Reminiscencias (Three Frustrated men)
1
Durante el transcurso de la primera semana de vacaciones, la actividad favorita de Martín básicamente consistió en esconderse, huyendo como el cobarde que nunca había sido. El recuerdo del ridículo que había hecho en el apartamento de Gonzalo, aún días después, lo atormentaba.
Podía ser que cuando su estado de alcoholización llegaba a cierto punto crítico, comenzara a hacer y/o decir estupideces, pero nunca antes había hecho nada de lo que sintiera la verdadera necesidad de arrepentirse al día siguiente. En realidad, en términos generales, rara vez solía arrepentirse de algo que hiciera, pero no en vano el refrán reza que siempre hay una primera vez para todo.
Aunque lo que más le pesaba eran el par de llamadas patéticamente vergonzosas que había hecho, el haber terminado llorando en brazos de Gonzalo después de haberle confesado más de una verdad, no era nada desdeñable tampoco. ¿De dónde había salido eso? Había sido como si le hubiesen puesto suero de la verdad en la cerveza. El otro había preguntado, y el simplemente no había tenido reparo en desembuchar, como si no hubiese podido contenerse. Ahora Gonzalo era albacea de situaciones que le hubiera gustado guardar para sí mismo. Eso había sido algo por completo estúpido.
Su mente se empeñaba en recordar, recreando con vivacidad acontecimientos que le eran vergonzosos, porque la nube etílica no era lo suficientemente densa como para haber borrado el recuerdo de tan desacertado movimiento. Aquello de decirle a Gonzalo que tenía el corazón roto… en definitiva no había sido peor que haber llamado a Ricardo para decirle que besaba bien. Y aunque no le pesaba mucho haberle dicho «hijo de puta» a Joaquín, porque a las malas había aprendido que en lo que a aquel hombre concernía, amarlo era a veces también odiarlo un poco, haberle reconocido que le tenía mucho apego a su forma de cogérselo… Le hacía querer darse de cabezazos contra la pared cada vez que se acordaba.
Además se había quedado dormido en el sofá, con la cabeza apoyada en los muslos de Gonzalo, una vez que las chicas se retiraron a dormir en la cama del dueño de casa. Cuando despertó al día siguiente ambos estaban retorcidos sobre el cuero color café del mueble, y su cabeza continuaba con el rostro peligrosamente cerca de la entrepierna ajena. Descubrió a Gonzalo demasiado entretenido en la pantalla de su teléfono celular como para darle demasiada importancia a aquel detalle, gracias a Dios. Por supuesto lo que siguió para Martín fue la sensación de que se había tranquilizado demasiado pronto, cuando descubrió que lo que tenía al otro tan entretenido en su teléfono, eran una buena cantidad de fotografías que lo inmortalizaban a él reposando en sus piernas.
Cuando Gonzalo se resignó a ver desaparecer su nueva galería de fotos en manos de Martín, después de que este literalmente le arrancara el teléfono de las manos, decidió atacarlo con preguntas acerca de su estado de salud. No era algo de lo que Martín quisiera hablar, pero algo en Gonzalo se relajó de manera evidente cuando le dijo que lo que le habían diagnosticado el año anterior, había sido una simple tendencia a la hipoglucemia.
De manera casi frenética, Gonzalo se había lanzado a una búsqueda a través de Internet en su teléfono. Luego de eso le dio una corta pero sustanciosa cátedra acerca de los síntomas que aparecían en los artículos que había consultado y como coincidían con lo que le había descrito el día anterior. Martín recordaba haber pensado que él sonaba justo como un artículo de Wikipedia, al mencionarle uno a uno los temidos inconvenientes de un bajón descontrolado de azúcar. Agradeció su preocupación, pero él también había consultado la red y eso no evitaba que sintiera que en ocasiones el malestar iba a matarlo, o que era excesivo. Lo que más agradeció, en realidad, fue la manera deliberada en la que Gonzalo había decidido no hablarle acerca Joaquín o de Ricardo, a pesar de que él le había soltado toda la sopa aquella madrugada, después de que las chicas se fueron a dormir.
Sinceramente había esperado que para aquellos momentos Gonzalo hubiese recuperado su manera habitual de hablar y de moverse. Después de todo una persona no podía dejar de lado sus gestos y actitudes de la noche a la mañana solo porque sí; pero para su sorpresa, ni siquiera durante la jornada de juerga esto ocurrió; claro estaba que Gonzalo había aminorado su ritmo con la bebida en cuanto él empezó a contarle todos sus asuntos, y a menos tragos, mayor control. Así que mientras se calzaba los zapatos, esperando cualquier oportunidad para salir pitando de allí, Martín le preguntó al respecto. La simple respuesta de Gonzalo, fue que quería comprobar si su lenguaje corporal era en alguna manera equivalente a la forma en la que las personas lo percibían y lo trataban, y que a juzgar por la evidente mayor cantidad de confianza compartida entre ellos y la menor cantidad de rechazo por parte de Martín hacia su persona, así era.
—Incluso dormiste en mis piernas, Martiny. Y fuiste mi novio de mentiras toda una noche. — le dijo. Pero la verdad era que fue pura casualidad el que hubiese necesitado fingir ser su novio el mismo día en el que a Gonzalo se le había dado por estudiar las reacciones del ser humano a determinados elementos del comportamiento. No quiso desilusionarlo diciéndole que lo más probable era que estando igual de alcoholizado, le hubiese confesado sus más profundos secretos a cualquier desconocido en la calle, si este le hubiese hecho las mismas preguntas.
