía, pero Gonzalo la alejó un poco más.
—No, Martín. Ahora por favor, escúchame…—Gonzalo miró alrededor, ansioso, suspirando para calmarse. Todos bailaban, en la mesa sólo quedaban ellos dos, así que lo que le dijera a Martín sería de carácter confidencial—. Quiero… quiero que me digas qué sientes por mí.
Martín entornó los ojos, como si hiciera un gran esfuerzo por entender las palabras de Gonzalo, su capacidad de entendimiento y análisis habían disminuido notablemente y de manera progresiva con cada una de las últimas seis copas.
—Ummh, pues…Me caes bien —rio tontamente—. Pero me caerías aún mejor si me trajeras otra bebida. Anda, si voy yo por ella no es tan divertido, me gusta que me atiendan… Y dudo que logre caminar derecho hasta la barra —Martín trazó la trayectoria con un dedo, cerrando uno de sus ojos como si buscara precisión en sus cálculos. Luego su atención, que para aquellos momentos se fijaba en las cosas menos importantes, se centró en las cejas perfectamente perfiladas de Gonzalo—. ¿Te depilas las cejas? Eso es de maricas —sentenció.
—¡Pues yo soy marica! —Aseguró Gonzalo a voz en cuello, con aire divertido y dando sus características palmaditas de alegría como si eso fuese algo que necesitara algún tipo de confirmación—. Confeso, poseso y orgulloso de serlo. Te aseguro que mientras estaba dentro del closet no me estaba ocultando; sólo estaba poniéndome regia para el mundo, pues el Gay Parade es una gran nimia al lado del espectáculo que soy yo. Soy tan gay que hasta me salen arcoíris del trasero y antes de aprender a hablar, aprendí a aplicar el barniz de uñas sin derramarlo… Y tú qué me dices. Tú también lo eres.
—Ah, ah —Martín negó con el dedo—, podría contrarrestar esa aseveración con muchos argumentos. Explicarte por qué esa simple palabra no me define, decirte como el concepto es mucho más profundo y amplio, pero eso me llevaría tiempo, esforzarme en hacértelo entender y ahora no tengo ganas… Estoy demasiado mareado para hablar de manera coherente y no tengo ganas de filosofar. Así que dejémoslo en que sí, yo también soy marica.
Gonzalo se arrimó aún más a su compañero de juerga, si es que tal cosa era aún posible, porque estaba a poco de terminar incrustándose en las costillas de Martín.
—Por eso, Tiny… Tú y yo compartimos afinidades. Somos parecidos; lo suficiente como para esperar que la relación que nos une pase de ser amistad a ser algo más, ¿no crees?
Martín rio bastante divertido, una risa que estuvo bastante cerca de convertirse en una carcajada convulsa; una risa que se interrumpió tan abruptamente como inició.
—¿Somos afines solamente porque ambos somos maricas? ¿Sabes cuánto porcentaje de la población mundial es homosexual? Si es por eso, entonces cualquiera que le guste que le den por el trasero puede venir a decirme que tenemos todo en común. Identificarse con alguien abarca demasiados aspectos que van más allá de la simple inclinación sexual. El simple hecho de que ambos estemos bastante torciditos no nos convierte automáticamente en «Perfect Match» —Martín miró a Gonzalo a la cara, entornando los ojos—. ¿Acaso estás en plan romántico? ¿Es esto algún tipo de… Declaración? —Gonzalo asintió con la cabeza, valiente, directo, con los ojos iluminados ante el hecho de que hubieran sido necesarias tan pocas palabras para que lo que quería decir quedara absolutamente claro. De inmediato se llevó la mano derecha al bolsillo de su cazadora para extraer el pequeño estuche que tenía allí y que contenía el medio que había escogido para declararle su amor a Martín—. Pues lamento decirte… ¿Cómo lo digo? Lo diré de forma simple: NO.
