Capítulo VI Sweet Child of Mine (Big Head Toy)

 

Capítulo VI

Sweet Child of Mine (Big Head Toy)

Entrada No. 14 – Diario de Martín.

¿Cómo percibo a los demás y cómo me siento con respecto a ellos? ¿Cómo me desenvuelvo en mi medio, hablando específicamente del ambiente estudiantil? ¿Les aporto algo a mis compañeros de estudio o ellos a mí?

Cuando nuestro profesor de Ética y Valores Humanos planteó estos interrogantes en cuanto el estudiantado era instado a dirigirse a las aulas con los respectivos directores de grupo, importándole muy poco que estamos en la semana de aniversario y se supone que no habrá cátedra durante este tiempo, no creí que esto en realidad me daría algo en lo cual pensar.

Quizá sea producto de mi vanidad, pero algo dentro de mí me ha llevado siempre a subestimar a mis congéneres, a encontrarlos sosos, simplones, poco interesantes y un tanto aburridos. Sé que lo más probable es que sea un error de apreciación, pero incluso me he atrevido a pensar a la mayoría de ellos como personas inmaduras. No los encuentro interesantes para nada y eso hace que yo sea demasiado rápido y quizá demasiado duro a la hora de juzgarlos y casi siempre encontrarlos como un incordio.

Además de Carolina, la única y gran excepción, nunca me he sentido identificado con personas de edades cercanas a la mía. Jamás me he sentido cercano a ellos. Soy engreído, vanidoso, mi ego es defectuoso porque sufre de gigantismo y en consecuencia me siento como un adulto condenado a moverme entre infantes, cuando es evidente que este no es el caso. Que me sienta más maduro que ellos sólo me convierte en alguien mucho más infantil que cualquiera.

Pero es que a los catorce, por ejemplo, mientras la mayoría de mis compañeros de estudios se escondían para fumar o dar tímidos y clandestinos sorbos a las licoreras de las barras de bar de sus padres, o para echar un vistazo al mundo de la pornografía, yo me escondía para follar. Yo jugaba el cruel y patético juego del amante furtivo y prohibido mientras la mayoría de mis compañeros de estudios si acaso habían dado el primer beso y se sentían orgullosos de ello; en cambio mi primer ósculo era un hecho un tanto lejano del que no guardaba los mejores recuerdos.

Yo que me quejaba, y aún hoy lo hago, por las supuestas inmadureces de aquellos con los que me veo obligado a convivir a diario, y aun así cuando estoy desempeñando mi faceta de supuesto hombre de mundo que hace lo que quiere, que folla cuando quiere, que se mete dónde quiere y con quien quiere, cuando estoy en la cama con alguien para tener sexo con él, lo que ellos buscan en mí, lo que admiran de mí, lo que ansían de mí es justamente al niño que aún creen que soy. Al corderito, a la blanca paloma, al que alimenta sus fantasías pedófilas, porque estoy convencido de que en el fondo todos ellos tienen las ganas ocultas de corromper algo, de sentirse poderosos y dominantes y yo les doy la oportunidad.

Buscan al ser inocente al cual arrancarle las alas y enseñarle a pecar, o al ser dependiente al cual proteger y tratar como si fuese de cristal, pero pasa que yo no soy ninguno de los dos. Mi inocencia partió, abandonándome hace mucho. Demasiado pronto. Murió.

Los del problema no son las personas de mi edad que me rodean, soy yo. Yo, que viví y vivo las cosas de manera prematura. Yo, a quien no le dibujaron demasiado los límites  y me aproveché de ello. Yo, quien tergiversó el hecho de crecer en un hogar donde me dieron confianza para desarrollarme como individuo, para tomar mis propias decisiones, para manejar mi tiempo y mi espacio, y en lugar de convertirme en una persona asertiva que toma buenas decisiones sin que la duda le empañe el panorama, sólo abrí los brazos y abarqué más de lo que debía, como un niño goloso que aun teniendo los cachetes llenos, señala con el dedo los dulces más rebosantes de almíbar y se los zampa todos.

Pero sé que si algún día mi vanidad me dejara y me abriera a mis compañeros de estudio, lo más probable es que descubra que no soy el único con la convicción o la impresión de sí mismo de haber desarrollado ciertos aspectos de la vida de manera precipitada, que no soy el único que cree tener la verdad absoluta, además es bastante probable que no sea el único que mire a los demás por encima del hombro y los encuentre insuficientes. Muchos de ellos seguro me encontrarán deficiente a mí y puede que tengan razón. Seguro que es bastante inocente de mi parte el creer que fui el primero en incursionar en el rojo camino del sexo, o que hoy día soy el único con una vida sexual por demás activa y un apetito carnal voraz. ¡Vamos! Lo más seguro es que el instituto esté tan lleno de zorritas y promiscuos como puede que lo esté de santurronas, pero lo más probable es que esta última sea una especie en vía de extinción.

A veces no sé qué pensar acerca de mí mismo. La mayor parte del tiempo estoy conforme con cómo soy; pero hoy, ahora, no sé si me gusta del todo la persona en la que me he convertido.

Siempre me he preciado de hacer lo que quiero, pero en el fondo, tal como alguien cruelmente me gritó en la cara y en su momento no supe reconocer como cierto, jamás ningún hombre va a abrirme un lugar a su lado y a mostrarme con orgullo. Todo es tan efímero como un sueño, demasiado bueno para ser verdad. Después de la emoción, después de que les haya dado y ellos hayan obtenido todo, después de que la novedad termina y la curiosidad es satisfecha, llega el momento de despertar. Sólo que hasta ahora siempre había sido yo quien se forzaba a despertar primero para no darle a nadie la oportunidad de estallarme la burbuja, de hacerme caer de la cama, antes debía ser yo quien se marchara, les dijera que no y los alejara de mi lado… Hasta ahora. Y como duele.

M.A.

 

1

Cuando Martín atravesó la puerta y entró al apartamento, con movimientos seguros y por completo dueño de sí mismo, dejó el suave aroma de su perfume flotando en el aire, como una estela detrás de él. Su cabellera negra estaba salpicada de decenas de gotas de lluvia con apariencia de ingravidez. Los cristales líquidos coronaban su cabeza y se tejían entre las hebras de su cabello confiriéndoles la apariencia de un rosario de cuentas transparentes. Eran gotas aún enteras, suspendidas en el tiempo, redondas, brillantes y diminutas, que centelleaban ligeramente en la parcial oscuridad que comenzaba a apoderarse de la estancia. Ricardo pudo haber jurado en ese momento que Martín además de maravilloso era también impermeable, porque con el simple movimiento de una mano se sacudió el cabello y las gotas de lluvia, sin deshacer su redondez o esparcir su humedad, salieron a volar sin que quedara mucho rastro de ellas.

