Las chicas no son las únicas «ventiochudas» (To the Stars)
1
Por tercera vez aquella mañana se asomó al balcón, preguntándose qué tan inmaduro o cobarde lo haría ver el hecho de saltar. También se preguntó, por supuesto, si cuatro pisos eran suficiente altura para perecer en el acto, o si por el contrario lo único que lograría sería romperse las piernas y el espinazo, quedando de este modo parapléjico y así verse obligado a ser una carga y a permanecer el resto de sus días encadenado a una cama, y encerrado en un cuerpo con el que nunca había estado del todo conforme.
Se encendió el tercer cigarrillo de la mañana… Porque para él, aquel balcón era sinónimo de nicotina y de relajante olor a tabaco. Dio una calada honda y retuvo el humo en sus pulmones. Se acodó en la baranda y luego soltó la bocanada de manera lenta, proyectando sus labios en una trompita juguetona y atrevida, meciendo un tanto la cadera y la cabeza, estirándose agarrado de la baranda y levantando la pompa como una gatita en celo. Todo lo último, también era parte de lo que su subconsciente solía relacionar con aquel balcón, simplemente porque de alguna manera tenía que fastidiar a los vecinos; a todos aquellos que le tenían manía y sabiendo de sus preferencias, de su libertinaje y su promiscuidad, no perdían ninguna oportunidad de chismosear para luego hablar de él en los pasillos. Estaba seguro de que alguno debía estar en aquellos momentos mirándolo a través de las cortinas a medio cerrar, negando con la cabeza, reprobando el hecho de que siquiera pestañeara.
Podía encontrarse en medio del episodio depresivo más fuerte que hubiera tenido en meses, pero ni aun así parecía poder renunciar al pequeño placer de hacerse odiar aún más y de llamar la atención de manera estrafalaria. Esto último, absolutamente evidenciado por la boa de plumas color fucsia alrededor de su cuello, en la única compañía de un par de boxers de perneras a medio muslo con la frase “Lick me, Suck me, F*ck me” estampada en el trasero. Le gustaba mucho la ropa interior con aquel tipo de leyendas; por lo general solía hacer reír a sus compañeros de cama con eso, pero la boa fue un aditamento que puso alrededor de su cuello solo para pararse allí.
Por tercera vez en aquella mañana, decidió no saltar… Como había decidido cada mañana de cada día que se había asomado a aquel balcón y contemplado la idea. Dudaba que realmente llegara a hacerlo algún día. Aquella, era solo una idea que le gustaba acariciar de vez en cuando, y que en ocasiones no le parecía del todo mala… Pero, ¿Sentirse tan asquerosamente solo y hastiado, era motivo suficiente para querer matarse o solo estaba exagerándolo todo, como siempre? Quizá era solo que estaba llevando su manía de sobre dimensionarlo todo, a extremos indecentemente altos.
…Además, si saltaba y moría, podía decirle adiós a aquello de dejar un cadáver hermoso… Eso seguro.
Cualquiera pensaría que con la cantidad de veces que solía levantarse y encontrarse con la misma escena: Su cama desconsoladoramente vacía, después de haberse dejado follar hasta el alma la noche anterior, ya debería haberse acostumbrado. Por eso tenía a la mayoría de sus compañeros de cama inmortalizados en fotografías en su teléfono, para conservar algo de ellos. Para sentir que, así fuese por un corto lapso de tiempo, alguien le había pertenecido.
Por aquel día estaba a salvo… Viviría un día más, fingiría un día más que la sonrisa estampada en su cara era imperturbable.
A pesar de aquella preocupante manía, que cada vez era más frecuente, aún no era capaz de dilucidar qué era lo que la palabra «Fuerza» que se repetía incesantemente en su cabeza durante sus episodios de ofusquedad suicida, significaba realmente. No sabía si era fuerte por cada día decidir darse una oportunidad más y seguir enfrentándose a su vida, o si sería fuerte el día en el que finalmente decidiera saltar y lograra que el mundo se callara.
Aplastó el cigarrillo casi entero en la tierra de la única maseta que tenía en la terraza y cuya planta hacía tiempo había dejado de existir. Saludó con la mano a los dueños de los ojos que suponía debían estarlo mirando desde la clandestinidad, y atravesó la puerta de vidrio, de vuelta al interior del departamento.
