Capítulo 8

Capítulo VIII

1

El beso y el Lirio (You´re lost)

Un cuadro al óleo de un metro de ancho por tres de alto adornaba de manera imponente la parte superior de la pared este del salón comedor desde hacía tres semanas. Era una obra hermosa, detallada y realista. Tan hermosa que parecía que los labios ligeramente curvados hacia arriba del Martín del cuadro, fuesen a ampliar la sonrisa o a proferir palabras de un momento a otro. Joaquín había capturado a la perfección la vivacidad de sus ojos y la suavidad de la piel. Todo un señor retrato contenido por un sencillo marco de madera tintada de color caoba.

Micaela debió interrumpir el meditabundo ensimismamiento en que solía sumirla su admiración por aquella obra, cuando vio con el rabillo del ojo cómo Martín vertía la cuarta cucharada de azúcar en su taza.

—¡Martín, por Dios! Deja de ponerle azúcar, amor mío. ¿Quieres? —le quitó la cucharilla de la mano, algo molesta, y la colocó a un lado; lejos del alcance de su hijo.

—Pero… Está amargo, Micaela.

—Es porque es té negro, se supone que es así. Y por favor deja de llamarme Micaela, creo que es más que claro que no me gusta que tú me llames así. De esa forma parece que estás enfadado conmigo por algo. Exigiré que me llames mamá, entonces.

Martín blanqueó los ojos y se llevó la taza a los labios, arrugando la frente de inmediato.

—Esto sabe horrible. No sé por qué me dan algo como esto, parece que no me conocieran —abandonó la taza, haciéndola tintinear sobre el plato y palmoteó enfadado contra la mesa—. ¡Dolores!

Micaela comenzó a tamborilear los dedos sobre la mesa, mirando con los ojos entornados a su hijo y su manera de taparse los ojos con la mano derecha a forma de visera, como si el mundo fuera a acabarse sólo porque no le dieron leche achocolatada para acompañar sus tostadas. Cuan temperamental y caprichoso podía llegar a ser en ocasiones. Cuando vio a Lola acercarse desde la cocina, la miró y negó con la cabeza. La mujer se dio la vuelta y se retiró ondulando las caderas, levantando apenas los pies del suelo mientras andaba.

—¿Por qué estás tan irritable hoy? ¿Pasa algo? Normalmente no sueles comportarte así.

—Lo lamento —él suspiró con cansancio y la miró directo a los ojos—. Tienes razón. No es que quiera justificarme con ello, pero no dormí mucho anoche y se me está reventando la cabeza. Eso me tiene de mal humor.

— ¿Te sientes muy mal?

—No mucho. De verdad lo siento… Mimí.

Ella sonrió y continuó con su desayuno, él siguió intentándolo con el té; pero la verdad era que, con tanta azúcar, lo había echado a perder.

—¿Cómo van las clases de dibujo con Joaquín? Aún no he visto nada de lo que has hecho.

Martín casi escupe lo que tenía en la boca a causa de la risa. A su madre definitivamente no le gustaría ver lo que hacía con Joaquín —Oh, porque vaya que lo habían hecho… A todas horas y de todas las formas posibles—.  Sólo de pensar en ello se le erizó la piel y estuvo seguro de que se le colorearon los cachetes. Había algo realmente pervertido en el hecho de pensar en sexo mientras su madre estaba en la misma habitación. Sentía que aquella santa mujer podía llegar a leerle los pensamientos.

—Uno de estos días te enseño mi cuaderno de dibujos, ¿vale? Hemos avanzado… mucho. Quizá siga sus pasos, él es alguien muy inspirador.

Su pasión por el dibujo era verdadera, así que para cuando se viera en la necesidad, tenía montones de dibujos que enseñarle a su madre, aunque hasta el momento ninguno hubiese sido hecho bajo la tutoría de Joaquín.

—Me alegra escuchar eso. Eso significa que se llevan bien. Conozco a Joaquín y su manera de deslumbrar a la gente. ¿De qué hablan cuando están juntos?

Martín torció el gesto.

—¿Aún te preocupa que él sepa que tengo unas tendencias homosexuales a las cuales escucho con excesiva atención? Discúlpame si sueno agresivo, pero eso me parece francamente ridículo. Pero puedes relajarte; ya se lo he dicho, pues charlamos mucho, y al parecer su fe en la raza humana aún sigue intacta —se chupó la mermelada de un dedo—. Joaquín es un andariego, Mimí. Ha recorrido medio mundo y creo que habrá visto una o dos cosas que quizá hayan logrado desencajarlo mucho más que mi ocasional gusto por las pollas.