Pasados unos minutos de silencio, en los que Martín solo podía pensar en lo mucho que le gustaría que se lo tragara la tierra, porque comenzaba a sentir los estragos de haber dicho demasiado, y que se traducía como vergüenza de la más alta calidad, Gonzalo le dijo que había tomado la importante decisión de guardarse su condición sexual solo para él, para los momentos en los que de verdad importara, y las personas que realmente merecieran saber y ser merecedores de sus muchas bondades —Lo cual la mente de Martín rápidamente tradujo como: “Le diré que soy gay a aquellos con los que me quiera acostar y nada más…”— Que había empezado a considerar su homosexualidad como una marca de nacimiento, situada en un lugar muy privado del cuerpo, una marca de nacimiento en el trasero —¡Jah! ¿Dónde más sino?— es decir, esta hacía parte de él, jamás podría —o querría— arrancársela, pero nada lo obligaba a bajarse los pantalones y mostrársela a todo el mundo solo porque sí. Era algo privado, era su marca; si alguien preguntaba acerca de ella, jamás negaría que la tenía, porque no se sentía avergonzado. ¿Que si era difícil adoptar esta actitud? Si, por supuesto, porque después de todo no era nada fácil ocultar una marca que en algún momento había permitido que se trasladara de su trasero a pleno rostro, e incluso a cada rincón de su ser, pero que se sentía completamente capaz de devolverla a su lugar, e interiorizarla.
—Si fui capaz de «amariconarme» de tal manera, seguramente también puedo volver a la normalidad. Yo no siempre hablé o me comporté de esta forma, ¿sabes? Siempre fui un poco amanerado, pero no tanto. Toda la cuestión se intensificó después de que saliera públicamente del closet, y mi padre renegó de mí y me salió con la huevonada esa de: Tú no eres mi hijo. Comencé a pasearme por todos lados meciendo exageradamente las caderas, por todas partes, solo porque sabía que de alguna manera él se iba a enterar… Y toda esa parafernalia, simplemente como que se quedó pegada a mí, y luego ya no pude ni quise hablar o moverme de otra forma.
—Pero, Gonzalo… ¿De quién carajos voy a burlarme ahora?
Por último, aquella mañana Gonzalo le dijo que estaba contemplando el tomar un curso libre de actuación, y que cuando lo hiciera iba a exigir que en los ejercicios de práctica solo le dieran papeles de Macho Camacho, que eso sí que sería un reto actoral, y que estaba practicando desde ya.
En algún momento, antes de levantarse del sofá, dispuesto a preparar el desayuno para sus invitados, Gonzalo le dijo lo siguiente:
—No te acostaste con Carolina por temor a echar a perder la amistad que comparten… Ten en cuenta, entonces, que tú y yo no somos tan amigos. Podemos echar a perder esta pseudo amistad cuando tú tengas ganas.
Martín pensó en que aquella era la conversación más extraña y quizá más sincera que ellos habían tenido jamás… Y en que era muy ingenioso el haber comparado su homosexualidad con una marca de nacimiento en el trasero.
***
Su teléfono celular tenía un importante registro de llamadas rechazadas y otro tanto de llamadas que solo dejó sonar hasta que se perdieron y se fueron al buzón de voz. No quería enfrentarse a las consecuencias de las dos llamadas que había hecho, o el haberle contado sus asuntos a quien menos esperaba hacerlo; así que para distraer su mente Martín rebuscó entre los volúmenes que reposaban sobre su escritorio y se forzó a sí mismo a enfrascarse en la lectura de lo primero que encontrara, lo cual terminó siendo el libro que le había regalado Ricardo el día de la cena.
Para su sorpresa, el que tuviera que forzarse a concentrarse en aquellas páginas pasó a un segundo plano, porque de hecho el libro lo atrapó de tal modo, que los siguientes dos días casi no pudo despegar los ojos de la lectura, y las únicas pausas que hizo fueron forzosas, para comer, ir al baño y dormir, o aquellos momentos en los que las letras comenzaban a verse dobles y le dolía de tal modo la cabeza, que el hilo de la historia comenzaba a perderse.
El final lo dejó por completo satisfecho, pues fue de aquellos finales que uno no se espera y que dejan con una sonrisa en el rostro y esa sensación de «¿Por qué no me di cuenta antes?» Alcanzar el final le tomó el tiempo justo para coincidir con el momento en el que Mimí empezaba a extrañarse de su confinamiento, cuando normalmente él solía tener una vida social más bien «movidita» y aunque sabía que a él le gustaba leer, aquello de que se encerrara días enteros a hacerlo, no era algo tan común, y menos en época de vacaciones.
Mimí comenzó a hacer incursiones a su habitación de manera periódica cuando ella estaba en la casa, preguntando por Carolina, el porqué de su enclaustramiento, a interrogarlo acerca de por qué había recibido un envío diario de su abuela y que él los hubiese rechazado todos sin siquiera abrir los paquetes. Para ser sincero al respecto, antes de devolver los paquetes Martín se aseguraba de que no hubiese ningún ser vivo dentro y que se ahogara a causa de su indiferencia. Cuando comprobaba que nada chillaba dentro de la caja cuando la agitaba, las enviaba de vuelta con el mismo mensajero que las había traído. No creía que de enviarle otro cachorro, su abuela lo hiciera dentro de una caja, pero por si las dudas…
En algún momento de la semana, Micaela le dijo que el hecho de que Macarena y ella estuviesen enfadadas no significaba que él debiera tomárselo a pecho y estarlo también; insinuándole así, que él se había apersonado de una situación que no tenía necesariamente que inmiscuirlo. Lo que ella recibió de Martín fue una sonrisa expulsada en medio de un bufido y un:
—No seas vanidosa, Mimí. Tengo mis propias razones para estar disgustado con ella. No necesito apersonarme de las tuyas.
Un par de veces en la semana, Mimí le dijo que lo notaba un tanto paliducho y decaído, pero él le restó importancia al asunto y se deshizo de ella y de su preocupación lo más rápido que pudo.