De camino a su habitación, se estrelló de frente con el espejo que cubría la pared al fondo del pasillo. El reflejo le devolvió la imagen de un hombre joven y guapo, aunque con el rostro algo cansado. Espigado y con el cuerpo trabajado, con un rostro que no era tan suave como él hubiese querido. Un hombre recién entrado en sus veintes, absurdamente envuelto en plumas sintéticas de un color chillón.
— ¡Eres un absoluto payaso! —. Acusó a su reflejo.
Rápidamente sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos acudieron raudas a arrancar la boa de plumas de alrededor de su cuello, para luego arrojarla fuera de su vista. Pero la prenda era tan liviana, que en realidad no cayó muy lejos de él.
Lo efímero de aquella prenda fue insultante, le recordó lo que él no era, pero le habría gustado ser.
Le habría gustado ser una muñequita suave… Un ser lánguido; para poder así bailar a su antojo en una delgada línea que rayara en la androginia, e inclinarse a un lado u otro según soplara el viento o le conviniera. Es eso lo que a muchos los enloquece y los conmueve. Pero no, sus rasgos eran cuadrados y de verdad masculinos.
Él era atractivo en la manera en la que un macho lo es, con un mentón cuadrado, una nuez de Adán pronunciada y unos músculos abdominales y pectorales agradecidos. Cuando en los últimos vestigios de su adolescencia se dio cuenta de que no había caso en buscar en el espejo el reflejo que deseaba, de forma inteligente decidió sacarle provecho a su físico de la mejor manera que pudo: explotándolo al máximo, esculpiéndose en el gimnasio. Después de todo, había muchos hombres que buscaban hombres como él. No todos podían ser pálidas flores de origami, como Martín.
Quietecito y calladito, podía perfectamente pasar por un galán para las chicas. Pero en cuanto se ponía en movimiento, todo salía a flote y su interior lo delataba de inmediato. El amaneramiento crónico que padecía, jamás le daba tregua. Había algo en su interior que se rebelaba y lo instaba a exteriorizar su homosexualidad. A gritarla sin tapujos.
Muchas veces, a lo largo de su vida, intentó que su inclinación sexual fuese algo suyo. Algo de lo que solo se enteraran aquellos que necesitaran saberlo, ser algo así como un agente encubierto con permiso para moverse en todos los escenarios, pero algo en él se rebelaba constantemente, instándolo a no esconder lo que era…
¿Por qué no había nacido mujer? ¿Por qué? Todo habría sido mucho más fácil de esa manera. De esa forma su interior y su exterior habrían podido sintonizar en perfecta armonía y él no se sentiría tan fuera de lugar todo el tiempo. Su dualidad, en realidad no era tal, porque no se sentía dividido, se sentía incompleto.
…Vacío
…Solo
—Quizá todo mejoraría si dejaras de acostarte con todos. No es así como se encuentra el amor, ¿Sabes?—. Miró en dirección a la boa de plumas que reposaba a menos de un metro de él, para luego mirar hacia el espejo de nuevo. —Seguro que también ayudaría que tus aires de diva te los guardaras para el lugar y el momento apropiados. —Se acercó unos cuantos pasos más al espejo, esforzándose por andarlos sin contonear excesivamente las caderas como solía hacer. Irguió el mentón y relajó los hombros. Apuntó con un dedo hacia su propio rostro en el espejo, frunció las cejas para obligarse a tomar sus propias palabras en serio. Carraspeó y se esforzó en hablar sin aflautar la voz, sin la manía cantarina que parecía tener clavada en el diafragma. —Te propongo algo, Gonzalo. ¿Qué tal si la maricada la dejamos solo para la cama?— Meditó. — Y por supuesto para los concursos en los que te gusta pavonearte, ¿Eh? Y a ti y a mí nos gusta interpretar, seguro que podremos con eso. Así a lo mejor ya no nos lastiman tanto y dejen de llamarnos puta.
Asintió con la cabeza y sonrió. Mandó un beso volado con la mano, hacia su reflejo. Borró el rastro de lágrimas de debajo de sus ojos. Se encaminó decidido hacia su habitación, dispuesto a cambiar las sábanas, a cambiar la pintura de las paredes o el aire si hiciera falta, para borrar los vestigios del último malparido que había salido huyendo de él, después de cogérselo hasta por las orejas.
No iba a saltar desde ningún balcón a cuatro pisos del suelo; iba a reinventarse. Eso era lo que hacían los grandes, y si había alguien que podía hacer aquello, era él.