Gonzalo abrió inmensamente los ojos, por escasos segundos sus movimientos se congelaron, pero recuperándose rápido no se dio por vencido; no se sintió ni siquiera un poco menos animado ante la rotunda y directa negativa de aquel atractivo chico que le había robado el corazón —y alborotado las ganas— nada más conocerlo.
—Tengo esto para ti —dijo con aire soñador y también atrevido; porque Gonzalo, incluso si no era su intención, casi siempre tenía cara de malhechor sexual. Su aire soñador no importaba porque lo que dijo debió hacerlo a los gritos para lograr que Martín lo escuchara por encima del ruido de la música—. Especialmente para ti —recalcó, mientras abría el estuche y extraía de él una cadena delgada, que se podía presumir era de oro por el color. Al final se balanceaba un dije, tan dorado como la efímera cadena, en forma de corazón. De un momento al otro hincó la rodilla, tal como si Martín fuese una damisela y se dispusiera a pedir su mano en matrimonio. Le ofreció aquel objeto, cursi hasta el colmo y el cansancio, como muestra de su amor (Ganas, Ganas, Ganas).
Mientras Gonzalo permanecía en aquella incómoda y ridícula posición, esperando alguna reacción por parte de Martín, éste se limitó a cruzar sus largas piernas, a apoyar el codo en el brazo del asiento para acunarse la barbilla con la mano, mientras lo miraba con una expresión difícil de definir.
Martín había pasado por lo mismo una considerable cantidad de veces; aunque para ser justos, no exactamente por lo mismo. Algunos lo había intentado con poemas, relojes, pulsos, ropa, incluso hubo alguien que le ofreció un auto. La cuestión era que en demasiadas ocasiones se había estrellado con el hecho de que debía despachar de su vida a algún amigo, porque éste se le había ocurrido antojarse de él… Cada nada la misma jodida frase: pasar de amigos a algo más… algo más… algo más. Él no era ningún santo, más de una vez había cedido; se había sentido tan alagado que había dicho que sí, pero en la mayoría de ocasiones ese no era el caso… Y ahora precisamente Gonzalo, que no era su tipo de ninguna manera, pero a quien le gustaba tener alrededor por considerarlo divertido, vino a ser aquella noche quien le saliera con aquellas.
Hay que tener clase incluso para rechazar a alguien, buscar empatizar, decirle que no con tacto y gentileza, pero… ¿Cuándo en la vida la gente ebria ha tenido tacto?
—No hagas eso, Gonzalo. Levántate ya de ahí, vamos, me estás haciendo quedar en ridículo y además te juro que estoy a esto —separó mínimamente sus dedos índice y pulgar— de romperme a carcajadas. —Martín chasqueó los dedos para apresurarlo a que volviera al asiento. Miró a todos lados tratando de saber si alguien había visto tal ridiculez. Se tranquilizó al comprobar que la única persona que no les sacaba la vista de encima era Carolina.
—No hasta que me digas algo.
—Pues te acabo de decir que te levantes de allí, ¿no? ¡Ahora!.
—No si antes no me das una respuesta.
Martín lo miró empezando a fruncir el ceño; le chocaba enormemente la gente insistente y sin una pisca de sentido de la vergüenza. ¿Qué ridiculez era aquella? Despegó la espalda del asiento y se dobló por la cintura. Su rostro quedó a escasos centímetros del de Gonzalo.
—La respuesta es no, ya te lo dije. Gonzalo, si no te levantas ahora mismo y dejas de hacerme pasar vergüenza créeme que lo vas a lamentar. Mucho. De una manera profunda. —Martín retrocedió con sus ojos fijos en los de Gonzalo… Ojos hermosos e irresistibles, endemoniadamente descarados e irremediablemente furiosos. Martín no necesitaba tener los ojos de un color tan llamativo como el verde o el azul para que estos le relampaguearan y se llevaran al mundo por delante.
—Pero… ¿Por qué no? Yo te quiero, eso tenlo por seguro. Nadie va a ser capaz de hacerte tan feliz como lo haría yo.
