Mentiras y otros pecados (Oh, Daddy)
1
Cobarde, cobarde, cobarde. Una y otra vez esta palabra se repite en bucle en mi mente. Sé que no podré alejarme de ella jamás, porque aparentemente tan sencilla como es, parece ser sinónimo de mi nombre y aplicada a mí cobra sentido. Ella me define por completo. Sé que el tormento en el que vivo es sólo el producto de mi débil voluntad.
Fui un idiota, un muñeco sujeto a las cuerdas de su titiritero, sin valor ni fuerza para oponerse a sus órdenes. Aún así sé que tú eres mi única salvación, mi única oportunidad para vivir de verdad… Sé que mi amor, al igual que el tuyo, no ha perecido. Jamás lo hará. Sigue fuerte, creciendo y esperando la oportunidad de florecer cuando vuelva a tu lado. Esta vez no erraré, esta vez lo dejaré todo, renunciaré a todo, con tal de estar a tu lado… Aunque sea poco el tiempo que nos quede…
Con el corazón sobrecogido y los ojos encharcados en lágrimas que desde hacía dos días acudían a sus ojos con demasiada presteza, Abraham observaba aquel viejo pedazo de papel de apariencia amarillenta y frágil. Las palabras plasmadas en él eran sin duda sencillas y su simpleza no hacía el más mínimo honor a los sentimientos y las emociones que lo embargaron en aquel lejano día en el que, llenándose de resolución, las escribió; pero eran palabras completamente sinceras que dieron el paso definitivo hacia una felicidad que sentía había durado demasiado poco.
Encontraba maravilloso y conmovedor que aquel pedazo de papel hubiese sido atesorado con tal cuidado, durante tanto tiempo… No recordaba la fecha exacta en la que había escrito aquello, pero esas palabras habían tenido un efecto liberador, pues una vez plasmadas decidió cumplir a cabalidad con ellas. Actuaron como un contrato, pues de ahí en más fue pleno y fue feliz… Hasta dos días atrás.
Aun cuando Julián y él estuvieron alejados por miles de kilómetros, por las circunstancias, el constante transcurso del tiempo y los diferentes rumbos que sus vidas tomaron, ninguno de estos factores logró desvanecer el amor que existía entre ellos. Abraham se atrevía incluso a decir que se había fortalecido ante las adversidades y las desventuras, porque no hubo momento en el que lo pensara o lo deseara más, que durante aquellos fatídicos e infructuosos años en los que estuvieron separados.
Durante aquellos años pasados, cuando el hombre de su vida y él estuvieron alejados, prisioneros dentro de sus respectivos hogares, esos que se habían conformado y sobrevivieron a base de mentiras, se suscitaban los mismos problemas. Ambos con los mismos intensos sentimientos de culpa ante la idea de estar viviendo una gran farsa cuya razón de todo ello era la nula existencia de verdadero amor. Lo único valioso y profundo que Abraham sentía haber obtenido y valiera la pena en aquel oscuro momento de su vida, fue su hija, pero incluso había renunciado a ella en pos de una felicidad que le había sido esquiva durante demasiado tiempo. Alejarse de ella definitivamente había sido un error y lo único de lo que se arrepentía cuando echaba una mirada hacia su pasado.
Durante aquellos años de separación, tiempo que sin temor Abraham se atrevía a catalogar como siniestro, atesoró y acunó protector aquel amor nacido en medio de un ambiente hostil para ellos y lo que sentían… Trataron de que el cariño sobreviviera y fuese el cimiento que mantuviera en pie su relación, más éste no fue suficiente para mantenerlos indemnes.
Ambos a la distancia sufrieron la misma suerte. ¿Y por qué motivo sufrieron la misma suerte? ¿Por qué razón estos dos hombres se ocultaban detrás de una máscara de felicidad mientras sus corazones lloraban por alguien más? Porque su amor fue corrompido, porque fueron condenados a una prisión en compañía de extrañas, a jurar amor y devoción eterna… a mentir.
Pero pocas fuerzas de la naturaleza son tan imparables como lo es el amor…
Después de que diagnosticaran a Julián, la vida les había regalado un paréntesis de tiempo para que fuesen felices y para que tuvieran una probada de todo aquello que por mucho tiempo les había sido tan esquivo. Después de casi trece años en remisión, la carrera contra reloj había terminado y el cáncer había vuelto fortalecido año y medio atrás, y finalmente después de una intensa lucha que había acabado con las fuerzas de ambos, había cobrado su presa.
Había visto a su alma gemela, a su compañero de vida, consumirse a causa de una enfermedad que lo devoraba desde adentro, borrando a paso acelerado al hombre recio y orgulloso que él había sido. No importaba cuantas veces las personas cercanas a ellos trataran de consolarlo diciéndole que Julián ahora estaba en un mejor lugar, donde nada le aquejaba, que tras tanto sufrimiento ambos podían descansar ahora. Abraham sin embargo lo prefería allí con él y no le habría importado que eso hubiese implicado tener que cuidar de él para siempre. No le importaba si para algunos eso sonara como un pensamiento egoísta.
Abraham ahora estaba solo, con más años encima, más cansado. Pero su soledad se reducía únicamente al plano físico porque para siempre recordaría el límpido color verde de sus ojos, para siempre atesoraría en su memoria la sensación de sus manos descansando apacibles y entregadas entre las suyas, nadie podría arrebatarle jamás cada momento entre sus brazos. Para siempre tendría consigo el recuerdo de su voz sibilante y melodiosa susurrándole un «Te amo para siempre».
Entre sus manos sostenía el periódico del día anterior, sin haberse decidido aún si conservarlo o estrujarlo por ser un recordatorio de la partida de aquél que significó el mundo para él. Tan acostumbrado estaba a su nombre, que en medio de las varias decenas de obituarios su nombre pareció saltar frente a él, como si las letras que lo conformaran estuvieran embrujadas de alguna manera.
En otro ejemplar de menor circulación había un pequeño artículo como reconocimiento póstumo a su trabajo.
«Con gran pesar nos enteramos de la muerte del ilustre Julián Villegas, quien en vida cultivó una carrera como director de películas de cine independiente, regalándonos historias que nos mostraban de manera cruda y mágica lo más profundo de la condición humana.
Su último largometraje «El libro de los días» de hace cinco años, basada en uno de los libros de su autoría, fue premiada con el galardón a mejor película extranjera en el Festival de cine independiente de Tasluria…»
En el artículo también mencionaban su nombre, puesto que siempre codirigían. Julián siempre fue el único que entendió de lleno su visión y le puso el correcto movimiento e imágenes a sus ideas. Aquella última película fue el orgullo de ambos, puesto que fue la única ocasión en la que tomaron uno de sus libros como guía y obtuvieron un reconocimiento importante.
Abraham siguió rebuscando entre las cosas de Julián, empacando algunas, deshaciéndose de otras, topándose con muchos recuerdos en el camino. Ambos periódicos finalmente terminaron en el bote de la basura.
Esperaría un día más, solo uno, antes de dar luz verde para el funeral. Se negaba a creer que ninguno de los hijos de Julián aparecería para acompañarlo y despedirlo.
2
Martín jamás creyó en aquello de la astrología. Lo creía algo muy impreciso que a su parecer funcionaba más a base de fe que de algo cuantificable y confiable. No importaba lo que su madre pensara al respecto o lo que le asegurara a ella el tipo que le había fabricado la carta astral.
Si debía ser sincero, descubrir que Micaela tenía aquel tipo de cosas en cuenta le resultó un tanto decepcionante, pues siempre pensó en ella como en una mujer absolutamente centrada. Para él todo aquello sólo sonaba como un montón de bazofia saliendo de la boca de un charlatán. Pero si algo de todo aquello era cierto en alguna medida, entonces él estaba seguro de que en ese preciso momento de su vida los astros que regían su destino y su suerte, estaban alineados como el culo.
En ese momento, quizá el más desastroso de toda su vida, podía fácilmente imaginar a todos los arcanos, los planetas e incluso al cosmos mismo orquestando para joderle la vida y mostrarle que aquello que ya creía que era malo, podía ser aún peor.
Durante cada segundo de tiempo que dedicaba a analizar la situación, no hacía más que toparse con detalles y eventos que la afirmaban y le daban credibilidad, convirtiéndola en el peñasco suelto de una saliente rocosa debajo de la cual él estaba parado sin tener como escapar.
Él aún estaba demasiado estupefacto para poder llorar o gritar, reclamar o reaccionar de alguna manera diferente a haberse acurrucado en el centro de su cama sin siquiera haberse sacado los zapatos o tirarse constantemente del cabello cada vez que tratando de encontrar algo, lo que fuese, que contrarrestara lo que recién había descubierto, se encontraba con que cada detalle en el que intentaba pensar sólo era algo que llenaba la situación de veracidad.
Mimí cediéndole una edificación completa a Joaquín para que viviera en ella y pintara a sus anchas.