—¡No seas grosero, Martín! No sé qué tienes hoy, pero estás realmente insoportable. Tan insoportable que no se si reírme de ti o reñirte. Presiona un poco más y te aseguro que me decidiré por lo último. Pareces un niñito enfurruñado. Sólo tenía curiosidad por saber cómo se estaban llevando, si te sientes cómodo con tus clases, si necesitas algo… Él es alguien cercano a mí y pensé que quizá te sentirías incómodo por estar tomando clases con un amigo de tu madre. Eres mi hijo, me gusta saber… Es más, exijo saber cómo te van las cosas… Todas ellas. Me gusta que hablemos, eso es todo

Martín estaba a la defensiva. Su madre no solía estar al tanto de sus relaciones; siempre era un tema que ambos sabían que existía, que estaba allí latente, pero en el que no solían profundizar. Cuando ella tenía sospechas de que él andaba con alguien, le decía que fuese precavido y que se cuidara y él, obediente, asentía con la cabeza y cambiaban de tema. Y aunque ella no sabía nada de lo que había entre Joaquín y él, y viendo las cosas en perspectiva Martín sentía que no sería del todo malo que ella lo supiera, hablar acerca del tiempo que pasaban juntos y lo que hacían era incómodo. Además, estaba el hecho de que el pintor no parecía interesado en que Mimí se enterara.

Lo que le pasaba con Joaquín era nuevo para él, en más aspectos de los que creía, puesto que nunca antes se había sentido cohibido ante su madre hasta aquel punto. Estaba seguro de que ella enloquecería si se enteraba de lo que pasaba. Algo le decía que así sería.

Se sentía irritado y le estaba costando mucho el no alterarse, y el que su frecuencia cardiaca aumentara de ritmo de un momento a otro, sin que hubiera una razón aparente, tampoco le estaba ayudando a relajarse.

No tenía caso discutir con su madre cuando ella tenía toda la razón, ¿Cómo se le había ocurrido mencionar la palabra «polla» delante de ella? No sabía lo que le pasaba, pero ese día en particular se sentía contrariado, tanto que estaba manejando de manera terrible una simple charla con su madre.

Micaela estornudó y de inmediato se asomó debajo de la mesa. Cuando emergió se limitó a mirarlo a la cara y a señalar hacia la puerta de salida del salón, con el dedo índice derecho. Martín gruñó por lo bajo y se asomó debajo de la mesa.

—Ven, bonito. Aquí, aquí… Ven Julius —el perro se dejó coger por el collar de la manera dócil en la que sólo se comportaba con él—. Eso es, mi chico bonito —miró a su madre, replanteando su estrategia. Comportarse como lo estaba haciendo quizá solamente la haría sospechar. Con respecto a sus impresiones del pintor, decidió ser sincero hasta donde convenía—.                 Joaquín… es una persona a la que he aprendido a admirar. Me agrada… Me agrada mucho. Me gusta su arte y la manera en la que está entregado a él. Hemos hablado acerca de sus viajes, de sus experiencias con el teatro, de sus trabajos clandestinos en los lugares a los que llegaba. Tiene muchas historias. Me gusta escucharlo y mientras lo hago yo… a veces también le hablo acerca de mí —Martín suspiró y comenzó a acariciar la cabeza de Julius—. Sólo cuando se dio el tema le hablé de mi sexualidad, porque somos amigos y porque yo no me avergüenzo de ello no vi la necesidad de ocultárselo. No saqué el tema porque sí, él comenzó a hablar acerca de la sensibilidad de cierto tipo de personas y… Un tema llevó a otro, hasta que terminamos hablando de eso.

—Imagino que tu admiración terminó por concretarse cuando viste ese retrato. Es impresionante. A mí aún me tiene anonadada, imagino cuanto te gustó a ti.

Ella miró hacia lo alto de la pared. Martín la imitó.

¿Gustarle? Esa palabra era poco. Cómo explicarle a su madre el tipo de emoción que lo había embargado cuando vio aquel retrato por primera vez. Cómo hacerle entender lo maravillado y lo halagado que se sintió al saber que aquella era la manera en la que lo veía Joaquín. Sobre todo estaba el hecho de que desde ese día hasta el presente, y muy seguramente así sería en el futuro, cada vez que miraba aquel lienzo, inconscientemente su mente y su cuerpo lo relacionaban con la sensación de la piel desnuda y sudada de Joaquín  pegada contra la suya y la manera impetuosa en la que lo rodeaba con los brazos. La finalización de ese cuadro significó el principio para él… Para ellos. ¿Estaría su madre igual de encantada si viera qué tan detallado era el retrato al desnudo que estaba haciéndole Joaquín? Martín no apostaba por ello.

—Claro que sí, Mimí. Me gustó.

 

2

Estaba encantado y, en cierta manera, también estaba orgulloso de sí mismo. Las cosas se habían dado sin que él las planeara realmente, sólo… salieron así. Analizando su situación entendía, por supuesto, que todo había sido cuestión de actitud; y para aquel momento era capaz de aceptar el hecho de que el comportamiento de sus alumnos hasta hacia unas semanas atrás no había sido más que el reflejo de su propia amargura. Tan cierto como que de lo que se siembra se cosecha.

