Capítulo 6

Capítulo VI

Cuestión de método (Jump or not)

 

Entrada No. 3 – Diario de Martín.

Algún día mi abuela lo aceptará, se rendirá y dejará de arrastrarme con ella a este lugar.  Lo pijo no me da para tanto. No me gusta el tenis y me parece innecesario y vanidoso el asistir a un lugar tan vano y ostentoso como este club, con la excusa de jugarlo. Si lo practiqué por un tiempo fue únicamente porque mis intereses de ese momento así me lo exigían, y por supuesto porque no soy un tonto y sé que me conviene tener a la abuela contenta y en el bolsillo. De otra manera no habría forma de que yo estuviera aquí hoy.

Sé que, por alguna extraña razón, ella espera que mágicamente y sin tener verdadero sentido este lugar me haga completamente heterosexual. Cree que aquí conoceré a la mujer de mis sueños; que una vez que lo haga me lanzaré en ferviente clavado hacia  su vagina y que no emergeré de allí hasta que sea demasiado tarde y haya terminado comprometido con alguna de las virginales nietas de alguna de sus conocidas.  Ella puede soñar cuanto quiera, pero eso sólo va a pasar cuándo, cómo y sobretodo con quién  yo decida… Y esas chicas tienen tanto de virginales como puedo tenerlo yo.

 Me aburro a muerte aquí.

El verdadero propósito de un lugar como este es despellejar vivo a aquel que no encaje; y aunque debo reconocer que eso es algo medianamente entretenido, para mí dejó de serlo en el momento mismo en el que un montón de zoquetes vestidos de blanco y sosteniendo sus estúpidas raquetas, se atrevieron a intentar poner en tela de juicio a mi princesa

Desde aquí puedo ver a mi abuela mirarme insistentemente. Debe estarse preguntando por qué estoy ignorando la cancha, y en cambio estoy perdiendo el tiempo con este cuaderno; la respuesta es bastante fácil, estar escribiendo en este momento me proporciona la manera perfecta para evadirme y para mandarle a ella un mudo mensaje: No-quiero-estar-aquí. Espero que se dé cuenta finalmente cuan poco me interesa todo esto, por lo menos en estos momentos.

Podría fácilmente fingir que escribo, y esto tendría el mismo efecto. Pero si voy a gastar energía fingiéndolo, pues…

El señor Montecarlo y su hija están jugando uno contra otro en este momento. Gruñen a causa del esfuerzo y sus gruñidos me recuerdan que conozco perfectamente sus gemidos. Me acosté con ambos. Lo hice cuando estaba atravesando un momento… llamémoslo «exploratorio» en mi vida. Otra muestra de que cualquier cosa puede atraerme aquí, menos el amor por el deporte blanco.

Ambos ocuparon el mismo espacio temporal en mi historia, más nunca coincidieron conmigo en la misma cama. Creo que haber tenido un trío con ese par habría sido demasiado atrevido, incluso para mí, pero de seguro habría sido bastante educativo… Para los tres.

Ella habría aprendido, por ejemplo, que la obsesión de su padre por los traseros masculinos, había hecho de él un excelente amante; que el swing de su cadera y la potencia con la que arremete y embiste únicamente son comparables con el firme arqueo de su brazo al dar un certero golpe de raqueta y que esto hace que en consecuencia, y según mi criterio,  él sea mucho mejor que ella en la cama. Su baile erótico es básico, instintivo, duro cuando se necesita, suave cuando debe. Me dio justo lo que quise y esperé en ese momento.

Yo tenía quince años para aquel entonces, y aunque él no fue mi primera experiencia sexual con un hombre, si fue la persona que me hizo gozar verdaderamente por primera vez. Fue el «polvo» con el que comencé a comparar a mis siguientes compañeros sexuales  y me propuse, entonces, no conformarme con nadie con destrezas inferiores a las suyas.

Él habría podido aprender de su hija el valorado arte de la prestidigitación y aplicarlo en la cama con su esposa… O conmigo.  Tal vez si él hubiese exhibido tal don, yo aún estaría enredado entre sus sábanas, prisionero bajo el yugo de su cuerpo. Juro por Dios que esa chica tiene magia en los dedos y, aunque casi esté de más decirlo, cada hendidura de mi anatomía puede dar fe de ello.