Mimí organizando una exposición de arte para él, cuando ella nunca se había dedicado a nada ni siquiera remotamente cercano a ese rubro.
Mimí abriendo las puertas de su casa a un «amigo» de hacía más de quince años atrás al que nunca antes había mencionado siquiera.
Otro tirón a su cabello y éste último quizá fue un tanto excesivo.
Si empezaba a mirar las cosas de aquella manera todo le comenzaba a parecer demasiado obvio.
¿Qué trataba de hacer ella? ¿Acaso buscaba convertir a Joaquín en un padre digno para él mejorando el evidente desastre que era? ¿Y por qué le había ocultado todo incluso a Joaquín?
Aquella posiblemente estaba siendo la noche más tormentosa, larga y angustiante de su existencia, una existencia que de pronto se le antojó demasiado corta para estarse enfrentando a tal… ¿Desventura? Ni siquiera estaba seguro de cómo llamar a todo aquello.
Todas las energías de su cuerpo estaban siendo drenadas al invertir cada gramo en tratar de absorber una información que aunque era poca, tan simple como «tuviste sexo con tu papito perdido» le resultaba por completo arrolladora y un tanto dura de asimilar.
Más de una vez estuvo tentado de abandonar su cama, en la que se dejó caer sin ocuparse ni siquiera de echarse una mísera manta encima, e ir en plena madrugada a enfrentar a Micaela y exigirle explicaciones. Si no siguió este impulso fue por la sencilla razón de que sabía que para reclamar algo tendría que poner en evidencia que su indignación obedecía más al hecho de que casualmente aquél que había resultado ser su papá, era el mismo hombre con el que había estado acostándose desde hacía un tiempo considerable y no el hecho mismo de que Joaquín hubiese terminado siendo su padre… Y aún no estaba seguro de querer hacer eso.
Él podía entender que quizá Micaela había tenido razones para ocultarle la identidad de su progenitor durante toda su maldita vida —aunque no podía imaginar que podía ser tan grave como para haber ocultado información durante casi Dieciocho años— pero… ¿Por qué no abrió la boca cuando seis meses atrás Joaquín empezó a hacer parte de sus vidas? Eso le habría evitado un montón de problemas.
Martín se movió mínimamente sobre la cama, pero no cambió ni de lugar ni de posición. Se limitó a apretar más el agarre alrededor de sus piernas, encogiéndose un tanto más sobre sí mismo. Sus huesos crujieron.
A las 2:00 de la mañana aún no decidía cómo sentirse. ¿Estresado? ¿Triste? ¿Shockeado? ¿Enfadado? Enfadado sonaba como una gran opción. ¿Enfado contra quién? Contra Micaela, por supuesto. Teniendo en cuenta que su vida siempre había sido fácil y la había mantenido bajo control, sintió que ella era la absoluta culpable —por su silencio y por sus mentiras— de lo que bien podía ser catalogado como la mayor desgracia de su vida. Básicamente empezó a verla como a una gran cobarde que debía ser castigada de alguna manera. Las palabras indiferencia y repudio comenzaron a rondar su mente con demasiada insistencia.
Martín se preguntó por qué debía empeñarse en ser siempre tan bueno en lo que fuese que hiciera. Nunca nadie lo había acusado frente a frente de que su amor por las pollas de hombres maduros se debiera a que tenía «asuntos con papi» sin resolver; pero estaba convencido de que los que sabían de sus ocasionales aventuras y de la ausencia de un padre en su vida, suponían que lo que buscaba en esos hombres era la figura paterna que nunca tuvo… por supuesto él no podía quedarse en un hipotético complejo de Edipo o de Elektra o quien mierda de griego fuese y no llevar la jodida cuestión hasta el límite máximo llegando, en efecto, a tener sexo con su papá, dándole así veracidad a aquel pensamiento que él siempre consideró absurdo. Pero claro, él era Martín Ámbrizh, y él no solía hacer las cosas a medias. Jamás.
Intentaba dejar su mente en blanco, pero ésta no cedía un ápice. Seguía elucubrando, sus neuronas seguían palpitando, pegándose unas a otras como chicles, atascadas en la misma cuestión. ¡Joaquín era su jodido papá! ¿Cómo podía siquiera pretender dejar de pensar o hacerlo en algo más?
Tanta ansiedad no le permitía pegar el ojo y nunca antes había deseado o necesitado tanto dormir y evadirse del mundo consciente.
Una carcajada un tanto histérica se le escapó cuando cayó en la cuenta de que el bebé de Irina, mujer a la que apenas unas cuantas noches atrás había considerado su mayor enemiga por razones que ahora le parecían vanas e incluso inmaduras, era su hermano.
Hermano…
Hermano…
Hermano…
Mierda. Iba a tener el hermano que nunca quiso e iba a hacerlo en las circunstancias más inverosímiles de todas. ¡Carajo! Ahora tendría una familia al completo, incluida la madrastra.
Su risa aumentó cuando pensó que si él estaba teniendo aquella noche de porquería, que prometía dejarle secuelas graves que podían ir desde mentales hasta físicas si llegaba a fundírsele el cerebro, la de su papito/examante/cabrón seguramente estaba siendo el doble de mala.
Tan abruptamente como había iniciado la risa cesó. ¿Y si en algún momento de la conversación, más bien discusión, que Mimí y Joaquín sostuvieron y que él espió a medias, Joaquín le había dicho a su madre todo lo que había pasado entre ellos? No creía, porque de haber sido el caso, lo más probable habría sido que Mimí hubiese saltado sobre él a corroborar aquella información de inmediato.
Y si así había sido, si Micaela lo sabía, ¿Le importaba eso en realidad? Quería con todas sus fuerzas convencerse de que su respuesta era un rotundo «No. No me importa» o que eso contaba como un buen castigo para ella, por haberlo engañado pero, ¿A quién quería engañar, por Dios? Él podía llamarse a sí mismo pervertido un montón de veces, pero aquello de haberse revolcado con su papá era por completo un nuevo nivel.
Incesto…
Papá…
Incesto…
Joaquín…
En menos de tres segundos sintió el ardor del vómito trepando por su esófago, amenazando con convertir su rato de meditabunda contemplación auto torturante en algo asqueroso no sólo en un sentido metafísico.
Cuando vació su estómago en el baño, y se sintió tan ligero y tan nimio como si de un momento al otro fuese a empezar a desdibujarse, comenzó a pensar en una frase que alguna vez escuchó de labios de Lola. «La sangre llama —había dicho ella—. Es más espesa que el agua y tira con fuerza». No recordaba en detalle la historia que rodeaba aquella declaración, pero recordaba el contexto: la paternidad sobre un bebé cuyo padre negaba ser el responsable aun cuando el infante era clavado a él e incluso lanzaba los bracitos en su dirección en cuanto lo veía.
¿Por qué no había funcionado así para él? ¿Por qué no hubo una alarma interna, algo inscrito en su sangre que le dijera a tiempo que Joaquín era un hombre con el que no debía meterse? ¿Por qué su admiración por él no se quedó en sólo eso? Es más, a pesar de las implicaciones morales que tenía el hecho de que él buscara simplificar algo que de hecho era grave, ¿por qué el sexo con él no se quedó en solo eso?
¿Por qué tenía que enamorarse también?
Quizá fue eso mismo, el peso de la sangre y su llamado, lo que lo hizo amarlo aun a pesar de todo.
3
Irina estaba segura de que gran parte del poder de atracción que Joaquín ejercía sobre ella se debía a la manera en la que él despertaba su instinto de protección… Su instinto materno.
Él casi era como un niño grande demasiado necesitado, que arrastraba consigo un aura de melancolía que cubría a la perfección con una capa de descaro con la que lograba que la mayoría de personas a su alrededor tuvieran una de dos reacciones en polos opuestos, ya sea caer rendidas ante su absurdo encanto o una vez que descubrían que su atractivo físico no era el reflejo exacto de su interior, salían huyendo de su lado. Sólo los más aguerridos se quedaban el tiempo suficiente para ver un poco más allá.
Joaquín era el eterno chico malo atrayente e incomprendido. Irina sabía perfectamente que alguien así es adorable sólo hasta cierto momento de su vida, después de cierta edad ese tipo de actitud solamente hace aparecer a las personas como inmaduras. Pero ella lo amaba así. Lo quería tal cual era.
El arrastraba consigo una amargura que a ella le gustaría arrancarle o, en caso de que no pudiera lograr tal cosa, al menos quería ser su única albacea y guardiana. Obviamente no quería a nadie más que fuese capaz de traspasar sus capas en su vida, tal como lo había hecho ella… Ella que lo amaba incluso en sus peores momentos, aun cuando había ocasiones en las que él la frustraba o la enfadaba tanto que sentía que quería asesinarlo.