Afuera la lluvia era apenas algo ligero e ingrávido que caía sin peso y sin sonido; como un tributo calmado y silencioso entregado a la ciudad como una ofrenda de paz después de haberla azotado sin mucha compasión con una lluvia torrencial que había dejado a muchos atascados en el tráfico, con la esperanza de llegar pronto a sus hogares a descansar, como algo ya lejano.

—La seguridad de este lugar es bastante pobre —Martín, que después de entrar lo había pasado de largo hasta situarse en medio de su salón, donde permaneció de espaldas a él y con la vista vuelta hacia la ventana que daba a la calle, se giró sobre su propio eje para mirar en su dirección. Sólo entonces, sólo cuando fue atrapado por aquel vehemente par de ojos que reclamaban atención eclipsándolo todo, Ricardo decidió disimular su completa estupefacción y carraspeando se obligó a volver a ser dueño de una capacidad motora que lo había abandonado de forma momentánea y se instó a cerrar la puerta y comportarse con normalidad—. Bastó con que le dijera al vigilante en la recepción que me estabas esperando para que él me dejara pasar. Y a juzgar por tu cara de sorpresa y tu silencio, puedo adivinar que él tampoco avisó que venía subiendo.

Soltar el pomo de la puerta le tomó a Ricardo más segundos de los que normalmente requiere una acción tan sencilla. Cualquiera que lo hubiera visto habría dicho que le costaba horrores desprenderse de aquel sencillo artefacto que, pesado y frío, lo anclaba a la realidad, o que en algún momento el metal del pomo había sido fundido contra la palma de su mano y, en un esfuerzo sobrehumano, arrancaba el metal de su carne quemada hasta que finalmente lo logró. Pero quien estuviera dentro de su cabeza, adivinaría que lo único que ocurría era que le tomó largos segundos recuperarse de la sorpresa de ver a Martín allí, pues ciertamente era a la última persona a la que esperaba ver en su departamento aquella tarde.

—No… No lo hizo —respondió, atusándose un poco el cabello y tirando del ruedo de su camiseta en un intento de adecentarse un poco, pues adivinaba que su corta siesta habría causado cualquier tipo de estragos en él menos el de embellecerlo. Deseó estar vistiendo algo más presentable que su ropa para dormir, mientras Martín se veía como alguien sacado de un catálogo de ropa de alta costura. Ricardo cruzó los brazos sobre su pecho, y esto le recordó que tenía resentidos casi todos los músculos del cuerpo.  A duras penas se las arregló para contener la mueca de dolor.

—Deberías presentar una queja con la administración del edificio. Semejante tipo de descuido puede llegar a ser peligroso.

—Yo… Quizás lo haga.

Ricardo se abstuvo de preguntar de qué manera podría llegar a ser peligroso, porque si a lo que Martín se refería era a que a causa del poco control con a quien dejaban o no dejaban pasar él podría entrar a su departamento de manera intempestiva como en aquel momento y lo que podría llegar a pasar cuando lo hiciera, pues ese sin dudas era un riesgo que estaba dispuesto a correr. Además, estaba seguro de que en cada ocasión que eso pudiera llegar a ocurrir, la curiosidad de saber el por qué había ido hasta allí sería tan ávida como lo era ahora. En vista de este posible escenario, «peligroso» nunca antes le pareció más alejado del concepto de «malo» que en ese momento.

—Deberías.

Y Ricardo no sabía si era él mismo malinterpretándolo todo, pero creyó adivinar otro tipo de sentido detrás de esa simple palabra por el tono con el que Martín la dijo.

«Deberías. O una vez que me invites a pasar jamás podrás negarme la entrada, como ocurre con los vampiros. »

«Deberías. O decirme «sí» ahora, significará que no podrás decirme «no» en un futuro, aun si lo desearas. »

«Deberías. Ahora que puedes… Después ya no habrá manera.»

«Deberías. Corre, ahora que puedes. »

Así le sonó a Ricardo ese «deberías».

—¿Entonces por qué siento que no sería una buena idea limitar el acceso a este lugar? —Él también podía jugar a aquello de decir las cosas dándoles rodeos. Lo dijo de manera genérica porque no quería sonar vanidoso y cabía la posibilidad de que estuviera equivocado, pero en realidad lo que quiso decir fue «limitarte… te… te… te…», pero ¿Qué tal si Martín no estaba diciendo lo que Ricardo estaba creyendo entender? Haría el ridículo por completo. Quizá eran sólo su necesidad, sus ansias y sus ganas las que estaban nublando su mente  y dotándolo con una capacidad extraña e inconveniente para la interpretación y para oír únicamente lo que quería escuchar.

Martín sonrió con aparente complacencia.

—Porque todo parece indicar que eres un chico listo después de todo, Richie.

Aquel intento de conversación no tenía mucho sentido a primera vista. No podía imaginar que Martín hubiese ido hasta allí solamente para hablar de la incompetencia de uno de los porteros de su edificio, pero también le costaba aceptar que lo que sospechaba fuese cierto y que Martín estaba allí entregándole algún tipo de mensaje entre líneas. ¿Acaso era él así de afortunado? ¿Acaso Martín le había tomado la palabra y estaba allí para de alguna manera tratar de llegar a él en aras de un final prometedor? ¿Un final que muy en el fondo esperaba que en realidad fuese un inicio? ¿Significaba que, de ser aquello cierto, contaría con la buena fortuna de poder besarlo de nuevo y sentir su suave piel contra sus manos una vez más?

Ricardo tragó saliva y bajó la mirada al sentirse el más grande de los pervertidos por desear ese tipo de cosas, que transgredían los límites que una sagrada relación maestro/alumno debería tener. Pero quería, vaya si quería, se moría por probar sus labios una vez más.

Un beso más, sólo uno y entonces seguro que podría morir en paz. Bueno, seguro que aquello de «morir en paz» era una tremenda exageración, pero ¿Acaso no se sienten así las personas cuando se creen capaces de dar cualquier cosa por cumplir un sueño inmediato, un capricho, un anhelo? Sólo para encontrarse con que una vez alcanzada la meta, nace otra con igual o incluso mayor furor e ímpetu que la anterior. De momento quería un beso. Uno más. Cuando lo obtuviera —si es que lo hacía— procuraría no morir. Viviría para perseguir el siguiente y el siguiente, si lo había. Y el que le siguiera a ese, si tenía suerte. Luego de seguro sobrevendrían el auto reproche y la auto crítica, pero eso eran otros asuntos con los cuales ya vería como tratar cuando hiciera falta.