A pesar de que ella es, o por lo menos lo era hace dos años, una de esas chicas que hacen una felación como si fuese un gatito tomando leche: dando ligeros, repetidos y cortos lengüetazos, o que una vez penetrada adoptara instintivamente la posición del misionero y solamente se dedicara a recibir, sus dedos son otro asunto… Son sabios, son considerados, no olvidan nada, por completo ágiles. Fue gracias a ella que tuve la certeza de que la eyaculación femenina existe… Conocimiento que atesoro y pongo en práctica cada vez que tengo la oportunidad…

Ella se esforzó con verdadero ahínco a la hora de darme instrucciones acerca de cómo, a qué velocidad y con qué ángulo excitarla y meterle los dedos para alcanzar su punto “G” y provocarle un Squirt.

La recuerdo retorcerse y contraerse entera cuando finalmente lo logré, tras varios torpes intentos; y vaya como me sorprendió aquel chorro de alma escapando de en medio de su enrojecido pubis… Ella literalmente me baño la cara con su esencia… Tan abundante… Tan groseramente liberada.

Su padre fue satisfactorio, ella didáctica.

A ella la recuerdo emocionada, preciosa, pulposa y rebosante de femineidad. Sus pechos redondos y generosos, llenos; pechos que, si miro hacia el frente ahora mismo, veré bamboleándose pesados debajo de su camiseta blanca. Me gustaban mucho sus curvas llenas, toda suave, toda mujer… Mi primera chica; la primera en un momento en el que creía estar convencido de que no disfrutaría el tener acceso al cuerpo de una… Y aun así ahora sé, aunque en ese momento no, que ella no fue tan relevante a pesar de lo mucho que nadé en las olas de su cuerpo.

  …A él lo atesoro en mi memoria como a un ser férreo, varonil… Recuerdo el olor a madera de su perfume, su voz profunda, el rictus que mostraba su rostro durante el éxtasis…  Pero también recuerdo su rostro transfigurado con la tensión de la culpa; contrariado por estarse entregando al culposo placer de mi cuerpo. Temió hasta el último minuto que nos descubrieran.

 La primera vez que el señor M. experimentó un orgasmo estando conmigo, lloró… No a mares, ni un solo sonido abandonó sus labios mientras lo hizo; solamente fue una delatora lágrima viajando al sur desde el borde de sus ojos hasta perderse en la comisura de su boca. En ese momento interpreté aquello como la culpa que le generaba el que yo fuese un hombre, que fuese tan joven, que se viera a sí mismo como un ente corruptor en mi vida…  Pero también pudieron haber sido lágrimas de alivio… Alivio por finalmente estar haciendo algo que quizá secretamente siempre había deseado sin atreverse; alivio al darle rienda suelta al pecado que su cuerpo le exigía a gritos.

…De manera que una vez que los tuve de todas las maneras en las que es posible tener a alguien  y los dejé ir, mi interés por el tenis y por este lugar cayeron en picado.

No me enamoré de ella, aunque por momentos creí estarlo… Quería auto convencerme de estarlo, venderme a mí mismo la idea como algo correcto, cómodo… Y aunque su padre logro conquistarme, tampoco me enamoré de él.  Creo incluso que, hasta ahora, mi corazón no le había pertenecido realmente a nadie. Sólo exploré, jugué, me aproveché, llegué a querer mucho, a sentir cariño, sentido de pertenencia… Pero, tal como Carolina me asegura, nunca antes amé. ¿Qué cómo puedo estar tan seguro de ello si el amor es algo sin una definición precisa? Porque con nadie me he sentido como me siento ahora con él… Joaquín… Él me tiene desarmado. Ante él mis defensas son nulas. Me desarma con solo mirarme… Él es maravilloso.

Únicamente pretendo —sueño, anhelo— rendirme. Dejarme hacer cuanto él quiera hacer conmigo. Quiero cualquier cosa con él, lo quiero todo con él…

…Con él, que me mira tan particularmente. Con él, que ataca la tela con la pasión con la que me gustaría que me tocara. Con él, que me ha embrujado. Con él, de quien espero finalmente haya comenzado a ver en mí a un hombre y no a un niño; que lea mis intenciones. Él, a los ojos de quien, estoy seguro, no soy indiferente.

Le gusto, lo sé. Por la manera en la que me mira, lo sé… Sólo espero que su gusto vaya más allá de considerarme buen material para su lienzo… Ya no me interesan sus clases. Sólo quiero que me pinte, porque me gusta cómo me mira mientras lo hace. Porque cuando me dibuja, sus ojos no se interesan en nadie o nada más que no sea yo.

Confió en que todo este embrujo termine cuando logre acostarme con él, de lo contrario —si mi corazón continúa latiendo así de frenético, empecinado en soñar y desear— creo que estoy perdido. Quiero convencerme de que lo que provoca en mí es solo gusto, ganas, que no estoy enamorado… Porque estar enamorado es, sin dudas, estar jodido.