Su relación con los componentes de sus clases había mejorado, dando un vuelco completo. Las clases eran amenas, mucho más relajadas, habían dejado de ser mortalmente aburridas para todos, incluyéndolo a él. Sus alumnos comenzaban a ver en él a un docente que se diferenciaba, que valía la pena y con el que podían hablar.

Había recuperado parte de lo que alguna vez, no hacía tanto tiempo, había sido. No era que estuviese pensando volver atrás en el tiempo, dejando crecer su cabello de nuevo y haciendo de su guitarra su compañera permanente, o que su positivismo fuese, como antes lo había sido, su filosofía de vida, pero el giro que había dado a sus cátedras en definitiva era algo que quería reforzar y que lo tenía complacido.

La recién nacida cercanía de sus alumnos era algo que muy difícilmente podría pasar por alto, pero también tenía presente que esta era tan frágil como el cristal y que un paso en falso pondría las cosas de vuelta a donde estaban. Los adolescentes son difíciles, pero si además tienen dinero y papis con influencias que alimentan las ínfulas de sus retoños, son aún peores.

Por supuesto aún había excepciones. Alumnos que se resistían al cambio, a creer en él. Ya se tomaría el tiempo para trabajar en eso, o quizá simplemente los dejaría ser. De momento su prioridad estaba centrada en las clases del último año de bachillerato. No era que pretendiera quitarle el trabajo a los orientadores sicológicos del instituto, pero muchos de los alumnos se habían acercado a él a comentarle acerca de sus elecciones de carrera, la nostalgia en la que a veces los sumía el saber que tendrían que dejar atrás a los amigos y al ambiente seguro y conocido en lo que al ámbito académico respectaba, sus expectativas frente al inminente cambio y a él en realidad no le costaba escucharlos. De hecho, le gustaba hacerlo.

Había descubierto de la manera más sencilla posible que en el equilibrio está el poder. Algo que siempre supo y pensó estar poniendo en práctica, no obstante ahora veía que ese no había estado siendo su caso. A sus alumnos debía escucharlos, compartir con ellos sin permitir que los límites se borraran.

Ricardo se sentía ahora tan natural, tan él, que no sabía cómo era que los últimos tres años de su vida laboral se habían vuelto tan grises. ¡Dios! Pensar que había logrado aburrirse de su trabajo en tiempo record. ¿Qué fue lo que le pasó? Era imposible pensar que el abandono de Elisa, su novia durante mucho tiempo, hubiese sido motivo suficiente como para haberse sumido en la monotonía y la amargura de la forma en la que lo hizo; pero… los tiempos entre ambos sucesos coincidían con demasiada precisión.

¿Por qué no había vuelto a salir con nadie después de ella?

¿Por qué se había ocultado del mundo… Dentro de su propio y opaco mundo?

¿Por qué, por todos los cielos, había tomado lo que más le gustaba hacer y lo había vuelto en su contra?

Treinta años… Ricardo sólo tenía treinta años. Treinta años, no son tantos años, en realidad.

La clase de undécimo B había terminado hacía menos de diez minutos, y Ricardo aún continuaba en su escritorio dentro del salón de clases vacío… Excepto por el hecho de que no lo estaba realmente.

La correa de su portafolio había cedido bajo el peso de los trabajos estudiantiles recogidos durante la última jornada, se había roto y él estaba intentando reacomodarla. Por supuesto lo estaba haciendo con toda la torpeza de la que solía hacer gala la mayoría de las veces en la mayoría de situaciones que requerían trabajos manuales. Si Ricardo hubiese sabido lo que le convenía, más le habría valido salir de aquel salón de clases con tanta prisa y ansiedad como lo hicieron sus alumnos.

El sonido chirriante y fastidioso de una silla de pupitre cuando es arrastrada sobre el piso lo hizo apartar la vista de lo que tenía entre las manos y ubicar a la causante en la parte de atrás del salón de clases. Georgina Santillana miraba en su dirección con su carpeta y cuadernos fuertemente sujetos contra el pecho, ella ostentaba una gran expresión de ansiedad.

Ricardo se reacomodó los anteojos e hizo a un lado su maltrecho portafolio. Entrecruzó los dedos de una mano con los de la otra y las apoyó sobre el escritorio, esperando. No iba a preguntarle qué hacía allí, porque era obvio que ella quería hablar con él. Ojalá esta vez no llorara como las veces anteriores. Ya le había recomendado entrevistarse con los psicólogos del instituto. La angustia de esa niña simplemente era… desmedida y, a su parecer, también injustificada; eso era lo que pensaba él, por eso le había recomendado verse con expertos… Tal como le había dicho el señor Ámbrizh en una de sus clases. Soltó un bufido al recordar aquello. Ámbrizh era un hueso duro de roer. Ganarse a aquel chico sí que sería una muestra de asenso espiritual.