Estaba desvariando y lo sabía. Lo único bueno era que aquel remolino de ideas daba vueltas en su cabeza sin que se convirtiera en palabras. En segundos su mente se había elevado alto, alejándose a pasos agigantados del sentido común. Quizás había salido de la cama con demasiada rapidez y no había despertado del todo aún. Su interior estaba a punto de conflagrarse en medio de una llamarada de fantasías y deseo que empezaban a apoderarse de él de la forma más fiera, pero en el fondo aún sobrevivía aquella parte en su interior a la cual había dotado con una voz absolutamente fastidiosa y chillona imposible de ignorar que gritaba con sorna: ¡Por Dios! Guarde la compostura, profesor Azcarate. Era el énfasis en la palabra «profesor» lo que hacía que odiara a esa vocecilla fastidiosa y a la parte de él que lo instaba a no avanzar. Y a pesar de que Ricardo moría por mandar esa parte de su consciencia de paseo, ella era demasiado fuerte e insistente y lo obligaba a aferrarse a ella como a una tabla de salvación que mantenía a flote su cordura.

A estas alturas del partido y los tres grandes inconvenientes que se cernían sobre él en cuanto a lo que a Martín respectaba: el género, la edad y el hecho de que fuesen profesor y alumno, con lo único con lo que había hecho medianamente las paces, era con el hecho de que Martín fuese un hombre, pues físicamente le atraía y eso no había cómo negarlo.

El mutismo más aguerrido se apoderó de la situación y ambos guardaron silencio. De un momento al otro, las palabras parecieron sobrar y no había nada correcto que decir. Eso en cierta forma fue un alivio, porque Ricardo estaba seguro de que de abrir la boca sólo un montón de tonterías sin mucho sentido saldrían disparadas fuera de ella.

Aun si trataba de instarse a no sucumbir ante el vergonzoso sentimiento, Ricardo comenzaba a ponerse nervioso, no tanto por la situación en sí, después de todo no se había desatado el holocausto zombi o había un cuarteto de jinetes surcando el cielo con las trompetas que anunciaban el juicio final como banda sonora. Nada de eso, sólo había un chico de diecisiete de pie en medio de su sala, pero su nerviosismo se debía a todo lo que estaba acaeciendo en su interior a causa de algo aparentemente tan sencillo.

Ricardo era un hombre hecho y derecho de treinta años. Uno con las cosas claras, maduro, calmado, intuitivo, duro cuando debía serlo pero dulce en términos generales, con planes a un año para hacer la Maestría, con una cuenta de ahorros en la cual consignaba como un reloj todos los meses porque le gustaba sentirse seguro y nunca se sabe qué pueda llegar a ocurrir, un tanto desordenado pero aun así estructurado en los aspectos realmente importantes de la vida, paciente. Sin embargo en los últimos dos minutos de su existencia su más grande anhelo, su plan a corto plazo, se limitaba a su deseo de no comportarse como un reverendo idiota sin saber qué decir o cómo comportarse delante de Martín que, contrario a él, tenía la apariencia e irradiaba la confianza de quien es por completo dueño de la situación y tiene todas las respuestas, aún a pesar de estar tan mudo como lo estaba él. Era sólo que el silencio de Martín parecía premeditado, mientras que el suyo se debía más que nada que al no tener la certeza de lo que estaba sucediendo, no sabía qué decir.

Martín con esos movimientos seguros y estilizados que ahora que Ricardo tomaba el tiempo para analizarlo en detalle reconocía como tan propios de él, volvió a darle la espalda y, a paso lento, comenzó a caminar hacia el fondo del salón, pegado a las paredes repletas de estantes, mirándolo todo con atención y paciencia. Aquello era algo que Ricardo había esperado que él hiciera la primera vez que estuvo allí; que se interesara por lo que a él le gustaba, por cómo era, cómo vivía, que quisiera conocerlo. Verlo hacerlo ahora, lo llenaba de una extraña sensación de complacencia. Dio un rápido repaso con la vista a través de la estancia, tratando de imaginarse cómo podía estar asimilando e interpretando Martín todo lo que veía.

Martín se deshizo de la chaqueta tipo gabán de color gris y, poniendo el brazo derecho en jarra, la colgó de su antebrazo. Algo sabía Ricardo acerca de materiales y reconoció la tela como Flis, porque su chaqueta favorita estaba hecha de lo mismo y la prefería por su suavidad y por su capacidad de conservar el calor. Por supuesto Ricardo pensaba en este tipo de cosas y se fijaba en este tipo de detalles sin demasiada importancia para distraerse e invitarse a sí mismo a calmarse; también porque ahora era capaz de reconocer que todo lo concerniente a Martín, por mínimo y trivial que pudiera parecer, le interesaba. Sea lo que fuese que estuviera por ocurrir aquella tarde, casi noche ya —una charla, un roce, un beso— sería algo que para bien o para mal cambiaría el curso de los acontecimientos, puesto que uno al otro estarían contemplándose bajo un tipo diferente de luz, una que haría más transparente y más fino el velo que siempre los había separado, y seguro necesitaría de toda su calma para enfrentarse a tal situación.

Cuando Martín se deshizo de la prenda, a Ricardo le gustó mucho lo que vio: modernidad y buen gusto dándose la mano para poner a Martín un escalón por encima del común de los adolescentes. Su ropa combinaba tal como en una partitura las notas se suceden unas a otras en perfecta armonía. No cualquiera utilizaba tirantes y botas militares al tiempo y le resultaba tan bien como a él.

Las manos en los bolsillos que hacían que la tela de sus pantalones negros se hiciera más tirante y se abrazara con más furor a su trasero, sector del cuerpo ajeno al que Ricardo quería obligarse a no mirar, pero que de todas maneras había escrutado con una mirada fugaz que hizo que se le calentara la piel del rostro a causa de la vergüenza que le otorgaba el sentirse y reconocerse como a un atrevido. Señor Profesor Perver-todo.

El ceño de Martín estaba cada vez más apretado debido a la manera en la que la oscuridad del final de la tarde, una tarde que había sido gris y fría, comenzaba a bañarlo todo y lo obligaba a forzar la vista mientras estudiaba, como quien se pasea frente a obras expuestas en la pared de una galería y lo escruta todo con atención, sus repisas cargadas de decenas de objetos, algunos de ellos de gran valor sentimental o material, otros simples chucherías corrientes y cosas fácilmente reemplazables.

Así, con completa atención y en silencio, Ricardo continuaba anclado a un lado de la puerta, observando con detenimiento cada uno de los movimientos de su alumno. Tratando de leerlo e interpretarlo. ¿Qué quería de él aparte de enloquecerlo? Deleitado y tentado con la manera en la que cada cierto tiempo Martín volvía el rostro sobre su hombro y lo miraba, como si quisiera asegurarse de que él continuaba allí, con la mirada y la atención sobre él —como si fuera posible que no fuese de esa manera—. Una sonrisa muy ligera en los labios. ¿Era invitadora esa sonrisa? ¿Diciente? ¿Cómplice? ¿O simplemente por algún motivo estaba riéndose de él?

Ricardo estaba a escasos segundos de comenzar a morderse las uñas ante el silencio y la incertidumbre. La ansiedad del desconocimiento escalaba cada vez más alto dentro de su pecho, pero la sensación de nerviosismo decreció en el momento en el que el entendimiento se abrió paso entre sus neuronas, encendiéndose como un farol al comprender que si había alguien que debía abrir la boca para explicarse de algún modo y darle sentido a aquello, era Martín. Ricardo estaba en su hogar, en su terreno… Viéndolo así, era él quien tenía la sartén por el mango y, después de todo, había sido Martín quien había acudido a él y no al contrario.