2
Ser el mejor amigo de una chica, a veces requiere de ciertos sacrificios.
Cuando Carolina estaba rosando los bordes de la depresión o del aburrimiento, lo cual solía ocurrir más o menos cada veintiocho días, había tres simples cosas que ella quería: Litros de helado, series o películas de romance que tuvieran la capacidad de restregarle en la cara lo que ella quería y no tenía, y una persona que se arrebujara entre las cobijas con ella, para disfrutar de las primeras dos.
En esta ocasión, le tocó el turno al helado de choco-chips, a los dramas coreanos y a Martín. A él no le había molestado tener que abandonar su casa a medio día de un sábado, porque su madre estaba demasiado inquieta como para que él quisiera permanecer a su lado. Ella parecía estar tan nerviosa como Martín suponía que debía estarlo Ricardo. Parecía más que estuviera esperando la visita del papa, que de su novio falso.
La cama y las cobijas de Carolina no estaban mal tampoco, o a quién en sus cinco sentidos le molestaría encamarse y abrazarse a un cuerpo tibio cuando el propio parecía haber olvidado como producir, conservar o disipar el calor de la manera correcta. Y tampoco iba a quejarse de las ocasionales cucharadas de helado que la misma Carolina se encargaba de llevar hasta su boca.
Pero…
Los doramas… Eso ya era otro asunto.
En su defensa podía decir que, habiendo sido sometido a aquello con anterioridad, y habiendo sido obligado a ver desde detectives adolescentes vampiros, pasando por roqueros depresivos en busca del verdadero amor, que resultaba ser alguna pequeña niña que le regaló una flor en un día lluvioso frente a algún templo oriental decenas de años atrás, hasta lo que tenía enfrente en aquel momento reproduciéndose en la laptop, aquel… Profesor extraterrestre con centenas de años varado en la tierra, había guardado silencio durante el tiempo suficiente.
A Carolina no le bastaba con sólo tenerlo a su lado y no dejarle escoger qué ver, sino que ella además le negaba la posibilidad de huir de allí al mundo de los sueños. En cuanto sus párpados comenzaban a amenazar con sucumbir, ella le daba un codazo para asegurarse de que él continuara alerta. Prefería cuando Carolina quería ver comedias románticas. Esas eventualmente solían atraparlo con la trama.
— ¿En serio? ¿Cuatrocientos años en la tierra y besa así de mal?—. Se quejó, finalmente.
Carolina presionó la barra espaciadora del teclado para detener la reproducción, y lo miró por completo indignada.
— ¿Qué acabas de decir?—. Debía estar realmente ofendida, si incluso había soltado la cuchara de helado.
Martín se desenroscó de entre las cobijas y liberó los brazos. Comenzaba a hacer demasiado calor allí dentro, de todas maneras.
—Pues… Solo digo, míralo. —Señaló a la pantalla con ambas palmas hacia arriba, donde aquel ósculo carente de técnica y de erotismo, estaba congelado. — Sus besos son infantiles. Eso no calienta a nadie. Eso no es un beso, si acaso llega a un piquito.
—Martín…—Carolina boqueó. —Para tu información, esa es la personificación del beso perfecto, del hombre perfecto y de la situación perfecta. Él esperó cuatrocientos años para hallarla, ¡A ella! A la mujer correcta… A la persona destinada para él. Son besos tiernos y cargados de inocencia. — Martín arrugó las cejas, no con molestia, sino más bien con sorna. Ella se cruzó de brazos y cerró la tapa de la laptop. — Yo, quisiera que mi vida fuese como un drama coreano. Todo es lindo y perfecto.
—Si tu vida fuese como uno de esos, Carolina, entonces tú habrías quedado embarazada la primera vez que te acostaste con alguien. Porque en esos sí que saben cómo espantarte con respecto al sexo prematrimonial. Las únicas veces que hay sexo en uno de esos dramas, resulta ser el tema central y con un solo polvo ya están criando y arruinando sus vidas. O las únicas que tienen sexo son las malvadas. —Se pasó la mano derecha por la cara, apartándose el cabello y comenzó a abanicarse con una mano. —Quieren mostrar esa imagen de puritanos, como si nunca tuvieran sexo… ¡Dios! Ellos fueron los creadores del Hentai y del Yaoi. Condenan la homosexualidad con un ahínco insuperable, pero en cuanto invitan a esa cantidad de Idols que tienen, a un programa de televisión, lo primero que hacen es vestirlos de chicas… Y obviamente tienen un montón de sexo, por algo están sobrepoblados.