Ricardo sólo esperó que lo que fuera que la chica tuviera para decirle  fuese algo rápido, ya que tenía que repartir su hora de almuerzo entre comer y fotocopiar las hojas de exámenes para su última clase del día.

—Señorita Santillana, dígame ¿en qué le puedo ayudar?

—Georgy, por favor llámame Georgy, Ricardo. Todos mis… amigos me llaman así.

Él frunció el ceño. Aquello… Aquella familiaridad y excesiva confianza no le gustaron en lo absoluto.

—Por el momento dejémoslo en Señorita Santillana. ¿En qué puedo ayudarle? —Ricardo endureció un poco la voz.

—Si así es cómo te gusta, por mí no hay problema. Ayuda a mantener la fantasía «Profesor».

Ella incluso se atrevió a dibujar las comillas con sus dedos. La chica dejó los útiles sobre uno de los pupitres de la primera fila y terminó de acortar la distancia que la separaba del escritorio de Ricardo. Se movió con un extraño contoneo que lo puso por completo nervioso. Ese meneo, la sonrisa y la mirada de Georgina eran coqueteo aquí y en la superficie de Júpiter. ¿Qué era lo que pretendía aquella niña?

Se puso de pie de un salto. Su instinto de conservación le gritaba, demasiado tarde, que corriera por su vida.

—Señorita Santillana, si no tiene nada importante que decirme entonces por favor tome sus útiles y abandone el salón de clases. Yo debo irme       —Ricardo tomó su portafolio y se lo acomodó debajo del brazo y salió de detrás del escritorio… Craso error, porque sin aquella barrera entre ambos tuvo a Georgina demasiado cerca, demasiado rápido. Ella se sujetó a sus brazos y pegó su cuerpo al de él. La única reacción de Ricardo ante tamaña sorpresa fue sujetar más firmemente el portafolio que llevaba bajo el brazo, además de espernancar aparatosamente los ojos.

—He visto cómo me miras últimamente, Richie… La manera en la que me escuchas, lo especial que eres conmigo… La respuesta es , a lo que sea que quieras conmigo, la respuesta es . Tenía miedo de acercarme pero… Tus ojos, puedo ver en tus ojos que también sientes algo, que no vas a rechazarme… Oh Richie, eres alguien tan dulce. ¿Cómo no lo había notado antes?

¡Oh, maldición! Aquella niña era una jodida loca que no sabía cómo manejar un poco de atención.

—¿Qué? ¿A qué exactamente se está refiriendo, señorita Santillana? Sea lo que sea que crea que está pasando aquí, le aseguro que únicamente está ocurriendo en su cabeza, ¡así que olvídelo!—ella seguía sujeta a él. La miró con pánico—. Y por favor suélteme o me veré obligado a informar a la señora directora acerca de su comportamiento inadecuado e irrespetuoso.

—¿Qué? Pero qué dices, Richie. Tú…

—Profesor Azcarate para usted. Le repito que por favor me suelte; recoja sus cosas y márchese. La atención que he puesto en usted, es exactamente la misma que he entregado al resto de alumnos. Creo que usted ha malinterpretado…

Ricardo no pudo terminar su reprimenda, pues de un momento a otro y de la manera más descabellada posible, estuvo inmerso en un inconveniente beso… Una estudiante lo estaba besando. Posiblemente sería la primera regla que estaría escrita en la lista de COSAS QUE NO SE DEBEN HACER SI ERES UN DOCENTE. ¡Por el amor de Dios! Cuando se había planteado retomar su vida social y amorosa, en definitiva aquello no era lo que tenía en mente. Y como si aquello no fuera lo suficientemente malo, escuchó un sonido que seguro debía provenir de las profundidades del mismísimo averno: el sonido característico de la obturación de la cámara fotográfica de un teléfono celular.

Su corazón se detuvo por un milisegundo, para justo después comenzar a latir desbocado. Georgina se apartó de él en cuanto supo que había alguien más con ellos.

—¡Martín! —Exclamó la chica, con cara de espanto—. ¿Qué rayos haces?

Aquella cara de satisfacción y de suficiencia se le gravó a Ricardo en la retina. Desde la puerta medio abierta del salón de clases, la sonrisa satisfecha de Martín brillaba con potencia.

—Señor Ámbrizh esto no es…

—Ahórreselo, profesor. Esto es oro en polvo —Martín agitó el celular en el aire durante un par de segundos, burlándose de él. Acto seguido dio un paso hacia atrás y desapareció de sus vistas.

Georgina comenzó a llorar y Ricardo la miró con ganas de reventarla contra el mundo. ¿En serio? Allí quien tendría todo el derecho para tirarse al piso a desgarrarse las vestiduras mientras lloraba por su maldita suerte, era él.