Sé que debería estar consignando aquí algo menos intenso. Quizá limitarme a compartir mis impresiones acerca de la insulsa vida escolar, quejarme de los inexistentes dolores y dramas de ser un incomprendido adolescente, de mi madre, de los maestros y del mundo, generando en ti, quien quiera que seas, la empatía hacia la que nos dirige el hecho de ser contemporáneos. Debería, a lo mejor, lloriquear por todo y cuando hubiese terminado de hacerlo, a lo mejor lloriquear un poco más… Pero creo que no soy capaz de reducir la crónica de este periodo de mi vida a algo tan ordinario como eso.

Creo que alguien como yo, que conoció el sexo demasiado temprano, que sabe hasta qué punto es capaz de enloquecer a otros con su sexualidad, que ha vivido con demasiadas libertades y sin reconocer muy bien dónde están los límites, que no se corta ni siquiera un poco a la hora de decir o conseguir lo que quiere, no sería capaz de escribir de otra manera.

No sé si soy o podré llegar a ser, en un futuro cercano, lo suficientemente maduro como para considerar un cambio de actitud.

Creo sinceramente que mi madre me echó a perder.

Martín

1

Viendo lo que había acabado de consignar en aquel cuaderno, Martín decidió que lo más conveniente era, una vez estuviera en casa, guardarlo en un lugar seguro; y aunque bien habría podido simplemente arrancar aquellas páginas y quemarlas o tragárselas, en realidad no quería hacerlo. Había algo placentero en aquel ejercicio. Escribir era algo liberador que nunca antes había intentado.

En definitiva debía tener cuidado en dónde dejaba aquella bitácora ahora que parecía habérsela tomado lo suficientemente en serio como para haber escrito aquella declaración; parte de su vida en la que ni siquiera pensaba de manera consciente y que había fluido de sus dedos como la verborrea habría podido hacerlo de sus labios. Debía tener cuidado, sobre todo teniendo en cuenta que su vanidad lo había llevado a mandar a estampar su nombre en la portada.

Comenzó a examinar el diario, dándole vueltas, revisando el lomo y las tapas hasta que en la parte inferior interna dio con la esquina del forro. Con las uñas al principio, y con los dedos completos después, comenzó a tirar del material hasta que el forro de cuerina cedió por completo de una manera no tan limpia. Parte del material de color morado se quedó pegado y la tapa perdió firmeza, pero el objetivo principal había sido cumplido. Su nombre había desaparecido de la portada. Lo único llamativo que quedó en el diario fue su contenido. Ahora sólo le quedaba garabatear sobre su nombre al pie de cada entrada y en los nombres que había mencionado.

Pasó los dedos por las páginas. Así estaba mejor. Que el nombre del autor del diario permaneciera en el anonimato por si llegaba a caer en otras manos antes de que lo pusiera en la cápsula. No quería que 20 años a futuro supieran quién, exactamente, hacía tales declaraciones y tampoco quería que dicha preocupación le impidiera escribir y expresarse a bocajarro… Así que lo más prudente era: nada de nombres de ahí en adelante.

En definitiva había cosas que su madre, por muy permisiva y liberal que fuese, no se tomaría del todo bien si llegara a enterarse. No creía que ella se tomara  de manera festiva, por ejemplo, el que su contador, el respetable señor Lucio Montecarlo, hubiese explorado la anatomía de su hijo más allá de lo moralmente conveniente.

Se acodó en la pequeña mesa y asomó la cabeza fuera del enorme parasol que lo cubría, disfrutando del hecho de que el sol le calentara las mejillas. Metió sus cosas dentro del morral y finalmente puso su atención en la cancha al otro lado del enrejado. Tal como suponía, Lucio repartía su atención entre el juego y él. Martín sonrió ligeramente en su dirección, inclinando un poco la cabeza a manera de saludo, y como consecuencia de tan sencillo gesto el hombre erró el golpe que se disponía a ejecutar. La sonrisa de Martín, que hasta el momento había sido una comisura ligeramente elevada, se amplió. Porque por supuesto, una reacción como aquella era algo por completo halagador.

Su abuela agitaba un brazo desde el otro lado, indicándole que se acercara a ella y, para horror de Martín, a la mujer que la acompañaba. Él sólo esperó que aquella desconocida no tuviera una nieta, casualmente cercana a su edad, a la cual quisieran meterle por los ojos.