Irina estaba segura de poder salvarlo. Joaquín a veces era un cabrón completo, pero ella ya había sobrepasado la barrera en la que eso importaba demasiado. Además no soportaba verlo sufrir, porque ella más que nadie había sido testigo de lo que quizá parecía imposible, había sido testigo de sus muchas cosas buenas, de los bordes más suaves de su espinosa personalidad, de su extraña y quizá cuestionable forma de ternura, de su apasionamiento y la más valiosa aunque ocasionalmente la más dolorosa también, su sinceridad.
Nunca había tenido la historia completa de la vida de Joaquín antes de ella, sólo retazos y conclusiones a las que ella había llegado por su cuenta. Intuía que ésta no había sido fácil o feliz, que él se había auto exiliado castigándose por alguna razón que ella no había podido arrancarle. Joaquín no era un hombre fácil y quien más duramente castigaba sus malas facetas, era él mismo.
A pesar del golpe bajo, a ella no le sorprendió demasiado que una vez que llegaron al estudio unas cuantas noches atrás, Joaquín le dijera que no se tomara muy en serio sus palabras en casa de Micaela. Ella conocía su juego y aun así le siguió la corriente. Le sorprendió que la anunciara como su pareja, sí, pero ella no era tan tonta como para no darse cuenta de que él había hecho aquel pequeño teatro para el garçon. Aunque debía reconocer que durante unos cuantos minutos estuvo obnubilada ante la posibilidad de que Joaquín por fin se decidió a avanzar un paso más con ella y durante ese lapso llegó a creérselo. Cuando el entendimiento llegó rápidamente, debió conformarse con que Joaquín parecía dispuesto a lastimar al hijo de su benefactora, que tenía una pareja, otro hombre, porque eso lo alejaría de él.
Ella no buscaba ver al chico herido, pero si el hecho de que sufriera significaba que eso lo alejaba de Joaquín, entonces Irina estaba bien con eso. Además, ella se lo había advertido a ambos y ninguno de los dos había hecho caso de sus palabras.
Sea como fueren las cosas, para aquel avanzado momento de la madrugada lo que fuese que tuviera a Joaquín en aquel estado de alteración debía ser realmente importante o grave como para que él le estuviera permitiendo verlo así de vulnerable.
Si bien el alcohol tiende a sacar lo más recóndito e incluso lo más ridículo de las personas, a plantar las falencias y demonios en frente de la cara dejando mucho al descubierto, mucho sin máscara, jamás, ni en la más profunda de sus borracheras, lo había visto así de abatido. Sus ojos solían tener siempre un tinte de melancolía, pero no tan profundamente marcado. Él siempre la tocaba, pero rara vez se sujetaba de aquella manera desesperada de su cintura que cada día se despedía un poco más de la delgadez. No lo creía capaz de llorar contra su vientre crecido, susurrándole a la criatura que crecía dentro de ella con aliento alcohólico y cálido.
—Estaba en mi destino… Él estaba en mi destino, de una manera o de otra. Yo ya estaba condenado a caer porque soy digno hijo de mi padre…—La lengua de Joaquín arrastraba penosamente las palabras, pero éstas seguían siendo claras aunque para ella carecieran por completo de sentido—. Tanta mierda y tantas mentiras… A ti jamás te mentiré, contigo haré las cosas bien. No permitiré que seas como yo.
Declarado esto, Joaquín apoyó la frente contra el vientre de Irina y cerró los ojos, como si se comunicara telepáticamente con su hijo. El parecía haber hecho las paces con la idea de ser padre. Aquello la conmovió, pero de alguna manera en lugar de sólo enternecerla, la llenó de un gran sentimiento de tristeza.
4
Si al final se decidió a abandonar su habitación fue únicamente porque tenía un compromiso al que no podía faltar. Lo cual se traducía en que él quería a toda costa ahorrarse el dolor de cabeza que le significaría el dejar plantada a Georgina cuando ella había estado llamándolo cada día, desde hacía tres, en cuanto había vuelto de vacacionar Dios sabía dónde para recordarle aquella cita en la que se entrevistarían con Madame Mala Cara para medirse los disfraces.
Al final de la madrugada el cansancio lo había vencido y logró cerrar los ojos por espacio de unas dos horas y media, en un sueño intranquilo que, paradójicamente, al despertar lo hizo sentir más cansado. Abandonar la cama le tomó más tiempo y esfuerzo del debido, ya no se dijera el tener que caminar hasta el baño arrastrando un pésimo estado de ánimo, la contrariedad que aún no lo abandonaba y que seguro no lo haría en un buen tiempo —quizá nunca—, además de un par de achaques físicos nada desdeñables.
Martín rara vez utilizaba la tina de su baño para algo diferente a estudiar en ella, pues extrañamente era el punto de la casa donde mejor se concentraba cuando la carga escolar era demasiada o tenía exámenes que consideraba más complicados de lo normal. Y a pesar del cansancio que un buen baño de tina con hidromasaje habría removido mejor y tras haber mirado hacia ese punto del cuarto de baño con algo de añoranza, se decidió por la ducha, donde permaneció bajo el chorro de agua tibia por un tiempo demasiado largo que se le escurrió entre los dedos, dejando arrugas en las palmas de sus manos y en las plantas de sus pies como prueba del exceso.
Se esmeró a la hora de escoger qué vestir. Que la vida estuviera jugándole una extraña jugarreta no era excusa para que las tribulaciones de su interior se exteriorizaran, poniéndolo en evidencia. Ser básicamente una mierda enferma de ser humano incestuoso, no necesariamente significaba tener que perder el estilo.
Sus sienes punzaban y Martín dio los buenos días al tumor cerebral que suponía tener o quizá cáncer, aún no se decidía. Iba a morir pronto, siendo aún muy joven e iba a irse directo al infierno. Sonrió con amargura.
Cuando finalmente bajó al comedor le sorprendió sobre manera escuchar la voz de su madre, teniendo en cuenta que eran las diez de la mañana pasadas y era día hábil de la semana. Por un escaso momento pensó en seguir derecho hasta la puerta y marcharse de una vez sin que nadie se percatara de su presencia, pero rechazó aquella idea de inmediato.
Él no tenía por qué esconderse, no tenía por qué huir o de qué avergonzarse. Lo que había pasado no había sido su culpa… Había sido de ella, de su madre, por mentirle, por ocultarle información que le concernía especialmente a él. Información que habría evitado que se sintiera tan miserable y tan culpable como lo estaba haciendo.
En ese mismo instante, en cuanto tuvo a Micaela a escasos dos metros de distancia de él decidió que sí, que el sentimiento más acertado al cual entregarse en ese momento era el enfado. Era eso o hundirse irremediablemente en el remolino de emociones que amenazaba con ahogarlo.
Micaela pasaba el dedo índice de manera incesante sobre una tableta electrónica, mientras hablaba por el teléfono celular que sostenía entre su hombro y su oreja.
—Sólo me voy durante una semana. Estoy segura de que podrás manejar la situación tú sola mientras yo esté fuera. He dejado todo… No, escúchame, escúchame… Cálmate. —Micaela suspiró, aparentemente llenándose de paciencia—. Estoy enviando los informes a tu cuenta de correo en este mismo momento. Todo está listo y es absolutamente claro. Solamente deberás presentarles el borrador de la campaña y asegurarte de que firmen. Eres mi asistente por una razón, confío plenamente en ti… ¿A qué hora debo estar en el aeropuerto?
Micaela no había levantado la vista de la información que manipulaba en el dispositivo, aun cuando ella ya estaba consciente de su presencia pues lo había saludado con una mano. Sus miradas no habían hecho contacto aún. Frente a ella, sobre la mesa del comedor, había una cantidad considerable de documentos sobre los cuales alternaba la mirada de forma ocasional.
Sinceramente Martín había pensado que en cuanto la tuviera en frente iba a asaltarla con cientos de preguntas y decenas de reclamos; no era que esa idea hubiese sido desechada, pero de momento había sido dejada de lado mientras la observaba de forma minuciosa.
¿Qué carajos había estado pasando por la cabeza de Micaela durante los últimos dieciocho años de su vida, como para sentir que aquella era una información que jamás saldría de su boca? Más importante aún, ¿tenía él el legítimo derecho para reclamarle o para odiarla, cuando ella no le había puesto un arma en la cabeza para que se acostara con Joaquín? Quizá él solo debió haber mantenido su pene dentro de sus pantalones y ahora las cosas serían diferentes. Eso sí que habría hecho que el curso de los acontecimientos no fuese algo de lo que ahora tuviera que arrepentirse.
La mujer frente a él era la misma mujer de siempre. Los mismos ademanes de siempre, irradiando la misma seguridad, sensación de control y confiabilidad de siempre, sin embargo a sus ojos ella no era la misma persona. Sentía que estaba viéndola por primera vez en su vida. Había pasado de ser su indiscutible heroína, la persona que él creía que siempre tendría una solución para cualquier situación difícil, a ser la persona que lo había engañado durante demasiado tiempo sin que él se hubiese quejado demasiado por ello.
Repentinamente sintió rabia contra sí mismo. Mucha.