Tranquilizándose con la conclusión a la que había llegado, decidió poner final a aquel silencio repentino.

—¿Quieres… No sé, algo de tomar, quizá? ¿O ya comiste? No tengo nada preparado, pero si quieres comer puedo pedir algo a domicilio, a menos que quieras galletas, cereales, o barras de dulce, que es lo único que tengo en la despensa. ¿Te quieres sentar? —Ricardo casi blanqueó los ojos ante sus propias palabras, que habían salido de su boca de manera atropellada «¿Te quieres sentar?» ¡Por Dios! Menuda tontería. La sartén por el mango… Sí, claro. Más le habría valido permanecer en silencio.

Martín se volteó completamente en su dirección una vez más, mientras el dedo índice de su mano derecha se paseaba de ida y vuelta por los lomos de una decena de libros afortunados que habían alcanzado un lugar en uno de los estantes. Negó con la cabeza.

— ¿Sentarme? En definitiva no. De sentarse, ni hablar. Y no tengo hambre, Richie. Al menos no de comida —Esa declaración tuvo un encanto casi infantil. La dulce picardía bailoteando en sus ojos grises. Ricardo solamente pudo imaginar que ese infantilismo fue premeditado, lanzado en su contra con alevosía y premeditación, con el único propósito de privarlo de su sano juicio—. Hoy… me siento solo. ¿Acaso tú no? —Esto último lo descolocó un poco. ¿Solo? Por supuesto. Ese era básicamente su estado natural en los últimos años de su vida—. Compartamos la soledad, entonces. Estemos solos juntos.

El joven hombre se dio la vuelta una vez más y reanudó el lento paseo delante de sus anaqueles repletos de libros, discos, fotografías y pequeñas figuras de acción que conmemoraban los años más ñoños de su existencia. Con un esbelto y blanquísimo dedo índice, Martín hizo rebotar la parte superior de un muñeco cabezón, de esos que se colocan en los salpicaderos de los autos, hasta dejarlo bailando sin control.

—Ese lo obtuve del fondo de una caja de cereales cuando tenía doce. Nunca he tenido corazón para deshacerme de él —. Explicó Ricardo, tomando del anaquel al pequeño jugador de baloncesto de cabeza resortada.

Martín se dio la vuelta en su dirección, cruzó los brazos sobre el pecho y recargó uno de los hombros en el lateral del anaquel.

—Bien dice el dicho que las cosas se parecen a su dueño. ¿O es al contrario?—chasqueó con la lengua—. El caso es que eres exactamente como él.

Ricardo frunció el ceño, analizó el juguete en su mano y se preguntó en qué se basaba Martín para asegurar que había algún tipo de similitud. Descartó el parecido físico, pues había una lista bastante obvia de las diferencias entre Michael Jordan y él, y cada diferencia era más obvia que la anterior: El color de piel, los millones de dólares, la fama, el talento para el deporte. Menos se imaginaba que pudiera parecerse no al jugador, sino específicamente a la réplica de juguete. Para empezar, él tenía la cabeza de un tamaño proporcional a su cuerpo y no tenía ningún problema de columna que le dejara  como consecuencia que la cabeza le bailara sin control sobre los hombros. A menos, claro, que Martín estuviera refiriéndose a algo más subjetivo, como que al igual que la réplica él le pareciera insulso y un motivo de risa.

Si había creído que hablar acerca del servicio de vigilancia del edificio carecía de sentido, lo de ahora era completamente abstracto.

—Explícate —. Pidió, preparado para escuchar cualquier cosa.

Su cordura y concentración amenazando con marcharse cuando en su afán de poner toda su atención en lo que Martín tuviera para decir, fijó la vista en sus generosos y perfectamente esculpidos labios y pensó en lo agradable que sería besarlo de tal manera, que se le permitiera la libertad de arañar ligeramente su labio inferior con los dientes. Martín se mordía constantemente ese labio y a él le gustaría tener una probada de lo mismo también y… ¡Dios! ¿En qué estaba pensando? Iba a irse directamente al infierno, y lo peor de todo era que iba a largarse al averno por completo complacido si eso significaba que antes de hacerlo había logrado su cometido.

Respiró profundo y miró a Martín a los ojos, que aunque impresionantes eran significativamente menos peligrosos que sus labios, y engarzó su atención en ellos. Su alumno le dio un zape al pequeño jugador de plástico.

—¿Ves ese movimiento frenético de cabeza? —Ricardo asintió—. En principio se mueve de adelante hacia atrás con tanto ímpetu que te hace pensar que lo que estás recibiendo es una afirmación contundente. Luego de la nada el movimiento se ralentiza y, por algún extraño motivo, termina diciendo que no, y luego simplemente se queda quieto… Como si nada —El chico resopló—. Ni hablar del hecho de que sin un estímulo externo no habrá ni un solo movimiento —Martín hizo pivotar la cabeza resortada una vez más para demostrar su punto—. ¿Ves? Justo como tú.

Martín le dio la espalda de nuevo y a paso rápido, aunque algo acartonado —incluso le pareció que una de sus rodillas se dobló ligeramente—, alcanzó el final de la estancia y dio vuelta hacia el pasillo que conducía a las habitaciones.

Okey. Ricardo no era ningún estúpido, no necesitaba que se lo dibujaran con plastilina para entender. Martín estaba diciéndole, con cierto y hasta gracioso nivel de sutileza metafórica, que él era alguien indeciso y demasiado pasivo. Acababa de ser más o menos insultado y él, como un gran estúpido, ni siquiera había abierto la boca para decir algo en su defensa. Seguro que debía verse patético parado ahí, en medio de su sala, sin argumento y sosteniendo a Michael Jordan versión cabezona. Miró las inamovibles facciones tensadas en una eterna sonrisa demasiado amplia esculpida en el plástico.

—¿Y tú de qué te ríes? —increpó al juguete en un susurro, antes de devolverlo a su lugar y seguir los pasos de Martín.

Cuando dio vuelta en la esquina hacia el pasillo, lo vio de pie entre dos pequeñas torres de libros, frente a los diplomas colgados a lo largo de una de las paredes. Ahí estaba su vida académica al completo. Bachillerato, Universidad, Especialización, Diplomados en pedagogía y filosofía. Por supuesto había sido su madre quien se había tomado el trabajo, cada vez, de mandar a enmarcar aquellos documentos en cuanto él los recibía, como una manera de obligarlo a conservarlos en buen estado.