— ¡Tonto! Todo eso es en Japón. La tasa de natalidad en Corea del Sur es tan baja, que las estadísticas dicen que para el año 2750 habrán desaparecido.
— ¡Como sea! Así lo harán también esos estúpidos dramas que me obligas a ver. —Elevó la voz y palmoteó en el aire.
Carolina soltó un jadeo indignado, casi como si Martín le hubiese dicho estúpida a ella misma. Él jamás le hablaba así, incluso cuando estaba molesto, él solía conservar cierta fanfarronería sarcástica que rayaba en lo gracioso y que lograba hacer rabiar a cualquiera sin que él mismo siquiera arrugara el entrecejo; pero lo más importante, era que jamás, JAMÁS, ese tipo de comportamiento iba dirigido a ella, sin importar el qué. Menos si él estaba allí como su pared de contención —y comprensión— en días como aquel.
— ¡¿Y a ti qué te pasa?!—Ella dejó el aparato a un lado y se deshizo de las cobijas para levantarse de la cama y quedarse de pie a un lado de ella. —Claro, este tipo de crueldad solo puede provenir de alguien que es capaz de chantajear a su pobre profesor con una fotografía tomada a traición.
— ¿Pobre profesor? Tú ni siquiera lo conoces, ¿Por qué lo defiendes?—Estampó la palma abierta sobre la colcha.
Carolina comenzó a pasearse, llegando hasta el piecero de la cama y de vuelta a la cabecera, una y otra vez, con los brazos cruzados sobre el pecho para contener el bamboleo de sus senos carentes de la contención del sostén debajo del pijama.
—No lo sé. Acabo de decidir que estoy de su lado. Solo eso. Porque es una pobre víctima de tu crueldad, como yo.
Martín rio de manera exagerada y se frotó los ojos con el dorso de la mano.
— ¿Me estás llamando cruel? ¿A mí? Ha de ser que fui yo quien se burló de la amputación testicular de alguien. Oh no, espera… ¡Esa fuiste tú, Señorita Sobrepoblación Coreana!
Carolina boqueó una vez más, y esta vez, hasta Martín fue capaz de darse cuenta de que se le había ido la mano. Eso fue como restregar limón en una herida aún sangrante.
Si Carolina quería que su vida fuese como un dorama, en aquel momento estaba lista para la escena en la que la chica oriental de buena familia y de buenas costumbres, que cometió la osadía de tener sexo con su novio y quedó embarazada, recibe el veredicto de sus padres y estos le dicen que no puede quedarse al bebé. Así de compungida.
¿Por qué habían ido a parar ahí? A él solo le había parecido que el tipo de la pantalla no besaba bien.
—Oh, Martín, tú apestas para esto. Creo que debí haber llamado a Gonzalo.
Hablando de golpes bajos.
—Tienes razón. Debiste haberlo llamado a él. Después de todos tienes un montón de amigos gay de donde escoger. —Ya no quiso llevar aquello más lejos y simplemente terminó de salir de entre las cobijas, dispuesto a marcharse.
Ni bien se hubo puesto de pie, debió volver a sentarse. Cerró los ojos y se acodó en las rodillas, acunando la cabeza entre las manos, tratando, de esta manera inútil, de frenar el mareo. Sintió el colchón ceder bajo el peso de Carolina, que se había sentado a su lado y apoyado la mano en su espalda.
— ¡¿Qué te pasa?! ¿Qué tienes?
La angustia y la alarma impresas en la voz de Carolina, solo lograron hacerlo sentir como una cucaracha, por haberle hablado como lo hizo.
—Lo siento.
— ¿Qué? Cariño, no te escucho. Saca el rostro de ahí y déjame verte, anda.
Y encima ella le llamaba cariño.
Le hizo caso y liberó su rostro. Se abrazó a ella justo tres segundos antes de sentir las primeras lágrimas mojarle las mejillas. Había pasado de la irritación a la congoja en un lapso de tiempo excesivamente corto.
—Que lo siento… Lo siento mucho…
—Pero, ¿Por qué lloras? ¿Qué te pasa? Déjame verte la cara, ¿sí?
Carolina intentó deshacer el abrazo, pero eso solo hizo que él apretara más el agarre. Sintió que si ella lo soltaba, iba a desprenderse en pedazos que luego no iba a encontrar para poder reensamblarse.