¿Por qué había dejado de preguntar al respecto? ¿Por qué había dejado de insistir? Él sólo se había guarecido en el cómodo capullo de protección que Micaela había tejido para él, donde no le faltaba nada, donde tenía a su disposición todo lo que se le antojara, incluyendo libertades que muchos considerarían una locura, pero en el cual no tenía derecho a saber lo que su madre no quisiera que él supiera. Estaba amparado bajo la tonta resolución de que tener un padre era un mal innecesario… Aun lo creía así, pero ese era justamente el problema, que su padre desaparecido ya no lo estaba más y había terminado siendo la persona que menos le convenía que fuese.
Sus sentimientos en ese momento eran conflictivos. Se debatían de manera peligrosa entre el odio y la desesperación.
Micaela dejó la tableta a un lado y se retiró el teléfono del oído. Mientras colgaba el aparato con la vista aún clavada en la pantalla, se dirigió a él.
—Buenos días, dormilón. Te estaba esperando para desayunar, tengo algo importante que decirte. — ¿Algo que decirle? ¿En serio? Si ella había escogido ese justo momento para decirle que Joaquín era su papá, hablando por voluntad propia sin que él tuviera que increparla, entonces quizá cabía la posibilidad de que su odio no fuese tan profundo y se quedara solamente en amargura—. Escucha, voy a tener que… —Cuando ella finalmente levantó el rostro para mirarlo a la cara, sus palabras se detuvieron. «¿Vas a tener que qué…?» pensó Martín, desesperado, con toda su atención puesta en ella—. ¡Por Dios, Martín! ¿Y esa cara?
El ama de llaves apareció con el rítmico balanceo de sus prominentes caderas desde la cocina trayendo consigo una jarra con jugo que supuso era de naranja por el color.
—Buen día. ¿Van a desayunar de una vez?
Antes de que tuviera oportunidad de abrir la boca, Micaela habló por él.
—Por supuesto que sí. Mírale la cara, está todo paliducho y esas ojeras… ¿Tú dormiste algo anoche, Tiny?
«No. Tuve una noche de porquería, pero gracias por preguntar».
Ella parecía a punto de abandonar su silla e ir hacia él. Martín esperó que ella no lo hiciera, porque no la quería tan cerca de él en aquel momento. El tema comenzaba a desviarse demasiado y empezaba a perder la paciencia.
—No tengo ganas de desayunar. Gracias… —Su nombre… ¿Cuál era el nombre? Boqueó como un pez fuera del agua y entornó los ojos en dirección a la mujer de prominentes curvas que solía hacer parte integral de su vida y servirle el desayuno cada día desde hacía más de diez años.
—Nada de eso —dijo Micaela—. Lola, por favor sírvele. No me moveré de aquí hasta que te lo comas todo. Tú no debes saltarte ninguna comida y lo sabes —. Le advirtió como si él fuese un mocoso, interpretando el papel de buena madre. ¿Por qué estaba la conversación desviándose hacia el fútil tema de su desayuno?
Fue extraña la sensación de no haber recordado el nombre de Lola hasta que su madre lo mencionó cuando no desconocía ni uno solo de sus detalles. La mujer se retiró luego de servirles sendos vasos de jugo de naranja a ambos.
— La próxima semana te apartaré una cita médica —continuó Micaela— para que otro médico se haga cargo de tu historia clínica. Me dormí en mis laureles con ese tema después de la muerte del doctor Gallego. Yo he debido cambiarte de médico desde hace mucho para ser sincera, él ya era un hombre demasiado mayor, pero la fuerza de la costumbre y el aprecio me hacían seguir llevándote con él… También te apartaré con el dentista, ¿Ya pasaron seis meses desde la última vez?
Ella seguía parloteando, pero nada acerca de lo que Martín quisiera escuchar. En su cabeza solamente había cabida para un tema.
—¿Qué era lo que querías decirme? —apremió.
—Oh, eso, pues… Voy a estar fuera del país durante unos días. Tengo temas que tratar personalmente que son inaplazables. No quería tener que irme mientras estuvieras en periodo vacacional. Aún tenía la esperanza de que la última semana pudiéramos viajar y pasar el rato juntos, pero ya sabes… trabajo.
¿Trabajo? Martín frunció el ceño. ¿Esa era la información que tenía para él? ¿Qué la hacía pensar que era algo que tenía que aclararle cuando él había escuchado la palabra aeropuerto con claridad?
Ella estaba sentada frente a él viéndose y comportándose como cualquier otro día y no parecía para nada afectada por la discusión entre ella y Joaquín la noche anterior, pero él sí que lo estaba y ya no iba a soportarlo más.
—¿Eso es todo lo que tienes para decirme, Micaela?
Ella resintió el que la hubiese llamado así. Martín pudo notarlo por la manera en la que un rictus de molestia atravesó momentáneamente su rostro, aun así ella bufó una pequeña sonrisa mientras daba varios golpes en la base de un manojo de documentos para alinearlos y ponerlos a un lado.
—Lamento que mis anuncios matutinos te parezcan decepcionantes pero sí, es todo lo que tengo para decirte —Micaela sonrió de manera un tanto más amplia, cosa que él reconoció como una clara muestra de nerviosismo y, contradictoriamente, también de molestia—. ¿Acaso hay otra cosa qué esperabas que tuviera para decirte?
Martín la miraba fijamente, sin un rastro en su cara que indicara que tenía intención de devolver la sonrisa y con ello bajarle a la tensión que se había instalado entre ellos.
—No sé… Esperaba que quizá te decidieras a decirme quién carajos es mi puñetero papá de una vez por todas, por ejemplo —Cada palabra de esa frase salió de su boca en completa calma a pesar de que un par de palabras no fueron nada decorosas. Micaela pareció encajar aquello como un golpe por completo inesperado, porque abrió los ojos de manera desmesurada y se atoró con la bebida a la que había empezado a dar un sorbo—.Y espero que no pienses salirme con la absurda historia de la inseminación, Micaela. Me ofende que me creas tan estúpido o crédulo como para comprártela.
Martín quería que ella se lo dijera, que por primera vez en la vida le hablara acerca de su progenitor con nombre propio y de forma clara, que mencionara su nombre maldito para entonces poder gritarle en la cara que se había acostado con él… Que se había enamorado de él y que eso era algo que habría podido evitarse si ella no hubiese mantenido un absurdo empeño de ocultar la verdad. Así se haría lo justo y compartirían la carga de la culpa.
Lola venía hacia ellos cargando una bandeja, pero cuando vio de qué iba la cosa, al pillar en el aire un par de las palabras dichas, sabiamente decidió poner sus pasos en retroceso y desapareció de la estancia con rapidez.
—Tú… ¿Por qué estás hablándome de esa manera? Sabes que no me gustan las groserías. ¿Por qué… por qué regresas a eso ahora, Martín? Dios… ¿Cuántas veces vamos a pasar por lo mismo? —Micaela le habló con el mismo garbo con el que se le hablaría a alguien cansino que insiste en un tema desgastado del cual no le apetecía hablar. Solamente le faltó soltar un suspiro de aburrimiento.
—¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no ahora? Cualquier momento parece igual de bueno cuando nunca he obtenido una respuesta para eso. Yo quiero saber, quiero que me lo digas ¡Ahora! ¡Dímelo de una vez! —Martín manoteó sobre la mesa perdiendo rápidamente los estribos, cosa que no era tan común en él, pero en medio de las circunstancias la ocasión bien lo ameritaba.
Desde donde estaba podía ver la manera en la que la respiración de Micaela se había acelerado ante su inesperada muestra de arrebato. Ella hacía un evidente esfuerzo por controlarse sin que ningún intento pareciera surtir efecto. En vista de ello, Martín pensaba que aquello podía desembocar de dos posibles maneras: ella iba a enrabietarse y a gritarle por estar comportándose como un cretino o iba a echarse a llorar en cualquier momento. Pero había una tercera opción.
—No pienso decirte nada, Martín.
Hacía mucho tiempo desde la última vez que él había mostrado interés o curiosidad por este tema. Ahora ya no era un niño al cual simplemente darle evasivas que distrajeran su curiosidad, en forma de inútiles historias. Menos ahora que él había descubierto la verdad.
La última vez que Micaela y él habían hablado al respecto, Martín estuvo más interesado en que ella le explicara en qué consistía exactamente un proceso de inseminación cuando fue más que obvio que ella no iba a decirle quién había sido el donante. Cuando escuchó la explicación estuvo seguro de que aquella no era su procedencia de ninguna manera, pues su mente infantil llegó a la conclusión de que su mamá era demasiado bonita para tener que recurrir a semejante proceso para concebir un bebé.
Dejó de preguntar después de eso porque le pareció obvio que ella no quería decirle nada al respecto. Esta vez Micaela no había dado ningún rodeo y simplemente le dijo que no, sin más.
—¿Así de simple? —Su voz sonó más dolida de lo que hubiese querido—. ¿Por qué?