La luz era suficiente para apreciar la escena al completo, pero poca para verla al detalle. Ricardo estaba de pie dentro del haz de luz que lograba dar vuelta a la esquina, proveniente de la amplia ventana del salón. Martín estaba inmerso en la semi penumbra producto de un cielo lloroso y una tarde moribunda que daba paso a la noche de una manera apresurada. No sabía si él realmente podía distinguir algo de aquellos documentos resguardados en vidrio y madera que parecía examinar con atención.

—Así que tu primer nombre es Ángel.

Por supuesto que él veía bien, tenía ojos de gato después de todo. Este tonto pensamiento lo hizo sonreír. No sabía por qué continuaba comparando a Martín con un felino, pero le agradaba esa idea.

—Así es. Ese es mi primer nombre—. Hizo un gesto vago con los brazos antes de dejarlos caer a sus costados en signo de derrota, porque estaba seguro de que Martín había encontrado un nuevo punto para hacer algún comentario ingenioso e incómodo en su contra.

—¿Por qué no lo usas?

—Yo… Un día sólo pedí que dejaran de llamarme así.

—¿Por qué? Bueno, la verdad es que si me esfuerzo creo que puedo entender un poco tus razones. Los anteojos, los hoyuelos, los rizos y además llamarse Ángel, sumado a que de seguro durante el instituto fuiste un gran empollón, como que es demasiado. De seguro en su momento fue la receta perfecta para ser el blanco de las burlas y entonces decidiste que serías solamente Ricardo, porque eso era más fácil que dejar de utilizar anteojos o deshacerte de los hoyuelos. ¿A que sí?

Ricardo no pudo más que reír ante la facilidad con la que Martín encasillaba a las personas.

—Pues te equivocas por completo y de verdad voy a disfrutar sacándote de tu error. ¿Por qué insistes en encasillarme de esa manera? La vida no es un gran cliché, Martín. Las personas no entran en casillas, desempeñando un determinado rol y se quedan allí. Todos llegamos a este mundo como un lienzo en blanco, pero a la larga la vida, las experiencias, la convivencia, nos van salpicando de una gran variedad de colores y forman nuestro carácter. Por ejemplo, no existen las personas buenas y las personas malas en realidad; eso es relativo ¿sabes? Porque el ser humano está fabricado para creer que tiene la razón y que muchos de sus actos, aunque sean criticables y condenables para algunos, son justificados y «bueno» o «malo» sólo depende del contexto, del contrario y muchas veces de quien mire desde fuera. Lo más probable es que todos los bandos crean que están luchando por causas justas y que sus ideales son los correctos y los equivocados son los demás. El mismo hombre que levanta la mano para dañar a alguien, utiliza esa misma mano para acariciar a su hijo. Con  la misma boca que insulta y desdeña a algunos le dice a su madre, a su mujer, a su hermano que los ama —miró a Martín y éste lo observaba con una ceja levantada. Se estaba desviando del tema—. El punto es que quizás fui motivo de burlas para algunos, pero muchos lo fueron para mí también. Ser en términos generales un buen muchacho no me convertía en un chico tonto y pasivo que no hacía nada por defenderse. Me lie a golpes cuando hizo falta, ofendí a algunos con razón y sin ella, por lo general era buen estudiante pero saqué malas notas cuando le dediqué demasiado tiempo a la guitarra. Los nerds de televisión en realidad no existen. Nunca fui blanco de los matones. Quizá algo ocasional, pero jamás sufrí de persecución. De hecho, yo era un tipo genial y, si no es mucha falta de modestia, me gustaría pensar que lo sigo siendo, gracias —Le gustó mucho la sonrisita burlona que Martín le bufó. Se señaló el rostro con el dedo índice— Y estos hoyuelos me han traído más ventajas que problemas a lo largo de mi vida—. Para afianzar lo que dijo, sonrió con tanta exageración como Michael Jordan Cabezón. Tan ampliamente que sus ojos se convirtieron en apretadas ranuras.

—Aprovéchalos mientras puedas. En unos cuantos años más esos hoyuelos van a ser tu calvario al convertirse en profundas líneas de expresión en tu rostro y se van a notar aun si no estás sonriendo, engreído—. Martín pellizcó su mejilla de manera juguetona. Martín – Pellizcó – Su mejilla. Y aquella cercanía se sintió tan bien, que incluso le dio vergüenza ser un hombre tan fácil de comprar. Ahora estaban casi completamente a oscuras, pero aún pudo ver como Martín curvó las comisuras de la boca hacia arriba en una sonrisa por completo maravillosa y perfecta—. Aún no me dices por qué no usas tu primer nombre. Dame una razón.

La sonrisa de Ricardo disminuyó su intensidad hasta convertirse en una muy leve y tranquila, cargada de cierta melancolía que surgía de su pecho de manera reflejo cuando pensaba en aquel tema, pero en realidad ya no dolía demasiado.

—Era también el nombre de mi padre —declaró—. Oh, él murió hace tiempo —explicó cuando vio a Martín arrugar el ceño en un gesto que Ricardo interpretó como que él encontraba insuficiente su declaración inicial—. Yo era poco más que un niño en aquel entonces. Cuando lo perdí, me dolía demasiado tener que escuchar su nombre todo el tiempo cuando las personas se dirigían a mí. Estaba triste y enfadado porque su muerte me pareció prematura, injusta y muy tonta. Así que terminé por pedirle a mi familia y a todos los que me conocían que por favor me llamaran Ricardo. Hoy día el nombre que comparto con mi padre ya no me afecta o me llena de algún sentimiento negativo, pero yo creo que terminé por acostumbrarme a que me llamaran por mi segundo nombre. Además, sigo respetando la decisión del niño que era yo en aquel entonces, esa fue su manera de lidiar con el asunto. ¿Y quién soy yo para no cumplir su voluntad?

Aquella era una anécdota un tanto tonta, simple y en definitiva vieja, pero jamás se lo había explicado a nadie hasta ahora. Pidió a su madre y a su hermana que no volvieran a llamarle Ángel y aunque lo más probable era que su madre hubiese supuesto la razón, ella no le preguntó nada y él tampoco se lo aclaró, eso sí, nada le impidió a Doña Agripina el utilizar su nombre completo, con todo y apellidos, cuando iba a reñirlo. Ella lo hacía incluso ahora que era un adulto. Silvana era muy pequeña en aquel entonces, para ella no fue nada difícil la transición de pasar de llamarlo Angelito a llamarlo Ricky. Sus amigos y compañeros de estudios creyeron que él quería hacerse con una imagen más ruda —imposible para alguien con anteojos redondos al que además todos llamaran Angelito y apoyaron la moción— y él no los sacó de su error. De ahí en adelante todos lo conocieron  como Ricardo y nadie vio nada de extraño en el hecho de que él prefiriera su segundo nombre, pues muchas personas lo prefieren de ese modo. Quizás se lo había dicho a Martín porque había sido el único en pedir una explicación de manera directa.

—Esa es una buena razón. Lamento lo de tu padre.

—Descuida, fue hace mucho tiempo.

Martín se pasó una mano por el cabello, despejándose el rostro.

