LA CONFISERIE
La Confiserie de Paul, uno de los negocios más respetables de la ciudad, cumple 72 años de existencia este mes y todos en el local se preparan para celebrarlo como corresponde.
Cada año, durante el aniversario de su creación, las vitrinas se engalanas con hermosos pasteles y grandes creaciones de chocolate macizo, de original diseño y Carlos, el Chef Maestro en persona, se encierra con su personal durante una semana completa para crear figuras las figuras, cada año más espectaculares. Los turistas esperan la ocasión y Mika, el chico ecuatoriano que atiende el servicio de helados, cerca de las vitrinas, debe soportar con paciencia los cientos de flashes fotográficos que capturan las creaciones de los grandes maestros pasteleros. Los clientes aumentan durante la semana de aniversario y el trabajo se multiplica. A veces Martin, el administrador, debe solicitar la venia de Paul para contratar personal extra. La Confiserie no puede disminuir la calidad de su atención. Sería una vergüenza para todos quienes trabajan allí.
Pero no siempre fue así.
En un principio era un pequeño local de tortas y café que sobrevivía a duras penas gracias al enorme esfuerzo del matrimonio que lo atendía en forma personal.
La pareja de inmigrantes, Paul y Edit, llegaron a este país del fin del mundo escapando de los horrores de la guerra en Europa. Subieron al primer barco que zarpó desde el puerto, sin importarles donde se dirigiera. Cualquier lugar era bueno mientras no hubiera guerra.
Al arribar a este extraño país ni siquiera entendían el idioma, mucho menos las costumbres. Pero sí había algo que lograba conectar ambos mundos; sabían hacer deliciosos pasteles y ese era un lenguaje mágico. Era todo lo que tenían además de las ganas de vivir y una pequeña maleta en la que traían todo lo que pudieron rescatar de su pasado. Invirtieron todo su tiempo y escaso dinero en comprar materia prima de buena calidad y hacer deliciosos pasteles que Paul y Edith salían a ofrecer a los vecinos, puerta a puerta.
Pronto se hicieron conocidos y las damas de la alta sociedad local se jactaban de ofrecer a sus invitados los novedosos sabores de pasteles y tortas preparadas personalmente por Paul.
El negocio prosperó como resultado de la excelente calidad y la novedad de sabores.
Años después, cuando su situación económica había mejorado bastante, Paul y su mujer compraron una vieja casona espaciosa de dos pisos ubicada en una tranquilla calle lateral, cerca del río, en un barrio de poca importancia. Se enamoraron de la estrecha calle de piedras, el ambiente señorial de las edificaciones vecinas y los intrincados detalles de construcción, que les recordaba las magníficas mansiones de su tierra natal, El amplio jardín interior de la casa fue también un incentivo más.
Los clientes los siguieron y más gente comenzó a llegar.
Con el paso de los años, la actividad comercial y turística fue acercándose cada vez más a su casa; bancos, restaurant, tiendas de moda y cadenas internacionales brotaron en las calles vecinas.
Hoy en día, la pastelería y restaurant está ubicado justo en el límite exterior del centro de la ciudad. En las amplias calles cercanas el ruido, el tránsito vehicular, la música y la conversación de los peatones son constantes. Sin embargo, en la pequeña calle lateral que desembocaba hacia el río, el tiempo parece haberse detenido y todo se mantiene casi exactamente igual que hace 50 años.
La Confiserie fue el orgullo del matrimonio inmigrante y trabajaron en ella con corazón y alma hasta el día de su muerte, junto a su único hijo, a quien también llamaron Paul, en honor a su orgulloso padre.
El negocio fue creciendo de a poco. Actualmente, abarca todo el primer piso de la casona, con 3 salones elegantemente decorados y conectados entre ellos, un área de ventas y una hermosa terraza en el jardín interior, con techo de vidrio, cuyas mesas, entre coloridas macetas de flores y arbustos, son las primeras en ocuparse cada día por los turistas y clientes que llegan a desayunar.
Paul hijo creció entre masas, cremas y pan recién horneado. Se acostumbró desde niño a los olores deliciosos, los detalles que marcan la diferencia y el bullicio de cientos de personas que entraban y salían cada día de La Confiserie.
A la temprana edad de 7 años estaba trabajando en las amplias cocinas. Sus dedos pequeños servían a la perfección para crear intrincados decorados de tortas y pasteles y añadir ínfimos adornos sobre cada uno de los bombones.
Heredó la destreza culinaria de sus padres y cuando tuvo edad suficiente fue enviado a estudiar en la mejor escuela culinaria de Europa.
Volvió a los 23 años, muy entusiasmado, con ideas frescas y muchas ganas de innovar. De su mano venía agarrado un hermoso adolescente rubio, menudo y de ojos muy claros e inocentes llamado Laurent, sin intención de soltarse jamás de la mano de Paul.