—No sé lo que me pasa, no lo sé… No me siento bien… Ahora… Ahora no puedo dejar de llorar… No puedo parar.
Tras esta afirmación, Carolina afianzó más aquel abrazo y comenzó a reconfortarlo paseando una de sus manos de arriba abajo en su espalda.
—Entonces llora, cariñito. Llora todo lo que necesites… Estoy aquí para ti. Llora.
Aquello fue como una orden. Martín dejó salir todo lo que lo corroía, y para lo que no tenía nombre o explicación, en forma de pesadas y calientes lágrimas.
—Soy un imbécil.
3
Cuan quinceañera indecisa, Ricardo se había cambiado de ropa tres veces. No era que normalmente lo que se pusiera le fuese por completo indiferente, pero tampoco era del tipo de persona que soliera invertir tanto tiempo a la hora de solo decidir qué vestir. Lo normal en él era que sin mucho esfuerzo siempre lograba causar una buena impresión, pero en esta ocasión no iba a una entrevista de trabajo o a una junta de maestros, así que verse como alguien que tiene una idea exacta de cómo combinar su ropa, no le parecía suficiente. Debía inspirar confianza y sobre todo, necesitaba no parecer un Jodido enfermo hambriento de sexo con adolescentes. Bufó desesperado.
Los nervios estaban haciendo presa de él de manera fiera, y por ello cada cosa que decidía ponerse, le parecía desacertada. Si usaba algo demasiado formal, reforzaría su imagen de maestro y desentonaría por completo al lado de Martín. Si usaba algo demasiado casual, entonces parecería alguien inmaduro que no sabía cómo vestirse adecuadamente para una simple cena. Además de que consideraba que esto se vería como un intento desesperado de no hacer tan evidente el hecho de que era mucho mayor que Martín… Lo cual, por cierto, era lo más evidente de toda la maldita situación… Oh, y estaba también lo de ser su profesor, por supuesto.
En todos los escenarios posibles en los cuales pudiera estar fingiendo salir con alguien, aquel era sin lugar a dudas el peor de todos.
Al final, harto ya del constante cambio de prendas, decidió mantenerse prudentemente en medio. Si algo iba a salir mal aquella noche, no sería precisamente a causa de lo que vistiera. Renunció a la corbata, pero se dejó la camisa negra de mangas largas y vistió unos pantalones lizos de color gris medianamente ajustados, y se colocó una chamarra de cuero sin abrochar, para quitarle el exceso de seriedad al resto del conjunto. No se esforzó en domar sus rizos, sobre todo por el hecho de que esa solía ser una pelea perdida la mayoría de las veces, así que los dejó ser.
El espejo era cruel; le devolvió un reflejo donde su nerviosismo era por completo evidente, pero qué rayos: se veía bien.
Tomó los anteojos de encima del buró junto a la ventana de la habitación, y se los colocó. Había cambiado el marco, pasando del acostumbrado caballete plateado a uno de pasta gruesa de color ocre oscuro, que le confería a su rostro un aire menos académico, y por ende mucho más relajado. Su hermana lo había comprado para él hacía meses, diciéndole que si inevitablemente debía utilizar anteojos, no tenía por qué que verse aburrido. Ya era suficiente con que fuese un profesor, no tenía por qué esforzarse también en que cada persona con la que se cruzaba, lo supiera.
— ¡Dios! ¿Qué es lo que estoy haciendo?—. Le declaró a su reflejo, cuando volvió a mirarse al espejo, antes de finalmente salir de la habitación. Tomó su billetera y las llaves del auto de encima de la cama, para meter la primera en el bolsillo interno de la chaqueta.
Cuando llegó a la sala, hizo una profunda inhalación, para luego soltar el aire de manera un tanto teatral, acción con la que pretendía obligarse a relajarse. Sintió cada paso que dio hacia la puerta, como algo contundente y extrañamente definitivo. Tal como si, de alguna manera, supiera que el hombre que se disponía a salir de aquel apartamento, no sería el mismo que volvería.
Del mueble a un lado de la entrada, tomó las llaves del apartamento y un par de cosas que había comprado aquel mismo día más temprano.
Parado bajo el umbral de la puerta, a punto de partir, miró sus manos llenas y repentinamente se sintió ridículo.
—Soy un estúpido absolutamente manipulable… Sin duda lo soy.