—Mi primer nombre es Martín. Mi segundo nombre es Alejandro. No hay ningún tipo de historia detrás de ello. Así que lo siento, yo no soy tan interesante como tú, Richie.

—¿Pero qué dices?

Compartieron una sonrisa. Por un instante, la completa quietud de la ausencia de palabras los rodeó.

Martín, desde la escasa distancia que los separaba, estiró el brazo en su dirección. Con la palma hacia arriba solicitaba su mano, invitándolo a tomar la suya. Aquel gesto, en apariencia simple, estaba revestido de aquello especial con lo que estaban fabricados sus más locos sueños. Su deseo más profundo y prohibido materializándose para convertirse en realidad. Una mano, un simple gesto y mucho implicado en ello. Un paso, un sólo paso lo separaba del contundente «sí» aunque también podía darlo en retroceso. Pero obedeció y dio el paso hacia delante, por supuesto.

Con aquellas manos delgadas e irrealmente suaves, Martín tiró de él con la rudeza necesaria para manipular sus movimientos hasta tenerlo prisionero contra la pared y casi hacerlo tirar un par de los diplomas, que quedaron colgando en un ángulo inclinado. Así, sin palabras, sin explicaciones, y por supuesto sin mucha de su resistencia, también. Ricardo fue presa de la más sincera sorpresa. Un momento estaba contemplando tomar la mano que se le ofrecía, poetizando al respecto como en sus peores momentos y sintiéndose afortunado por ello cuando unas horas antes lo había creído todo perdido a causa de su estupidez, su pasividad y su miedo, y al siguiente tenía al chico de sus sueños —y esta aseveración estaba lejos de lo romántico, porque era algo literal— presionándolo contra una pared con todo su peso.

Más rápido de lo que hubiese esperado se olvidó del leve dolor de torso que el rápido y sorpresivo movimiento reavivó, y se encontró a sí mismo demasiado consciente de la proximidad y del calor que emanaba de labios de Martín cada vez que le respiraba sobre el cuello. Todas sus terminaciones nerviosas estallaron al unísono y le llenaron el cuerpo de un hormigueó cantante cuando Martín, dulce y descarado Martín, mandó una mano a su entrepierna y, posesiva y diestra, se engarzó sobre su sexo que comenzó a sublevarse mandando al cuerno al auto control.

Martín…

Rojos sus labios.

Roja su camisa.

Rojas sus intenciones.

Ya no tenía que leer entre líneas, o adivinar o suponer o tener miedo de estarse equivocando en sus apreciaciones, porque Martín, con un par de expertos movimientos, ya le había dejado claro cuáles eran sus intenciones al haber ido allí.

—Dios. Ven aquí.

Ricardo acunó su rostro con ambas manos y, harto ya de la penumbra, apartó una mano de la suave piel del rostro ajeno y tanteó sobre la pared hasta que dio  con el interruptor y lo activó. Todo se inundó de una potente luz eléctrica que hizo que las sombras se agazaparan en los rincones y huyeran hacia los recovecos. La belleza demanda ser vista y Ricardo no quería perderse ningún detalle de aquel rostro al cual no podía acusar de quitarle el sueño, sino de todo lo contrario. De entrar en su psiquis mientras dormía, e incendiarla.

Martín al parecer demasiado consciente del hecho de que sus labios constituían un punto de su rostro de donde Ricardo no podía apartar la mirada, se los humedeció con la punta de la lengua de manera deliberadamente lenta, como quien no quiere la cosa, sólo para terminar con el labio inferior atrapado entre los dientes. Ricardo cerró los ojos y sonrió vencido, mientras recargaba la cabeza contra la pared.

—¿Te gusta provocar, no es así?

El chico sonrió.

—Oh, sí, yo soy un experto en eso —Martín, aquel provocador, era encantador. Esa frase le pareció incitante y prometedora, pero también demasiado perturbadora. Básicamente le recordaba a Ricardo que él había aprendido con otras personas, incluido aquel gigantón español, todo arsenal erótico que fuese capaz de poner en práctica—. ¿Acaso no lo sabes ya? Abre los ojos y mírame. ¿Cómo es que los cierras de ese modo si no me besas aún?

Lo deseaba. Con cada pequeño átomo de su ser deseaba a aquel chico impertinente y descarado.

2

Se relajó en cuanto Ricardo lo besó. Y a pesar de que era contradictorio que la relajación se aposentara dentro de él justamente cuando su sangre comenzaba a caldearse a causa de un beso tan bien ejecutado que le estaba acelerando el pulso, fue justo así como ocurrió y fue de este modo porque junto al placer llegó también la familiar sensación de encontrarse en un terreno conocido que lo tranquilizó. Podía quizá sonar exagerado, pero últimamente había estado sintiéndose como si se estuviese ahogando y aquel beso, aquella cercanía, eran como respirar y no había ningún tipo de implicación romántica en esta aseveración.

Todo había empezado como un roce tentativo, terso y suave sobre sus labios, que podía incluso llegar a describirse como tímido, tal como cuando se camina al lado de una bandada de pájaros que picotean apacibles en el parque y no se les quiere espantar, pero todo comenzó a convertirse rápidamente en una sucesión de exigentes envites contra su boca, como quien harto ya de la pasividad en el parque, corre hacia la bandada de pájaros para verlos emprender el vuelo en desorden. Nada violento o muy brusco, mas los movimientos eran necesitados, demandantes, desesperados y en definitiva también expertos. Así que el suave aleteo terminó convertido en terremoto.

Esto era algo que había sorprendido a Martín desde la primera vez y quizá lo haría por un tiempo más si aquello trascendía de aquel día: El robusto apasionamiento y, ¡Dios!, la increíble técnica que alguien como Ricardo que siempre fue un simplón reprimido y aburrido en su imaginación, era capaz de descargar en un simple beso. Así que si había terremoto, Martín puso su grano de arena y contribuyó con ganas en el agite de las capas tectónicas.

Se permitió respirar con tranquilidad cuando sintió la situación encaminarse hacia un terreno que conocía y podía manejar, y aunque en realidad no había tenido mayores dudas acerca de lograr su cometido eventualmente, no iba a negar que verlo ignorarlo ese mismo día por la mañana, logró hacer tambalear su autoconfianza.

Necesitaba con desespero de aquello para cerrar un ciclo. Entregarle su cuerpo a alguien que lo ayudara a borrar las huellas que la historia más dolorosa y patética que había vivido, había dejado regadas sobre su cuerpo. Necesitaba reemplazar caricias, roces y besos, para que su piel olvidara y aprendiera a reconocer otras manos, unas que lo tocaran de manera diferente, reeducando sus poros. Necesitaba borrar meses de inconveniente sexo prohibido y que su cuerpo dejara de recordar y de añorar, soñando con imposibles.