Su madre se ofreció a arreglar sus horarios, aun cuando le costaría lo suyo, para salir juntos unos cuantos días de la ciudad, cuestión a la cual él se negó, aduciendo que ahora tenía un novio al cual no quería dejar solo y entonces, como era de esperarse ante esta guardia baja, Mimí aprovechó para preguntar la razón por la cual no había vuelto a ver a Ricardo por allí y comenzó a darle la lata con aquello de que no quería secretos o que él sintiera que tenía que esconderse, cuando ella le había dado toda la confianza del mundo. Por supuesto él le dijo que sí que debían esconderse, pues él era ni más ni menos que su profesor y no quería causarle problemas. Micaela le refutó diciéndole que entendía aquello, pero que no veía motivo para que la mantuvieran a ella al margen, ahora que conocía la situación. Que necesitaba tener más contacto con Ricardo, porque una cena de dos horas y media no era suficiente para confiar enteramente en él. Ella quería desmenuzarlo de tal manera en la que llegara a conocerlo a profundidad. Aunque ella tuvo el buen juicio de no mencionar la palabra «Desmenuzar» aun así esta saltó enteramente a la vista.
Martín reconoció que ella tenía algo de razón, y que sí era extraño que Ricardo no hubiese portado por allí más de una vez, cuando se suponía que él era el amor de su vida y básicamente la razón por la que lloraba en la cocina a las 3:00 de la madrugada.
Todo el asunto desembocó en tener que gastarse otra de sus limitadas citas con Ricardo, en un nuevo encuentro para el sábado por la tarde y respectiva cena por la noche. Habría que sacarle provecho, entonces. Ya pensaría en algo que necesitara que Mimí aceptara y superara. La sorpresa no se hizo esperar al ver la gran sonrisa en el rostro de su madre ante la perspectiva de un nuevo encuentro con su nuero. ¿Tan bien le caía? Martín se preguntó si esa sonrisa se mantendría cuando, ante los ojos de su madre, él hiciera la importante transición de Ricardo a Joaquín.
2
En primera instancia aquella llamada de Martín lo había desconcertado. De hecho, después de que le colgara, se quedó mirando el aparato en sus manos como si aquel montón de circuitos hábilmente comprimidos detrás de una pantalla plana, fuesen a explicarle lo qué había acabado de pasar… La otra explicación para este estado de atontamiento y profunda observación de su teléfono, era que estaba algo lento por los malestares de la gripe. Pero con el paso de las horas, y luego de los días, al recordar sus palabras, una sensación de suficiencia lo embargó, obligándolo a curvar la comisura de los labios hacia arriba cada vez que lo recordaba. Su boca involuntariamente retorciéndose en una sonrisa que se deslizaba en su rostro y lo dejaba de un humor particularmente bueno; dando esto como resultado el que terminara sonriéndole al aire de manera constante, sin que tuviera un control real sobre ello. Aquello fue un tanto halagador, y sobre todo tremendamente gracioso. Iba a poder molestar con ello a Martín cuanto se le diera la gana. Incluso le daba risa el que no hubiese respondido o devuelto ni una sola de sus llamadas. De seguro estaba muerto de la vergüenza.
—Mira al frente, Mickey. Repite con mamá: Ton – to… Ton – to. Tonto.
La exagerada vocalización de Silvana, y el volumen con el que ella había dicho aquello, trajeron de vuelta a Ricardo de donde sea que hubiese estado, inmerso en sus recuerdos y cavilaciones, para encontrar a su hermana señalándolo a él e intentando que el bebé siguiera sus indicaciones; cosa que obviamente no iba a ocurrir con un bebé de apenas 7 meses. Se removió incómodo en el asiento al notar que las personas de las otras dos mesas ocupadas en la cafetería, se habían tomado la libertad de reírse de aquello… De él.
— ¿Qué es lo que haces, por Dios?—. Ricardo frunció el ceño, pero no borró la sonrisa del todo, porque le costaba deshacerse enteramente de ella. Tomó unas cuantas servilletas de papel del dispensador metálico, y comenzó a limpiar las manos de Mike, haciendo que el bebé soltara el muffin que tenía hecho puré entre las manos regordetas y apretadas.
—Enseño a mi hijo a que relacione palabras con lo que ve. Es un chico listo que aprende rápido. Leí que para que lo asimile, los pronombres deben ser muy obvios, así que… —Ella lo señaló. Ricardo soltó un suspiro, pero no dijo nada. —Bien. ¿Vas a compartir el chiste conmigo? ¿Vas a decirme el porqué de esa sonrisa tonta y la mirada perdida, o voy a tener que adivinar?
Ricardo amplió más la sonrisa, mientras se chupaba del dedo pulgar derecho el almizcle de fresa de la cubierta del pasa bocas destrozado por el bebé.
«Quiero verte intentarlo Silvie… Jamás lo adivinarías»
3
Era así como un tigre enjaulado debía sentirse. Justo como se sentía él en ese momento.
Jamás hubiese pensado llegar a padecer tal ansiedad, y menos que esta fuese causada por una simple llamada telefónica acaecida hacía ya casi una semana atrás. Su contrariedad, sin embargo, era palpable y estaba encarnadamente presente porque… Lo que Joaquín habría esperado después de una declaración de tal magnitud, en la que se puso de manifiesto su buena capacidad y técnica para follar, era que Martín hubiese ido con él e hicieran justamente eso: Follar. Tanto era así, que de manera deliberada había pasado por alto el hecho de que antes de hacer evidente su aprecio por sus dotes, Martín le hubiese llamado Bastardo hijo de puta.
Las siguientes cinco horas después de la llamada, de hecho había esperado porque el chaval apareciera golpeando su puerta, para lanzársele encima y entonces copularan hasta que no les quedaran fuerzas en el cuerpo… Pero eso no había pasado. Ni ese día, ni el siguiente, ni el día después de ese. Ni siquiera le había cogido el teléfono la única vez que se atrevió a marcar su número… Y de alguna manera, eso le pesaba. Una cachetada en su ego.
Estaba irritado consigo mismo, y sobre todo con su manera de pensar en el sexo, en su sexo, como si fuese un adolescente encandilado después de su primera follada.