—No te tengas tanta fe —ahora Martín sí que estaba furioso—. Qué sabes tú lo que yo necesito para ser feliz.
—Dímelo; dime qué tengo que hacer y lo haré… Dime qué quieres y lo tendrás.
Martín negó con la cabeza, desesperado y avergonzado. Se cruzó de brazos, enfurruñado. Vio cómo el poco buen humor que había logrado recuperar a lo largo de la noche lo abandonaba.
—Antes de cualquier cosa, guarda eso y levántate del piso… Eso me haría inmediatamente feliz —Gonzalo así lo hizo. Antes intentó entregarle el obsequio a Martín, pero éste lo rechazó con un ademan de la mano—. Aleja eso de mí —continuó—. Estás obligándome a ser el malo aquí, Gonzalo. ¿Qué creíste? ¿Qué me ibas a sorprender con eso? Eres muy cursi y si buscas respuestas, eso es precisamente lo que no me gusta de ti. Eres muy…—Martín movió los dedos en el aire, mientras buscaba el concepto correcto—. Femenino. Casi hasta podría decirse que eres demasiado gay y no sé si eso es siquiera posible. Aunque parezca lo contrario, no quiero ser cruel y lo siento; como eres es sólo tu asunto y yo no tengo por qué juzgarte. Lo verdaderamente importante aquí es… Que no va a pasar nada entre los dos, ¿está claro? No eres mi tipo, así de simple.
Martín trataba de encontrarle una rápida explicación a la ira irracional que empezaba a crecer dentro de él. Gonzalo no era el primero y seguramente no sería el último que le propondría echar por la borda una relación que funcionaba a la perfección tal como era únicamente porque quería acostarse con él —porque, oh sí, Martín tenía claro que era eso lo que ocurría— así que no sabía por qué esta ocasión le había producido más irritación que las otras. Quizá empezaba a hartarse de que las personas pensaran que con mencionar la palabra amor y hacer alusión a los sentimientos tendrían acceso libre a su entrepierna y a su trasero. En casos como estos Martín pensaba que era preferible la crudeza de la sinceridad.
—¿Qué debo hacer para que me quieras en tu vida? —Martín puso los ojos en blanco ante el cuestionamiento de Gonzalo. ¡Siempre lo mismo! Odiaba que le rogaran ¿Por qué no simplemente aceptaban sus negativas sin más? Echó la cabeza hacia atrás, dejándola apoyada en el respaldo de su asiento. Las luces estroboscópicas danzaron enloquecidas delante de sus ojos; estuvo seguro de que en realidad no estaban girando tanto, sino que el alcohol en su sangre les servía de combustible—. ¡Dime!
Gonzalo exigía una respuesta y Martín se veía obligado a darle una.
—Tendrías que llamarte Joaquín, para empezar —la leve sonrisa en sus labios no había sido premeditada, sin embargo allí estaba curvando sus comisuras hacia arriba, mientras con la mirada perdida desmenuzaba los artefactos que proyectaban las modernas luces, atragantándose de color—. Deberías dedicarte a la pintura y además tendrías que tener los ojos del color del barro. Con eso te aseguro que te querría de inmediato.
Gonzalo lo miró con algo de rabia brillándole en la mirada. Aunque lo más correcto era decir que lo que brillaba en sus ojos eran lágrimas que amenazaban con hacer acto de presencia.
—¿Joaquín…? —Gonzalo escupió el nombre—, supongo que te estás refiriendo a alguien bien puntual y no sólo estás diciendo cualquier cosa para darme esquinazo. Veo que me han ganado de mano. ¿Dónde lo conociste? —se cruzó de brazos, después de limpiarse una lagrimita diminuta que se deslizó por su mejilla.
Martín no quiso darle la estocada final al decirle que incluso si no hubiese conocido a nadie, tampoco tendría una oportunidad.