—Porque si, Martín. Porque esa información… Es mía. Me pertenece. Son mis recuerdos, fueron mis decisiones. Es mi historia y no quiero compartirla —. La voz de su madre sonó trémula. Ella lo miraba directo a los ojos con los orbes brillantes y bullendo de emociones y por primera vez en su vida Martín sintió que esa mirada era algo que no podía soportar.
¿Cómo podía Micaela decirle aquello cuando él había sido, ni más ni menos, que el resultado de esa historia que ella proclamaba le pertenecía de forma exclusiva? Esa historia le pertenecía a ambos… Y ahora lo hacía más que nunca. Le había dado una oportunidad de sincerarse con él, de enmendarse ante sus ojos que la estaban viendo como a una mentirosa y ella la había pisoteado.
En ese momento la mente de Martín burbujeaba en detalles, así que se preguntó si quizá durante la cena de unos días atrás él no había sido el único bullendo de celos… ¿Y qué si quizá ella estaba enamorada de Joaquín? ¿Qué tan mala era esa historia para que ella no quisiera contársela? ¿Violación? ¿Chantaje? ¿Tortura? A falta de información, su cabeza llenándose de una barbaridad tras otra. Decidió simplemente detenerse o iba a enloquecer. Ella no iba a abrir la boca y eso sólo significaba que como consecuencia él tampoco lo haría.
Había otras maneras de hacerse con la verdad.
—¿Sabes qué? —dijo, mientras se ponía de pie apoyándose en la mesa del comedor—. Tienes toda la razón. No puedo exigirte que me cuentes algo de tu vida privada cuando yo tampoco te lo cuento todo acerca de la mía. Dejemos de lado el hecho de que esta historia, tu historia, me incluye de manera directa, para que puedas seguir regodeándote en tu imagen de mujer fuerte e independiente que nunca necesitó de la presencia de un hombre en su vida para criar un hijo. Yo quizá colabore y puede que siga fingiendo que no me interesa saber con quién y bajo qué misteriosas circunstancias, te acostaste para ganarte un embarazo —Martín rodeó la mesa y ante la mirada brillante y sorprendida de Micaela, le dio un suave beso en la frente—. Que tengas un buen viaje, mamá.
Se alejó de la mesa a paso rápido, sabiendo que el haberla llamado mamá, había sido un golpe más bajo incluso que haberla llamado por su nombre completo. Porque si, había ocasiones en las que Martín la llamaba de esa manera y esas ocasiones eran aquellas en las que la emotividad era demasiada o cuando estaba enfermo o triste. Y pudo haber sido mucho peor si él hubiese querido… Pudo haberle llamado mami.
—¡Martín! —La escuchó gritarle mientras él atravesaba la puerta principal y bajaba los escalones de la entrada a toda velocidad para dirigirse al auto que estaba estacionado frente a la casa. Adivinó que ella lo estaba siguiendo por la cercanía de su voz, porque no se dignó a mirar en su dirección—. ¿A dónde vas? No te vayas así, por favor… No quiero tener que irme estando en estos términos contigo. Dame tiempo, Martín. Cuando yo vuelva… Cuando vuelva hay algunas temas que debemos tratar… ¿Me escuchas?
Para cuando ella apareció en la puerta él ya estaba dentro del vehículo, conduciendo hacia el portal de salida.
De alguna manera el que ella siempre hubiese sido una madre ejemplar, comprensiva, dadivosa y permisiva —quizá demasiado— en lugar de actuar a su favor, como un bálsamo que suavizara sus ocasionales errores, le jugó en contra e hizo que Martín fuese más duro a la hora de juzgarla.
5
Mike le arrancaba sonrisas con la cosa más simple. El gorgojo había aprendido a gatear en la semana que llevaba sin verlo y ahora no había quien lo parara. Un corto tiempo sin tenerlos en frente significaba que la próxima vez que se les viera ya habrían cambiado un montón y eso era algo que a Ricardo le parecía increíble y le sorprendía de los bebés. Que si ya abrió los ojos y siempre no eran verdes, sino color miel. Que si le creció el cabello. Que se le cayó el cabello por estar siempre acostado y ahora parece media bola de billar. Le ha salido su primer diente. Bajó o subió de peso. Balbucea… Y también mucha información que él prefería no saber, pero que de todas maneras su hermana se empeñaba en decirle como «Mickey ya no quiere mamar de mis pechos»
Toda esta rápida metamorfosis infantil era algo que sólo había visto de primera mano con su sobrino, ya que era el único bebé en el que se había fijado con verdadera atención hasta el momento porque era el único que le interesaba, a los demás infantes que llegó a tener alrededor nunca les prestó demasiada atención. Nunca había pensado en si algún día le gustaría tener propios o no, aquél no era un tema al que hubiese dedicado mucho tiempo o que le quitara el sueño de alguna manera… Pero de Mike estaba enamorado, eso era claro.
El recién estrenado gateador era como un trenecito a vapor que iba todo de frente, con la cabeza gacha sin fijarse en las esquinas, en las salientes o en los muchos elementos que estando a su misma altura podían hacer impacto contra su frente o en el simple hecho de que terminado el pasillo lo único que le esperaba era la pared.
Era un tanto estresante pero le divertía un montón tenerlo allí, viéndolo andar. Más le divirtió cuando una canción con un intro lleno de pulsantes sonidos de batería, acompañada de una ruidosa guitarra eléctrica, se escuchó desde los parlantes que estaban estratégicamente acomodados para que la música del reproductor se escuchara en cada rincón del apartamento y el bebé detuvo su andar para sentarse sobre su trasero y empezó a mover la cabeza, el torso y los rollizos brazos al ritmo de la música en un baile un tanto loco y descoordinado, mientras una sonrisa en la que despuntaban sus únicos dos dientes adornó su rostro, haciendo que sus mejillas se contrajeran y revelaran un par de hoyuelos iguales a los de su orgulloso tío.
Ricardo hizo lo obligado. Sacó su teléfono celular y comenzó a grabarlo. La mayoría de las fotos y videos en su dispositivo móvil eran de ese renacuajo.
—Oh, Silvie, ven. ¡Mira lo que mi guapo nieto está haciendo! —El grito de la madre de Ricardo, que emergía de la habitación principal con varias piezas de ropa sucia entre los brazos, hizo que el bebé se detuviera de inmediato. Ella chasqueó la lengua con decepción—. Ya no vengas.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿De qué me perdí? —Silvana salió de la cocina con una barra de dulce medio mordisqueada en una mano.
—No hay problema, lo tengo grabado. Ten —Ricardo le entregó el teléfono a su hermana y caminó en dirección a los gabinetes de su cocina—. Vigila al bebé, él parece tener problemas de percepción de profundidad o algo así. Ha chocado dos veces contra la pared —dijo mientras rebuscaba entre sus alimentos no perecederos, encontrándose sólo con legumbres y tubinos de pasta—. ¿Dónde dejaste las barras de dulce? Olvídalo, ya las encontré.
Se llevó una a la boca. Dulce… Sabía a los labios de Martín y eso lo hizo sonreír como un idiota. ¿Qué tan patético y necesitado estaba siendo? Si no abandonaba rápido esa barra saborizada, iba a tener una erección en medio de su cocina.
—Aww. ¿No es mi Mickey la cosita más tierna en este planeta? Y además tiene buen gusto musical —Silvana caminaba hacia él con la mirada fija aún en la pantalla del celular mientras observaba los últimos segundos de la grabación—. Creí que esas cosas no te gustaban —Ella señaló hacia el chupete entre sus labios.
—¿Y acaso no puedo cambiar de opinión? Están en mi cocina, así que son mías. Ahora sí me gustan. ¿Dónde dejaste a Mike?
La respuesta llegó rápido cuando el sonido de la aguja del tocadiscos saltando abruptamente sobre el vinilo se escuchó por todo el apartamento, seguido del indistinguible sonido del llanto agudo de un bebé.
—¡Mickey! ¿Por qué no gateas mirando hacia en frente en lugar de hacia el piso, cielito? —Silvana corrió hasta su chico y lo alzó en brazos, acariciándole la coronilla. —Pero que cabeza más dura, chiqui. Sí, la vida a veces es una jodida perra y empiezas a darte cuenta de ello ¿no es así?
—Oye, no le hables a mi sobrino con ese vocabulario de camionero. Dame acá —Silvana le entregó a Mike, que seguía desgañitándose.
—¡Ángel Ricardo Azcarate Gallego! —El grito de Agripina desde algún rincón del departamento, los dejó momentáneamente en silencio e inmóviles… A los tres— ¡¿Hace cuánto tiempo no limpias esta habitación?!
El silencio murió cuando Silvana se atrevió a susurrar.
—Mi Dios, Ricky, ella dijo tu nombre completo. Creo que tu sangre va a correr… Devuélveme a mi bebé y enfrenta tu destino como un hombre.
La muy descarada empezó a reírse. Eso de ninguna manera era una broma, pues doña Agripina enrabietada era una cuestión de cuidado. En el pasillo se escuchaban los pasos de la santa madre de ambos acercándose de forma rápida.