De mala gana esparció pintura por la tela, tratando de reproducir con diligencia el brillo de la piel de las piernas de Irina. Él esperaba que ella confundiera su molestia con concentración; porque últimamente los estados de ánimo en ella eran algo voluble que debía manejarse con sumo cuidado para que no le explotara en la cara; no quería cabrearla… ¿Por qué? Porque ella estaba preñada, y ni más ni menos que de su hijo. Una idea que cada día asimilaba mejor, aunque continuara siendo algo, a su parecer, amenazante… ¿Por qué otra razón? Porque en el fondo, y muy a su manera, la quería.
Estaba frustrado a niveles casi inmanejables. Y aunque pasó por su cabeza, el acostarse con un hombre diferente a Martín quedó fuera de discusión de su fuero interno de manera casi inmediata.
«!Joder Martín, debería acostarte en mis piernas y darte de nalgadas hasta que me canse, por esto, por tenerme así!»
4
El viernes llegó, y con él lo hizo también la promesa de dos semanas de completa libertad. Lejos de las obligaciones, del tener que madrugar, y sobre todo lejos del fastidioso hecho de tener un horario que dictara en qué lugar —y haciendo exactamente qué— debía estar la mayor parte del día.
Cualquiera sin el conocimiento suficiente podría pensar que la vida de docente era la cosa más cómoda del mundo. El común de las personas solo solía fijarse en los dos periodos vacacionales al año, en la —supuesta— jornada laboral comparable a la jornada estudiantil, en el hecho de tener todo puesto en bandeja al solo tener que seguir un programa de clases pre establecido, y una buena paga si se está escalafonado y nombrado por el gobierno, o se ha sido contratado en un buen plantel educativo privado, como era su caso.
Nadie tiene muy en cuenta, por ejemplo, que los alumnos no son máquinas perfectamente engrasadas y sincronizadas, o fotocopias unos de los otros. Cada uno de sus estudiantes era un mundo complejo, con diferentes niveles de necesidades y/o complicaciones. Si bien había muchos de sus alumnos que se acoplaban al medio y al sistema educativo a la perfección, en contraste había muchos otros que necesitaban de su constante atención, vigilancia y seguimiento, pues sus notas eran algo parecido al Titanic, destinado a hundirse.
En un superficial estudio de su trabajo, muchos no contaban con aquellos padres por completo indiferentes al proceso educativo de sus hijos, lo que producía chicos en su mayoría irresponsables, o con un complejo de abandono que los hacía estar en la cuerda floja de forma constante; o en contraposición, con aquellos padres que parecían no tener una vida propia y vivían metidos en las instalaciones del instituto, pidiendo reuniones o tutorías, e inmiscuyéndose en cada proceso y tomándose la libertad de evaluar algo de lo que muchas veces no tenían el más mínimo conocimiento. Ni qué decir había de aquel tipo de padres que culpaban al instituto, y por ende a los maestros, de cada desacierto que pudieran tener sus pequeños retoños.
Casi nadie se paraba a contemplar que cuando los alumnos salen de las clases ellos, los maestros, no necesariamente han terminado con su horario laboral, uno que inició muy temprano, incluso antes que los horarios de oficina. Que debían rendir informes, promediar notas, preparar clases, revisar tareas y trabajos escolares, alistar cuestionarios, muchas veces ser confidentes y consejeros… Conocer a todos sus alumnos y saber lo que cada uno de ellos necesitaba. No había oportunidad de fallarle a alguien que los veía como su guía no solamente en el ámbito académico. O sobre todo nadie concebía que, antes de poder tomarse el par de semanas de vacaciones que estaba a punto de disfrutar, ya se las habían hecho casi pagar con sangre.
Y aun así, su trabajo era gratificante de una manera en la que muy pocos empleos lo eran, a pesar de que en muchas ocasiones se sintiera atrapado en medio de la rutina de forma irremediable. Ricardo había perdido su camino por un tiempo, pero ahora estaba retornando a la senda, sintiendo de nuevo todo aquello que lo había llevado a escoger a la pedagogía como profesión.
***
Habría podido jurar que en cuanto tocara la cama, iba a quedarse dormido de inmediato, de manera tan profunda que más iba a parecer inconsciente, porque estaba molido, pero no. Se había prometido a sí mismo que se abrazaría a su almohada de manera fervorosa y no la soltaría hasta el día siguiente, cuando la mañana estuviera indecentemente avanzada. Se lo prometió a su yo interno, como una especie de aliciente para empujarse a terminar la jornada en una pieza. Sin embargo, la voz de Martín a través de su teléfono a las 9:27 de la noche, lo había dejado despabilado.
De manera que estaba invitándolo a cenar de nuevo, el sábado por la noche… Al día siguiente. La segunda de sus previamente pactadas ocho citas.
Cuando escuchó su voz azorada, apresurándose en hablar sin permitirle a él intervenir demasiado supuso, quizás acertadamente, que él estaba tratando de quitarle la oportunidad de que él sacara a colación la última vez que hablaron por teléfono. Ricardo sintió una emoción casi indescriptible ante la perspectiva… Tanta, que incluso habría podido llamarla infantil, si eso no lo dejara tan mal parado, al tener que describirla de la manera más tonta, menos profunda y más común de todas: cosquillas en el estómago. Esas consabidas cosquillas eran vergonzosas, eran estúpidas, eran simplonas, pero tan verdaderas que casi podía decirse que sentía pena por su persona.
Las 11:45 de la noche lo pillaron sin que hubiese podido dormirse, aunque lo había intentado con verdaderas ganas; a pesar su cuerpo clamaba por el descanso. Finalmente se rindió y salió de la cama, harto ya de haber gastado demasiado tiempo en tratar de encontrar una posición cómoda que lo ayudara a dormirse de una buena vez. Plantó los pies desnudos sobre la baldosa fría, algo que a Ricardo se le antojaba como uno de los pequeños placeres de la vida. Aun si era algo que le parecía placentero, teniendo en cuenta que, en comparación con el resto del mes, ese día la temperatura había descendido, enfundó los pies en unas pantuflas andrajosas tan viejas como Matusalén, de las cuales por algún desconocido motivo no se había deshecho, y arrancó una de las cobijas de su cama para echársela sobre los hombros.
