Mentiras y otros pecados (Oh Daddy) Parte 2
1
La prensa entre sus manos temblaba ligeramente. El corazón bullía dentro de su pecho con una mezcla de sentimientos encontrados, todos muy poderosos. El haber sabido de antemano que aquella era una posibilidad latente, que la funesta noticia podría llegar a sus oídos en cualquier momento, no había ayudado a mitigar la impresión y el golpe que representaba el enterarse de su muerte, como tampoco lo hacía el hecho de, en algún momento de su vida, haber sentido que odiaba a Julián con todas sus fuerzas.
Él había muerto en otro país, lejos de ella y de sus propios hijos, pero de seguro no murió solo, podía suponer que Abraham había estado a su lado si es que todo el amor que decían tenerse era profundo y verdadero. En el fondo esperaba con toda su alma que así hubiese sido, y aunque esta presunción la confortaba al igual que la amargaba, Lorea siempre había sido de las fervientes creyentes de que nadie merece morir en completa soledad, sin nadie de quien despedirse y que sujetara gentilmente su mano mientras llegaba el momento de expirar el último aliento.
Durante mucho tiempo su corazón no había albergado más que resentimiento para con Julián. Un resentimiento que se daba la mano con el sentimiento de humillación que le proporcionaba el hecho de haber sido abandonada, de no haber sido suficiente para mantener a su lado al hombre por el que había luchado con uñas y dientes hasta haber logrado hacerlo suyo; hombre junto al cual había fingido, incluso para sí misma, tener una vida de ensueño que se desmoronó en cuanto él se fue, siguiendo sus instintos primarios y retorcidos… Cuando la dejó a ella y a sus dos hijos para correr a los brazos de su amante, a yacer en la cama de un macho. Yéndose sin importarle que cuando lo hizo Joaquín, el más pequeño de sus hijos, no tendría más de trece años en aquel momento.
Ahora, aunque el recuerdo aún la lastimaba, creía haber superado y perdonado aquello. Tenía que haberlo hecho, teniendo en cuenta que ella había dado un paso al frente y había rehecho su vida al lado de alguien más… Del hombre más maravilloso de todos, del hombre que había sido capaz de desatrofiar su corazón herido y rencoroso.
En el artículo de prensa, que era bastante corto, se mencionaban sus logros profesionales, aquéllos surgidos del amor por el cine y la literatura; una constante en su vida que más que una profesión siempre constituyeron una pasión que construyó su personalidad y rigió más de un aspecto en sus días.
Hablaban con verdadero sentimentalismo acerca de su lucha contra la enfermedad que después de creerla superada finalmente le había arrebatado la vida. Hablaban de él con orgullo, como un hijo adoptivo del país que se había ido a otra parte del mundo y había dejado en alto el nombre de sus dos patrias, la que lo vio nacer y aquella en la que vivió durante un tiempo considerable, hablaba de sus ancestros y aunque Lorea era perfectamente capaz de entender que no hicieran mención de ella, que no era más que la exesposa a la que nunca amó y junto a la cual nunca fue feliz en realidad, no compartía el hecho de que tampoco mencionaran a sus hijos.
No hacían alusión a su familia, a sus hijos que eran más su legado que aquellas películas en las que Julián invirtió más de la mitad de su vida y su dinero. El nombre de Ignacio o el de Joaquín no se leía por ninguna parte. En cambio, como era de esperarse, el nombre de Abraham sí que aparecía, aunque no lo llamaban por el apelativo que le correspondía: su amante, sino que se referían a él como su gran amigo y codirector.
De seguro no estaba en lo correcto, pero no podía evitar imaginar que la omisión de los nombres de sus familiares más cercanos era cosa de Abraham. Que él, de alguna manera, había metido la mano para que no hicieran ninguna alusión a la vida de Julián antes de que se hubiesen largado a vivir su absurdo idilio.
Y aunque luchaba contra ello, Lorea poco a poco podía sentir los niveles de amargura escalando desde lo más hondo de su pecho al llenarse de ideas y motivos para ello. Resentimiento, congoja e incluso nostalgia ocuparon su interior y se adueñaron rápidamente de su estado de ánimo.
Como consecuencia de estar albergando tantos sentimientos negativos, se sentía miserable y culpable al ver que aquel odio que creía por completo olvidado aún daba muestras de vida mientras chisporroteaba en su interior. Estaba segura de que albergar esa clase de sentimientos negativos hacia alguien que ya no puede hacer o decir algo a su favor, y con lo cual defenderse de las acusaciones, es algo muy mezquino.
A esas alturas de su vida, y teniendo en cuenta como resultaron las cosas, ya todo debía ser sanamente perdonado, olvidado y dejado justo donde pertenecía, en el pasado.
Después de todo, aún recordaba cuánto lo había amado y cómo la destrozó su abandono. Recordaba cómo de henchido había estado su pecho cuando se enamoró de sus letras y de su aire soñador. Recordaba cómo se había enamorado tan profundamente de él al ver que parecía incapaz de poner los pies en el suelo…
Esa era la lucha constante cuando pensaba en él. Por un lado estaban las heridas de la traición, por el otro el hecho de haber experimentado las mieles de sentir que podía llegar a amar a alguien al punto de necesitarlo para respirar. Él le había, después de todo, permitido experimentar la sensación máxima que puede llegar a sentir una mujer: el ser madre.
Sus hijos… ¿Lo sabrían ellos ya, o debería ser ella quién tuviera la terrible tarea de decirles que su padre había muerto? Ella había perdido todo contacto con su exesposo hacía años atrás, pero jamás se molestó en averiguar si sus hijos de alguna manera habían mantenido la comunicación con él.
Ella se había cerrado herméticamente a aquel tema y ni siquiera se había tomado la molestia de explicarles a sus hijos la razón del abandono de su padre. ¿Cómo habría podido explicarles tal cosa? ¿Cómo enfrentar a un par de niños con la idea de que su padre era un completo descarado? Y ahora con él muerto y sus hijos siendo adultos ya no tenía caso.
Dio un hondo suspiro y dejó la prensa a un lado, encima de la cama sobre la que había permanecido sentada.
En el fondo y a pesar de todo, ella había admirado a Julián y a su resolución de ser feliz. Él había sido valiente, aceptado su naturaleza y renunciado a todo con tal de dejar de vivir una mentira. Él puso su corazón por encima de todo y de todos. Ella suponía que una persona a la que le detectan un cáncer que puede arrebatarle la vida en cualquier momento está en todo su derecho para hacer eso.
Echó una última mirada hacia la prensa antes de levantarse y dirigirse hacia la terraza con la que conectaba la habitación.
Villegas… Aquel apellido orgulloso, imponente y resonante pertenecía a una familia de abogados con su propio bufete. Paradójicamente un mundo del cual Julián huyó con todas sus ganas. Apellido que ella se había empeñado en ostentar hasta que lo logró hacía toda una vida atrás. El apellido que quiso para sus hijos, a costa de todo, incluso de su propia felicidad y la de él.
La puerta de la habitación se abrió. Sabía a la perfección de quien se trataba, así que no se molestó en disimular su tristeza. Quizá incluso la acentuó más, porque ella necesitaba desesperadamente ser consolada. Sus ojos del color gris del acero habían abandonado toda pose con la que usualmente enfrentaba al mundo y al final cedieron ante las lágrimas, después de todo, en un momento ahora lejano aunque efímero, Julián fue el amor de su vida.
—Sebastian, querido…—Lorea abandonó la puerta acristalada bajo la que se había quedado sin alcanzar la terraza y buscó cobijo en los brazos de su esposo, sucumbiendo por completo a un llanto desesperado y compungido que le contrajo las facciones—. Ha sucedido algo terrible…
—Lo sé… Lo sé, me he enterado… Shhh calma, calma, todo está bien, estoy aquí,
Él se meció ligeramente con ella cobijada entre sus brazos, mientras intentaba calmarla con susurros en su español afectado por su idioma natal, acompañados de ocasionales y ligeros besos sobre la cabeza.
Lorea se abandonó por completo al llanto y a la desesperación, sabiendo a la perfección que él sería su pilar, su roca.
2
—¿Milena? ¿Mariana? ¿Magdalena? ¿Miriam? —Silvana no había dejado de insistir. Ella seguía susurrándole nombres que empezaban con la letra M, tratando de conseguir que él soltara el nombre de la «mujer» que le había enviado aquel atrevido regalo de cumpleaños, en aquellos momentos resguardado en la seguridad de la cajuela de su auto. Su hermana estaba tan frustrada ante su silencio que incluso había empezado a parecer molesta—. ¿Sabes qué Ricardo? Está bien, no me lo digas.
—No pensaba hacerlo de todos modos, así que por favor ya deja ese tema en paz, ¿Quieres?
—Pero… Sólo dime algo, ¿Ella es importante? No me gusta verte tan solo todo el tiempo. Tú necesitas cariño y estabilidad en tu vida.
—Yo… No voy a responder a eso, Silvie, por Dios.
A Ricardo le fastidiaba sobremanera la forma en la que su hermana lo miraba y le hablaba en algunas ocasiones, como si él fuese un cachorrito perdido que necesitaba de constante vigilancia y empujoncitos para no olvidarse de comer. Ella no parecía procesar el hecho de que si él había permanecido solo era porque así lo había querido, porque no había tenido ánimos para echarse a los hombros la carga emocional que representaba para él tener una pareja estable después de haber terminado una relación que había sido demasiado significativa y había terminado de la peor manera. Había algo dentro de él que estaba irremediablemente roto y no buscaba volver a arriesgarse.
Además, no concebía que justamente ella, que parecía tenerle terror al compromiso y había rechazado dos veces la propuesta de matrimonio del padre de Mike, que prefería seguir viviendo en casa de su madre y manteniendo un noviazgo con el padre de su hijo como si fuese una mocosa y no hubiese un bebé de por medio, fuese precisamente quien se atreviera a mencionar la palabra «estabilidad» cuando de relaciones de pareja se trataba.