—En casa… ¿Estás llorando? —Martín cerró los ojos y negó con la cabeza. Gonzalo estaba haciendo cada cosa que él detestaba—. No soporto que la gente haga eso. ¡Es eso justo lo que no soporto de ti! Esa estúpida manía de comportarte como una princesita. En mi faceta homosexual me gustan los hombres, ¿entiendes? ¡Los hombres! Si quisiera salir con nenitas, simplemente lo haría. Lo siento, pero jamás se me pasaría por la cabeza salir contigo. Deja de llorar, eso me desespera. ¡Es chantaje!
Martín miró a Gonzalo con verdadera indignación. No entendía como alguien como él, que medía casi dos metros de altura, con el cuerpo esculpido a punta de gimnasio, podía además cargar con toda aquella actitud afeminada encima. Su aura era rosa, rosa loca.
—¡¿Entonces por qué me besaste?! —le escupió Gonzalo a la cara.
Poco le faltó a Martín para dejar caer la quijada sobre el pecho, en el colmo de la sorpresa. Se negaba a creer que aquel simple beso fuese la razón de la escena que le estaba montando Gonzalo.
—¿Qué somos acaso? ¿Un par de nenas? Fue un beso y ya —respondió Martín, restándole importancia a algo que, evidentemente, para Gonzalo había significado mucho más de lo que lo hizo para él—. Me pediste un beso y te lo di… Lo disfruté pero he tenido mejores y por último: estábamos ebrios. No te comportes como si fueras una cándida paloma que se siente atado a alguien por el simple hecho de haber recibido un beso. Todo el mundo sabe que eres bien promiscuo así que no quieras convencerme de que un beso ha significado tanto, cuando ya es del dominio público el hecho de que te regalas sin compasión.
Martín se mordió la lengua, pero lo hizo demasiado tarde. Ante lo dicho no puede uno echar marcha atrás y aunque no estaba mintiendo, esa no era la mera de decirlo; porque sí, hay cosas que aunque se piensen no deben decirse jamás. Le atacó el remordimiento cuando vio la expresión en la cara de Gonzalo; sus ojos hicieron una vertiginosa metamorfosis, pasando de la tristeza y el duelo a la ofensa, para luego quedarse anclados en el enfado más profundo.
—¡Vaya! Nunca me habían ofendido tanto con tan pocas palabras y mira que muchas personas lo han intentado… Aun así debo confesar que hasta comportándote como una mierda eres absolutamente encantador. Eres del tipo de persona que no necesita ser físicamente fuerte para golpear donde más duele, con las palabras te bastas para ello. Aunque no lo creas —Gonzalo hizo un gesto con la cabeza y uno de sus conocidos movimientos de muñeca en el aire—, sí significó mucho para mí el hecho de que me besaras… Casi no me creía que hubieras descendido de las alturas del puto monte Olimpo para fajillarte a un simple mortal como yo; pero yo no tengo tan buena suerte, mira lo que recibo en realidad… Puros insultos —suspiró, aunque debido a la fuerte música fue algo que Martín supuso que él hizo—. Más me vale seguirme regalando sin compasión, me va mucho mejor así.
Martín separó los labios e intentó disculparse, pero Gonzalo puso una mano frente a él para impedírselo.