En el camino hacia la mesa de comedor, donde estaba su laptop, tropezó con una de las pilas de libros que había en el pasillo. Si, aquella era sin dudas una manera inconveniente de almacenar libros, pero a él simplemente le gustaba de ese modo. Además, todos sus anaqueles para libros estaban llenos. De manera que cada cierta cantidad de metros, en cualquier dirección de su apartamento a la que se dirigiera, había montones similares. Montones que jamás superaban los veinte ejemplares y nunca tenían menos de diez. Era un verdadero lío poder barrer el piso debajo de los montones, porque eso habría significado tener que moverlos para poder hacerlo, y esa era una molestia que no se tomaba muy a menudo. Así que, cuando aseaba el apartamento, dejaba un perfecto cuadrado de polvo alrededor de la base de los montones.
Siempre se decía a sí mismo que cuando tuviera tiempo, recogería todos sus libros y los donaría a alguna biblioteca, pero lo cierto era que no era que Ricardo no tuviera el tiempo para hacer aquello, lo que no tenía eran ganas. Le gustaban sus libros. Había cierto placer culposo en poder contemplar la gran cantidad que eran y saber que los había leído casi todos. Quizá era un poco de vanidad, quizá solo le gustaba el hecho de que estuvieran allí, con él.
Encendió la luz del pasillo y reacomodó la pila de libros que se había desperdigado por el suelo. Leyó el título que coronaba el montón: Chocky, de John Wyndham. Y tal como solía ocurrirle con sus lecturas, cada libro que había pasado por sus manos tenía la capacidad de hacer que su memoria lo relacionara con un momento exacto de su vida, con sensaciones, incluso con olores, aunque esto último ocurría solo en contadas ocasiones. Y aunque este no había sido la excepción, era un caso distinto, porque Chocky era su libro favorito desde que era un niño, cuando su amor por la lectura nació de la mano de la ciencia ficción y también un poco de la tragedia. De manera que lo había leído una cantidad casi incontable de veces a lo largo de su vida. Lo había leído cientos de veces y nunca parecía poder aburrirse de él.
Si hubiese guardado recuerdos de momentos precisos de cada vez que leyó aquel libro, para estas alturas de su vida ya habría enloquecido, o básicamente ese libro le recordaría a su vida entera. Podía, por supuesto, recordar a la perfección la primera vez que lo leyó.
Aquel libro fue regalo de su padre, para su cumpleaños número Trece.
Ricardo había estado esperando por ese día de forma impaciente, porque estaba convencido de que sus múltiples indirectas acerca de querer una guitarra eléctrica como obsequio, habían surtido efecto.
Por aquella época de su vida, recién había descubierto la magia que encierra la música. Y lo llamaba magia porque así fue como lo sintió cuando descubrió que para cada situación, para cada momento e incluso para cada pequeña estupidez de la vida, existía una canción que decía exactamente lo que él necesitaba escuchar… O decir.
A los Trece años, estaba convencido de haber descubierto para qué había venido a este mundo: Para hacer música… A componerla, a interpretarla… Y por supuesto, los sueños de un gran músico debían ver sus albores con una buena guitarra en sus manos. Así que empezó a sospechar que las cosas no iban como él había esperado, cuando vio que la forma del paquete distaba mucho de parecerse a un estuche de guitarra, ni siquiera al de una acústica. Se decepcionó terriblemente cuando, con poca emoción, pues ya sabía que aquel paquete sospechosamente rectangular no albergaba una guitarra, desenvolvió su obsequio y se encontró con el estuche de una consola de video juegos y aquel simplón libro encima. ¿Quién regala un libro para un cumpleaños? Recordaba haber pensado con desespero. En ese momento entendió que más le hubiese valido simplemente decir: Quiero una guitarra.
Era un buen chico, así que con el mayor de los disimulos se tragó su frustración y sus reclamos y dio las gracias por el regalo. Después de todo, la parte del regalo que había escogido su madre era una consola a la cual de seguro podría sacar mucho provecho. Ella había hecho especial hincapié en el hecho de que la consola era asunto suyo, muy seguramente para que su hijo no se atreviera a pensar que ella había tenido algo que ver con la parte aburrida del obsequio.
Su padre, desestimando el reproductor de juegos de video, con emoción le dijo que aquel libro había sido de sus favoritos cuando tenía más o menos su misma edad, que era una historia en apariencia sencilla, pero muy entretenida, con una narración inteligente y emotiva a su manera, que mostraba una genial relación entre un padre y su hijo. «Además tiene una alienígenas» Le dijo todo emocionado mientras agitaba las manos en el aire, como si aquello fuese el ingrediente vital de una fórmula ganadora. Pero qué otra cosa hubiese podido esperar de un maestro de literatura de bachillerato.
Ricardo había crecido en una casa plagada de libros. El único lugar donde no los había era en el baño y la cocina, y eso porque se arruinarían… ¿Qué no era suficiente? ¿Por qué habían tenido que darle uno cuando él quería una guitarra? Y además era un libro que ya existía cuando su padre había sido un niño, como cien años atrás. De seguro que era aburridísimo.
Ni decirse tiene que el destino inmediato de Chocky, fue ir a parar en el fondo de su armario sin que siquiera le hubiese quitado el plástico protector en el que el volumen estaba empacado al vacío. Por un par de semanas su padre le preguntó casi a diario si ya había leído aquel libro, quizá con la esperanza de que una vez que lo hubiese hecho tuvieran aquel tema en común para charlar acerca de él. Y cada día, Ricardo le contestaba con un vago «Mañana lo leeré».