***
Martín le había dicho que marcara a su celular cuando estuviera cerca, así que Ricardo lo hizo cuando le faltaban unas siete cuadras para llegar. Siete cuadras que recorrió conduciendo de manera deliberadamente lenta. Le fue fácil dar con la dirección, pero encontró el lugar bastante alejado, puesto que la casa de Martín quedaba en un sector al cual se llegaba después de recorrer una gran extensión con solo la carretera y mucha vegetación. Todo cuesta arriba.
El ataque de pánico real llegó en cuanto atravesó con su auto la entrada al terreno Ámbrizh, cuando el portal mecánicamente se abrió ante él, después de que tocara el botón del aparato que comunicaba con la casa y ni siquiera le fuese necesario hablar. Justo hasta ahí le llegó la compostura e incluso la coordinación, porque aparcó el auto de cualquier manera a un lado de la entrada y se bajó de él de forma torpe, viendo que había tumbado una de las macetas.
Una vez fuera de su cafetera, simplemente se quedó de pie allí, sintiéndose incapaz de avanzar —o incluso de retroceder— con el ritmo respiratorio y cardiaco un tanto acelerados y mirando hacia la casa como si fuese algún tipo de criatura monstruosa a punto de devorarlo. Hacía mucho, mucho tiempo que no sentía tal nerviosismo, o ninguna otra emoción que lo afectara a tal grado, en realidad.
Miró con detenimiento lo que lo rodeaba, como una medida desesperada para tratar de recomponerse.
Aunque la avenida, con un incesante flujo de tráfico, estaba muy cerca de la reja y del portón por el que acababa de atravesar, no pasaba lo mismo con la casa. Desde la entrada hasta la vivienda, había terreno. El camino empedrado, la iluminación y las plantas eran algo colosal con aires de majestuosidad, que agradaba a la vista y que había sospechado se encontraría. No podía ser de otro modo, cuando estaba al corriente de cuan elevada era la cuota mensual por la colegiatura del instituto en el que trabajaba. Lo único malo con tal maravilla, que seguramente había sido planeada hasta en su último detalle por un paisajista, era que conducía hasta una casa a la cual estaba dirigiéndose para arriesgarse a que lo dejaran sin empleo… O futuro… O esperanzas.
— ¿Qué carajos hago aquí? Esto es un error ¡Es un tremendo error! Soy un imbécil —Miró en dirección a la reja, contemplando atravesarla y estar a salvo del otro lado. El lado donde no estaría la mamá de Martín. —Debería irme de inmediato. No solo voy a parecer un depravado, además pareceré un trepador. Esto es…
— ¿Ricardo?
Un corrientazo en su estómago, a causa de la sorpresa, le hizo volverse sobre sus talones. Ver que era Martín lo hizo respirar aliviado. Con verlo allí, frente a él, mucho volvió a tener sentido. Se sintió… Acompañado y respaldado; pero eso no lo calmó, ni siquiera un poco, todo lo contrario, logró inquietarlo más, porque la persona que lo estaba metiendo en líos, no tendría por qué estarlo haciendo sentir mejor.
— ¡Martín! Martín, ¿Qué es lo que estamos haciendo? Esto… No hay manera de que esto salga bien, va a terminar mal, muy mal. Aún tenemos tiempo de arrepentirnos y no embarcarnos en semejante locura. ¡Dios! ¿Cómo fue que me dejé convencer?—Se mesó el cabello.
Martín caminó en su dirección, acercándose. Ricardo notó que él había recortado su cabello; este ya no se desparramaba sobre la parte superior de su espalda, sino que estaba a medio camino entre sus orejas y sus hombros, cortado en mechas irregulares. No pudo evitar notar, también, que se veía un tanto demacrado, de seguro a causa de la gripe que aún no había remitido del todo. Martín le puso una mano en el hombro y apretó ligeramente. Ricardo ladeó la cabeza y miró los dedos largos y blancos posados sobre él, para luego mirar al dueño de aquella mano, directo a los ojos.
Dejó salir el aire con fuerza, cuando la mano de Martín viajó de su hombro a su mejilla y se quedó reposando allí.