—¿Qué vamos a hacer? Ahora todo el mundo sabrá acerca de esto y nos meteremos en problemas, Richie

Ricardo prefirió guardar silencio. Si abría la boca y le decía a aquella… señorita con problemas de distorsión de la realidad lo que se le estaba cruzando por la mente en aquellos momentos, tendría problemas aún más graves de los que tenía ad portas en aquel momento. Se dirigió hacia la puerta para salir corriendo detrás de Martín. Debía solucionar aquello primero, aquel muchachito tenía en sus manos su futuro. Uno que podía llegar a ser horripilante si la situación era malinterpretada.

—¡Deténgase, señor Ámbrizh!

Era la hora del almuerzo. Los pasillos estaban vacíos. Todos los alumnos estaban en la cafetería y por eso se permitió gritar aunque miró por encima de su hombro en cuanto lo hizo. Martín ni siquiera corría, ni siquiera volteó a mirarlo; se alejaba caminando a paso tranquilo, con las manos en los bolsillos, como si el mundo no estuviera por acabarse. Eso ofendió profundamente a Ricardo.

No había nadie, podía darle alcance a Martín y arrebatarle el teléfono para borrar aquella fotografía. Era una locura, pero aun así lo intentaría.

Sabía que había sistema de vigilancia en los pasillos, sin embargo prefirió arriesgarse con eso. Le dio alcance y le puso la mano en el hombro para obligarlo a que lo mirara de frente. El chico aún tenía el teléfono en la mano, era como si buscara provocarlo a propósito. ¿Por qué había tenido que ser justamente él? Aquella escena habría sido grave con cualquier testigo pero ¿era mucho pedir que al menos no lo hubiera visto el alumno que le había profesado su odio de manera directa y concisa?

Estaba desesperado. Comenzaron a forcejear. Ricardo intentaba hacerse con el celular y Martín luchaba por conservarlo. Ricardo ni siquiera había soltado el portafolio. Martín estiró los brazos y comenzó a teclear frenético en el celular y de un momento a otro dejó de removerse, en respuesta Ricardo hizo lo mismo y se temió lo peor. Aquella repentina calma se le antojó escalofriante.

—Ya está —Martín respiraba muy fuerte a causa del reciente forcejeo y Ricardo le hacía coro. ¿Ya estaba qué? ¿Ya venía la policía? ¿La junta de padres? ¿La jefe del departamento de recursos humanos con su carta de despido?—. Me he enviado la fotografía a mi correo electrónico, si me quita el móvil realmente no servirá de nada, Richie —tanta inquina y burla con la que mencionó aquel diminutivo. Martín recargó el cuerpo contra los casilleros y se guardó el teléfono en el bolsillo izquierdo de la chaqueta; luego se cruzó de brazos—. En definitiva las oportunidades llegan cuando uno menos se las espera. Imagínese el escándalo —sonrió ampliamente y pareció meditar—. Voy a tomarme mi tiempo para pensar exactamente qué haré con esa fotografía.

¿Pensar? ¿Qué tenía que pensar? ¿Acaso había más de una manera de utilizar esa fotografía y arruinar su vida?

Ricardo cerró los ojos y suspiró, derrotado. Sabía que el momento en el que esa imagen saliera a la luz, sería el día de su muerte laboral… Y moral. Ni siquiera le dejarían explicar lo que pasó, y de llegar a hacerlo nadie le creería.  «Fue la niña la que me besó a mi» ¡Ridículo! Si aquello no le estuviera pasando a él, él tampoco lo creería.

—¿Por qué, Ámbrizh? ¿Por qué haría algo como eso? —preguntó, asumiendo que estaba jodido.

—Porque puedo —fue la simple respuesta.

En ese momento el sonido de la apertura de la puerta del salón de clases donde habían estado minutos atrás los distrajo. Georgina atravesó el umbral de manera titubeante, como si en realidad no quisiera salir. Cuando llegó a la altura de ambos los miró casi con timidez, apretando tanto los cuadernos contra su pecho que parecía estarlos usando como un escudo. No les dijo nada y se limitó a pasarles por el lado a toda pastilla. Ambos esperaron a que ella desapareciera al dar vuelta en la esquina del pasillo para continuar con lo que estaban. Ella era la causante de aquella situación, y sin saber lo que el otro pensaba, ambos decidieron en su fuero interno que no la querían allí con ellos.

—Déjeme explicarle lo que pasó realmente.