A sus cincuenta y siete años, Macarena Liébano se las arreglaba bastante bien para seguir viéndose esplendida. Era una mujer elegante, espigada y refinada; dueña de un porte que la hacía ver digna. Hay pocos casos en los que tal atributo llegue a ser sinónimo de belleza o algo estéticamente apreciado, pero aquella rubia y regia mujer era el vivo ejemplo de ello.

—… Tenerte de vuelta en el país después de tanto tiempo es tan grato, que creo que podría llorar de la emoción. Ocurrió tanto, que no creí que pudiéramos llegar a superarlo —escuchó decir a su abuela mientras se acercaba—. Oh, aquí estás cariño. Mi pequeño… Creo que hace por lo menos diez años que no lo ves.

—No lo puedo creer. ¿En serio es este Martín? Pero si de pequeño ya no tiene nada. Tan gallardo y guapo. La tuya es una familia de personas hermosas, Macarena              —expresó la otra mujer mientras lo miraba de arriba a abajo, y lo hizo con tan marcado acento español que eso, acompañado de la familiaridad que parecía compartir con su abuela, hizo que Martín no hubiese precisado de una presentación formal para saber de quién se trataba.

La madre de Joaquín, que lo miraba de arriba abajo con recios ojos acerados coronados con abundantes pestañas de un color negro rabioso, le tendió la mano con el dorso hacia arriba. Martín, mostrando su lado más caballeroso, se apresuró a tomar aquella mano tan grácilmente ofrecida y depositó respetuosa y coquetamente un casto beso en ella. En cualquier otro momento hacer aquello quizá le habría parecido ridículo, y posiblemente habría encontrado la manera de no hacerlo, pero aquella mujer era la santa madre de alguien con quien esperaba llegar a intercambiar fluidos en un futuro cercano. Además, pensó que era la manera correcta de saludar a una dama que, según su madre, era «estrictamente pegada a la moral y bastante chapada a la antigua».

Ella sonrió, encantada con aquel gesto.

—¿La recuerdas, Martín?

¿Era acaso inconveniente o grosero decir que ese no era el caso, después de haber reaccionado de manera tan efusiva y que sí sabía quién era? ¿Era causa de motivos que aquellas dos mujeres seguro condenarían? Sonrió por toda respuesta, que su abuela interpretara aquel gesto como ella quisiera.

—Es Lorea, una de mis más grandes amigas. Estudiamos juntas en Londres. Compartimos muchas cosas —Martín percibió un extraño brillo en los ojos de su abuela. Le restó importancia, atribuyéndolo a la nostalgia—.  Ustedes dos se conocían de antes, pero supongo que cuando se es pequeño se tiende a ignorar lo que no nos interesa. Ha estado viviendo en su país natal desde hace unos años —se acomodó un mechón de cabello que el viento había arrebatado de su moño—.  Oh, ella es la madre de Joaquín —dijo finalmente, como si aquello no fuese lo más importante.

—Sí, lo supuse… Por el acento. Encantado de… ¿volver a conocerla?

2

Martín…

Desnudo… Quiero retratarte desnudo.

Tu ropa le estorba a mi pincel…

Tu ropa me estorba a mí.

Joaquín se sentía frustrado. La razón por la que normalmente no dibujaba retratos era  porque, de alguna manera, le resultaban limitantes. Lo que se esperaba de él cuando realizaba uno era que su pincel no cruzara los límites, sin darse la libertad de crear, de inventar. Debía limitarse a copiar la realidad, y entre más fiel a la realidad fuese su interpretación, más satisfechas quedaban las personas… Todos excepto él, que sentía que se había ido por el camino fácil.

En esta ocasión, sin embargo, encontraba cierto placer en lograr atrapar esa realidad de la que él huía con tanta insistencia. Martín… Tomarlo e inmortalizarlo en su lienzo… Tomar su esencia y su vitalidad e interpretar con ellas como si fuesen su materia prima. Tanto estaba disfrutando de la experiencia, que cuando Martín no estaba y podía dedicarse a pintar todo aquello que pregonaba que un retrato le impedía, se encontraba con que no tenía verdaderos deseos de hacerlo.

Disfrutaba mirarlo durante horas. Disfrutaba de esa extraña e inquieta calma que se instalaba en su pecho cuando lo tenía cerca. Cada día que había durado aquel proceso había sido sumamente gratificante. Su imaginación se había dado un gran banquete, sin duda, pero trabajar cómo lo estaba haciendo ya no era suficiente… Quería otra cosa, quería más. Quería algo que no se atrevía a poner en palabras.

 Martín le estaba absorbiendo el tiempo que debería estar empleando en crear la gran obra maestra de su vida; aquella que lo pondría en boca de los letrados en arte. El gran estallido con el que sueñan todos los que crean.