No era que juzgara o reprobara las decisiones de su hermana, después de todo era su vida y ella sabría cómo llevarla mejor. Era sólo que Ricardo consideraba que ella tenía cuestiones de las que hacerse cargo en su propia vida amorosa antes de siquiera atreverse a echar un vistazo a la de él. Quizá sólo estaba a la defensiva porque tenía todo un juego de dilatadores y consoladores en la cajuela de su auto y le avergonzaba que ella los hubiese visto o supiera de dónde habían salido.
¡Dios! ¿Qué pasaría si por azares de la vida la policía lo paraba en el camino y le pedían que abriera la cajuela del auto al peor estilo de las películas? Solamente esperaba que si eso llegara a ocurrir su madre no estuviera presente. Las haría tomar un taxi de vuelta a casa, sólo por si las dudas.
Dilatadores. Pensó en la colita peluda que pendía de uno de ellos e involuntariamente escapó de sus labios una sonrisa entre nerviosa y divertida que fracasó estrepitosamente en su intención de ser discreta. Sonrisa que hizo que su madre mirara con extrañeza en su dirección, interrumpiendo el recorrido de la cucharilla cargada con puré de zanahorias que iba de camino hacia la boca de Mike.
Podía imaginar la cara pícara de Martín al escoger aquel obsequio para él, de seguro regodeándose al anticipar su posible reacción. Conociéndolo, Ricardo podía asegurar que el principal motivo de Martín era fastidiarlo, incomodarlo. De seguro Martín pensó que él se escandalizaría, ya que después de todo él lo había llamado santurrón y quizá tenía algo de razón porque sí que estaba un poco escandalizado, pero a lo que había apelado aquel estuche estaba más relacionado con su imaginación y su libido que con su vergüenza.
Aquella sonrisa tuvo como consecuencia que Silvana se pusiera perspicaz y volviera a atacarlo con una nueva oleada de nombres femeninos que iniciaran con la letra M. ¿De verdad existían mujeres llamadas Macaria?
En algún momento su madre reclamó sus atenciones y preguntó de qué tanto cuchicheaban ellos dos dejándola de lado por completo, pero Ricardo comenzó a caer tan rápido y tan profundo dentro de sus propios pensamientos que incluso se había perdido la respuesta que dio su hermana al respecto. Ella bien pudo haberle cubierto la espalda dando alguna excusa o haberlo aventado de cabeza al explicar la naturaleza de aquello que la tenía en un estado de curiosidad extrema que él se negaba a saciar, y él ni siquiera se había dado por enterado.
Este estado de profunda concentración, que lo alejaba de la mesa aún al hallarse físicamente presente, se debió al simple hecho de que cada nombre y pronombre que había salido de boca de su hermana al tratar de hacerse con información, había sido indefectiblemente femenino.
Por supuesto era capaz de entender que su hermana soltara un nombre femenino tras otro. De hecho no habían razones para que fuese de otra manera; al menos no razones que ella conociera. Él seguía sintiéndose por completo heterosexual, ergo los demás lo seguían percibiendo de la misma manera… y comenzaba a sentirse como un completo hipócrita por ello, porque el magnetismo que Martín ejercía sobre él, no era poca cosa. De hecho era algo tan intenso, que estaba logrando hacer tambalear todos sus cimientos.
¿Acaso podía serse parcialmente gay? ¿O podía llegar a existir algo como convenientemente gay? Estaba la bisexualidad, por supuesto, pero no sentía que fuese su caso. La idea de tocar y compartir con otro hombre le era absurda y descabellada. Cuando pensaba en el tipo de belleza que despertara su libido y su deseo en su mente siempre se dibujaba la imagen de una mujer. En lo que a su mismo género se refería todo se limitaba a Martín y a nadie más que él.
Ni homo, ni bi, ni nada… Era Martínsexual. Punto.
Su mente divagó sin mucho control a lo largo y ancho del asunto. «¿Qué tan desastrosa podría llegar a ser mi vida si todo esto llega a saberse?». Se vio obligado a pensar en ello porque su familia, las personas que más le importaban y a quienes afectaría aquella situación estaban allí con él.
Cada posible escenario que dibujó en su cabeza no fue nada bonito o alentador. Podía visualizarse siendo juzgado, repudiado, criticado e incluso odiado, pero también se sorprendió al descubrir que, al menos en su mente, ya tenía asumido que habría algo que saberse, porque estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias con lo que a Martín respectaba.
La respuesta a su propuesta de ser su amante era un rotundo sí desde el mismo momento en el que se lo había planteado, pero él no quería parecer tan fácil. No iba a decírselo. Iba a dejarlo conquistarlo, quería hacerle creer que debía luchar para llegar a conseguir algo de él. Quizá jugar un poco… La posibilidad de eso le gustaba. Quería verlo desplegar su capacidad de atracción y conquista, porque eso era tan excitante como la posibilidad misma de tenerlo entre sus brazos, sus cuerpos enredados uno contra el otro. Soñaba y añoraba aquello.
Le agradaba la idea de quizá decirle que no y verlo frustrado por ello. Jugueteaba con la idea de la sensación de impaciencia, de la curiosidad, de saber cómo podría llegar a sentirse. Si llegaban a intimar aquella sería una Segunda Primera Vez en toda regla para él, pero sin que lo acompañara la torpeza de ser un amante inexperto. De manera paradójica, sería Martín quien le enseñara a él. De su mano aprendería su sexo tan prohibido como prometedor.
Finalmente lo que logró ponerlo de vuelta en la mesa de restaurante que compartía con su familia, fue la vibración del teléfono celular dentro de su bolsillo. Cuando sacó el aparato para ver de quién se trataba, pudo percibir el brillo travieso en los ojos de su hermana cuando ella en un rápido vistazo logró vislumbrar un nombre femenino que comenzaba con la letra M.
Ella ya comenzaba a agitar las cejas con picardía cuando él se apresuró a sacarla de su error.
—Ni siquiera te atrevas a pensarlo, no es ella —. le susurró, sin descolgar la llamada.
—Sí, lo que tú digas.
Por supuesto, Silvana no le creyó. Ricardo blanqueó los ojos y suspiró.
—Discúlpenme un momento, por favor —retiró la servilleta del regazo y abandonó la mesa, alejándose unos cuantos metros hasta situarse cerca de la recepción—. Micaela, buenas tardes.
—¿Ricardo, cómo está?—Él había pensado que la intención al hacer aquella pregunta era esperar porque él diera una respuesta, pero ella no le dio la oportunidad y simplemente continuó hablando—. ¿Martín está con usted?
A pesar de todo, hablar con Micaela acerca de cualquier tema que tuviera relación con Martín aún seguía pareciéndole algo intimidante. Incluso si era una pregunta tan simple como aquella en el fondo él seguía esperando porque detrás siguiera algún tipo de reproche o reclamo, o que ella lo tildara de inmoral y pervertido y le pidiera que se alejara de su hijo, más aún si ella se escuchaba así de ansiosa.
Carraspeó y apretó fuerte el teléfono antes de disponerse a hablar.
—No, no estoy con él. De hecho no lo he visto desde que fui a dejarlo a su casa hace dos días. ¿Pasa… Pasa algo? —. Se atrevió a preguntar.
—No… Sí. Bueno, si ocurre algo, pero nada grave.
Estuvo tentado de preguntar si ese «no tan grave» tenía algo que ver con él, pero se contuvo porque eso sonaría en exceso paranoico. Si preguntaba directamente qué ocurría, posiblemente no obtendría una respuesta al verse como un completo entrometido.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —decidió que ese cuestionamiento era menos atrevido y cabía la posibilidad de obtener una explicación. Aunque si ella simplemente llegara a responderle con un no, ninguno de los dos se sentiría demasiado mal por eso.
Al otro lado de la línea se escuchó un prolongado suspiro que podía ser interpretado como una cierta forma de derrota.
—Sólo… No lo deje solo, Ricardo. Por favor en cuanto lo vea ¿podría enviarme un mensaje? Solamente quiero saber que está bien.
—Por supuesto —respondió solícito, mientras veía la sonrisa socarrona en labios de su hermana. Ella de seguro pensaba que él estaba en medio de una llamada caliente con la misteriosa y atrevida M. Dio media vuelta y prefirió mirar hacia la calle a través del portal de vidrio y no hacia ella, que empezaba a ponerlo de los nervios.
—Él y yo tuvimos una discusión esta mañana y… Dios, esto es tan vergonzoso —Mucho de lo que sonó al otro lado podía ser interpretado como chasquido de labios y batir excesivo de pestañas, aunque esto último era más una presunción que otra cosa por obvias razones. Era sólo que aquellos suspiros y chasquidos iban acompañados de pestañeos en su mente—. Para resumir, mi hijo no quiere saber nada de mí ahora mismo y él tiene razones de peso para estar así de enfadado conmigo. Después de rechazar todas las llamadas que estuve haciéndole de manera frenética durante más de una hora, me apagó el teléfono. Siempre he pensado que yo no soy la villana de la historia… Pero ahora mismo ya no estoy muy segura.
3
Nadie es capaz de estipular el momento exacto en el que es vencido por el sueño. La mayoría de las veces, sino es que todas, una persona solamente es capaz de darse cuenta de que se ha quedado dormida en cuanto despierta. Tal como después de haber sido levemente zarandeado por el hombro derecho, Martín se dio cuenta de que se había quedado profundamente dormido en el asiento trasero de su propio auto, debajo de uno de los brazos de Gonzalo, con la cabeza reposando ligeramente contra su pecho.
—Tiny, es tu mamá al teléfono —A pesar de que era Carolina quien le hablaba, la persona que le extendía el celular era Georgina desde el asiento del copiloto. Le tomó unos cuantos segundos ubicarse en el tiempo y en el espacio y llegar con ello a dos rápidas conclusiones. La primera era que se sentía mucho mejor y la segunda era que aquello de tener que fingir estar saliendo con Gonzalo cuando Georgina estaba cerca, hacía que el otro se aprovechara hasta de la más mínima oportunidad para meterle mano de cualquier manera. Le costaba creer que hubiese llegado a aquella posición por sí mismo mientras estaba dormido, aunque no iba a negar que estaba bastante cómodo contra su pecho—. Dice que tienes tu teléfono apagado y por eso se comunicó conmigo, por si estábamos juntos. Contéstale rápido, dice que está a punto de abordar un avión.