—No —dictaminó Martín, dirigiendo la mirada hacia el lugar por el que Georgina acababa de desaparecer—. La relación con mis compañeros de clase nunca ha sido fácil, ¿sabe? Es… complicada. Muchos de ellos me miran como si me odiaran, pero en el fondo creo que solamente quieren  ser como yo, y no quiero decir bisexuales y absolutamente encantadores          —dijo con marcada burla, mirándolo directo a los ojos—, sino… ¿Valientes? ¿Libres? No sé cómo decirlo sin que suene vanidoso, pero es así. No muchos tienen mi suerte; una  madre como la mía, que me ama y me acepta sin importar qué, o la libertad de decir y hacer lo que les venga en gana sin tener que guardar estúpidas apariencias o sin que el mundo se les venga encima… Eso genera envidia. A muchos otros quizá yo sólo les sea indiferente, otros a lo mejor sólo sueñan con darle rienda suelta a algunas de sus infantiles fantasías sexuales conmigo. Veo cómo me miran cuando creen que nadie los ve y aun así basta con que haya alguien más para que finjan que me odian cuando ni siquiera me conocen. Es por completo contradictorio y molesto pero no hay problema, puedo con eso. Parte de la muralla que nos separa la construí yo pero, ¿sabe lo que me molesta en realidad?

Ricardo negó con la cabeza. Escuchaba obediente, siguiéndole la corriente a su alumno porque sabía que lo que más le convenía en ese momento era mantenerlo calmado y ser complaciente. Se le habían ocurrido una o dos cosas para decirle con respecto a lo que había dicho, pero lo más probable era que a Martín no le gustaran. Además, llegados a ese punto y después de semejante introducción, quería saber qué era lo que seguía.

—Supongo que me lo va a decir, Ámbrizh. Lo escucho.

—Por supuesto que me escucha —Martín sonrió, socarrón—. Lo que más odio es la hipocresía… La doble moral, el creer que se tiene el derecho de juzgar a los demás… A mí. Odio la manera en la que usted siempre muestra lo que es «moralmente correcto» —Martín dibujó las comillas con los dedos —, como la única opción y lo único aceptable. Tan fácil. Sin facetas. Sin quiebres. Sin escalas del gris. Odio cómo, por lo general, cada cosa que usted señala como buena, es algo que yo no soy. Usted me hace sentir incorrecto. Y odio eso. Y sobre todo odié el momento en el que, por su culpa y a causa de ese estúpido diario que usted quiso leer delante de todos, cada persona en esta pocilga moralista se creyó con el maldito derecho de apuntarme con el dedo y juzgar quién y cómo soy —Martín hizo una pausa para bufar—. Todos están tan ciegos. Este lugar es un zoológico, ¿sabía eso? Lo que se cuece bajo la superficie le sacaría a usted el aire puritano que le llena los pulmones. Habrá algunas excepciones, por supuesto, pero muchos aquí están tan dañados, en formas en las que usted no se imagina, que al lado de muchos de ellos yo soy un ejemplo a seguir, y aun a pesar de ello todos estos petardos pendejos hijitos de papá y reprimidos, me han cogido a mí entre ojos, sólo porque yo no aparento ser alguien diferente de quien soy. Sólo porque, gracias a usted, creen que tienen derecho. Han pasado semanas y aún encuentro notas insultantes dentro de mi casillero. Anónimas, claro, porque aunque sean tan gallinas, ninguno parece tener huevos.

Intenso.

Ricardo nunca había sido consciente de haber hecho tal cosa. Sabía que como docente tenía un gran poder y una gran responsabilidad en sus manos, que sus palabras y sus actos podían llegar a tener repercusión en las acciones y el carácter de algunos, pero aquello… Había, sin proponérselo, convertido a Martín en blanco para los matones, y el tratar de mostrar como positivo el comportamiento que se consideraba correcto era su gran pecado ante los ojos de este alumno en particular. ¿Tenía sentido algo de eso?

Ricardo estaba decepcionado de su vida. Se sentía perplejo y desarmado, ¿No podía algo salirle bien? En definitiva no había podido ser «descubierto» por alguien más inconveniente que Martín, pues bastante claro le quedó que él lo odiaba. Tan sencillo como eso.

Estuvo meditabundo por algunos segundos, tratando de encontrar una salida a todo aquello, al lío en el que se había metido, a la manera en la que había errado con Martín y que a la final traería consecuencias funestas para él. Cuando levantó la vista notó la manera en la que el propio Martín parecía perdido en el limbo. Él, a quien nunca parecía afectarle nada. Él, quien cinco segundos atrás a pesar de estarse quejando parecía estar disfrutando con aquello. Ricardo carraspeó, necesitaba la atención de Martín centrada en él, y éste emergió de donde sea que hubiese estado.

—Imagino que usted siente que le debo una disculpa, Ámbrizh, y después de analizar la situación quizá contemple el hacerlo, pero… Si hablamos de injusticias, de juzgar a priori, sin oportunidades de exponer razones,  justamente lo que usted acabó de ver y de… fotografiar en el salón de clases, no es lo que usted piensa y necesito que me deje explicárselo. Necesito aclararle todo.

Martín recompuso su expresión y sonrió, recargándose aún más contra los casilleros.