—Sólo ten presente que al final del día, pase lo que pase, yo me quedaré aquí solo. Tú vives y trabajas con ella, hermanita —. La sonrisa de Silvana desapareció de inmediato.
—Hijo, ¿no me digas que esa habitación que usas como bodega, solo se las ve con una escoba y un trapeador cuando yo vengo de visita? —Poco más, poco menos, pero básicamente así mismo era… Y quien calla otorga, así que la regañina continuó—. Creo que en lugar de haberme dejado convencer por tu hermana para regalarte un año de membresía en un gimnasio al que seguramente si acaso asistirás durante una semana, he debido comprarte litros y litros de legía y obsequiarte con un buen jalón de orejas. ¡Descarado!
***
El amor de una madre es más poderoso que cualquier rastro de desorden y mucho más arrollador que el hecho de que la ropa limpia no estuviera doblada y guardada en el ropero de manera debida. Agripina continuó refunfuñando contra Ricardo y su descuido, pero eso no evitó que ella continuara levantando cosas y limpiando rincones, hasta que el apartamento al completo quedó rechinando de limpio.
Mientras Ricardo vivió bajo su techo, lo había hecho bajo sus estrictas reglas. La cama bien tendida ni bien levantarse, la ropa en el lugar correspondiente, los juguetes cuando niño y sus libros y guitarra cuando fue mayor, bien colocados en su lugar… Mucho amor, pero también mucha disciplina que dio como resultado un par de hijos correctos, a pesar de las ocasionales locuras de Silvana, que siempre terminaba metiéndose en líos por defender sus ideales y seguir a su corazón de forma aguerrida.
Ricardo creció en una casa amplia, muy limpia y llena de coloridas plantas a las cuales tumbarles las hojas o los pétalos era el equivalente a insultarla y que su madre cuidaba tanto como a su hermana y a él. Mientras creció, siempre hubo comida caliente y una madre que de alguna manera se las arregló para levantar un negocio propio, estar siempre para sus hijos mientras crecían sin un padre y mantener la casa de punta en blanco, esto último con la invaluable ayuda de la señora Rosita, que lastimosamente había fallecido un año atrás.
Sin embargo ni bien se fue a vivir solo, Ricardo no había arrastrado consigo aquella psicorigidez en cuanto al tema de los quehaceres se trataba, ya que no podía hacer nada en contra de su naturaleza… ¡Venga! Era un hombre normal. No iba a ahogarse en mugre ni mucho menos, pero tampoco iba a darle un infarto por andar en calcetines por su apartamento o por tener montoncitos de libros por todos lados y dejar de vez en cuando los zapatos donde no debía. Tampoco iba a sentirse culpable de que su madre le hiciera la colada una que otra vez, cuando pasaba a visitarlo. Sus críticas no iban a hacer que aprovechara menos el que la mano de mamá le dejara el apartacho reluciente sin haber tenido que pagarle a alguien.
Incluso a veces pasaba que amanecía de humor y le entraban arranques que terminaban con él limpiando su vivienda a conciencia, pero eso no solía ocurrir tan seguido como debería. Quizá cada año con la cuaresma.
Algo de la cantaleta de su madre a lo largo de su vida había calado profundamente en él, por supuesto. Podía ser medianamente desordenado con su entorno, pero el cuidado para con su persona ya era otro asunto. Era cuidadoso con lo que vestía y la ropa que usaba siempre estaba limpia, al igual que su calzado y su cabello, y todo siempre combinaba. Sus uñas siempre estaban recortadas y odiaba oler a sudor o pasar más tiempo del debido sin afeitarse.
Su madre lo reñía entre arrumacos, pues ella en realidad estaba bastante orgullosa de la persona cálida y humana que había logrado criar para el mundo. Estaba segura de que algún día su hijo haría inmensamente feliz a una mujer que lo mereciera de verdad y sería un gran padre, tal como el que tuvo.
Para desagraviar a su madre por no ser un maniático del orden, invitó a su familia a almorzar a un buen restaurante, era su cumpleaños después de todo y bien podía darse aquel gusto. Contrario a lo que pudiera llegar a creerse, eso no fue cosa fácil.
Volver a empacar la maleta con todo lo que necesitaba Mike tomaba demasiado tiempo, más si su hermana insistía en que no encontraba el chupete favorito de su bebé, aquél con impresión de estrellas azules, por ningún lado. Ella escarbaba en aquella maleta en la que Ricardo estaba seguro que lo único que faltaba era la pieza de repuesto de un transbordador espacial. Si se inclinaba un poco más sobre ella, seguro que se iba dentro de tan gigante.
Su madre decía de forma insistente que quería hornear para él, y que si iban a ir a comer fuera de nada había servido el haber llevado ingredientes para preparar ella misma su tarta de cumpleaños, ya que no le iba a dar tiempo suficiente para tenerla lista si iban a salir. Insistía que un cumpleaños sin tarta no era cumpleaños.
—Debiste decirnos que tenías intención de que comiéramos fuera, de esa manera yo la habría traído lista.
—Mamá… Compraremos una en una pastelería y la traeremos aquí.
— ¿Y acaso crees que esa va a saber igual de bien que la mía?
La respuesta correcta, y la que lo haría conservar la tranquilidad, era no, pero prefirió permanecer callado. De todas formas era mejor que ella no se acercara al horno en su cocina, hacía siglos que él no lo utilizaba, por ende, hacía igual cantidad de siglos que no lo limpiaba a conciencia y quería ahorrarse la nueva regañina.
De manera milagrosa logró tenerlos a todos bajando las escaleras hacia la primera planta una hora después, aún ante el catastrófico evento de que el chupete de Mike había desaparecido.
Cuando pasaron frente al mostrador en la recepción, el portero detrás de éste hizo aspavientos con los brazos, llamando su atención mientras también gritaba su nombre.
—¡Señor Azcarate! ¡Señor Azcarate! —Ricardo se acercó al hombre, con el bebé entre los brazos—. Hace un rato llegó esto para usted.
El hombre le entregó un paquete rectangular envuelto en un elegante papel de regalo coronado con un elaborado moño en cinta de color vino tinto.
—Yo voy siguiendo al auto… No nos va a alcanzar el tiempo —dijo Agripina mientras atravesaba el portal.
—Sí —dijo Ricardo sin mirar a su madre, intrigado con el paquete—. Oh, las llaves… Silvie, llévale las llaves del auto, por favor.
—Ay, sí —Ella tomó las llaves que él le tendió luego de sacarlas de uno de los bolsillos delanteros de su pantalón. Corrió un par de metros, pero de inmediato se devolvió en otra carrera —. No muevas un músculo hasta que yo vuelva, quiero ver que hay dentro de ese paquete.
Ricardo blanqueó los ojos mientras ella arrancó a correr. Su hermana no parecía ser la única interesada en aquel regalo de cumpleaños, el portero tampoco disimulaba su curiosidad, pero a él sí que podía darle esquinazo. Así que le sonrió dándole las gracias e hizo malabares con su sobrino y el paquete, que pesaba lo suyo, y se sentó en uno de los asientos de la recepción.
Silvana regresó con la respiración agitada.
—Vaya, eso fue rápido.
Ella tomó al bebé y lo apremió.
—¿Qué es? ¿De quién es? Déjame ver… Ábrelo ya —Ricardo sonrió. Su hermana seguía siendo la misma chica curiosa y afanada de siempre.
¿Qué de quién era? Él también quería saber.
A un lado del moño había una pequeña tarjeta que desprendió y se acercó a la cara para leer. Era de color negro en el exterior y estaba plegada sobre sí misma por la mitad. En una de las caras tenía impreso «X & Y accesories» en color dorado. Leyó la frase que estaba escrita en ordenador:
«Piensa en las posibilidades… M». M… M… ¿Martín?
Se removió en el asiento mientras miraba hacia la cara expectante de su hermana con cierta incomodidad. Conociendo a Martín, dentro de esa caja podía haber cualquier cosa. Agitó el paquete junto a su oreja, tratando de adivinar de qué se trataba.
— ¡No hagas eso! Qué tal si es algo que se rompe. ¿Qué dice la tarjeta?
En un rápido movimiento, bastante ágil para estar sosteniendo a un bebé, a decir verdad, ella se hizo con la pequeña tarjeta.
—¿Quién es M? —Silvana rio, porque a diferencia de él, ella sí parecía haber reconocido el logo impreso en la tarjeta.
Antes de tener que responderle aquello, prefirió empezar a desgarrar el papel para distraerla. Pudo haberle mentido al respecto, puesto que al parecer últimamente se había vuelto bueno en ello, pero sus mentiras requerían tiempo y planeamiento antes de soltarlas, de lo contrario él era un desastre para mentir.
La caja que quedó al descubierto luego de que le retirara el papel de regalo también era de color negro, pero las letras impresas en ella, a pesar de rezar lo mismo que la tarjeta, en esta ocasión eran de color rojo, con brillo uv sobre la impresión.