Martín se quedó mirando el teléfono como si éste fuese un objeto desconocido con el cual no sabía cómo proceder y se debatió entre sí era prudente recibirlo o no. Si decía la frase que tenía picándole en la punta de la lengua: Dile que si tengo el teléfono apagado, es porque no quiero hablar, aquella escena de tardeada con sus amigos y Georgina se convertiría rápidamente en tres personas mirando extrañadas en su dirección y posiblemente queriendo averiguar cuál era el problema entre su mamá y él. Por lo menos Carolina no lo dejaría en paz hasta que se lo dijera.
Estiró la mano y tomó el aparato, mientras sintió como Carolina ralentizaba la marcha y vio cómo se detenían junto al andén.
—¿Es aquí? —Georgina movió positivamente la cabeza ante la pregunta de Carolina—. Pues vaya pedazo de edificio.
En lo que Gonzalo, sin liberarlo del todo aún, se entretuvo mirando a través de la ventanilla para analizar el exterior, Martín aprovechó y colgó la llamada sin más. No hubo mucho lugar en su pecho para la culpabilidad una vez que hubo hecho aquello, porque ahora que volvía a estar del todo despierto y alerta, las palabras «Joaquín» y «papá» habían vuelto junto con su plena conciencia.
—Caray… Ahora como que me siento un poco culpable de haberte tenido entretenida con un vulgar tubo de pole dance en medio de mi sala. De haber sabido que eras una princesita en toda regla, al menos te habría dado un vaso para la cerveza, Georgy.
La vergüenza de Gonzalo sospechosamente se parecía un montón a la sorna.
—Ese día fue de lo más sinceramente divertido que he tenido en eras. No puedo recordarlo sin reírme y me moría por volver a verlos. Martín, espero que no me odies por estar tomándome el atrevimiento de acaparar a tu mejor amiga y a tu novio —Georgina le hablaba mirándolo a través del espejo retrovisor, levemente recargada hacia el asiento de Carolina—. ¿Ya te sientes mejor?
—Sí, mucho mejor. Gracias.
No dijo más porque aún no decidía cómo se sentía con respecto a ella teniendo cabida en su vida social, con sus amigos de verdad. En definitiva no la consideraba una amenaza como para que pudieran llegar a dispararse sus celos o algo parecido. Tampoco dijo mucho más porque de manera inconsciente su mente tendía a desviarse hacia otros asuntos, aunque constantemente volvía a «¿Qué carajos estoy haciendo aquí? Es Georgina, por Dios».
—Carolina, por favor acerca el auto al scanner de allí.
—¿Scanner?
Contrario a Martín, que vivía a las afueras en un lugar tranquilo donde el paisaje estaba dominado por extensas áreas verdes y las casas estaban a una distancia considerable unas de las otras, Georgina vivía en lo que muchos llamaban la Zona Play de la ciudad, con muchos rascacielos, decenas de almacenes, tiendas, cafés, restaurantes, centros comerciales y mucho tráfico.
Martín imaginó que quien quiera que hubiese sido el arquitecto que diseñó el edificio al que estaban a punto de ingresar, había pensado que éste emanara modernidad por cada vértice, pero lo más probable era que el único entre ellos que contaba con un verdadero criterio para juzgar tal cosa era Gonzalo por ser estudiante de arquitectura. Era una estructura inmensa y acristalada donde predominaban el acero, el vidrio y la presunción de que todos sus habitantes eran potencialmente secuestrables, a juzgar por el nivel de seguridad.
Un Edificio Inteligente. Ningún portal se abrió sin que Georgina pusiera su huella en los diferentes paneles. Gonzalo, Carolina y él debieron dejar sus documentos de identidad en manos del guardia en la recepción a cambio de tarjetas con sus fotografías en blanco y negro, cuya última intensión era hacerlos ver favorecidos y acreditarlos como visitantes. Como esta vez no importaba, Martín dejó su tarjeta de identidad con el año de nacimiento real, que lo acreditaba como aún ilegal para muchos asuntos que él simplemente se pasaba por el forro.
—¿Y? ¿En qué piso está el papa? —preguntó, ya fastidiado de tanto personal de seguridad con pinganillos en la oreja.
—Para una próxima oportunidad sus números de documento y sus nombres ya estarán registrados en el sistema y no deberán dejarlos en físico. Debí haber pedido que ingresaran sus datos esta mañana, pero me olvidé de hacerlo. Me encargué de todo, excepto de eso, lo lamento —. Georgina se disculpó y Martín se preguntó qué significaba ese «todo» y qué era lo que la llevaba a pensar que habría una próxima oportunidad.
Esta chica apenada y solícita difícilmente podía ser la misma chillona que armó un escándalo en el cumpleaños número nueve de Martín, porque no dejaron que fuese ella quien soplara las velitas sobre el pastel. La primera y única vez que Martín dejó que la invitaran a una de sus piñatas. Pero bueno, supuso que todo el mundo madura y hasta ella merecía una segunda oportunidad. Para ese momento del día, con respecto a todo lo que rondaba alrededor de ella, Martín sentía más curiosidad que otra cosa y se preguntaba si ella no estaba en medio de alguna especie de conspiración para robarse a sus amigos. Sin embargo la distracción era algo que agradecía.
El ascensor era una cabina acristalada que iba por fuera del edificio. Desde dentro podía verse una panorámica imponente de la ciudad. Esto, en lugar de fascinarlo, le recordó a Martín que su tolerancia a las alturas —teniendo en cuenta que parecían estarse desplazando en la zapatilla de cristal de la cenicienta— era moderada y tenía un límite que ese día en particular parecía haber disminuido de manera notable, a juzgar por la manera en la que casi de forma involuntaria su cuerpo buscó la cercanía de Gonzalo, que era el más próximo a él. Iban en el piso veintisiete y el ático en el que vivía Georgina estaba en el piso cuarenta.
No iba a hacer un alboroto por ello, pero definitivamente agradecería que el momento en el que debiera abandonar el ascensor llegara rápido. No era el más fanático de los documentales y las estadísticas, mas sabía que el índice de muerte en ascensores en mal funcionamiento era alarmantemente alto. Y si así debía ser, si su destino era perecer estando dentro de uno de esos aparatos, ¿Era acaso mucho pedir que no fuese en uno transparente donde sería testigo de la manera en la que el suelo se aproximaba rápidamente para hacerlo puré?
Hizo entonces lo más inteligente que podía hacer. Le dio la espalda a la transparencia y clavó la vista en las puertas metálicas. Mientras Martín veía cómo Carolina estaba recostada contra el cristal y Georgina le señalaba cómo desde allí se veía el parque de diversiones con la Rueda de Chicago más grande de Latinoamérica, una extraña sensación se apoderó de sus rodillas como si estas se reblandecieran y se llenaran de cosquillas a causa del vértigo, y él no tenía una idea exacta de por qué estaba pasando aquello… Oh, cierto, de seguro podía culpar al tumor, al cáncer, a la conmoción de ver su vida como la conocía yéndose por el retrete.
Sintió el peso de Gonzalo asentarse sobre su espalda y percibió su intención de pasarle uno de los brazos por encima de los hombros.
—Oye, no hace falta que te tomes tan en serio tu papel de novio. Existe algo llamado espacio personal. Por favor, no lo transgredas —. Susurró sólo para Gonzalo, con los dientes apretados y quizá más agresividad de la necesaria. Se arrepintió en cuanto vio al otro regalarle una pequeña sonrisa triste y dar un paso hacia atrás mientras agachaba la mirada.
Quizá estaba desquitándose con la persona equivocada. Pero con Gonzalo nunca se sabía, aquel podía ser un simple gesto de amistad o ser el precedente a que sin previo aviso le metiera la lengua hasta la garganta. Tuvo la intensión de disculparse, de verdad quería y necesitaba hacerlo para frenar el remordimiento que comenzó a dominarlo de inmediato, sin embargo el ascenso en aquella máquina de tortura disfrazada de modernidad llegó a su fin y la atención de las chicas volvió a incluirlos.
El hecho de que de alguna manera Gonzalo y él estuviesen haciéndose más cercanos, al parecer comenzaba a tener ese tipo de horribles consecuencias. Ahora resultaba que le interesaba y le afectaba si lo hacía sentir mal cuando un tiempo atrás eso había sido como una especie de hobbie para él.
Ático, piso cuarenta. Anunció una voz electrónica que lo tomó por sorpresa. Las puertas permanecían abiertas para él, que era el único que había permanecido dentro del ascensor mientras los demás lo miraban desde el recibidor de Georgina con algo de contrariedad.
El lugar era impresionante, moderno, elegante y por supuesto gigantesco. Desde las muchas superficies acristaladas que dominaban las paredes podía apreciarse la panorámica de la ciudad, que estando dentro del inmenso dúplex ya no se veía tan intimidante.
Georgina les explicó que hacía cinco meses ella y su familia vivían en aquel edificio que, repitiendo sus palabras, era el absoluto orgullo de su padre. El más grande y moderno edificio inteligente utilizado con fines residenciales que se hubiese construido en el país hasta el momento. A través de la inmensa ventana les señaló que aquel moderno complejo residencial contaba con otra torre casi igual a aquella en la que se encontraban. La gran diferencia radicaba en que la otra no contaba con el ático que su padre había diseñado y construido exclusivamente para la familia.
En medio de la charla acerca de la edificación, durante la cual Gonzalo se mostró por completo fascinado, Georgina no tardó en poner en claro que su padre era dueño de una constructora, que ella le hablaría acerca de Gonzalo y que de seguro él no pondría ninguna pega en ayudarlo con las prácticas laborales cuando llegara el momento. Por la sonrisa de Gonzalo, Martín podía apostar a que aquello era una gran noticia para él, sobre todo teniendo en cuenta que el grandullón casi se había ahogado con su propia saliva cuando Georgina mencionó su apellido y el nombre de su padre.