Loco…

Estaba enloqueciendo… Martín lo estaba enloqueciendo y sospechaba que esa había sido su intención desde el principio, en todo momento. Joaquín pensaba en que si aquel era realmente su propósito, entonces Martín había trabajado arduamente por espacio de diecisiete días para lograrlo… Una mirada en el momento preciso, un puchero cuando era conveniente, incluso lo ignoraba cuando convenía; desviaba la mirada brindándole así preciosos segundos para perderse en sus rasgos. Tiempo durante el cual, Joaquín estaba seguro, Martín era por completo consciente de estar siendo observado. Un inocente y a la vez excitante coqueteo que ponía a Joaquín a dudar, ¿Eran sólo ideas suyas? Si se lanzaba, ¿caería en seguro o su cuerpo se despeñaría en el barranco de la indiferencia? ¿Recibiría lo que buscaba o sólo se haría acreedor a la burla de haber malinterpretado las señales?

Por si las dudas, había decidido darle a su prudencia la voz cantante.

Desnudo… Lo quería desnudo.

Martín había logrado el efecto contrario del que se supone que debe lograr una musa. Él no lo desbloqueó, porque no había ningún bloqueo que desanudar, sino todo lo contrario… Le borró la memoria del mundo y de sus obras. Le quitó las ganas para crear algo diferente y logró dejarlo trabado en él. Ya no quería pintar otra cosa, no por lo menos hasta que lograra plasmar su esencia con toda perfección… Hasta en su más mínimo detalle; tal y como, si hubiese sido un escritor o poeta, hubiese querido lograr describir con las palabras precisas una situación que había dejado huella.

Pero Joaquín callaba…

Su frescura, su juventud, su tersura… La hermosa picardía en sus ojos. Quería saber si su piel era como la imaginaba… Si tenía lunares, o marcas, o si era tan lisa y perfecta como lo era su rostro. Había intentado dibujar su cuerpo imaginándolo, y aunque su conocimiento había dado como resultado un bosquejo anatómicamente correcto, no podía engañarse, no era lo mismo.

Martín plantaba en su ser una sensación de nostalgia y de añoranza por la juventud pasada. Lo conmovía de una manera extraña. Anhelante. A veces no sabía si lo que buscaba lo hacía para complacer a su intelecto, a su artista interno o a su cuerpo. Su cuerpo que despertaba con sólo imaginarlo, y al cual debía contener… Su cuerpo que moría por frotarse contra el ajeno como lo haría el más vulgar animal.   

Martín… Ese muchachito que sin tapujos le había contado su secreto… Un secreto que realmente no era tal. Un secreto que Joaquín había supuesto al poco tiempo de conocerlo, aunque en un principio, inmerso como estaba pensando en otras cosas, no lo hubiese pillado al vuelo.

 Y eso únicamente lo hacía más perfecto… Que le gustaran los hombres sólo lo hacía más perfecto. No porque con ello tuviese una oportunidad por la que no había clamado, sino porque gracias a eso el artista en él había enloquecido de placer, y lo había hecho casi por completo, cuando lo imaginó como un perfecto Dorian Gray y él, el obsesivo pintor Basil queriendo inmortalizar la perfección. O como un suave Tadzio y él, el viejo verde y moribundo que soñó hasta el último momento y con su último aliento con el suave adolescente.

Su mente voló, situándolo en incontables escenas que su pincel, su imaginación y sus dedos morían por plasmar… Su mente exaltada lo instaba a imaginarlo en las situaciones más pintorescas y con los tintes sexuales más atrevidos y encarnizados, llevados a cabo por el pálido lobo de ojos grises, cubierto con su sensual piel de cordero… Martín, ansiado hasta la perdición por un rey antiguo. Martín, como el amante de un zar. Martín, como el amante pecaminoso y secreto de un obispo. Martín, un callado e inocente amante en la época victoriana…

Y solamente había una manera correcta en la que él pudiera interpretar cada rol, situarse en toda época, ser cada amante, y esa era estando desnudo. Porque un cuerpo desnudo carece de época.

Cualquier situación en la que su mente lo imaginaba era preciosa, precisa… Y sí lo miraba, sí lo hacía con atención, dejando de lado su aprensión, Martín le provocaba unas ganas obscenas de arrancarle la boca con los dientes. Y esto era inquietante porque, en los años que llevaba dedicándose a su pincel, al  sexo y a la vida, nunca había añorado con tanta vehemencia el que sus ojos, sus manos y sus óleos tuvieran acceso a las carnes de otro macho. Joaquín se había considerado, por lo menos hasta ese momento, como un hombre heterosexual por completo.