Aquel mañana nunca llegó, no por lo menos mientras su padre vivió. Cinco semanas después de su cumpleaños número Trece, cuando Silvie apenas tenía Siete, el micro-sueño de un conductor demasiado exhausto, acabó con la vida de su padre, quien siempre fue un peatón y conductor absolutamente prudente.
Chocky era un nexo con su padre. Amaba aquel viejo libro entre sus manos en aquel momento. Así que el recuerdo de la primera vez que lo leyó, no era muy bueno en realidad… El olor al que le recordaba era el olor de las flores de la funeraria… La sensación era de pérdida y de aquello feo que se siente cuando una madre mira con malos ojos, porque ella no aprobaba el que él estuviera leyendo mientras en la sala de velación estaba el cadáver de su padre, como si aquello fuese un insulto. Ella se lo tomó como si él hubiese estado leyendo historietas, que quizá si habría estado mal, pero él se sentía tan abatido, que ni siquiera intentó explicarse y sacarla de su error.
Sin embargo, la segunda vez que lo leyó, fue diferente… Fue tranquila, sin lágrimas, compartió aquella lectura con su padre. Lo leyó para él, en su tumba, recostado en su lápida. Le recitó sus impresiones del libro y le dijo que definitivamente lo mejor de aquel tomo, era que hubiera una alienígena en él. Su joven “yo” de Trece años aún quería una guitarra, pero también aprendió a amar los libros.
Podía recordar también la última vez que lo leyó… Tranquilo, el olor a café y a bizcochería recién horneada de la cafetería, mientras esperaba por él, por Martín… Hasta que lo vio aparecer con la nariz congestionada y las mejillas adorablemente enrojecidas, dispuesto a complicarle la vida.
Negó con la cabeza y se rio de sí mismo. No podía creer que su estado de estupidez fuese tal, que estuviera a las casi 12:00 de la noche, parado en medio de su pasillo, enfundado en su pantalón de chándal de color gris, su vieja camiseta impresa con el logo de AC/DC, con los pies enfundados en aquellas pantuflas que ya parecían piel de elefante, rememorando a alguien resfriado de aquella manera tan anhelante.
Abandonó el libro sobre el montón y retomó el camino hacia su objetivo inicial. Sabía a la perfección que si lo que quería era dormirse, la televisión, o un libro, darían mejores resultados, porque la computadora era demasiado estimulante y lo alejaría, aún más, del sueño que tanto anhelaba, pero ya tendría tiempo de dormir hasta tarde al día siguiente. No tenía nada que hacer al día siguiente, hasta eso de las 4:00 de la tarde, cuando debiera ir a casa de Martín para fingir hacer parte fundamental de su vida. Podía pasarse todo el día siguiente durmiendo si quería. Tomó el aparato y regresó a su habitación, donde se metió debajo de las cobijas y lo encendió acomodado sobre sus piernas, con cero disipación para el motor, pero una vez que sintió el confort del capullo de cobijas alrededor de sus piernas, no tenía ni la más mínima intención de abandonar la cama para buscar la base disipadora.
Cuando la pantalla encendida refulgió en medio de la oscuridad de su habitación, y le mostró la página del buscador, Ricardo tecleó y borró varias veces, como si después de cada vez en la que veía aquellas dos sencillas palabras allí —que juntas eran revolucionarias— se arrepintiera de buscar al respecto, para luego escribirlas nuevamente con renacido ímpetu y no menos curiosidad.
Al final se decidió, riéndose de su propia y cuasi estúpida reticencia. Después de todo, estaba en su casa, estaba solo, y dudaba que algún hacker cibernético fuese a chuzarle la laptop solo para revisar su historial de navegación y que una vez que lo hiciera, fuese a señalarlo con el dedo y a decirle un gran «¡Ajá!». Tecleó rápidamente las palabras «Sexo Gay» y mordiéndose la uña del pulgar de la mano derecha, le dio a la tecla del Enter.
Obviamente lo primero que saltó de la búsqueda, fueron decenas de páginas de pornografía. Ricardo tenía más que claro que la pornografía no era más que una caricatura del sexo, pero eso no impedía que la disfrutara… Ocasionalmente. Solo que cuando él buscaba videos o imágenes de ese tipo, e incluyeran temática Homo, se aseguraba que esto se refiriera a dos cromosomas X, la pornografía homosexual que había visto, siempre había incluido a dos mujeres. Sin embargo, si era esto lo que buscaba, siempre debía ser específico, porque poner solamente “Sexo Gay” significaba que el material que habría, sería pura «Pelea de Espadas» Algo que nunca había tenido interés de ver… Hasta aquel momento.
Quería pensar que la reciente presencia de Martín en sus días, por completo alejados de una sana y común relación maestro/alumno —Que debería ser la única relación que los uniera— era lo que había suscitado su recién nacida curiosidad. No quería pensar en que muy dentro de él hubiera, aunque fuese leve, la esperanza de explorar la sexualidad de Martín… Pero aunque no lo quisiera aceptar algo de eso había, por supuesto, y culpaba enteramente al hecho de que Martín mencionara cada dos por tres la palabra «pervertido» para referirse a sí mismo… Que lo hiciera con aquella carita preciosa que parecía no ser capaz de matar una mosca… Martín tenía cara de niño bueno y eso era, justamente, lo que hacía que cuando quisiera ser malo, se viera más pícaro aún. Porque no hay nada más caliente que un niño bueno, poniendo en su cara una sonrisa de niño malo.
Se pasó las manos por el rostro, suspirando duramente en el proceso. Alcanzó sus anteojos de encima de la mesa de luz a su derecha, y comenzó a navegar por las aguas del pecado… De su —recién nacido y recién descubierto— pecado.