Martín pudo haber ido con cualquiera, pero lo escogió a él… Y también a sus inconvenientes. Meterse con Ricardo era como tener que reeducar a otro hetero. Había estado unas cuantas veces en aquella situación y sabía lo que seguía. Aquello de «Yo no soy gay» que por algún extraño motivo se sentían obligados a declarar cada dos por tres y que los hacía agarrarse con uñas y dientes al papel de activo durante el sexo. La  culpa, que de manera conveniente no mostraba ningún indicio antes o durante el sexo, sino que era algo meramente post coital. El tener que hacer méritos para que ellos lograran desarraigarse de la idea de que el sexo con otro hombre era algo sucio en el sentido más literal y estricto de la palabra. Y lo más importante de todo, que no se atrevieran a verlo o a compararlo con una mujer.

Sus labios se separaron momentáneamente de los de Ricardo. Haló aire sin siquiera abrir los ojos y de vuelta al envite, mientras afianzaba sus manos alrededor de la mandíbula ligeramente barbada del profesor. Martín mordió de forma ligera el labio inferior del cual se había apoderado con golosería y con eso arrancó de la garganta ajena un sonido quedo, ronco, gutural y sobre todo muy masculino, que tuvo como consecuencia que aun en medio de aquella contienda de labios él mismo profiriera una sonrisa de suficiencia que estuvo acompañada de un involuntario sonidito de regodeo.

Martín estaba dispuesto a facilitarle considerablemente las cosas a Ricardo. Estaba dispuesto a ser tan considerado, que teniendo en cuenta que aquella sería su primera vez con un hombre, ni siquiera iba a tener la necesidad de prepararlo o de esperar a que él mismo lo hiciera mientras posiblemente moría de ansiedad y de desespero, porque si hay algo que en efecto no puede negarse acerca del sexo gay, es el hecho de que es laborioso. Era una verdadera pena que un culo no tuviera la capacidad de auto lubricarse y distenderse como lo hacen las vaginas.

En deferencia de Ricardo y pensando en facilitarle la experiencia mostrándole sólo las bondades, Martín le había allanado el terreno y además de haberse aseado a consciencia, y quien dice a consciencia quiere decir «a fondo», también había un tapón generosamente bañado en lubricante instalado en su recto; cosa que hizo del viaje en taxi algo un tanto incómodo y lleno de morbo que lo obligó a sentarse escurrido en el asiento del vehículo, más sobre su espalda baja que sobre su trasero para no hacer caras o comenzar a gemir delante de un conductor que de seguro se habría tomado a mal aquello, además de hacerlo rechazar de manera tan vehemente la inocente invitación a sentarse que le había hecho Ricardo minutos atrás. Ya era todo un logro el poder caminar con cierta normalidad, a pesar de que a veces se le doblaran las rodillas. Si se hubiese sentado habría quizás dado un espectáculo, soltando un solo de gemidos… Pensándolo bien, en vista de sus intenciones, quizás sentarse no habría sido mala idea.

De la puerta de Ricardo al pasillo en el que se encontraban no había más de ocho metros de distancia, pero los sintió como kilómetros y kilómetros cuyo recorrido lo habían dejado mentalmente exhausto, porque no tenía la menor idea de cómo terminaría aquello, porque mostrarse seguro cuando lo devoraba la incertidumbre era algo agotador. No habría soportado que él le dijera que no. No aquella tarde cuando se sentía vulnerable y tenía miedo. Necesitaba con desespero algo que pudiera manejar, que conociera, que saliera justo como él quería. No quería pensar en exámenes médicos y sus posibles resultados, ni en relaciones sanguíneas o parentescos, tampoco en la angustiante palabra incesto, que lo hacía sentirse miserable y sucio, o pensar en su madre y sus secretos de mierda.

Ahora que tenía la certeza de que Ricardo pendía de un hilo, y que quien tiraba de ese hilo era él, no tenía prisa y podía distender o apresurar las cosas a su antojo. Con la respiración más que agitada interrumpió la sesión de besos, que para aquel momento ya podía ser catalogada como sísmica y tsunámica, y liberó a Ricardo del peso de su cuerpo, con el que lo había mantenido prisionero contra la pared, para continuar su camino hacia el final del pasillo donde estaba la entrada a la habitación de Ricardo.

Abrió la puerta y encontró el lugar en penumbras. Una oscuridad que no llegaba a ser completa porque a pesar del cortinaje echado, la iluminación de la ciudad era potente, tenaz y persistente y lograba colarse por el resquicio en medio de la ventana. Fue por ello que dio con el interruptor de manera rápida.

Ricardo lo siguió. Martín sintió su presencia detrás de él, pero no lo miró, sino que se adentró en la habitación y dejó la chaqueta sobre la cama que estaba deshecha. El lecho se le antojó invitador, y aunque Martín estaba allí con el firme propósito de follar, no era a eso a lo que se refería, sino al hecho de que se veía acogedor y cálido, con la mullida colcha y las abultadas almohadas que prometían formar un cálido y confortable capullo donde atrincherarse contra el frío y entregarse de manera plácida al descanso.

Con el rabillo del ojo percibió como Ricardo se sentó en la cama. Podía escuchar su respiración, que estaba ahora más apaciguada que segundos atrás, cuando se estaban comiendo la boca, pero aún no del todo normal. Sentía su mirada insistente rebotándole en la piel. Sabía que podía sólo acercarse a él, tumbarlo en la cama, arrancarle la ropa y comérselo de un bocado, pues percibía la ansiedad que las barreras finalmente abajo habían dejado. Pero que las barreras estuvieran abajo significaba que no había una carrera por correr allí, que podía tomarse su tiempo. Cuando quisiera velocidad el sexo mismo y la exigencia de sus cuerpos se encargarían de ello.

No iba a negar que tenía mucha —de verdad mucha— curiosidad por cómo sería, cómo se sentiría hacerlo con él, tocarlo a placer, dejarlo penetrarle y cabalgarlo, pero tampoco iba a negar que estaba un poco resentido por su desplante de aquella mañana y que se lo quería hacer pagar. Quizá se daría la vuelta, recorrería el pasillo y saldría de aquel departamento, dejándolo con un palmo de narices en medio de la calentura… Eso enrabia a cualquiera. Lo malo con eso, era que él mismo se quedaría también sin poder apagar la calentura. Por lo menos iba a darle largas hasta desesperarlo. Podía hacer eso.

***

Canciones. Ni más ni menos que letras de canciones escritas por Ricardo era lo que había en aquel viejo cuaderno de tapas de un color verde desvaído. Martín estaba ojeando las páginas con más interés del que debería, considerando que estaba perdiendo tiempo valioso que podría estar utilizando en otras cosas, pero es que le gustaba mucho la manera un tanto ansiosa en la que Ricardo lo miraba, casi como esperando un veredicto por su parte, o una burla. Cría fama…

Le gustaron. Algunas eran muy buenas, otras no tanto, pero aun así le gustaron. La belleza de lo real e imperfecto. Miró la guitarra y pensó en que en algún momento del futuro cercano le pediría a Ricardo que tocara la guitarra y cantara para él. Ya vería si había algo para burlarse o no.