Martín…

Martín a todas luces era metrosexual, bisexual, y todo lo sexual posible. Su rostro era un fruto suave preñado de juventud. Todo en él era atrayente, desde su nombre hasta el olor que desprendía su piel.

Martín. Era nombre de niño bueno. Nombre de catequista en espera de la santa comunión. Martín… sonaba a santo. Martín, que lo tentaba, buscando lo que no se le había perdido; jugando con un fuego que Joaquín no sabía si debía dejar arder. Martín, quien no sabía el problema en el que se estaba metiendo al despertar sus instintos más básicos.

«No voy a ceder… No puedo ceder. Es un niño. Es el niño de Micaela. Te deseo Martín… He captado tus señales, chaval. Pero eso no me da derecho a tocarte. No voy a tocarte. No lo haré».

Suspiró pesadamente. Se acercó una caja de cigarrillos a la cara y extrajo uno de los pitillos directamente con los labios.

3

Estaba sentado de cualquier manera sobre la cama revuelta del pintor, mientras los segundos transcurrían uno a otro de manera infinita, juntándose hasta convertirse en abominables minutos llenos de nada. El día estaba inusitadamente caluroso para tratarse de una ciudad de la sabana que en esa época del año no solía sobrepasar los 15°C, y eso en sus mejores momentos, pues de lo contrario helaba. Había algo en el ambiente que, en definitiva, tenía línea directa con sus hormonas. El calor le estaba siendo endemoniadamente afrodisiaco. Quería arrancarse la ropa de encima antes de que sus entrañas ardieran presas de una combustión espontánea. Quería echarse desnudo sobre las ajenas sábanas revueltas y así hacer más interesante aquella sesión.

La transición entre la época de lluvias y el verano siempre era así de inconveniente y no se podía confiar en lo que se veía por la ventana al despertar. Podía haber el sol más radiante y en el momento menos esperado podía desencadenarse un verdadero diluvio. Inconvenientemente él estaba vestido de acuerdo al cielo encapotado y gris que había visto por la mañana antes de salir de casa.

Miró de reojo al pintor que, como de costumbre, lo miraba de manera intermitente a él y a la tela, sin dirigirle la palabra. Martín no sabía cómo se las estaba arreglando para pintarlo, porque él ni siquiera lo estaba mirando de frente. No quería.

El calor lo tenía inquieto, haciendo que cada dos por tres se llevara la mano al rostro para apartarse los cabellos que se le pegaban al rostro a causa de la humedad pegajosa que estaba instalada con ellos en aquel espacio que, pese a su gran tamaño, se sentía sofocante. Tampoco ayudaba el hecho de que los ventanales desnudos del estudio de Joaquín convirtieran la luz solar en un prisma caliente que le daba de lleno en la espalda. Odiaba sudar; mucho más sí era sin un motivo que justificara tal agonía.

Joaquín tenía los brazos desnudos y brillantes a causa de la leve capa de sudor que los cubría. Sus músculos se movían enérgicos debajo de la piel, convirtiéndola en una tela viviente que se tensionaba y se relajaba al compás de sus movimientos. Su cabello color madera estaba sujeto solo en parte; los mechones que escapaban de la coleta le cubrían el rostro de manera parcial, haciéndolo utilizar constantemente el canto de la mano para apartarlos. Una gran mancha de pintura color carmín le atravesaba la mejilla derecha como consecuencia de ello.

Joaquín le había dicho que esa tarde le permitiría ver el retrato, asegurándole que para esas horas estaría terminado. Y eso, en lugar de emocionarlo, le provocó una extraña e incómoda sensación de vacío y de derrota. Por primera vez en su vida se sintió rechazado; aunque Joaquín había causado en él estragos tales que jamás se hubiese atrevido a hacer.

«¿Estás conteniéndote, Joaquín? No es posible que no te hayas dado cuenta de lo que quiero, porque sólo me falta gritártelo en la cara» pensó, decepcionado.

Antes de cruzarse con él jamás le había gustado alguien de aquella manera tan intensa, y eso no hacía más que llenarlo de contrariedad porque, justamente con él, se había sentido  inseguro. Había sido todo lo sutil que podía llegar a ser. Había puesto en práctica todo el arsenal «suave» que poseía. No quería comportarse como su cuerpo le exigía porque, de llegar a hacerlo, si de verdad se dejara llevar por lo que quería y por lo que sentía, entonces se habría comportado como un verdadero degenerado, como una persona con una naturaleza en exceso lasciva, porque eso era lo que Joaquín provocaba en él: Ganas de saltarle encima y «comérselo».