Contrario a lo que pueda pensarse, no es tan fácil hacer que una mujer acceda al sexo anal. Muchas tienen ideas retrógradas o están llenas de mitos al respecto que les impiden disfrutar de esta práctica, a la cual han estigmatizado y tildan de antinatural. Más que nada, la mayoría de ellas piensan en el dolor que sexo de este tipo pudiera llegar a ocasionarles. Por supuesto que él había tenido sexo de esta manera, pero no habían sido más de un par de veces.
No todo lo que vio le gustó. Algunos videos eran simplemente grotescos. El fist anal, por ejemplo, era algo llevado de los cabellos, algo demasiado al extremo y que encontró demasiado asqueroso y rudo como para ligarlo al concepto de sensualidad… Un puño metido en el culo definitivamente no le parecía algo sexy, por no mencionar lo peligroso y transgresor que era aquel ejercicio. Encontró videos en los que sintió que había presente demasiada saliva; vale que la lubricación era algo a tener en cuenta, pero no le pareció que eso debiera implicar que tuvieran que estarse escupiendo cada dos por tres… Definitivamente había mejores maneras y mucho más sutiles de emplear la saliva durante el sexo.
Dos tipos musculosos y llenos de vello corporal, tampoco fue algo que encontrara muy agradable, pues su mente encontraba discordante esta imagen. Para él, al menos uno de los dos participantes en aquella batalla carnal homoerótica debía ser… Como Martín.
Aquella pregunta, obviamente jamás formulada en voz alta o de manera consciente siquiera, acerca de si durante el sexo gay los participantes mantenían su rol, se vio contestada cuando en una de las reproducciones los contendientes —porque en algunas ocasiones aquello parecía lucha libre sin trusas— intercambiaron lugares y posiciones; y el sumiso pasó a ser el orgulloso y diestro dominante.
Transexuales… A pesar de que encontró aquello curioso en cierta medida, tampoco le gustó. De alguna manera en su cabeza catalogó aquello como una especie de burla, porque de ninguna manera treinta centímetros después de que despuntaran un par de tetas orgullosas y erguidas, debía despuntar un falo en erección capaz de sacarle un ojo a alguien. Aunque consideró que lo más seguro era que muchas personas con gustos especialmente particulares, buscaran justamente eso.
Encontró fascinante, por ejemplo, el hecho de que las ansias de placer llegaran a tal extremo que influyeran en la elasticidad del cuerpo humano, al punto de que un ano pudiera ser capaz de albergar dos penes a la vez…
Su preferencia se decantó de forma rápida por aquellos videos en los que había una clara figura dominante que ejecutaba el papel masculino, sodomizando a los jóvenes mancebos de apariencia suave… Sus gemidos… El choque de sus pieles… La clara sumisión y el dominio… Sonoras palmadas que se dejaban caer sobre nalgas que se tornaban rosadas a causa de los vasos capilares rotos.
Si se ponía matemático, podía sacar como conclusión que en más o menos el 70% de los videos, los hombres pasivos mantenían un sexo más bien silencioso, con algún que otro ocasional gemido o quejido. Ellos más bien parecían muy concentrados en no dejar que sus propias erecciones se desinflamaran, dedicando gran parte del esfuerzo en masturbarse… ¿Qué acaso no bastaba con la estimulación de la próstata para sentir y mantener el placer? Aparentemente no, porque en la mayoría de videos cuando los pasivos no estaban masturbándose a sí mismos, o en su defecto si su pareja coital no lo estaba haciendo, la erección decrecía y quedaba colgando floja, hasta que era nuevamente estimulada… Ricardo concluyó que:
1: Dejar que la erección disminuyera y en ocasiones desapareciera, sin hacer nada por reanimarla, quizá debía ser algún tipo de mal necesario en los actores para evitar eyacular demasiado rápido, y que así un video de 15 minutos se convirtiera en uno de 5… Se negaba a creer que habiendo tanto gay en el mundo esto se debiera a que a lo mejor ese tipo de sexo no era tan placentero como hacían creer —Los de los videos se veían muy cómodos… Pero eran actores—
2: Los actores de porno gay, eran aún peores que los actores de porno heterosexual, y los tres o cinco minutos que invertían en tratar de hacer parecer que de forma sorpresiva se encontraban en un baño, bar, gasolinera, bosque… etc, en los que sentían unas incontenibles ganas de mandarse a follar, constituían una verdadera tortura para alguien a quien le gustaran los argumentos, como a él. Para ser sincero cada uno de estos preludios le hizo pensar «Oh vamos grandullón, deja de hablarle y cógetelo ya… Es una película porno, no necesitas conquistarlo o convencerlo de nada, en menos de nada va a estar prendado de tu pija como una sanguijuela»
3: Es mucho más estético, higiénico y educado estar depilado, con hombres o con mujeres hacer sexo oral en medio de un bosque tropical, no es muy cómodo y es desconsiderado.
4: En definitiva él prefería los videos en los que el pasivo gemía, porque le enamoraba la idea de que ambos estuvieran disfrutando de la misma manera.
5: Le gustaron más los videos en los que ambas erecciones se mantuvieron firmes… Porque le enamoraba la idea de que ambos estuvieran disfrutando de la misma manera.
6: En su estudio matemático del porcentaje de pasivos que mantenían silencio, no había contado con la variable: «Oh yeah» o «Fuck» porque consideró que estos no contaban como expresiones que denotaran placer. Más bien parecían tics repetitivos que los actores soltaban para no complicarse la vida en momentos en los que, si aquello hubiese sido sexo real lo que de verdad hubieran dicho habría sido algo como: «Un poco más a la derecha» «Hazlo más rápido» «No te atrevas a terminar todavía» «Ahí, ahí. Vamos, un poco más»… O quizá él estaba poniendo en amantes hipotéticos palabras y frases de la última persona con la que tuvo sexo, es que… ella solía ser algo mandona.
7: Juguetes… Le agradaron los videos con juguetes.