—No te dejaré olvidarte de esa proposición. Vaya… Qué buena suerte, seguro que esta mañana me levanté del lado correcto de la cama —. Gonzalo parecía de aquellas personas a las que era fácil hacer feliz; de aquellas personas que se aferraban con uñas y dientes a cualquier cosa buena que les pasara. Por supuesto esta presunción hizo que Martín se sintiera miserable, porque de alguna manera comenzó a interpretar eso como que aquello era algo inversamente proporcional y él era también alguien sumamente fácil de lastimar e intuía que esa era la razón por la cual Carolina lo protegía tanto.
—Oh por Dios. ¿Esta de aquí eres tú, Georgy?
La voz de Carolina lo trajo de vuelta del limbo. Los demás estaban ya al otro lado de la estancia mientras él permanecía anclado frente a la ventana. Era como si él estuviese en la misma película que ellos, pero su velocidad de reproducción fuese diferente, mucho más lenta. Parecía, además, no tener diálogos en aquella película.
Se acercó a ellos para observar la fotografía que Carolina estaba señalando y se encontró con una imagen de cuerpo completo de una Georgina de unos nueve o diez años, con el cabello recogido de manera severa en un moño en forma de dona en la parte posterior de la cabeza y del cual de todas maneras escapaban un par de mechones ligeros que le enmarcaban suavemente el rostro. Ella estaba enfundada en un tutú de color rosa pálido que se pegaba por completo a su pecho del todo plano y estaba haciendo una floritura estilizada y graciosa con todo el cuerpo.
—Sí, soy yo —La sonrisa de Georgina estaba cargada con cierta nostalgia—. Me encantaba ir a esa clase, ponerme el tutú y sentirme delicada y graciosa… Como un cisne —hizo un movimiento fluido con un brazo que Martín supuso estaba emulando el ala del jodido cisne al que se había referido o algo así—. Estuve en ello un año completo. Estaba convencida de haber nacido para eso y mis maestras no hacían más que adularme y vaticinarme un gran futuro. Yo creo que hubiese llegado a ser una Prima Ballerina si me lo hubiese propuesto… pero lo abandoné.
—¿Por qué? Suenas como si lo hubieses estado disfrutando mucho.
—Y lo hacía, créeme que lo hacía. Para una niña es muy atrayente el hecho de sentirse y verse como alguien gracioso, frágil, grácil y delicado. Esa imagen de muñeca de porcelana es como un imán. Solo imagina el vivir de bailar y verte así de hermosa. ¿Pero sabes qué es lo que se esconde tras esa imagen de delicada perfección, Carolina?
—No lo sé. ¿Qué es?
Martín estuvo seguro de que ella diría algo que haría referencia a la gran cantidad de sacrificios, a la severa disciplina, a la obsesión con el peso, a la competitividad excesiva o a lo corta que era la carrera de una bailarina si lo que buscaba era hablar solamente de los aspectos negativos, pero Georgina siempre era capaz de sorprenderlo.
—Pies horrendos. Debajo de esas lindas zapatillas de satén se esconden las pesuñas del diablo, créeme. Por supuesto que yo me había herido bailando, pero a sólo un año de práctica no era aún algo irreversible, así que cuando vi los pies deformes, despellejados y por completo horribles de mi maestra cuando se retiraba las zapatillas, sentí verdadero pánico. Eran pies asquerosos y yo no quería un par igual. Dejé aquello de inmediato y preferí la equitación.
Carolina miró en su dirección y Martín curvó los labios en una media sonrisa cuando la vio enarcar las cejas y apretar los labios en su afán de contener la risa.
***
El almuerzo fue delicioso. Lo tomaron en una terraza cubierta de paneles transparentes abovedados que les permitió ver el cielo encapotado que se desgranaba en torrentes de agua sobre ellos mientras disfrutaban de la comida, de la compañía y del entorno agradable, como lo eran siempre los ambientes que derrochaban lujo y ausencia de privaciones, que le llenaban siempre el pecho con una sensación de bienestar y de deseo de poder algún día llegar a tener un lugar así. Para Carolina, Martín era su puerta a ese mundo bonito, llamativo y cómodo que de otra manera le habría sido demasiado lejano.
Al principio, en el momento justo en el que lo conoció, Martín le pareció un tanto intimidante y un pelín desconcertante, además de tener una cuota nada desdeñable de pedantería, que en realidad resultó ser el particular tipo de humor lleno de sarcasmo que él manejaba pero que ella, aconsejada por su juventud llena de prejuicios y apegándose a los clichés, de inmediato juzgó mal. Así que lo encasilló rápidamente como a un niñito rico —de esos con los que nunca antes se había cruzado— que estando aburrido, una tarde simplemente coincidió con ella en los confines de una conversación de chat.
Ella no era precisamente tímida en aquella época, pero no iba a mentirse al no reconocer la incomodidad que sintió al no poder evitar compararse con él. Cuando después de un tiempo comunicándose sólo a través de la red, finalmente se encontraron en un sencillo café en el centro de la ciudad escogido por ella, ridículamente se sintió inadecuada e inferior.
Ella esperaba encontrarse con una chica. Chica con la cual tendría que disculparse y aclararle que sus gustos lésbicos en realidad no existían. Quería hacerlo con la simple esperanza de que quien fuese que resultara ser ella, no la odiara y quizá con suerte terminaran siendo amigas, disminuyendo así su sentimiento de culpa.
Debió sospechar cuando Tiny69 pidió que no encendieran las cámaras y solamente se escribieran. Mantener el misterio —¡Jah!—. Su fotografía era linda y nunca se le dio por meterla al buscador de imágenes de Google, donde habría descubierto el nombre de la modelo, además ella por algún motivo estuvo convencida de que el «Tiny» de su nickname era por «Cristina»
Camino a su primer encuentro llevaba casi aprendido de memoria su discurso de disculpas y arrepentimiento. En definitiva omitiría la palabra «jugar». Ella planeaba culpar un montón a la confusión, un poco a la curiosidad y otro tanto al despecho. Después de todo, el primer estúpido al que le había entregado su «tesorito» le había jugado chueco y aunque ella ya había puesto su mira en otro objetivo, aquello no se valía.
En lugar de una chica, que ella imaginaba sería poco femenina al estilo tomboy por ser gay, había aparecido Martín con su sonrisa bonita y segura, con sus ojos impresionantes incrustados en su rostro de piel perfecta sobre unas facciones que aún no abandonaban del todo la infancia, con su ropa moderna y de buena marca y su forma correcta de hablar. Cargaba sobre esa piel abismalmente blanca y su cabello de ala de cuervo quince años que parecían más cuando se le escuchaba hablar.
Lo que sí tenía Carolina en aquel tiempo era un montón de orgullo, además de altas cuotas de ese sentimiento que la instaba a estar un poco a la defensiva en todo momento. Pensó que de seguro en algún punto él se burlaría de ella y la miraría con condescendencia o superioridad y Martín no sería el primero en hacerlo.
Desde que había salido de su pueblo y había ido a vivir a la casa de su tía Antonia en la ciudad capital, en su mayoría le había resultado fácil adaptarse y hacer amigos, mas también se había encontrado con un montón de gente que encontraba divertido burlarse de sus formas, de su acento, de su ropa y de sus gustos, o del simple hecho de que hubiese crecido entre caballos y vacas y por ello se creían con el derecho de juzgarla como inadecuada y burlarse, aun cuando ella era notoriamente inteligente e indiscutiblemente bonita.
Si quiso poner cara de póker no le sirvió. Si pretendió hacerse la indiferente, no hubo caso en ello. Si hubiese querido levantarse de la mesa, darle la espalda a Martín y largarse pasando completamente de él, no le resultaría. Porque no hubo necesidad de semanas, ni siquiera días, sino unas cuantas horas y dos tazas y media de café con leche para que el extraño encanto de Martín le explotara en la cara y la envolviera con una sensación de calidez y comodidad que no había sentido desde que abandonara su casa y que ni siquiera su tía y sus primos habían podido brindarle. Dos tazas y media de café para notar lo parecido y lo afines que eran.
Martín era dos años menor que ella y aun así esta pequeña brecha temporal era nula para ellos, e incluso a veces parecía que Martín era el mayor de los dos.
Con él jamás le dio vergüenza el reconocer que había muchas cosas que ella desconocía, por ejemplo, él solo se rio de ella —y se rio bien fuerte el maldito— cuando la vio poner mala cara la primera vez que la hizo probar el caviar y el escargot. Jamás le daba por su lado, si debía burlarse de ella lo hacía, si debía enfadarse con ella vaya que lo hacía. Peleaban por la música, por los lugares a los que ir, por los programas televisivos que ver. Él se burlaba de sus chaquetas floreadas y entonces ella lo llamaba Martincito, cosa que sabía que él odiaba, pero siempre, ante cualquier situación, el cariño estaba latente y la había tratado como a una igual.
De su mano, Carolina conoció mucho mundo y se empapó de muchos ambientes. Él la hizo elevar sus expectativas. Él la pulió, por llamarlo de alguna manera, mas jamás se propuso comprometer su esencia. Y además la colmaba de hermosos y significativos regalos. Por ejemplo, ella casi se hizo pipí encima cuando en su cumpleaños número dieciocho él la llevó a conocer las playas de California y además le regaló un brazalete de la amistad diseñado por su abuela y que valía lo que uno de sus semestres en la universidad. Martín había hecho de ella una persona más segura y de ahí en más cada nueva puerta que él atravesó, lo hizo con ella tomada de su mano.
Por un pequeñísimo lapso de tiempo ambos se confundieron un poco y los sentimientos al ser tan fuertes, los hicieron pensar que quizá el paso lógico sería trascender al estadio romántico de su relación, pero haber cedido ante aquello habría sido un error, porque lo más probable era que para aquellas alturas ya habrían roto y se habrían distanciado, porque ellos no estaban enamorados, sino «amigados» de por vida.
Martín era su mejor amigo, su hermano, una de las personas en las que más confiaba, un alma gemela con la que nunca tendría sexo pero con la cual hablaba un montón acerca de sexo.