Ricardo comenzaba a ponerse nervioso.
—Mamá nos está esperando, mejor dejamos esto para después.
—Nada de eso, Ricardo. Ábrelo de una vez.
Incluso Mickey parecía curioso puesto que estaba completamente callado y a la expectativa, aunque lo más posible era que de dónde él no podía apartar la mirada era del brillo del papel de regalo.
De dentro de la caja Ricardo extrajo un estuche de color rojo oscuro con apariencia y el tacto del terciopelo. Parecía el estuche de una joyería, pero era demasiado grande para contener un reloj o un pulso.
Lo abrió lentamente, con aprensión y…
«Oh… Dios… Mío».
¿Qué otra cosa habría podido pensar? Y había abierto aquello delante de su hermana. Sólo le quedaba esperar que ella no hubiera reconocido el contenido en los apenas cuatro segundos que él había mantenido el estuche abierto, pero por la forma en la que ella había abierto la boca con sorpresa y con burla, supo que era mejor que no apostara por ello.
—Silvie, esto no…
—Ricky… Quien quiera que sea la chica que te haya enviado esto, es una salvaje y mi Dios, un set completo de estos en esa tienda vale un ojo de la cara. Hermanito, te tiene ganas en serio… ¡Déjame ver!
Chica… Sí, claro. Una «chica» tras sus huesos.
Trató de resistirse a que ella abriera aquel estuche abrazándose a él, pero temió que en el estúpido forcejeo dejaran caer a Mike, así que se rindió. Era obvio que ella ya sabía de qué se trataba, de todos modos.
—Dame al bebé —dijo, vencido.
—Buena idea. Dame eso acá.
Ella se sentó a su lado e intercambió al bebé por el estuche que apoyó sobre sus piernas. Las bolas chinas metálicas relucieron plateadas y brillantes, contrastando contra el terciopelo que en el interior del estuche era de color negro. Debajo de éstas, acoplados en los espacios con las formas exactas en bajo relieve que los contenían, acomodados del más pequeño al más grande, había un juego de plugs anales cromados, en cuyas bases habían incrustadas piedras que él esperó sólo estuvieran simulando ser diamantes, a excepción del más grande, ese en lugar de la joya tenía algo que simulaba ser la esponjosa y negra cola de algún tipo de animal.
—Oh mi Dios… Éste de aquí abajo vibra, Ricky. ¡Mira! —Dijo ella, acompañando la frase con una risa un tanto histérica, mientras tomaba entre sus manos un dildo de tamaño bastante generoso—. Y es de los buenos. Ni siquiera hace ruido.
6
De su calma quedaba muy poco, pero estaba agarrándose con uñas y dientes a los últimos ribetes de ésta para tratar de evitar el ponerse a gritar en medio de un arranque de histeria.
Trataba a toda costa de convivir de forma pacífica con el hecho de que había una mujer madura y mal encarada maniobrando en su entrepierna, con el firme propósito de terminar de marcar con alfileres los lugares de donde debía ajustar el tiro de los pantalones que estaba midiéndose y que le habían quedado significativamente grandes.
Pues para tratarse ella de una supuesta eminencia en su campo, dejaba bastante que desear el hecho de que los pantalones no le hubiesen calzado a la perfección cuando ella tenía todas sus medidas. Aunque las piezas superiores del disfraz le habían quedado perfectas.
Observándolo minuciosamente no estaba solo Georgina, sino también Carolina y Gonzalo. Su compañera de clases los había llamado unos cuantos días atrás, quizá con la misma insistencia que a él, con la excusa de que quería invitarlos a almorzar porque le había parecido una oportunidad estupenda para volver a compartir con ellos.
Por espacio de unos minutos, el que Georgina hubiese hecho planes con sus amigos sin consultarle o avisarle le había molestado sobremanera, pues ese día en particular estaba mucho más sensible con respecto a las cosas que se hacían a sus espaldas o información de la que no tuviera conocimiento y que le concernía. Pero el pensar en que si tenía que pasar cualquier cuota de tiempo con Georgina era mejor con Carolina presente, logró mantenerle la boca prudentemente cerrada.
El rato dentro de la boutique, Martín lo pasó en el limbo. No hubo una sola frase que le dirigieran que no hubiesen tenido que repetirle más de una vez, pues sus pensamientos no se encontraban del todo con él, sino con Micaela, donde fuese que ella estuviera en aquel momento. Ni siquiera sabía a qué hora era su vuelo o hacia donde se dirigía o cuánto tiempo tardaría en volver.
Había apagado su teléfono celular unos veinte minutos después de haber abandonado su casa, pues como era de esperarse, Micaela lo había inundado con un torrente incesante de llamadas, de las cuales él no respondió ninguna. No había caso en hablar con su madre si ella no iba a decirle toda la verdad. Una información que aunque ya conocía, quería escuchar de sus labios porque necesitaba que se hiciera más real, para acabar de procesarla… Aunque quizá inconscientemente estaba esperando que cuando ella le contara la verdad, esta verdad se alejara por completo de la versión que él tenía y que tanto le estaba costando asimilar.
Con cada minuto que pasaba, Martín comenzaba a darse cuenta de qué tan fuerte era todo aquello… Que él había, ni más ni menos, tenido sexo con su papá; cosa que se decía poco, pero que era fuerte… Muy fuerte.
Milagrosamente los ajustes a la prenda inferior que vestía terminaron sin que un solo alfiler rozara su piel, al menos eso debía abonárselo a la diseñadora.
Cuando Georgina abandonó el probador vistiendo su bonito vestido al estilo victoriano, se notaba a la legua cómo este le calzaba como un guante, envolviéndose de manera precisa alrededor de sus brazos y entallado a la perfección en su aceptablemente voluminoso pecho.
Después de los halagos y los ajustes, después de que Gonzalo dijera a bocajarro que le daba envidia el cuerpo curvilíneo y femenino de Georgina, y de la poca vergüenza de ésta al decirle que le parecía extraña su apreciación, ya que ella habría apostado un pulmón a que la chica en la relación sería Martín por sus rasgos suaves o en su defecto por los rasgos fuertes de Gonzalo, los cuatro por fin abandonaron el local en dirección al parqueadero.
En cualquier otra circunstancia Martín se habría negado en redondo a seguirle la corriente a Georgina en cualquiera de sus planes o invitaciones o lo que fuese, y estuvo bastante tentado de hacerlo, pero dado el entusiasmo de Carolina y el de Gonzalo por tener plan para esa tarde, y de que él mismo necesitaba a toda costa distraerse y alejar su cabeza del incómodo asunto que ocupaba su mente desde la noche anterior, siguió a los otros tres sin abrir mucho la boca y sin protestar.
Este comportamiento inusual hizo que Carolina se enganchara de su brazo y lo mirara de forma inquisitiva, incluso entornando ligeramente los ojos como si buscara ver más allá de su capa de piel y leerle la mente.
—Oye, Tiny. ¿Todo bien? —Le susurró al oído mientras le rodeaba la cintura con un brazo y él en respuesta automática mandaba un brazo alrededor de sus hombros y la pegaba completamente a él. A Martín esa simple pregunta lo tocó en lo más profundo, porque él odiaba el melodrama y jamás fue de los sentimentales que se quejara por todo e hiciera drama por cualquier cosa, pero nada estaba bien. Se limitó a asentir con la cabeza. Aún no estaba preparado para hablar del tema… Ni siquiera con ella—. Pues no pareciera, cariñito. Hoy no pareces tú.
Siguieron avanzando en silencio, sin que Martín replicara o ella insistiera. Eso era lo bueno de su Carito, ella sabía perfectamente cuando era oportuno sólo estar ahí y no decir nada más.
—No traje mi auto, chicos. Así no tendría que dejarlo aquí como la vez anterior y luego tener que volver para recogerlo o hacer que Martín dejara el suyo. ¿Tienes problema con que todos nos vayamos en el tuyo, Martín? Si es así puedo llamar para que nos recojan.
Martín no estaba acostumbrado a tratar con esta Georgina solícita y… normal. Él solía tener más presente a la Georgina melodramática que solía comportarse como una bruja caprichosa y hacerse películas raras en la cabeza y que normalmente no tenía nada que ver con él.
—No, no tengo ningún problema con ello. ¿A dónde vamos?
***
—…Y ahí fue cuando Martín comenzó a chantajearme con el asunto de la fotografía —Georgina terminó su relato y Martín le dio una fiera mirada a través del espejo retrovisor—. Okey, no. Pero me sentí igual que sí así hubiese sido. Tenías información gráfica acerca de mí. No había nada que yo pudiera hacer al respecto y no querías darme el archivo o borrarlo —Ella se cruzó de brazos, logrando con esto que sus pechos, empacados al vacío en un top licrado que le sentaba de maravilla, escalaran un poco más en su caja torácica—. Tú nunca me dejaste ver esa imagen… Ni siquiera sé si quedé bien.