—No sabes cómo duele Martín —continuó Gonzalo llevándose una mano al bolsillo de la camisa y extrayendo de allí un cigarrillo suelto que encendió y comenzó a chupar como si se le fuera la vida en ello—. Duele no ser aceptado… Duele no ser correspondido, para nosotros —se señaló con la mano libre, justo al pecho— los homosexuales, los maricas, las locas o como carajos quieran llamarnos, es jodidamente difícil encontrar quién nos quiera, quién nos valore realmente o encontrar quién vea más allá de un culo dispuesto. Hasta la puñetera familia nos da la espalda en cuanto se destapa la olla… Siendo tú uno de los míos pensé que serías más… condescendiente o menos cruel. Nunca se encuentra a alguien que sienta sinceramente por nosotros algo más que calentura, así que hay que compensar la carencia de amor con eso, ¿no te parece? Hay que relacionar el amor y el cariño con lo físico, para no sentir que no valemos nada; por eso yo pocas veces me niego cuando alguien me propone irme a la cama con él —Gonzalo suspiró y su tristeza abandonó su alma en forma de voluta de humo—. Pero, ¿sabes? Te entiendo. Entiendo tu comportamiento, Tiny. Lo que pasa es que eres de los afortunados, de los que no sufren, de esos a lo que todo el mundo encuentra encantador —llegados a este punto, a Martín le habría gustado decirle que eso no era del todo cierto, pero no lo interrumpió—. Eres rico, guapo y lo más importante de todo: eres aceptado y te respetan. Cuando te gusta alguien, imagino que sólo tienes que apuntarle con el dedo y caen rendidos… Y si no es así, por lo menos tienes el consuelo de que te gustan las mujeres; aunque eso no me lo creo mucho, ¿sabes? Eso me suena más a algo que se dice para que lo de ser marica no suene tan grave —Gonzalo sonrió, para sorpresa de Martín que comenzaba a sentirse mínimo e inmaduro ante la forma en la que le estaba hablando Gonzalo. Jamás pensó que él le soltaría tal rollo, de hecho lo creía incapaz de profundizar tanto en lo que dijera… Se le notaba la amargura en la voz y lo peor de todo era que parecía ser algo contagioso—. No eres más que un niño, pero vaya que eres un niño adorable y me encantó pensar que existía la posibilidad de que me quisieras —dio una onda calada a su cigarro y un largo sorbo a la bebida que había tenido abandonada—. Se nota a leguas que nadie te ha dicho nunca que no… Que nunca has tenido que suplicar porque no te dejen, porque te besen y te quieran —Gonzalo alargó una mano hasta posarla en el cabello de Martín y lo agitó levemente, en un gesto cariñoso— y espero sinceramente que jamás debas pasar por algo así, espero que todo te siga saliendo tan maravillosamente bien, porque… de veras duele.
Martín se sintió tan ínfimo como una cucaracha, no había otra forma de decirlo. Siempre había creído que Gonzalo era completamente incapaz de hablar de algo que no tuviera que ver con brillo, clubes nocturnos y maquillajes para Drag Queens y ahora venía y le echaba encima un rollazo que, por lo menos, iba a lograr que se sintiera obligado a ser su esclavo por un tiempo para calmar la culpa. ¡Dios! Si hasta estaba empezando a pensar que tendría que disculparse por no ser miembro activo del «Gonzalo`s Fan Club». Tragó saliva.
—Lo siento —murmuró, pero su voz fue engullida por el bullicio, aún así Gonzalo lo entendió y agradeció con una sonrisa que se disculpara; se lo agradeció elevando su copa y tomando de ella e inclinando graciosamente la cabeza.
—¡Por los dos! Y por el gran beso que compartimos… Aquel que pienso atesorar en mis recuerdos como prueba de que los milagros existen.
Martín sonrió divertido y negó con la cabeza.
—No seas exagerado, hombre. Que me tengas en tanta estima me hace sentir terriblemente culpable. No voy a andar contigo, aunque lluevan vacas, pero dime, pídeme algo que quieras que haga por ti y lo haré… Algo razonable que no nos incluya a ti y a mí desnudos —aclaró Martín al ver la manera perturbadora y totalmente maliciosa en que Gonzalo arqueó una de sus cejas ante el ofrecimiento.
—Descuida, también tengo mis límites. No soy tan… —Gonzalo chasqueó la lengua—. ¿A quién quiero engañar? Sí, soy un aprovechado si se me presenta la oportunidad; pero no pienso aprovecharme de ti, así que descuida. Te tomaré la palabra y te pediré dos sencillas cosas: la primera es que por favor no me alejes, ¿quieres? No puedo darme el lujo de perder a las personas que apreció, debo atesorar a los pocos amigos que tengo. Aunque no parezca, las cosas me afectan más de lo que parece —Gonzalo dibujó en su rostro una sonrisa triste—. No me gusta estar solo… No me gusta que aquellos que me importan se alejen de mí, me deprimo con más facilidad de lo que parece.