Lo de la chica promedio estudiante de mercadeo y el principito heredero de un imperio joyero y del rubro publicitario, hacía tiempo que había dejado de existir. Eran únicamente Carolina y Martín, Martín y Carolina, los amigos, los compinches, los confidentes, la dupla ganadora, aquel par con los que difícilmente se mencionaba un nombre sin pronunciar el otro, como Batman y Robin. Solo que, según ella, Martín debía asumir que él era Robin, pues ella era mayor, más lista y él era el gay.
Toda esta remembranza la llevó a ratificar cuánto quería a Martín y lo mucho que quería en aquel momento patear la entrepierna del jodido pintor de pacotilla por tenerlo así. Porque, oh sí, Carolina podía apostar un pulmón a que lo que fuese que estuviera pasando con su amigo en aquel momento, era su culpa. Aunque si quería engañarse a sí misma, podía culpar a la lluvia, porque Martín a veces solía quedarse como en estado de animación suspendida cuando llovía.
Con respecto a aquello de sufrir por amor, Martín era un completo inexperto. Ella en cambio ya tenía un Master y ojalá nunca hubiese llegado el día en el que ella tuviera que decirle a él un «Te lo dije». Sólo esperaba ser un paño de lágrimas decente para él, porque así se veía Martín, como si fuese capaz de echarse a llorar en cualquier momento.
Todos estuvieron muy animados, excepto Martín que comió poco, de manera mecánica y en un silencio casi absoluto. Su mirada perdida y su despiste no pasaron desapercibidos para ella, pues lo conocía demasiado bien cosa que la había obligado a cubrir los huecos de conversación que él dejaba constantemente sin rellenar.
Lo que sea que le estuviera pasando por la cabeza era importante o grave, porque lo había visto dejar pasar demasiadas oportunidades para burlarse incluso de ella o de Gonzalo que de alguna manera parecía estar haciendo ocasionalmente el payaso a propósito, como si quisiera llamar su atención para desaletargarlo.
Aún estaban en la terraza, sentados en cómodas poltronas y con unas cuantas bandejas de snacks sobre una mesita. El ambiente estaba siendo armonizado por baja música de fondo bastante animada y de moda, que ocasionalmente los obligaba a tararear de manera casi inconsciente.
Georgina sostenía frente a ellos un fino estuche de madera y terciopelo que contenía dos hermosos antifaces cubiertos de una pedrería fina y abundante que confería a las piezas un brillo sobrecogedor. El diseño era de tal elegancia y delicadeza, que a pesar de la carga de cientos de pequeños brillantes, de alguna manera lograba verse efímero. La palabra precisa para describir el antifaz sería mágico, aunque de seguro costoso también le sentaría bien.
Carolina sonrió de forma sincera en dirección a Georgina, ya que ella parecía realmente emocionada con todo aquel tema del baile de máscaras. El año anterior Martín y ella habían ido al cumpleaños de aquella chica, Sofía. No había sido de disfraces como en esta ocasión, pero recordaba el derroche de lujo. Había sido una fiesta colosal. Se preguntó si Georgina había estado allí también. A Carolina le habría encantado ir a esta también, pero Martín no había tenido opción.
—¡Oh, por Dios! —El chillido de Gonzalo casi —casi— logró superar lo que él mismo se empeñaba en llamar sus viejos hábitos —.Son preciosos y de verdad impresionantes. ¿Es real la pedrería?
—No todas —respondió Georgina— Sólo estas de aquí —Ella señaló a tres piedras de mayor tamaño que las demás y que despuntaban en el centro de ambos antifaces—. La abuela de Martín dijo que son diamantes.
—¿Quién dijiste? —Martín emergió de donde quiera que hubiese estado y no se veía nada contento.
—Tu abuela… Ella diseñó esto para nosotros… Para este baile.
—¿Y eso cómo pasó?
Posiblemente aquello era un intento más de su abuela por hacerlo congraciarse con la idea de la heterosexualidad exclusiva. Georgina dijo haberse quedado de una pieza cuando la llamaron de una de las joyerías, que había visitado buscando unos aretes que fuesen adecuados para el disfraz, para avisarle que le harían llegar aquel par de maravillas y que quien lo había hecho había sido la mismísima Macarena Liébano, la dueña.
Georgina ya se había hecho cargo de los antifaces y aunque eran bonitos, no eran nada comparados con aquel par de hermosas piezas.
Por supuesto que cuando ella pasó a la joyería, sabía que era de la abuela de Martín y reconociendo a la dueña había mencionado, de una manera que no escondía segundas intenciones, que iría al baile de máscaras con él y que estaba en busca de un par de ideas para los accesorios que acompañarían su vestido, ya que ella había visto algo de joyería en una revista y le gustaría utilizar algo parecido. Georgina aprovechó haber visitado justo la sede en la que ella estaría aquel día para pedir su asesoría.
Martín se preguntó si quizá aquel par de antifaces no habrían estado en alguno de los paquetes que su abuela le había enviado y él había devuelto sin abrir. Pensó en arrancar aquel estuche de manos de Georgina y devolvérselo a su abuela para que ella entendiera que no era correcto intentar comprarlo con obsequios cada vez que lo ofendía. Lo insinuó incluso, pero Georgina se había aferrado al contenedor y lo miró como si de verdad fuese capaz de empujarlo por el borde del acristalado si se atrevía a acercarse a ella con esa intención.
De un momento a otro todo mutó en una absurda sesión de fotos con los otros tres posando para el celular de Gonzalo utilizando aquellos antifaces. Las fotos le arrancaron algunas risas aun en contra de su voluntad.
Georgina les dijo que había planeado invitarlos a un toque de Reggae en un bar del centro de la ciudad, pero todos estuvieron de acuerdo en que con aquel clima no era una gran idea salir y estaban más a gusto allí. Además, ni Carolina, ni Gonzalo, ni él mismo eran grandes fans de aquel género musical, no por lo menos al punto de ir a escuchar aquella música en vivo a propósito. En el caso particular de Martín, por ejemplo, si le hablaban de Reggae lo primero —y quizá lo único— que se le venía a la mente era la cara de Bob Marley entonando «I shoot the seheriff». Más allá de eso, su conocimiento era nulo. Aunque por supuesto era perfectamente capaz de contonearse a su ritmo.
—¿Y tus papás, Georgina? ¿Ya están por llegar? —preguntó Carolina, mientras picaba de lo que había en una de las bandejas.
—¿Por llegar? Que va. Ambos están fuera del país… en lugares diferentes. Casi nunca están aquí por sus trabajos. Yo estuve con mi mamá hasta hace unos días en Venecia. Tenemos este lugar a nuestra entera disposición —. Georgina hizo un gesto desenfadado con las manos señalando la estancia, junto con una especie de puchero con los labios.
Todos se quedaron en silencio porque pareció lo correcto. Un minuto de silencio en conmemoración al vago sentimiento de abandono que flotó en el aire mientras nadie se miraba a los ojos. Un minuto de solemne silencio que no era tal porque el murmullo de la música ambientaba la escena. Y como nada dura para siempre o sale con exactitud como se ha planeado, ni veinte segundos después el silencio fue interrumpido por el ringtone escandaloso y pegajoso del teléfono celular de Gonzalo. Era casi imposible escucharlo sin al menos sentir la necesidad de menear la cabeza.
El dueño del aparato miró la pantalla y se excusó para alejarse un poco y contestar. Martín, sentado a la orilla de su poltrona, se dobló por la cintura hasta que apoyó la cabeza en las piernas forradas en tela de jean de Carolina, que estaba sentada frente a él. Se abrazó a sus pantorrillas, cerró los ojos y soltó un suspiro cuando ella apartó los mechones de cabello de su rostro y comenzó a pasarle los finos dedos entre las hebras.
—¿Qué tan cercanos son Martín y tú?
La pregunta de Georgina hizo que Martín abriera inmediatamente los ojos y viera como ella se llevaba una rodaja de pepino rebañada en algún tipo de salsa color naranja a la boca.
—Pues… ¿Cómo te lo dijera? —Carolina meditó un poco—. Él y yo somos tan amigos, que si Martín fuese una chica nuestros periodos ya se habrían sincronizado.
Martín no pudo evitar que una de las comisuras de sus labios se curvara hacia arriba.
—Aww —la voz de Gonzalo exhumaba burla—, eso sonó tierno… Y también asqueroso —.extendió el teléfono celular en su dirección—. Es para ti, Martín.
Martín se enderezó y tomó el aparato. Estuvo a punto de preguntar quién era, pero vio la palabra «Profe» resplandeciendo en la pantalla y recordó que hacía horas que tenía su teléfono apagado. Tenía la cabeza tan llena de… asuntos, que casi se había olvidado de la existencia de Ricardo.
Se alejó del resto mientras escuchaba a Georgina pedirle a Gonzalo que le pasara las fotografías que se habían tomado a lo largo de la tarde. Frente a él se extendía la ciudad, pero desde detrás de una barrera protectora que no estuviera en movimiento, la altura ya no le parecía tan terrible.
—Hey —dijo con una sonrisa aguachenta colgándole de los labios.
—Hey —respondieron al otro lado de la línea, con voz suave y calma.
—Feliz cumpleaños, Eticoncito. Lamento no haberte llamado para darte mis felicitaciones… Pero te envié un gran regalo de cumpleaños —su sonrisa se amplió al recordar lo que había pedido en línea para él—. ¿Ya lo recibiste?
Escuchó la risa al otro lado y en respuesta su sonrisa se amplió aún más.
—Sí, lo recibí. Muy generoso y muy creativo de tu parte, Martín. Muchas Gracias. —Cada palabra le fue entregada con un tinte divertido—. No he… Yo no he dejado de pensar en las posibilidades.
Vaya, ¿acaso estaba Ricardo descaradamente siguiéndole el juego? Esa sí que fue una sorpresa, porque la reacción que Martín creyó que obtendría era pura turbación… A menos de que él estuviera tratando de enmascarar eso con humor y la apariencia de estar por completo relajado. En ese caso él también podía jugar.