—Cálmate, Ricardo, ¿sí? A estas alturas, sería una estupidez dar marcha atrás. Te aseguro que no va a pasar nada malo, todo estará bien. No permitiré ningún tipo de repercusión negativa sobre ti, lo prometo. —La mirada de Martín sobre él, era absolutamente intensa, reclamando hasta el último vestigio de su atención. Estaba tragándoselo con aquellos ojos bonitos e inmensos que, redondos y brillantes, reflejaban resolución. Lo tenía, aquel chico simplemente lo tenía en un bolsillo… En su puño. Pero si le dejaba saber aquello, estaría perdido. Martín Le hablaba tratando de tranquilizarlo y ¡Ey! Se suponía que el adulto allí era él. —Micaela es una persona receptiva y abierta. Está dispuesta a escuchar, pero si hay alguna posibilidad de que llegue a odiarte, esta se va a materializar en el momento mismo en el que se te ocurra darte la vuelta y huir.
—Yo…—Martín se acercó aún más a él. Ricardo se vio obligado a callarse e interrumpir la nueva sarta de quejas que venían en camino, porque si hubiese llegado a abrir la boca, de ella hubiese salido algún tipo de graznido. Martín estaba cerca… muy cerca.
—Ella ni siquiera fue a trabajar hoy. Estuvo todo el día revoloteando en la casa en un estado de excitación tal, que apenas fui capaz de soportarla. —Martín retiró la mano de su rostro, cruzó los brazos sobre su pecho y curvó una de las comisuras de la boca hacia arriba, en una pequeña sonrisa. —En esta casa, todos saben de mis gustos, han oído uno que otro nombre, he hablado de chicas… Pero esta es realmente la primera vez que, de manera oficial, voy a presentar a alguien con quien estoy saliendo. ¿No es gracioso que justamente sea la única relación falsa que he sostenido en mi vida, la que vaya a someterse a este tipo de filtro?
Ricardo elevó una ceja.
— ¿Gracioso? que va, para nada. Yo, menos que nadie, encuentro que algo de esto me dé risa.
Martín se enganchó de su brazo y comenzó a tirar de él, para instarlo a comenzar a recorrer el camino ascendente hacia la casa.
— ¿Vamos?
Ricardo asintió con la cabeza y comenzó a andar, dejándose llevar, pero sintiendo como sus piernas trataban de resistirse, poniéndose rígidas de vez en cuando. Martín, en cambio, se veía tranquilo y resuelto, pero claro, aquel era su territorio.
—Oh, espera. —Llegar a tutearlo, como lo estaba haciendo, le estaba costando concentración. Se desenganchó del brazo de Martín y regresó al auto, de donde extrajo lo que había llevado con él. Un ramo de flores, una botella de vino tinto y un libro. —Listo, continuemos.
— ¿Flores y vino?—. Martín le sacó la botella de las manos, para revisar la etiqueta. —Mmm. —Negó con la cabeza. — Mimí prefiere el vino blanco, y es alérgica a las flores.
— ¿Qué? ¿Es en serio? —apretó los labios y se acomodó los anteojos, aun cuando ya no le era necesario, puesto que el nuevo marco se mantenía firme en su lugar.
—Es broma, quita esa cara. Es un muy buen detalle. A ella le gustará. —Martín puso una sonrisa en su rostro cansado.
—El libro… Es para ti. Uno de mis favoritos.
Martín lo tomó de sus manos, revisando el título. Le había costado elegirlo y esperaba haber tomado una buena decisión. Martín parecía ser de los que le gustaba leer, podía adivinarlo por su manera de hablar algunas veces.
—Vaya… Eres toda una caja de sorpresas, Richie. Gracias. —Esta vez, la sonrisa fue más amplia. Y a Ricardo… A Ricardo como que le gustó como sonaba aquel diminutivo en labios de Martín. —Mimí posiblemente esté impaciente, y ya debe estar espiándonos desde la ventana, así que… Ven aquí. Recuerda que no muerdo y que esto tiene una razón de ser y un propósito.
Martín, como tenía por costumbre, tomó el control. Juntó sus labios en un beso superficial, en el que se limitó a hacer presión, pero sin abrir la boca. Un beso que desde la distancia podía verse como uno pasional, aunque no lo fuera en lo absoluto.
Terminó, demasiado rápido. Y ahora, muy a su pesar y de manera inconveniente, Ricardo se encontró deseando más.
Comenzaron a recorrer el camino nuevamente, esta vez en completo silencio. Y, una vez más sin anunciarlo o pedirle su permiso, Martín anudó sus manos.
El camino hacia la casa era ascendente…
Subiendo… Subiendo. Como parecía serlo todo con Martín. Hacia arriba… Hacia las estrellas.