Martín vio en los ojos de Gonzalo la tristeza de aquellos que han elegido vivir su vida de la manera que los hace felices aún a pesar de los demás. Sintió pena por él y vio cuan afortunado era por tener la vida, la familia y los amigos que tenía.
—¿Y la segunda cosa? —preguntó.
—Baila conmigo, Martín. Solo… Baila para mí… Baila conmigo —Gonzalo estiró la mano hacia él. Lo hizo con un gesto lastimero de aquellos que en el fondo siempre esperan ser rechazados.
«Maldición —pensó Martín— creo que después de esto, no me sentiré capaz de volver a negarle nada a este imbécil».
—Lo haré algo chueco —se excusó mientras aceptaba la mano que le tendía Gonzalo—. Me he golpeado la rodilla y me duele horrores.
2
Otra noche llena de un gran vacío. Otro día más sumido en el aburrimiento y en el desasosiego de no sentirse motivado por casi nada.
Se sentía patético tirado en su cama mirando el techo mientras el resto del mundo se perdía en el derroche y el exceso o simplemente vivían. Se preguntó cuántas personas se encontrarían en aquel momento en una situación similar a la suya; viendo la vida pasar delante de sus ojos como algo plano, vacío y sin propósito. Estaba tan aburrido que se sintió el único ser en el planeta sin absolutamente nada qué hacer. Para aquellos momentos estaba absolutamente seguro de que incluso sus alumnos estaban viviendo la vida mucho más intensamente que él. Se imaginaba por ejemplo a Yorguen Seculk, su alumno con más fama de empollón, bailando como poseso en algún antro de mala muerte, divirtiéndose como no lo estaba haciendo él… Viviendo.
«Veintinueve años y ya estoy acabado. Sufro de vejez prematura. ¿Qué rayos pasa conmigo?».
¿Cuándo fue la última vez que tuvo una cita? Hacía más tiempo del que podía reconocer sin sentir vergüenza. La última vez que tuvo el cuerpo de una mujer entre sus brazos era ya un recuerdo borroso… Además ella había salido huyendo de su vida gracias a su exceso de monotonía; podía sonar como un sinsentido pero así lo llamó ella… Exceso de monotonía. ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Tenía amigos siquiera?
Ricardo suspiró acongojado y se dio la vuelta sobre el colchón. Por lo menos cambió de posición para observar la habitación desde otro ángulo… Para observar su exceso de monotonía desde otro ángulo.
Bajo un respetable montón de ropa sucia acumulada en un rincón y lista para la colada del día siguiente, asomaba el mango de su vieja guitarra. El instrumento que antaño le fue inseparable ahora llevaba siglos abandonado. Mirar su guitarra hizo que casi de manera inconsciente sus ojos de dirigieran hacia el cuaderno garabateado con decenas de letras de canciones del cual jamás había podido deshacerse… Hasta hacia unos cuantos años atrás aún consignaba allí su manera de ver el mundo y luego lo dotaba todo de musicalidad. Durante gran parte de su vida —la mayor, de hecho— aquel había sido su idioma, su manera de exteriorizar sus emociones y darles validez. Era el tipo alegre, positivo y medio hippie de la guitarra. Un día simplemente se detuvo… Ésa parte de él murió.
Arrastrando los pies, Ricardo se alejó de la cama y se dirigió hacia el escritorio apoyado en la pared contraria. Se hizo con su viejo cancionero y cuando se aventuró dentro de sus primeras páginas sonrió al encontrarse de lleno con su antiguo «yo radical». Si bien la mayoría de las letras eran una oda idealista al amor —incluso en la faceta más desangelada de éste: el desamor—, una notable cantidad eran de temas sociales. En algunas de ellas ponía de manifiesto tal disconformidad contra el sistema que ahora, viéndolo en la distancia del tiempo, encontraba tal apasionamiento un tanto irrisorio.