—Bueno, Eticoncito, aunque hay un montón de escenarios en los que podríamos utilizarlos y otro montón de cosas que podríamos hacer para crear el ambiente adecuado, en realidad las posibilidades se reducen básicamente a sólo dos —dijo con voz aparentemente neutra—. Esos juguetes irán a mi trasero… O al tuyo. Después de eso sólo joderemos tan duro que te olvidarás en el acto de cualquier persona que hayas tenido en tu cama antes de mí, y tus ojos se perderán dentro de tu cráneo de la fuerza con la que vas a blanquearlos cuando te haga venirte.
Y entonces sí que fue capaz de escuchar como Ricardo haló aire con la boca de manera brusca y luego pareció comenzar a ahogarse con su propia saliva, porque empezó a toser como un loco. Escuchó sus estertores amortiguados, como si se hubiese alejado de la bocina o le hubiese puesto la mano encima, cosa que no sirvió de nada porque lo escuchó claramente soltar un resollante «carajo» en medio del ataque de tos.
La risotada que hizo retumbar su pecho fue completamente sincera y abierta. La primera real que soltaba en todo el día. ¿Qué tendría que poner en práctica todo su arsenal para lograr seducirlo? Sí, claro. Cada vez eso parecía una tarea menos difícil.
—Yo… estaba tomándome una Coca y se me fue por el camino equivocado— Se excusó—. Oye, por favor deja de llamarme «Eticoncito» es algo ofensivo, ¿sabes?—Ricardo cambió de tema descaradamente. Martín podía imaginarse sus rizos alborotados y la manera en la que debía estarse acomodando los anteojos. Después del ataque de tos, su voz había quedado quebrada y resentida, así que carraspeó antes de disponerse a hablar de nuevo—. Además, creo que no deberías llamarme de ese modo si Georgina está cerca. Si ella te escucha reconocerá de inmediato el apodo que te encargaste de hacer rodar por todos los pasillos del instituto.
—¿Cómo…?
—Sé que estás en casa de Georgina porque Gonzalo me lo dijo. Y sé que aquello de «Eticoncito» es cosa tuya porque nunca estuviste demasiado interesado en el anonimato y te aseguraste de que todo el mundo supiera que tú habías sido el autor. «Todo el mundo» me incluye. Pregonaste tu odio hacia mí de manera demasiado abierta, así que recibí unos cuantos chivatazos de parte de tus compañeros.
—Pues que hipócritas. Ellos también te llaman así —Martín chasqueó la lengua y echó una rápida mirada hacia atrás—. De todas formas, Georgina está demasiado ocupada siendo encantadora para tratar de robarse a mis amigos.
—Nunca pensé que fueses alguien así de inseguro.
—No lo soy.
—¿Egoísta, entonces?
—Tampoco. Pero quizá sí sea un poco paranoico, porque siempre creo ver algún tipo de conspiración detrás de cada cosa que ella dice o hace.
Ambos rieron.
—Sólo te llamaba porque quería saber si estabas bien o si necesitabas algo. Llamé varias veces a tu número, pero me mandó incesantemente al buzón de voz.
—¿Y por qué me llamabas con tanta insistencia? —dijo en un tono pícaro.
—Bueno, es que hace un par de horas tu madre me llamó, ella estaba preocupada y…
—Detente —Eso sonó más como una súplica que como una exigencia. Los minutos que llevaba aquella conversación con Ricardo habían sido perfectos por una sola razón: no había estado pensando en nada diferente. Ahora la mención de Micaela volvía a plantarle a Joaquín en la cabeza —Creo que debimos habernos detenido en el momento en el que hablábamos acerca de tener sexo salvaje. Ella no debió haberte llamado — soltó un suspiro. Extrañamente se sintió avergonzado de lo mucho o lo poco que Micaela pudo haberle dicho a su profesor, aún a sabiendas de que era imposible que ella le hubiese dicho que se había acostado con Joaquín cuando éste es su padre—. Voy a colgar ahora, Ricardo. Cuando volvamos a hablar, tú vas a ser inteligente y no vas a mencionar a mi madre. Termina de pasar un gran cumpleaños. Felices treinta.
Presionó la pantalla para finalizar la llamada y luego se regañó a sí mismo, porque quizá estaba siendo un poco demasiado dramático con un tema que tenía tanta reversa como podía tenerla un avión.
4
Poco a poco el manto oscuro de la noche comenzó a descender sobre la ciudad. Las luces eléctricas comenzaron a apoderarse de la oscuridad, haciéndola remitir y obligándola a agazaparse sobre el cielo. La música se había mantenido a bajo volumen. La temperatura había descendido una cantidad considerable de grados. La lluvia había desaparecido, pero había dejado tras de sí una capa densa de neblina.
El bullicio de los cuatro había desaparecido casi por completo, después de haber navegado por decenas de temas y de que Martín se hubiese obligado a sí mismo a comportarse como si ese fuese un día más, uno cualquiera, uno en el que se sintiera normal.
Hubiese sido poético el que hubiesen podido decir que el cielo estrellado los tenía absortos y metidos en sus propios asuntos dentro de sus respectivas cabezas, pero con aquel clima la visión de los astros celestiales era un lujo que no podían darse.
El nivel de alcohol en la sangre había aumentado, pero no demasiado. Apenas unos cuantos cocteles en cuya preparación Georgina había resultado ser bastante diestra.
Estaban arrebujados debajo de un par de gruesos edredones, apretujados unos contra los otros, compartiendo el calor corporal y la tela. Si alguien le hubiese dicho a Martín que algún día iba a estar apretujado de aquella manera contra el cuerpo de Georgina, simplemente se le habría desencajado la mandíbula de tanto reírse. Y lo peor de todo era que no quería moverse de allí, porque se sentía demasiado frágil, descocido, inocuo y necesitaba que alguien se apretara contra él para mantener sus piezas juntas, además los costados de Gonzalo y de Georgina parecían cumplir bien con aquella función.
Se sentía como un diente de león. Un viento demasiado fuerte, una sacudida o quizá un simple cambio de posición serían suficientes para desprender sus esporas, sus células y hacerlas flotar a la deriva.
Gonzalo tomó una fotografía, sacando su brazo de debajo del edredón y elevándolo para que todos quedaran enmarcados. El flash los hizo dar un duro pestañeo al ser tomados por sorpresa, pues la luz de la terraza estaba apagada.
—Me siento transparente —dijo sin que esa fuese enteramente su intención, porque era algo bastante estúpido, a decir verdad.
—¡Pero vaya! Menudo poeta estás hecho, Martín. Lamento desilusionarte pero tu transparencia no es más que vil borrachera. Ojalá el alcohol tuviera ese mismo efecto en todos los hombres. Te coge demasiado rápido, ¿Eh? —Georgina comenzó a desenroscarse, salió de en medio del capullo de edredones y activó el interruptor de la luz—. Tengo hambre. ¿Quieren cenar ya? Maribel ya debe tener todo listo.
—Tú sueles ser una bruja —Aquella acusación lanzada hacia Georgina salió de labios de Martín en un susurro que todos escucharon, porque esa era su intención. No susurró para que no lo escucharan, sino porque hablar más fuerte era algo muy cansado—. ¿Por qué no estás comportándote como una bruja, entonces? ¿Qué pretendes?
—Ay, por Dios —Carolina se abalanzó sobre él y le tapó juguetonamente la boca con una mano—. No lo escuches, Georgy. No se lo tengas en cuenta, es evidente que él está borracho —Ella miró en su dirección, directamente a sus ojos, retirando lentamente la mano de encima de su boca—. ¿A ti que te pasa hoy?
—Yo… No lo sé.
Georgina desapareció dentro de la vivienda después de ignorar su desacertado comentario con una pequeña sonrisa condescendiente. Carolina se puso de pie, estirándose como una gatita, haciendo crujir sus pequeños huesos y luego fue tras la dueña de la casa. Gonzalo lo ayudó a levantarse tirando de él, tomándolo por las manos. Gonzalo se dispuso a seguir a las chicas, pero antes de que él también entrara, Martín lo detuvo poniendo una mano sobre su hombro.
—Oye yo… lamento haber sido grosero contigo en el ascensor.
—No te preocupes, Martín. Ya estoy habituado. ¿Sabes? Tengo la mala costumbre de buscar cariño donde no lo hay para mí, así que teniendo eso en cuenta básicamente fue mi culpa. Sólo pierde cuidado.
¡Mierda! Se suponía que disculparse era algo que debía hacerlo sentir mejor, pero eso no fue para nada lo que ocurrió y solo logró sentirse como una mierda.
***
Carolina estaba dándoles una paliza a todos en la consola de video juegos. Excepto a Martín, que se había quedado a un lado en el salón de juegos e inmerso en sus propios pensamientos había tomado una decisión que quizá era la más estúpida de todas. Iría a hablar con Joaquín.
Necesitaba una confirmación y si su madre no estaba dispuesta a dársela, tendría que recurrir al pintor, entonces.
Papá…
Su abuela era la otra opción lógica, porque ahora que él estaba al corriente del asunto del ADN de Joaquín impreso en sus genes y corriendo por sus venas, podía adivinar que esa era la razón del distanciamiento entre ella y Micaela, juzgando por los ribetes de la conversación telefónica que espió entre las dos mujeres. Por algún motivo su madre parecía haber decidido comenzar a soltarle aquella información a todo el mundo, excepto a él. Pero no sabía si su abuela, de saberlo en realidad, querría darle información.
Se preguntaba qué estaba haciendo allí, en casa de Georgina, y sin embargo no movía un solo músculo para marcharse. Escuchaba las risas y las voces llenando el ambiente de la estancia, mas siguió ignorándolo todo. Sacó su teléfono celular del bolsillo interno de la chaqueta que no se había sacado a pesar de que ahora estaban adentro. Encendió el dispositivo y las notificaciones de todas las llamadas que recibió mientras estuvo apagado llegaron una tras otra en un incesante tintineo. Treinta y ocho llamadas perdidas. Siete de ellas eran de Ricardo, el resto eran de su madre. Buscó rápidamente entre los contactos el nombre de su abuela.