Y…
8: Para haber encontrado tantas cosas que no le gustaron de aquel tipo de sexo, había navegado por una gran cantidad de páginas… Hasta las 2:45 de la mañana.
No tan sorpresivamente, había visto tres veces uno donde encontró un pasivo suave, de lustroso cabello negro. Fue el último video que vio, fue el que lo hizo frenar. Fue la reproducción que, cuando la notificación que indicaba que el equipo se apagaría sino lo conectaba a una fuente de energía, porque la batería estaba a punto de descargarse por completo, lo hizo abandonar corriendo la cama en busca del adaptador, cuando no había abandonado el capullo de cobijas ni siquiera cuando el aparato se había calentado tanto que pudo sentir el calor emanando de su laptop atravesar la cubierta de telas hasta sus piernas.
Había videos perfectos, y ese fue uno de ellos. Había besos, caricias que despertaron lentamente un falo que en un inicio estuvo en reposo y no inició enseguida con dos duras erecciones que no explicaban de donde habían salido… La saliva utilizada en su punto exacto y necesario, para humedecer un par de suaves omoplatos, o marcar con brillante saliva un hueso de la cadera que elevaba la piel. Una lengua que se paseó traviesa en la sensible piel de una ingle. Allí le mostraron las muchas bondades del uso de lubricante.
Atrás había quedado su reticencia, chocantemente abatida por la ruda erección que había nacido en su entrepierna. La necesidad de tocarse creció con una velocidad y una rudeza astronómicas. Definitivamente todos aquellos videos de porno gay no iban a hacer que sus sueños con Martín fuesen diferentes, por el contrario, ahora tenía mucho más material para alimentarlos.
Se masturbó viendo aquella reproducción.
—Martín. —Escapó de sus labios traicioneros cuando se corrió sobre su propio estómago… Como escapaba cada vez que se tocaba a sí mismo.
5
Cuando la libido de su cuerpo decreció y su necesidad de ver porno se esfumó, su tarea investigativa tomó otro rumbo. Un rumbo mucho más… Científico.
Leyó artículos interesantes acerca de cómo la práctica del sexo anal estaba ridiculizada y mitificada por el poco conocimiento de ella o como, de manera errónea, comparan a la penetración anal como un símbolo de sometimiento y humillación o como algo sucio, cuando cualquier tipo de sexo involucra partes del cuerpo que en teoría son «sucias»
No era que no tuviera un pleno conocimiento de su propio cuerpo, o de las cosas que, siendo hombre, lograban excitarlo, pero se preguntaba si era igual para alguien que pretendía asumir un rol que la naturaleza no había predispuesto para él.
Fue así que descubrió, por ejemplo, que la próstata es una zona eréctil que necesita de una estimulación previa, como el pene, antes de que comience a convertir cada roce en «magia». Con avidez leyó que el rededor del ano es una de las zonas erógenas más sensibles del cuerpo por su gran cantidad de terminaciones nerviosas, y que es un mito que este se pueda estropear o dejar de funcionar correctamente a causa de mantener sexo por esta vía. Que el esfínter es un músculo y por ende, como cualquier músculo es una zona del cuerpo que se educa.
En uno de aquellos artículos, en los que se instaba a los que recién reconocían su sexualidad homo, a no sentirse avergonzados, a aceptarse e insistían en que por más experiencia sexual que se tuviera nunca se debía sentir vergüenza de sacar el tiempo para una adecuada relajación, dilatación y lubricación antes de una penetración anal. Describían con lujo de detalles, e incluso con gráficas, cómo una persona virgen podía comenzar a entrenar sus músculos para una posible y futura incursión en el sexo anal. Ricardo no pudo evitar que su mente recreara de forma malsana, a un Martín aún más joven explorando aquella zona de su cuerpo, con sus propios dedos… Y esto lo llevó, incontrolable y estúpidamente a preguntarse si acaso aquel cavernícola rubio era bueno con él, o si se lanzaba encima suyo como un animal, sin interesarse por la importancia de la mucosa rectal de Martín.
Abandonó la cama y se dirigió al baño, donde se paró frente al espejo.
—Oh Dios… Estoy loco. Estoy loco por completo. — Se rio fuerte. Demasiado fuerte para las 3:20 de la madrugada—. Ese no es tu asunto, Ricardo. Martín es un pervertido, ya te lo ha dicho muchas veces, probablemente sea él el que se lanza sobre ese… Gorila rubio y deforme. Tú solo eres su fachada.
Por alguna razón Ricardo era de aquellos que cuando se regañaba a sí mismo, lo hacía en tercera persona.
Se sacó los anteojos. No quedaba enteramente ciego sin ellos pero su visión se disminuía considerablemente; no lo suficiente como para que no pudiera ver a la perfección su reflejo en el espejo, pero si lo suficiente como para que no pudiera leer la letra de la posología de los botes de pastillas en su gabinete de medicamentos, por ejemplo. Tenía el cabello revuelto y los ojos empequeñecidos, a esa hora de la madrugada ya era evidente que ese día más tarde, cuando tomara un baño, debería también darse una afeitada. Giró la llave del lavamanos y tomó un gran sorbo directamente del chorro de agua.
Regresó a la cama y buscó un último tópico, antes de disponerse a dormir.
—Si voy a ganarme el infierno por esto, que sea con ganas, entonces.
POSICIONES PARA SEXO ANAL. Tecleó con rapidez. Así, en mayúsculas, porque él era un loquillo que buscaba sobre sexo gay a las 3:30 de la mañana, y lo hacía con letras capitales.
— ¡Por Dios! ¡Hay un chingo de posiciones! Y a las 3:00 de la mañana hablo como si no hubiese pasado por una universidad.
Se inmiscuyó concienzudamente en el estudio de: La Cucharita Íntima, La mariposa, La montaña Mágica, El Pincho Moruno, El Autobús de Dos Pisos, y la que se ganó inmediatamente su interés, respeto y cariño: La Pierna Arriba.