—No hace falta. Escuché todo el preámbulo al apasionado beso que usted y Georgina, es decir Georgy, compartieron. Además todos saben que esa chica es una casquivana acaba hombres obsesiva que se encapricha con cualquiera que le muestre un poco de cariño o atención, pero nadie dirá nada, y ella jamás lo reconocerá. El punto, Richie, es que aunque todo eso sea cierto usted tiene todas las de perder porque a ojos de todos ella es una niña indefensa y usted un hombre hecho y derecho. Ella es la víctima y usted un abusador. Ella es una menor y usted un bellaco aprovechado. Ella una alumna de instituto y usted…

—¡Ya entendí!  —Se obligó a sí mismo a calmarse y moderar el tono de voz—.  Comprendo el punto, señor Ámbrizh.

 —Casi siento pena. No tiene entre manos nada que demuestre en realidad que usted fue una víctima, además hay un truhan que lo fotografió con Dios sabe qué intenciones… No quisiera estar en sus zapatos. Para que se le revuelva un poco más la bilis, está el hecho de que yo sería la única persona que podría decir algo a su favor, pero por supuesto no pienso hacerlo. Sólo piénselo: todos mirándolo mal, apuntando en su contra por una estupidez como la de hace un rato. Injusto ¿no es así? Y ya sabe lo que dicen: una imagen vale más que mil palabras —Martín se alejó un par de metros, ladeándose ligeramente. Ricardo supuso que aquello último era algún tipo de burla en su contra, aunque no le encontró sentido. Iba a seguirlo, pero Martín se volvió nuevamente en su dirección—. Pero esté tranquilo, yo jamás ataco por la espalda. Cuando decida qué voy a hacer, se lo haré saber, para que no pueda dormir.

3

El mareo seguía meciéndolo ligeramente, pero no dijo nada para no distraer a Joaquín, que miraba su cuerpo desnudo mientras daba pinceladas sobre la tela, con el ceño fruncido a causa de la concentración.

Iba a ser una obra preciosa, estaba seguro. Ahora que conocía su manera de pintar sabía qué esperar cuando la obra le fuera revelada. Algo vaporoso, sutil y preciso que contaría con la capacidad de conmover los sentidos. Así de bueno era Joaquín en lo que hacía.

Aunque Martín estaba completamente desnudo, estaba acomodado en el sofá de una plaza de tal manera que desde donde Joaquín lo veía su sexo apenas se veía. No trataba de ocultarlo, pero tampoco estaba explícitamente concentrado en mostrarlo. Tenía la cabeza apoyada en uno de los braceros del mueble y las piernas colgando en el otro extremo, algo encogido sobre sí mismo. Joaquín había puesto un biombo a un lado, extendido y lo suficientemente alejado para que no matara por completo la luz, también con la intención de ocultar su desnudez de las miradas indiscretas desde los otros edificios.

¿Qué iba a hacer con la fotografía de Eticoncito? ¿Exponerlo de verdad? Aún no lo tenía claro. Y había otro componente a tener en cuenta en la ecuación: Georgina. Lo más seguro era que ella no se quedaría tranquila, puesto que ella también aparecía en la imagen. Si dejaba que alguien más viera aquella fotografía, también la metería a ella en problemas y aquello no sería justo… Incluso sentía que debería agradecerle a la chica por brindarle semejante oportunidad. De momento se limitaría a disfrutar del hecho de saber a Ricardo en sus manos, sufriendo por su causa. Un poco de estrés no mata a nadie.

Se movió un poco y de inmediato escuchó un carraspeo saliendo de la garganta de Joaquín. Recalibró su posición y quedó más o menos igual que antes. Su cabeza continuó maquinando. Quizá no hiciera nada y sólo se limitaría a mantenerlo en la incertidumbre, esperando constantemente por un golpe y el momento en el que podía concretarse… O no.

Había valido la pena cada segundo que había esperado por el momento justo para hacer las cosas. Todo a pedir de boca, porque una hora y media después de que acabaron las clases lo llamaron de la oficina del conserje  para decirle que habían encontrado una esclava de oro blanco con su nombre y apellido grabados en ella. Aquella que había perdido y por la cual había vuelto al salón de clases.  Todo cae por su propio peso. Sonrió.

—¿De qué te ríes, pequeñajo?

—No de ti, por supuesto.

Joaquín dio un par de pinceladas más y dejó el pincel de lado para dedicarse a estudiar detenidamente la tela que tenía delante.

—Dime algo, Martín, ¿Cuándo cumples los dieciocho?

— Hasta el otro año. En enero, ¿por qué? ¿Acaso crees que si Micaela se entera de esto cuando yo ya tenga dieciocho no te va a arrancar las pelotas?

Joaquín rio de medio lado, sin apartar la vista del cuadro.

—Lo que no quiero es que nadie, ni tu madre y especialmente cualquiera con nexos legales, me arranque las pelotas si algún día llegara a exponer esto.

Martín se acodó en el sofá, elevando el torso.