—¿Martín? —A Martín le pareció que la voz de su abuela se escuchaba extrañamente afectada, sin embargo decidió pasar eso por alto—. ¿Cómo estás, cariño?
—Estoy bien. ¿Cómo estás tú?
—Extrañándote mucho. Hace tiempo que no te veo. Deberías pasar a visitarme uno de estos días, incluso quizá quedarte a pasar unos días conmigo. ¿Dónde estás? Se escucha mucho ruido. Sabes que no me gusta esa reticencia tuya a ser acompañado al menos por un conductor. ¿Estás en un lugar seguro?
—Sí… Estoy con algunos amigos. Eh, abuela, yo puedo… ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro que puedes.
—¿Y vas a ser sincera conmigo?
—¿Acaso no lo he sido siempre?
«No».
Decidió atacar el tema de manera directa.
—¿Tú sabes quién es mi papá? ¿Te lo ha dicho Micaela alguna vez? —se sintió extraño al mencionar la palabra «Papá» y notar como su mente relacionaba ese concepto, que por mucho tiempo le fue abstracto y lejano, con el rostro de Joaquín. Aún era demasiado irreal—. Y no estoy refiriéndome a todas las estupideces con las que ustedes dos han estado engañándome durante todo este tiempo, sino a la verdad —.Tal como esperó, del otro lado de la línea sólo obtuvo silencio y con ello su confirmación.
Martín no sabía que cara estaba poniendo o si quizá estaba hablando demasiado fuerte, porque percibió las miradas de los demás rebotando contra su piel, así que los miró y sonrió quedamente antes de alejarse y salir del salón de entretenimiento.
—¿Sigues ahí, abuela? Dime algo, por favor.
Casi estaba rogando por un nombre diferente al de Joaquín. Comenzó a caminar arriba y abajo del largo pasillo que precedía la estancia que había acabado de abandonar, tratando de sosegarse.
—Martín… Lo que alguna vez llegué a decirte con respecto a ese tema no fue con el afán de engañarte o burlarme de ti, simplemente esa fue la información que obtuve de Micaela cuando pregunté. Yo también fui insistente, créeme. ¿Cómo no serlo cuando se trataba de la vida de mi propia hija y de mi único nieto? Y ahora… Esa no es mi historia para contar. No tengo derecho.
—Pero lo sabes.
No fue una pregunta.
—Sí.
—Y no vas a decírmelo.
Tampoco fue una pregunta. Martín había sabido desde antes de llamar que así sería, pero necesitaba descartar.
—No. Lo que sea que haya para decirte y la manera para decírtelo, le corresponde enteramente a Micaela. Además, ella fue muy clara conmigo al decirme que no me inmiscuyera.
—Sí… Eso supuse. Adiós.
***
Estaban viendo una mierda Gore en una pantalla gigante de televisión, pero él no estaba poniendo demasiada atención. Georgina había ideado una actividad tras otra para no dejarlos ir, y eso y la lluvia que arreciaba de manera intermitente, hicieron que finalmente decidieran que lo mejor era quedarse a pasar la noche, aun cuando Martín no entendía como la lluvia constituía un verdadero impedimento para marcharse de allí.
Cuando llegaron las 10:00 de la noche y el loco del hacha en la película estaba por tasajear a una rubia tetona que chillaba y pataleaba por su vida, las luces de la habitación se encendieron de manera repentina, arrancándoles gritos de sorpresa e inconscientemente los hizo esperar ver al tipo del hacha parado en la puerta. Cómo si un loco asesino fuese a encender las luces antes de tomarla contra ellos.
—¡Gabriel!
La voz de Georgina se escuchó alegre y emocionada justo después de que sus ojos desorbitados no vieran rastro de ninguna máscara hecha con la piel sangrienta de víctimas asesinadas a hachazos. Saltó del sofá y corrió hasta el recién llegado, envolviendo los brazos alrededor de su cuello y poniéndose en puntas de pie.
—Georgy —El recién llegado correspondió el abrazo de manera igual de efusiva—. Ya no eres tan chica para colgarte así de mí. Vas a partirme la columna —La mirada del joven hombre se posó en ellos tres—. Tienes compañía, compórtate.
Georgina recuperó su altura original plantando los pies, cubiertos apenas con calcetines, completamente sobre el suelo y miró en dirección a ellos con una gran sonrisa.
—Ellos son Carolina y Gonzalo, amigos nuevos. Y por allí está Martín… Martín, ¿Recuerdas a mi hermano, Gaby?
Gonzalo y Carolina saludaron con la mano y unos simpáticos «Mucho gusto» y «Hola» respectivamente. Martín se puso de pie y en unos cuantos pasos se acercó a la pareja de hermanos para extender la mano en dirección a Gabriel.
Por su puesto que se acordaba de él. Era un par de años mayor que su hermana y dos años atrás se había graduado del mismo instituto al que ellos asistían. Lo que más tenía presente de él es que durante la época escolar era el mejor amigo de…
—Gabriel, algo extraño ocurre con tu perro. Creo que sigue drogado o algo.
De él… De justo el mismo tipo alto y fornido que había entrado sosteniendo a un perro pitbull que no podía tener más de tres meses. El mismo tipo que también se había graduado dos años atrás. Un tipo al que Martín pensó no volver a ver nunca más en su vida, sobre todo porque era incómodo y porque le cargaba un poco de resentimiento. El mismo tipo que casi deja caer al cachorro cuando sus miradas se cruzaron y el color de su rostro disminuyó un par de tonos.
Él…
Raúl…
El chico con el que, casi accidentalmente, Martín había tenido sexo por primera vez.
—¿Tu perro, Gaby? ¿Trajiste un cachorro? ¡Dios mío, que mono!
En los tres segundos que siguieron y antes de que él o Raúl pudieran reaccionar para bien o para mal, o al menos apelando a la sabiduría decidieran ignorarse mutuamente después de la sorpresa de verse después de tanto tiempo y en el lugar más inverosímil, Georgina se abalanzó sobre el cachorro para apropiarse de él y dos chicas, la una rubia y la otra con un cabello tan rojo que solo podía ser producto de un bote de tinte, entraron también en la sala de entretenimiento.
Todo se llenó del murmullo de saludos y presentaciones, mientras Martín sentía que se rezagaba, arrastrándose sobre el sofá al peor estilo del Gollum.
—¿Y a mí no me presentas con tus amigos, Georgy?
Para nadie pasó desapercibido el retintín con el que la chica del cabello rojo fuego mencionó el diminutivo de Georgina.
—Oh, claro. ¿Cómo pude ser tan maleducada? —Aún con el perro entre los brazos, que de verdad que sí parecía drogado pues parpadeaba en cámara lenta, Georgina se volvió hacia ellos tres—. Carolina, Martín, Gonzalo… Está perra inescrupulosa de aquí es Yeimmy, la novia de mi hermano.
Rápidamente el cabello ya no fue lo único que Yeimmy tenía rojo.
—¿Vas a dejar que ella me hable así, Gabriel?
—No empiecen ustedes dos, por favor. Georgy, te lo suplico… Acabamos de bajar de un avión después de horas y están tus amigos, lo que acabas de decir fue de muy mal gusto —Gabriel se volvió hasta quedar frente a su novia—. Amor, ella te ignoró tal como querías y como yo mismo le pedí que hiciera. ¿Por qué no pudiste sólo dejar las cosas así?
Después de eso el silencio incómodo se instaló con ellos.
—Wow… Demasiada tensión.
El susurro de Gonzalo fue completamente audible.
7
Okey, era oficial. Tenía treinta.
Una gran barrera según muchos; un número importante según otro tanto.
No se sentía viejo, sólo con un poco más de experiencia, más asertivo y más confiado, pero básicamente seguía siendo el mismo.
No habían dejado de gustarle los videojuegos de forma mágica, aunque ahora no les dedicara la cantidad de tiempo que les dedicaba cuando era un adolescente. Aún arrastraba consigo muchos de los sueños que tenía a los dieciséis o a los veinte. Sus gustos no habían cambiado demasiado. La mayor diferencia radicaba en que ahora que contaba con el dinero para cumplir con sus caprichos, no tenía el tiempo para hacerlo.
La ciencia ficción aún tenía el poder de hipnotizarlo y aún lamentaba que sus padres no le hubieran comprado aquella versión de plástico de Optimus Prime. No era que quisiera tenerla para jugar ahora que tenía treinta, eso era ridículo, pero se lamentaba de que aquel lejano niño de nueve años no la hubiese tenido porque de seguro la habría disfrutado muchísimo.
Seguía gustándole más la galleta que la crema en medio y aunque ahora tenía treinta, estaba seguro de que seguiría siendo incapaz de comerse una sin separar las mitades antes.
Ahora tenía las riendas de su vida, aunque tener oficialmente treinta no lo había vuelto sabio de golpe. Seguía en esencia siendo el mismo, pero en su mejor versión. No había nada a qué temer. El tercer piso no era monstruoso, no estaba lleno de espinas, no constituía una barrera generacional infranqueable.
Aún no quería decir cosas como «En mis tiempos…», pero tenía el buen juicio de tomar mejores decisiones y enfrentar las consecuencias con madurez. Se sentía justo en medio.
Treinta se escuchaba más grave de lo que en realidad era porque para él, quizá de manera inconsciente, esta edad era algo que le estresaba un poco alcanzar. La etapa estaba llena de nuevas cosas, de nuevas sensaciones. Aún tenía mucho que aprender, sobre todo acerca de sí mismo.
Para Ricardo los treinta trajeron la sorpresiva sensación de conocer una faceta de sí mismo que ignoraba que existía. Tener treinta no estaba mal cuando habían traído consigo intensidad, novedad, nerviosismo, mariposas en el estómago y una explosión de emociones.
«Anoche… Fue bueno haberte visto en mis sueños anoche, Martín».
8
No se podía esperar demasiado de un grupo de personas donde el mayor de ellos no tenía más de veintidós años, y es que de alguna manera terminaron todos desperdigados por el salón principal reunidos en pequeños grupos en, extrañamente, una especie de reunión social en la que había música y alcohol.