Había dejado pasar la oportunidad. Ya podía decirle adiós a ese tren. Tuvo tres semanas enteras a solas con él casi a diario y no había logrado dar un solo paso hacia adelante. No más allá, por lo menos, del hecho de que lo mirara con esos ojos que, sinceramente, lo estaban confundiendo. ¿Qué había en sus ojos? ¿Ganas? ¿Simple concentración? ¿Indiferencia? No. La indiferencia no podía mostrar tal intensidad.

Mentalmente se colocó una soga al cuello y se dejó caer. Este estúpido pensamiento le arrancó un bufido sarcástico que valió para que Joaquín lo mirara momentáneamente con una ceja levantada de manera interrogativa y luego volviera a perderse en sus trazos.

Miró alrededor. Aquel lugar se le había convertido en un espacio familiar. Hacia donde mirara había una gran ebullición de color; ya fuese en los cuadros recostados unos contra otros, apoyados en la pared del fondo, o los increíbles manchones de pintura en el piso. Hacia donde mirara había algo de desastre también, y lo más preocupante era que no condenaba ni criticaba aquello únicamente porque era el desastre de Joaquín.

Para como estaban las cosas al final de la tarde se marcharía de allí y no conseguiría nada de él más que el dichoso retrato.

No había tomado ni una sola clase de dibujo, pero le daba vergüenza intentar seguirlo frecuentando con aquella excusa, que de seguro sonaría a desesperación. Se mesó los cabellos, desesperado. Nunca antes se había sentido tan torpe y tan… Tan inadecuado. Deseaba y admiraba a aquel hombre casi hasta el paroxismo.

Se retiró el cabello de la cara una vez más y se mordió el labio inferior con saña.

Para siempre sería el hijito marica de una de sus amigas de juventud… Y nada más. Eso también podía sacar en claro de la manera en la que Joaquín lo miraba, abrir la boca con respecto a su bisexualidad significó alejarlo. Al menos habría podido salir de allí con su dignidad intacta si nunca le hubiese contado nada acerca de aquella faceta de su vida. Ahora veía que con eso había evidenciado cuánto se moría por él, y aun así Joaquín no había hecho el más mínimo movimiento en su dirección. Quizá incluso sentía repudio, a juzgar por la manera en la que habían dejado de hablar, cuando en un principio sus charlas habían sido animadas.

Este último pensamiento se le atravesó a Martín en la parte más incómoda de su ser, justo entre el ego y el orgullo, debajito de su amor propio. Aquello le dolió, dolió más de lo que estaba acostumbrado a manejar.

Y… ¿Quién le había dicho acaso que Joaquín se estaba conteniendo? Contenerse habría implicado que quería algo con él, y quizá sencillamente ese no era el caso. Se sintió humillado y dolido como el demonio. Había confiado demasiado en sí mismo y su auto-confianza le jugó en contra, llevándolo a confiarse en un principio y ahora a sentirse  patético. Era evidente que para Joaquín él no había sido más que un favor para Micaela. Un favor al cual no había podido negarse.

Le ocurrió entonces lo que menos esperaba que llegara a pasarle en una situación como aquella, menos allí y definitivamente no con él… O nunca. Sintió un asfixiante nudo en la garganta, uno que debió tragar para estrangular al sollozo que quería cobrar vida. Su sorpresa ante esto fue tan grande como lo era su congoja. Por supuesto no era que no llorara nunca, pero trataba de que sus momentos sensibles no fueran del dominio público.

 Es medianamente fácil tragarse un sollozo, pero, ¿cómo se le daba retroceso a la lubricación involuntaria de la que estaban siendo presa sus ojos? Y más importante aún, ¿por qué mierda tenía aquellas inconvenientes ganas de llorar? ¿Por simple frustración? ¿Rabia?

«¿Qué me estás haciendo, Joaquín?».

Parpadeó rápida y repetidamente sin ningún buen resultado; de hecho solo logró precipitar el desbordamiento de las estúpidas lágrimas. Joaquín aún miraba concentrado el lienzo y Martín hizo lo único que podía hacer en una situación como aquella. Se cubrió fuertemente la boca con las manos y corrió a encerrarse en el baño.

Cerró la puerta detrás de sí y, recostado en esta, descargó la cabeza con fuerza. Ojalá  el golpe lograra quitarle lo idiota. Sabía que se estaba ahogando en un vaso de agua.