Gonzalo, que iba sentado en el asiento del copiloto, levantó la mano derecha y agitó los dedos.
—Yo la vi y te aseguro que quedaste muy bien. Eres bastante fotogénica.
—Secundo la moción. Muy bonita, a decir verdad —apoyó Carolina—. Pero… Dime algo, ¿En serio ese profesor del que hablas te estaba tirando los tejos o sólo te lo pareció? Es que en la fotografía él parece un poco… sorprendido.
Fue muy educada y sutil la manera en la que Carolina dijo «sorprendido» en lugar de «absolutamente aterrorizado y para nada colaborador».
Georgina se desplegó en una explicación acerca de cómo algunos hombres coquetean, enviando señales sin siquiera ser conscientes de ello, asegurando que eso era lo que había pasado con Ricardo y ella.
Ante esto, Martín negó ligeramente con la cabeza, porque ese supuesto coqueteo había sido como los orgasmos múltiples masculinos, puro mito.
—Puedes tranquilizarte con ese tema. Ese archivo ya no existe. Lo borré.
—¿En serio hiciste eso? —Martín asintió con la cabeza—. Gracias… Supongo. ¿Por qué lo hiciste?
—No lo hice por ti, si es lo que piensas. Entre mis intereses no está el facilitarte la vida de algún modo. Sólo me aburrí de ese asunto.
—No sé si creerte, Martín.
—Pues no tienes otra opción. No hay manera de que te lo demuestre y de haberla no me interesaría hacerlo.
Durante los siguientes treinta y cinco minutos las chicas en el asiento trasero se enfrascaron en una conversación acerca de temas que aparentemente sólo les interesaban a ellas dos, puesto que no estaban haciendo partícipe a nadie más. Emitían ocasionales risitas, mientras estaban inmersas en su mundo. Quizá no era que ellas estuvieran siendo especialmente reservadas, sino que Martín no estaba prestando atención o que después de que le hicieron un par de comentarios que él ignoró por completo, ellas sólo decidieron darse por vencidas.
Cuando su atención decidió centrarse un poco más, al pillar unas cuantas frases de la conversación, supo que ellas no hablaban acerca de brillo de labios o laca para uñas —a pesar de que Martín sabía a la perfección que pensar así y estereotiparlas de esa manera lo convertía en un ser asquerosamente machista, no estaba en su mejor momento—, sino del hecho de que para esas alturas del año, a escasos cinco meses de finalizar el instituto, Georgina aún no tenía la más mínima idea de qué quería estudiar y eso la llenaba de angustia, pues no sabía que haría con su vida una vez que terminara con la educación básica. Carolina le mencionó algo acerca de acompañarla a visitar un salón de enseñanza en el que podría recopilar folletos e información acerca de varias carreras.
Martín nunca había pensado a consciencia acerca de su futuro; no por lo menos hasta el punto en que esto llegara a causarle angustia. Desde hacía unos cuantos años la pintura se había convertido en algo realmente importante para él, así que pensó en que ese era un camino lógico y apasionante. Claro que de inmediato su abuela comenzó a hacer planes de mandarlo a estudiar al exterior. Ella incluso recabó información acerca de academias y universidades, y ante tanta seriedad en el asunto él ya no miró para otro lado. Le gustaba su elección y no iba a renegar de ella solamente para llevarle la contraria a su abuela y sentir que no se estaba dejando manipular, después de todo ella únicamente lo estaba apoyando en algo que a él le interesaba.
A su lado, Gonzalo estaba inusitadamente tranquilo. Él miraba de forma pasiva a través de la ventanilla y disfrutaba del viento, como si eso le bastara para sentirse a gusto y en paz. Movía los labios siguiendo la letra de la canción que sonaba a bajo volumen en la radio. Su voz no se escuchaba, sólo hacía lip sync mientras el paisaje se desplazaba raudo hacia atrás, con ocasionales paradas en los semáforos o en pequeños atasques del tráfico que no tardaban mucho en deshacerse.
No era que nunca hubiese sido capaz de imaginar que Gonzalo tendría momentos de absoluta calma y silencio o que eso lo tuviese especialmente sorprendido, era que nunca antes había tenido la oportunidad de verlo así. Estar cerca de Gonzalo siempre había sido un remolino colorido y carente de silencio. ¿Qué estaría pasando por su cabeza en ese momento? ¿Cosas calmas y tranquilas como su semblante hacía parecer? ¿O quizá, como en su caso, la aparente calma ocultaba un gran cúmulo de pesar, de incomodidad y de rabia?
El corazón de Martín palpitaba con rapidez y con fuerza dentro de su pecho… Atribulado e incómodo… Y en cierta extraña manera también herido y traicionado. Con cada segundo que pasaba todo parecía aumentar de tamaño.
Era un terrible mal momento para que las ganas de llorar que le fueron esquivas durante toda la noche empezaran a aparecer. No era buen momento para que el particular dolor de garganta que acompañaba al llanto contenido empezara a dar señales de vida.
No haber comido nada en lo que iba del día y apenas haber dormido comenzaba a pasarle factura. Sus manos frías y temblorosas que se sujetaban con fuerza del volante, su visión llenándose de puntos brillantes y de la extraña sensación de tener la imagen solarizada de su propia pupila bailando en su campo de visión, su cabeza bullendo en cientos de pensamientos que empezaban a volverse confusos.
Iba a tener un bajonazo de los malos, uno que no sabía si obedecía a su cada vez más frecuente problema con los niveles de azúcar o a la masa maligna y cancerígena que seguro estaba creciendo y ganando terreno en alguna parte de su cuerpo… Apostaba a que en el cerebro. Sería por completo algo irresponsable de su parte no detener el auto de inmediato.
Redujo la velocidad y, en una maniobra no muy decente, aparcó el auto a un lado del camino. Sin apagar el motor o sacar la llave del contacto, apoyó el brazo sobre el volante y luego dejó caer el cuerpo hacia adelante, cerró los ojos y apoyó la frente sobre su brazo. Comenzó a respirar profundo, tratando de deshacerse del malestar. Eso casi siempre le funcionaba. Sinceramente, trataba de no caer redondo allí mismo y con ello hacer el ridículo.
—¿Por qué nos detenemos? Aún falta bastante para llegar —Georgina dijo las últimas palabras más lento y bajo, como si en mitad de la frase hubiese notado que algo andaba mal.
—Hey, Martiny. ¿Estás bien?
La mano de Gonzalo se apoyó en su hombro.
Antes de que nadie dijera una sola palabra más, Martín se irguió en el asiento y se desabrochó el cinturón de seguridad. Percibió en la cara de Gonzalo cómo el parecía a punto de abrir la boca y agregar algo más, así que decidió adelantarse.
—Carolina, ¿Podrías conducir tú, por favor? —De seguro querrían una explicación—. Anoche no dormí gran cosa. ¿Qué tal si me quedo dormido al volante? Eso no era falso del todo. Era parte del problema.
Intercambiaron puestos y para ser sincero, Martín se sorprendió de no haber azotado contra el pavimento en cuanto puso un pie fuera del auto.
—¿Es sólo eso? Sé que usualmente sueles verte como la leche, pero hasta de los labios se te ha ido el color. Dinos la verdad, ¿Te sientes mal?—Carolina le hablaba ya acomodada en el asiento del piloto, mientras se abrochaba el cinturón.
—Para ser sincero, me siento como si estuviera a punto de morir.
Tras esta declaración, la tensión, el silencio y la sorpresa se instalaron cómodamente en el auto durante más de un par de segundos. Todas las miradas fijas en él. Ninguno parecía saber qué decir. La incomodidad fue tan palpable, que si no hubiese estado tan ocupado respirando profundo para calmar el latido enloquecido de su corazón y el mareo, se habría reído a carcajadas. La bonita cara morena de Carolina tenía una extraña expresión, mezcla de incomodidad y terror. Gonzalo tenía el ceño fruncido con contrariedad. Martín se dio cuenta de cuanto podía llegar a afectar a las personas cercanas a él, el hecho de que pudiera llegar a estar enfermo de alguna manera.
—Estoy jugando… Estoy muerto de sueño, eso es todo.
—Gonzalo, cambiemos de lugar. Yo me sentaré al frente con Carolina y tú pásate aquí atrás con Martín. Seguro que él te prefiere a ti a su lado.
—Cámbiate a este puesto mientras vuelvo —dijo Gonzalo mientras abría la puerta del auto.
—¿A dónde vas? —La voz de Carolina se escuchó un tanto histérica, lo cual era en cierta medida comprensible, porque ella estaba acostumbrada a ver en Martín a alguien inquebrantable que a pesar de ser menor que ella, siempre se mostraba y se sentía como un ente protector.
—Voy a conseguirle algo de tomar a Martín… Un café o algo así. No tardo.
El rápido vistazo que le dio Gonzalo, le demostró a Martín que a él no lo había engañado del todo con la historia de simplemente estar muerto de sueño.