Se habían conocido en la escuela y el amor brotó entre ellos, a pesar de todo lo que estaba en su contra. Paul no pudo dejarlo pero tenía que cumplir el compromiso con sus padres y regresar para hacerse cargo de la Confiserie. Era el único hijo y sobre él caía toda la responsabilidad. Laurent ni siquiera tuvo que pensarlo. Hizo su maleta, besó a su madre y hermanos menores y se tomó de la mano de Paul dispuesto a ir con él hasta el mismísimo fin del mundo.
No fue nada fácil para los padres aceptar al novio de su hijo, aunque luciera tan adorable. Comenzaban a tener buenos resultados y el negocio crecía. Un evento como este podía arruinar su reputación. Sus clientes importantes no verían con buenos ojos que dos hombres se amaran y estuvieran juntos.
Al principio mantuvieron todo a escondidas pero cuando Laurent demostró que, a pesar de ser tan pequeño y menudito, podía trabajar tantas horas como cualquiera y fabricar pasteles de sabores maravillosos y originales decoraciones, la idea del “noviecito” empezó a cambiar. Muy pronto los clientes pedían los novedosos productos fabricados por Paul hijo y Laurent. A nadie le importó mucho que fueran pareja si eran capaces de crear alimentos maravillosos que se deshacían en la boca, provocando placer y alegría.
Cuando Paul y su mujer fallecieron amaban a Laurent tanto como a su propio hijo. El cariño era ampliamente retribuido por Laurent que, a falta de padres, se encariñó mucho con sus suegros.
Paul y Laurent son ahora dos hombres adultos. Viven cómodamente en el segundo piso de la Confiserie, entre remodelados salones y con ventanales que miran al río. Tienen un reducido círculo de buenas amistades con quienes comparten largas noches de comida y conversación. Resultan una pareja adorable para quienes son capaces de dejar de lado sus prejuicios e idioteces.
Paul siempre es el primero en bajar al local cada mañana. Le gusta supervisar el comienzo de la jornada. Se asegura, en persona, de que los productos que traen del mercado, por la puerta posterior, estén frescos y sean de buena calidad; ve como se prenden los hornos y el personal de cocina comienza a preparar las masas del día bajo la supervisión de Carlos, el exigente y atractivo chef de La Confiserie; algunos mozos arreglan las mesas con flores frescas que traen tres veces a la semana; más allá, unos chicos sobre escaleras móviles pulen el cristal de las pesadas lámparas y lustran los muebles hasta dejarlos impecables… el jardinero remueve malezas y hojas muertas, planta flores, abre las enormes sombrilla en verano y prepara el jardín para los clientes.
Paul camina observando y corrigiendo con orgullo y cariño. Todo lo existente en el local lo eligieron sus padres, Laurent y él, a excepción de algunos regalos significativos como las teteras de plata, hechos por personalidades y amigos. Ama la Confiserie casi más que a sí mismo. Solo Laurent , su amor importado de Francia, es más importante en su vida.
El administrador del local, Martín Clergue, es el segundo en llegar junto a los más de 20 empleados entre mozos, vendedores y personal de cocina.
Martin saluda con su habitual distinción y caminaba al lado de Paul supervisando y corrigiendo. Entiende bien que Paul nunca va a dejar de aparecer cada mañana debido a que la puesta en marcha de su local es el momento mágico del día para su dueño.
Sin embargo, la tarea de levantar las cortinas y abrir la puerta principal de la Confiserie está reservada para el administrador. Las puertas jamás se abren si todo no estaba listo y preparado como corresponde. Paul exige dar siempre lo mejor a los clientes.
En un día promedio, alrededor de mil clientes visitan los tres salones y terraza de la Confiserie. Eso, sin contar quienes entran al área de ventas a comprar productos para llevar a sus casas o a degustar uno de los famosos helado artesanales de variados sabores.
Es deber del señor Clergue, de cada uno de los mozos y de todo el personal, en general, asegurarse de que cada cliente obtenga la mejor atención y se vaya satisfecho.
Nadie entra y se sienta en los salones de la Confiserie como quien va al Mc Donald.
Impresionan la grandeza y señorío de sus salones, la exquisita decoración llena de refinados detalles y el ambiente de calidad superior. Paul exige que cada detalle sea real; el té proviene de las mejores marcas del mundo, las tazas son de porcelana inglesa con pequeños dibujos de flores pintadas a mano en tonos pastel, las servilletas de tela de lino, los ingredientes frescos y los alimentos recién preparados.
En fin, en La Confiserie de Paul trabajaban más de 20 personas. El público llega a diario atraído por el magnífico local y la calidad de los productos… pero uno más de los atractivos del local es que todos quienes trabajan allí son personas que salieron del closet y se atrevieron a revelar al mundo su condición de “diferentes”. Cada uno tiene una historia que contar.