—¿Cómo debo interpretar eso, Joaquín?… En primera instancia supongo que lo primero es que estás satisfecho con cómo está quedando la pintura si te estás planteando el exponerla, pero ¿tienes claro que al hacer eso nos expondrías a nosotros también? Supongo que sí, eso es obvio, pero… ¿Estarías dispuesto? —El corazón de Martín se aceleró ante la posibilidad de que Joaquín pudiera estar dispuesto a ello, a jugársela por él.

El pintor meditó unos segundos.

—No, eso no sería muy inteligente. Sólo… fue una pregunta. Lo único que yo estaría dispuesto a reconocer, en dado caso, es el hecho de que te he visto desnudo para poder pintarte. No creo que tú tampoco quieras que esto se sepa, ¿o sí?

—No es que quiera o no quiera, sólo… Si llegara a saberse no me importaría —muy dentro de Martín se instaló la decepción— Mi problema únicamente sería el hecho de que esté saliendo contigo en particular y que Mimí lo aceptara. Sé que ella te preocupa, pero mis preferencias sexuales no son un secreto para ella o para mucha gente. Me quedo callado por ti. Tu reputación sería la única en juego… Aunque yo jamás suelo ventilar con quien estoy tirando. Eso sería estúpido.

«Contigo no me importaría hacerlo»

Menos de veinte minutos después Martín estaba gimiendo debajo del cuerpo de Joaquín; como si fuera posible que él hubiera estado desnudo en aquel lugar y solo limitarse a dejarse dibujar. Al cuerno el malestar que sentía… Al cuerno el hecho de que por el momento fuesen clandestinos y quizá lo serían siempre… Al cuerno todo. Lo tenía con él, eso era lo que de verdad importaba.

—Algún día… me… animaré… a chupártela… Quiero saber a qué sabes —le dijo Joaquín al oído, removiéndose de manera lenta sobre y dentro de él… Torturándolo. Así iban ciertas cosas con ellos; de a pocos Martín iba quebrando sus barreras. No podía exigirle todo a un hombre que, antes de él, nunca había tenido entre las manos un pene que no fuese el propio—. ¡Al demonio! Voy a hacértelo ahora.

Salió de él y cuando lo hizo Martín dejó escapar un quejido por el brusco movimiento con el que lo dejaron vacío. Joaquín se acomodó entre sus piernas y sólo con verlo ahí Martín casi se dejó ir. Debió reunir cada gramo de su concentración y sosiego para que eso no ocurriera. Cada cosa que hacía Joaquín, aunque antes lo hubiese hecho decenas de veces con otros, lograba ponerlo al límite. Bendita cada mujer que se había paseado por sus huesos y lo habían convertido en el amante que era.

Lento…

Explorativo…

Una sonrisa que Martín casi podía catalogar como una de incredulidad en los labios, esos labios que lo tenían preso. Quiso reír, porque casi era como si Joaquín no se terminara de creer que estuviera haciéndole aquello a otro hombre. La intensidad creció y la fuerza de sus músculos disminuyó junto a su cordura. Nunca antes a Martín una mamada le había parecido tan sexy y tan dulce. Sus ojos hicieron contacto y el mareo no hizo más que intensificarse.

Estuvo a punto de dejarse ir e intentó apartarse de Joaquín para no terminar en su boca, pues consideró que eso sería demasiado para una primera felación, pero él se lo impidió, sujetando fuertemente sus caderas.

Joaquín era bueno, diestro, y con algunos trucos bajo la manga. Le aplicó un bloqueo dactilar sobre la zona del perineo y la inminente eyaculación de Martín remitió, dándole más tiempo para disfrutar.

Se dejó caer sobre la cama, seseando… Arqueándose espasmódicamente como si lo estuvieran electrocutando. Joaquín fue inclemente, no lo soltó, no lo dejó respirar tranquilo. Tanto placer… Tanto, tanto placer.

Joaquín se lo tragó todo.

Cuando, vencido y vacío, se dejó caer con fuerza sobre el colchón, algo se le clavó en la espalda. Joaquín abandonó la cama y se dirigió al baño.

—¿Sabes? Puedo ayudarte con el problema que te aqueja —gritó Martín desde la cama, refiriéndose a la erección que Joaquín aún ostentaba y a la cual de seguro estaría atendiendo en el baño. Como única respuesta escuchó su risa. En su fuero interno agradeció el detalle de Joaquín, porque después del intenso orgasmo su libido estaba por el piso y él por completo amodorrado.

Había algo duro y pequeño debajo de él, así que se removió y desanudó el enredo de sábanas para saber lo que era.

Una hebilla metálica para el cabello, con un estilizado lirio de color lavanda claro como decoración. Martín miró en dirección a la puerta del baño con el corazón en un puño. Había estado en aquella cama en todos los ángulos que son anatómicamente posibles, con sábanas y sin ellas y tenía la certeza de que ese pequeño, intruso y preocupante aditamento femenino no estaba allí antes.

«De manera que tú y yo no somos exclusivos, Joaquín. ¡Qué maldita decepción!»

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