El sistema… Sonrió. ¿Cuál era el sistema? Y sobre todo, ¿por qué tenerlo en tan mala estima si tarde o temprano se terminaba siendo parte de él? Sólo hacía falta hacerse mayor para entender que la necesidad de «encajar y funcionar» era imperiosa.
Él encajaba y funcionaba. Eso era un hecho.
Estaba bastante cómodo llenando las mentes de sus alumnos con lo que se suponía debía hacerlo y además estaba bastante conforme con el gordo cheque que recibía a cambio. La había hecho en grande, consiguió un trabajo donde la paga era más que buena y lo único que él había tenido que hacer a cambio era comprometer su esencia; prácticamente venderse, porque siendo un profesor hippie —como le gustaba denominarse a sí mismo ahora que había superado aquella etapa demasiado idealista— no había logrado otra cosa que meterse en problemas y no ser tomado lo suficientemente en serio.
Más pronto que tarde descubrió que si quería tranquilidad debía seguir por la línea que se suponía debía seguir y entender que hacerlo además no era tan malo. Un simple profesor de instituto, conforme y aburrido. Uno que en una noche de viernes no tenía absolutamente nada que hacer para divertirse o para escapar de su abrumadora rutina.
3
El pincel de Joaquín se movía rabioso por toda la extensión del lienzo, esparciendo color de manera desesperada. Pronto abandonó el pincel y se apoderó de la espátula, llenándola de empaste y cubriendo con él grandes extensiones de tela… Color gris, negro y profundas tonalidades del rojo adornaban la escena que cobraba vida frente a sus ojos. Se detuvo de manera abrupta y se alejó unos cuantos pasos para apreciar su obra. Sonrió de manera retorcida. No había planeado ni un solo centímetro de aquello, y el resultado le gustaba, era simplemente magistral. Un enorme insecto, oscuro y supurante, devorando el pecho abierto y sangrante de algo que alguna vez poseyó vida, le devolvía la mirada de manera desafiante; no parecía estar avergonzado por estar vaciando de manera tan golosa el interior de su víctima.
Tomó un trapo con solvente y comenzó a limpiarse las manos con él, sin importarle que aquella costumbre estuviera convirtiendo sus herramientas de trabajo en un par de lijas agrietadas, más parecidas a la piedra pómez que a lo que deberían ser las tiernas manos de un artista.
Se alejó del caballete pensando en lo fácil que sería su vida si todo fluyera tan líricamente como lo hacían sus pinturas. Alejó el trapo de sí, tirándolo lejos en el suelo, el fuerte olor comenzaba a hacerle sentir nauseas, y lo último que necesitaba era ponerse un colocón a base de solvente. Se dejó caer en el sofá, cerró los ojos y suspirando con fuerza se mesó el cabello, luego pasó una mano un tanto desesperada por su barbilla, notando con ello que ya era más que necesario darse una buena afeitada.
—¡Joder! —Golpeó con furia la desvencijada mesita que tenía al lado y acompañó el gesto con el tacón de su bota estallando contra el suelo—. Me muero por un maldito trago —le gritó rabioso al vacío.
«… A conformarse con otro vicio entonces». Comenzó a destapar el tercer paquete de cigarros del día… Un día completo de 24 horas. Ya había visto dos lunas y no había pegado ojo aún.
No valía la pena echar en saco roto los 10 meses que había logrado mantenerse sobrio; no ahora que su vida volvía a parecer algo con lo cual estar medianamente conforme. Por fin, después de un periodo de aguas pantanosas, volvía a ver la luz al final del túnel. No podía recaer ahora, después de haber probado su voluntad hasta el límite; no ahora que por fin se había demostrado a sí mismo y al mundo que su voluntad era un poco más consistente que la vil y blandengue gelatina.