—¿Pero qué carajos te está pasando? —le reclamó al reflejo lloriqueante en el espejo—. Ni que fuera el único tipo con el que te puedes…

Se detuvo. Cómo iba a reducir aquello a simples ganas de cogerse a Joaquín cuando la verdad, la única verdad, era que se había encaprichado como un pendejo… Cómo no hacerlo si en las noches no se había cansado de soñarlo… Si incluso sus fantasías masturbatorias se habían visto invadidas por él.

 Le había bastado tan poco tiempo para enamorarse de todo cuanto rodeaba al pintor, que estaba realmente sorprendido. Y no sorprendido de la buena manera; más bien estaba horrorizado con el hecho de haberse encandilado así.

«Pues esto se acaba en este mismo instante» pensó con resolución.

Le pondría fin a la situación de la única manera que veía posible. Terminaría lo que había empezado, sí señor. Se lanzaría de manera temeraria e iniciaría el proceso que solía desencadenarse justo después de que él conseguía las cosas —y personas— que quería, el aburrimiento. Debía hastiarse para sacarlo de su cabeza y dejarlo ir.

Un par de golpes en la puerta interrumpieron su hilo de pensamientos. Se secó las lágrimas con el puño de la manga derecha. Se recompuso el cabello frente al espejo y entonces vio con horror que tenía la nariz y los párpados cubiertos con sendas y escandalosas manchas rojas, y eso que no había llorado en forma.

—¿Estas bien? —se escuchó desde el otro lado de la puerta.

«!Maldita sea, Joaquín! Deja ese jodido siseo. Estás matándome con eso».

Martín abrió la puerta del baño de un tirón, decidido. Se encontró de frente con aquella facha desaliñada, sexy y poderosa que envolvía a Joaquín… Con su ceño levemente fruncido a causa de la preocupación y la duda, con su rostro de facciones cuadradas que enmarcaban aquellos ojos que eran capaces de removerle las neuronas y las hormonas, ambos brazos apoyados a cada lado del marco de la puerta.

—Suelta el labio, chaval. Te lo vas a hacer sangrar —susurró el pintor, tirando suavemente de su labio inferior con aquellos dedos rugosos cargados con pintura seca—.Anda, suelta. ¿Por qué llorabas?

Martín liberó el labio, reaccionando al clic que hizo su interior al sentir el roce de sus dedos sobre la piel de la barbilla.

—No soy alguien tímido, Joaquín. Ser paciente me ha costado mucho, no alcanzas a imaginar cuánto. Esta situación se convirtió en algo desgastante y sin ningún sentido para mí. Me cansé de ser sutil.

Dicho esto, Martín se lanzó hacia Joaquín aferrándose a su cuello, en la punta de sus pies mientras lo hizo descender con su agarre, atrapó con la suya la boca ajena. Una boca que le supo a gloria y a victoria. Reclamó su saliva. Se tragó sus pocas resistencias. Mordió sus labios. Se sintió victorioso y sonrió, sin dejar de comerle la boca al pintor.

Joaquín, que en un principio y quizás a causa de haber sido tomado desprevenido, parecía reticente ante aquel beso bendito y liberador, pero más pronto que tarde se sintió vencido en la guerra que había sido declarada contra su boca. Sus labios estaban siendo bombardeados y las heridas de guerra eran bienvenidas. Le devolvió a Martín un beso duro y demandante, aferrándose a su torso con tal fuerza y con tal hambre que terminó alzándolo en volandas y estampándolo contra la pared que tuvo a mano, como si quisiera traspasar la barrera de la ropa y de la piel para lograr tenerlo más cerca. En respuesta a tan arrebatado «abrazo», Martín enroscó las piernas alrededor de sus caderas.

Hombre y muchacho gimieron ante el duro roce de sus genitales.

«Mío» pensó Martín, determinado. «Mío y de nadie más.»

Los sonidos chapoteantes de sus bocas en pleno frenesí eran glotones y casi groseros… Tan obscenos que mareaban. Un beso hambriento, ruidoso y sin tregua que hacía partícipes a sus labios, a sus dientes, a sus lenguas, a sus gargantas que hacían ruidos…  Joaquín se interrumpió.

—No me puedo detener, Martín… No me voy a detener —agitado, Joaquín dijo aquello sosteniéndose con una mano de la pared detrás de Martín. Su cara mostraba el debate de su fuero interno, de estar luchando consigo mismo.

—¿Y quién te pide que te detengas?

—Esto no es correcto. Por Dios, si tu madre se enterara… Además yo no soy gay.

—Pues tienes suerte, porque yo sí… En parte… La parte suficiente.

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