El hermano de Georgina comenzó a relatar cómo estuvo el viaje a Marruecos en compañía de su novia y sus amigos de facultad. Los otros dos, Raúl y la chica rubia que respondía al nombre de Sienna, también eran pareja. A pesar de que el par de chicas que estuvieron en el viaje no fuesen grandes amigas, se llevaban decentemente bien, lo cual se traducía como que hacían un gran esfuerzo por soportarse porque sus respectivos novios eran mejores amigos desde la escuela primaria.
El hecho de que a pesar de haber compartido un viaje y tener a sus novios en común no se llevaran muy bien, dejaban en claro que la tal Yeimmy no era ninguna perita en dulce, porque Sienna parecía una buena persona de risa fácil y una buena actitud.
Georgina les confesó la razón por la cual sentía tanta aversión por la novia de su hermano.
—Desde un principio ella no me gustó. Me daba mala espina y la encontraba demasiado… No sé, demasiado vulgar. Perdónenme si lo que digo les suena feo pero cuando una chica es una zorra, eso se le nota a kilómetros —Georgina tomó de su vaso y echó una rápida mirada hacia aquella contra la que estaba despotricando—. Se lo dije a mi hermano y por supuesto él la defendió. Me dijo que yo era una arribista, que de seguro ella no me gustaba porque venía de una familia de clase media. Además me dijo que yo era una hermana posesiva y que estaba celosa… Es que durante mucho tiempo hemos sido prácticamente él y yo, pero aunque es cierto que soy una hermana celosa, ese no era el punto. El muy idiota está enamorado de ella y eso lo ha enceguecido. Hace absolutamente todo lo que ella le dice y mis papás ni siquiera están aquí el tiempo suficiente como para impedírselo.
—Es decir, ¿Qué lo que te molesta de ella es solo la presunción de que posiblemente sea una zorra? —Carolina empezaba a arrastrar las palabras y Martín calculaba que en más o menos unos cuarenta y cinco minutos ella empezaría a buscar entre sus recuerdos alguna cosa que la hiciera llorar.
—Oh, no —Georgina habló demasiado alto y al parecer ella misma se asustó, porque se llevó el dedo índice a los labios para mandarse a sí misma a disminuir el volumen—. No es que lo crea o lo sospeche, ya es un hecho comprobado.
—¿Lo es? —pregunto Gonzalo, que llevaba unos cuantos minutos en completo silencio. Georgina asintió enérgicamente con la cabeza, como una niña pequeña. Gonzalo torció el gesto—. Déjame preguntarte algo. ¿No será acaso que tu hermano tiene razón y lo que te molesta de ella en realidad es que no tenga el mismo nivel social y económico de ustedes?
—Jum… Buena pregunta. Yo también quiero saber.
Cuando Carolina terminó de hablar, Georgina se llevó la mano al pecho y abrió enormemente la boca a través de la cual soltó un gran suspiro.
—Chicos, tengo muchos defectos, me cae mal la gente por un montón de motivos y yo les caigo mal por otro tanto. Soy un fastidio en muchos aspectos —llegados a este punto, Martín sonrió. Georgina estaba de verdad ebria si estaba reconociendo cosas como aquella—, pero jamás juzgaría a una persona basándome en la cantidad de dinero que tenga. No es mi culpa que ella además de ser una completa zorra, tenga menos dinero que nosotros. No hay que partir de la presunción de que ser pobre automáticamente la convierta en una santa.
—Oye, ¿Es una zorra por algo en específico? —Martín comenzaba a hartarse de aquel tema—. ¿O sólo debemos basarnos en el hecho de que la barra de labios que utiliza posiblemente esté marcada como «rojo putón»? Porque por lo demás… Ni siquiera está vestida como una zorra.
—Ella engañó a mi hermano. Le fue infiel. Luego ella sólo le pidió perdón con lagrimitas de cocodrilo brillando en sus estúpidos ojos y el muy tarado la perdonó.
Carolina y Gonzalo soltaron un suspiro indignado casi al unísono.
—Entonces él tiene justo lo que se merece, por pelotudo. ¿Dónde está el baño?
Georgina señaló hacia uno de los pasillos y Martín se levantó. Sólo comenzó a andar cuando se aseguró de que el horizonte y su línea de visión se emparejaron. Cuando se disponía a volver con los demás, alguien le interrumpió el paso. Martín vio sus zapatos de gamuza de color gris claro, porque para no caerse había resuelto clavar la vista en el piso. Dio un paso a un lado para continuar, pero de nuevo se interpusieron en su camino.
Cuando levantó la vista se encontró con el rostro de Raúl. Martín pestañeó en cámara lenta y tardó unos segundos en reaccionar, así que el otro marcó el curso de los acontecimientos. Lo tomó del brazo y lo hizo atravesar rápidamente una puerta que Martín no supo a donde conducía, porque Raúl no encendió ninguna luz luego de cerrar a medias la puerta tras ellos. Apenas podía ver lo que la rendija de luz iluminaba y era el perfil de Raúl, quien lo tomó ahora por los antebrazos con ambas manos.
—Martín, ¿Tú qué estás haciendo aquí?
—Me creerías si te digo que ni yo mismo lo sé. Hoy sólo…
—Tienes que irte ahora mismo. ¿Me entiendes?
Un rato atrás, Martín no habría tenido ningún tipo de problema en hacer justo eso, de hecho la tarde había sido una sucesión de momentos de no desear hacer otra cosa que marcharse, pero el tono de voz imperioso con que el otro se lo exigía le pareció tan molesto que de repente sólo no le daba la gana de irse.
—¿Y eso por qué? Esta ni siquiera es tu casa como para que te atrevas a echarme de aquí —Martín bajó la vista hacia las manos que lo sostenían y que solo podía ver a medias por la falta de luz—. Y te agradecería que me saques las manos de encima.
El otro quizá notó que tenerlo sujeto de aquella manera era algo un poco violento, porque lo soltó como si Martín quemara, pero afianzó un brazo en el marco de la puerta para impedirle salir. Martín retrocedió y su cuerpo de inmediato se encontró con una pared, se asió de ella y para su sorpresa encontró la sensación esponjosa de lo que adivinó sería una toalla. Así que era posible que estuvieran en el cuarto de la colada o alguna especie de armario de lencería hogareña.
—Mi novia está allí afuera.
—Ve con ella entonces y a mí déjame en paz —dio un paso para marcharse, pero nuevamente fue retenido— ¿Qué es lo que quieres?—. Preguntó, hastiado.
—No quiero que… Me gustan las mujeres, Martín. Sólo las mujeres.
—¿Felicitaciones?
De nueva cuenta intentó salir de allí, pero una vez más Raúl se lo impidió.
—Sabes muy bien que lo que pasó entre nosotros fue casi un accidente y un completo error. La decisión que tomé aquel día me ha perseguido desde entonces, porque fue algo que no debí… Que no debimos haber hecho.
—Sigo sin entender, Raúl. Dime algo que no sepa. Es muy extraño que para decirme que no debiste haberte acostado conmigo me tengas encerrado en una habitación oscura y no te quites de en medio para dejarme salir. Eso podría mal interpretarse. Vuelvo a repetirlo, ¿Qué quieres? Empiezo a sentir claustrofobia, así que apártate y déjame salir.
Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y pudo ver que llamar habitación a aquello era algo demasiado pretencioso. Era apenas un armario lleno de anaqueles que contenían almohadas, sábanas y toallas.
—Tú quizá… Quizá quieras empezar a jactarte y alardear con tus amigos de allí afuera acerca de haber logrado que alguien heterosexual como yo te follara. Así que por eso quiero que te vayas porque allí afuera están mi novia y mi mejor amigo. Yo jamás hablé con nadie acerca de lo que pasó entre nosotros dos y no quiero empezar ahora.
Martín bufó una sonrisa y negó con la cabeza. Esta vez fue él quien apoyó las manos en los hombros del otro en un gesto condescendiente.
—Escúchame atentamente, Raúl. ¿Por qué querría yo hablar acerca de algo como eso? Decir que me acosté contigo y explicar cómo fue, sería arruinar mi reputación. No hubo nada en ese encuentro de lo que yo pueda querer alardear ahora porque, escúchame bien, fue sexo terrible —Martín apretó un poco más el agarre —Sé que no teníamos experiencia y que fue la primera vez para ambos, pero ¡caray! Incluso en ese momento en el que no tenía contra qué comparar tu desempeño me pareció bastante mediocre. Mis pajas a los 10 años duraban más. Y oye, por el bien de tu novia allí afuera, espero de todo corazón que hayas mejorado con ese asunto —. Raúl separó los labios, pero no dijo nada—. Una última cosa antes de que te largues de mi vista y me dejes en paz. ¿Recuerdas al tipo musculoso y por completo sexy de allí afuera? Estoy con él, así que ¿Qué te hace suponer que yo querría decirle que cuando tenía trece tuve el desacierto de tener sexo desesperantemente malo contigo?
Tras enterrar la vista en el suelo, Raúl abandonó el cuarto de trastes rápidamente y en silencio, dejando la puerta abierta tras él. Luego de un par de pasos, Martín lo vio detenerse de forma momentánea y vacilar, para luego sortear algún obstáculo y seguir con su camino. Ese obstáculo era macizo, tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho con la intensión de que sus músculos se vieran más amenazantes, tenía una bonita boca y también un nombre.
—Gonzalo. ¿Hace cuánto tiempo estás allí?
—El suficiente —Gonzalo abandonó la pose amenazante y surcó el rostro con una sonrisa—. ¿Entonces soy musculoso y sexy?
Martín chasqueó la lengua y rodó los ojos.
—Lo eres.
—Lo sé.
Hola! Vengo de amor yaoi (Nejisna) ojalá actualices pronto linda, menos mal encontré tu página 💚, podrías publicarla en un Review o algo similar 🙂
Saludos!
Que bueno saber de ti. Me alegra mucho tu apoyo. En cuanto empiece a publicar el material nuevo, daré en aviso en amor yaoi. Abrazos, Angye.