Caminó hacia la cama. Para alcanzarla ni siquiera le fue necesario sortear paredes. Vivía en un piso bastante extenso, inmenso podría decirse, pero no era más que un gran estudio adaptado para vivir en él; desde donde se mirara podía apreciarse cada rincón; únicamente el baño tenía algo de privacidad lograda gracias a las cortinas que había logrado colgar del techo, de lo contrario se habría convertido en un espectáculo al cual espiar a través de los grandes ventanales carentes de cortinaje.
Se dejó caer cuan extenso era en medio de las sábanas revueltas, a pensar en su suerte… En su maldita suerte.
A sus treinta y cuatro años Joaquín aún no podía decir que tenía la vida ni siquiera medianamente resuelta. Era un inconstante que se dejaba llevar por el momento, un ser bastante irresponsable que carecía de puerto e iba a donde quiera que lo llevara el viento. Su vida era una constante de variables que habían hecho que ni siquiera fuera capaz de vivir dos años seguidos en el mismo lugar.
Lo único perdurable e inmarcesible en su vida era su pasión por la pintura. Era un bohemio entregado a su pincel como a la más ferviente amante, pero de lado contrario no era más que la viva imagen de la indecisión y del miedo al compromiso o a cualquier tipo de ataduras.
Su tendencia a la irresponsabilidad y el querer huir de la realidad que se empeñaba en describir como dura, lo habían convertido en presa fácil de la vida. A lo largo de su vida ciertos vicios se habían apoderado de él de manera casi ineludible; pero su peor adicción, en la que estuvo inmerso por cinco años, fue el alcohol. Éste lo arrastró con todo y zapatos al patético bajo mundo de los borrachines. Lo perdió todo y fue justamente éste el que terminó de alejar a su familia del todo… Se rindieron con él. Ellos siempre le habían dicho que se había desperdiciado, que teniendo miles de oportunidades las había dejado pasar todas; en otras palabras: que no había hecho nada de verdadero provecho con su vida. Le dieron la espalda, y no sin razón, solo se rindieron en la ardua tarea de tratar de salvarlo de sí mismo.
Pero ahora todo era diferente. Estaba dispuesto a cambiar o por lo menos a sacarle verdadero provecho a lo único bueno que le había dado la vida: su talento.
Le había pedido a la vida una nueva oportunidad y Micaela, justo ella, se había vuelto a cruzar en su camino.
4
Aún a la pata coja, ver bailar a Martín era como si el pecado mismo se meciera ante los ojos de los demás. Varias miradas se dirigían irremediablemente hacia él, muchos pretendían evitarlo, pero simplemente no podían, y Martín aunque quisiera (aunque en realidad no quería) no podía pasar desapercibido. Era su actitud, más que cualquier otra cosa, la que lo convertía en un punto de atención. Seguro, desinhibido… Precioso.
“Roma-Roma-ma-ah! Ga-ga-ooh-la-la! Want your bad romance…”. cantaba Lady Gaga, mientras todos aplaudían al compás desaforado de la música tan indefinida como la misma intérprete.
“I want your ugly I want your disease I want your everything”, coreaba Martín junto a Gonzalo, y lo hacía de una manera bastante particular. Ya fuera a propósito o de manera inconsciente, su lengua se asomaba juguetona entre sus dientes… Quizá era por las luces o por las simples ganas, pero éste de pronto pareció un gesto demasiado notorio y bastante invitador.
Como poseso, como si lo hubieran llamado por nombre propio, Gonzalo se lanzó al ataque una patética vez más. Carolina previó lo que iba a suceder nada más verle la cara de animal en celo, pero no hubo nada que ella pudiera hacer. Ella había sufrido silenciosamente por él al verlo hacer el ridículo ante Martín. Debió advertirlo y no lo hizo; debió decirle que a Martín no bastaba con alagarlo, porque las técnicas para conquistarlo no eran claras para nadie, ni siquiera para ella que tanto lo conocía. Luego vio como las cosas mejoraron, como Martín perdonó aquella patética actitud, y luego Gonzalo otra vez… Las cosas terminaron de la única forma que podían hacerlo. La fiesta terminó y todos —sobre todo Martín— se fueron enfurruñados.