Las canciones estaban fechadas, y la última era de hace bastante tiempo… Más de tres años atrás. Martin se preguntó por qué pararía, negándose a creer que hubiese abandonado aquel pasatiempo por lo que había pasado con su exnovia, aquella Elisa, pero lo más probable era que esa fuese la razón. Él mismo sentía que había dejado su lápiz y pinceles un poco de lado desde que su vida había comenzado a tornarse complicada; cumplía con los deberes de la clase de artes, pero nada más. Nada de horas placenteras entregado a los trazos. Era la última canción escrita en aquel cuaderno la que databa de hacía mucho y nada le aseguraba que no hubieran más recientes. Si así era, si había más canciones, entonces quiso saber de qué talante serían las letras de la época abatida y aburrida de Ricardo. La época post-cuernos.

Rebuscó entre los libros y documentos sobre el escritorio dentro de la habitación.

—¿Qué haces? —preguntó Ricardo.

—Busco algo.

Tiró de un cuaderno al que le vio posibilidades de tener un contenido parecido al del cancionero que sostenía con la mano izquierda y cuando se hizo con él, algo cayó de debajo. Un libro delgado, con tapas de color rojo en la que había impresa una portada bastante sugerente y ni qué decir del título: Guía ilustrada del Kama Sutra gay.

—¡No! Eso no…

—Oh. Vamos, Ricardo —Lo interrumpió— Ni siquiera tiene caso el tratar de decir que no es lo que parece —Martín agitó el libro—. Esto es justo lo que parece. Alguien aquí tiene curiosidad y cuando se tiene curiosidad acerca de algo, el onceavo mandamiento dicta que hay que saciarla —. La diversión profundamente marcada en su voz.

Ricardo se pasó las manos por el cabello, cosa que se veía un poco sin sentido ahora que lo tenía tan cortó. Se rascó la cabeza con fuerza, preso en la desesperación y acto seguido se dejó caer abatido contra el colchón, con los ojos cerrados y los brazos extendidos como si estuviese a punto de ser clavado en una cruz.

—¡Bien! estoy listo. Adelante, ¡Dispara! Búrlate cuanto quieras, sabré como encajarlo y creo que lo merezco. ¿Quién compra libros acerca de ese tema cuando es más fácil y más discreto sólo buscarlo en Internet? Pasé horrores para pagarlo en la caja de la librería. Aunque, claro, yo no contaba con que vinieras a rebuscar entre mis cosas —El profesor lo señaló desde la cama con un dedo índice acusador—. Oye podrías… podrías sólo olvidarlo —Luego él resopló y se sentó de vuelta, mirándolo a los ojos con la expresión completamente seria—. Por favor, Martín. Sólo olvida y perdona cuan estúpido puedo llegar a ser, ¿Quieres?

Y en ese momento Martín comprendió que en aquella última petición Ricardo no estaba refiriéndose al descubrimiento del manual.

—Está bien, no lo tendré en cuenta. Por todo  lo que has hecho por mí, lo dejaré pasar. Olvidaré lo idiota que puedes llegar a ser.

Dejando de lado la guía y el cuaderno de canciones sobre alguna superficie indefinida a sus espaldas, Martín caminó hacia Ricardo y, a horcajadas, se trepó en su regazo. El  tapón que horadaba su parte más íntima se movió ligeramente con la nueva posición, recordándole que estaba allí y provocando que sus muslos temblaran contra los de Ricardo, que lo miraba desde abajo con la absoluta atención de sus ojos castaños puesta en él. Martín no se había fijado antes, pero desde aquella poca distancia y con la luz de la bombilla alumbrando poderosamente, podía ver cuán largas, tupidas y rizadas eran sus pestañas. Muchas mujeres matarían por pestañas como esas. Eran ojos bonitos que la mayor parte del tiempo estaban ocultos detrás de los anteojos. Alguien con ojos así, con una mirada así, no podía dañarlo. Alguien con ojos así de seguro que estaba genéticamente imposibilitado para ser un cabrón.

Confiaba en él, ahora lo veía claro. Por regla general, por costumbre, modus operandi o lo que fuera, Martín solía juguetear un tiempo antes de irse a la cama con alguien, hacerse el difícil, el interesante, el indiferente, esperar a que lo halagaran, incluso llevarlos a desesperarse —con una gran excepción que terminó siendo un tremendo error—. Pero con Ricardo no se veía con el corazón o las ganas de exigir o esperar algo parecido, aun a sabiendas de que a pesar de la reticencia, su profesor parecía desearlo desde hacía un tiempo ya. Con él no era difícil o molesto. Era cómodo.

Cuando comenzó a delinear las cejas ajenas con los pulgares, los parpados de Ricardo se cerraron suaves, obedientes y silenciosos al tacto. El hombre entre sus muslos se dejaba hacer mientras Martín imaginaba cómo plasmaría sus rasgos sobre papel. Ricardo hizo otro tanto. Silencioso, le acomodó los mechones de cabello tras las orejas, hasta despejarle el rostro.

Fue un tanto extraño para Martín el estarse tomando tiempo para hacer aquellas pequeñas estupideces cuando desde hacía meses el sexo se había convertido en algo duro y rápido en la búsqueda del placer más animal. Por eso había amado cada segundo que Joaquín había invertido en dibujarlo, ya que en esos momentos no había prisa. Su mente divagando se perdía en la ensoñación y luego como un baldado de agua fría recordó que el que tuviera que alejarse de Joaquín no obedecía únicamente al hecho de que él fuese un cabrón integral, sino a que ese cabrón de campeonato era ni más ni menos que su papá. Y si había algo más grave que el hecho de que hubiese llegado a tener sexo con su progenitor, era el hecho de que aun sabiéndolo, continuara deseándolo.

Que estuviera ahora entregándose a mimar mientras en el fondo pensaba de manera insana acerca de su padre, era la más grande prueba de cuan jodido estaba. Sin embargo continuó con lo que hacía, porque le gustaba la reacción del otro ante esto. Pero aquella lentitud, para ser sincero, le fue desconcertante. No desagradable, sólo nueva y ajena a él.

Fue por completo halagador ver cómo la nuez de su garganta subía y bajaba en un movimiento rápido. Deglutía saliva por él. Su respiración aceleraba el ritmo y comenzaba a escapar entre sus labios cada vez más sonora, y eso que hasta ahora sólo estaba tocando su rostro. ¿Qué iba a hacer si llegara a mamársela entonces? ¿Gritar? Martín sonrió ante esto último, porque de hecho llegar a arrancarle algún grito sería genial.

La manera correcta de dibujar a Ricardo, si algún día lo hiciera, era con un lápiz sepia.

El cabello de Ricardo estaba bastante corto, pero aun así había suficiente para que Martín pudiera atrapar unos cuantos mechones un tanto húmedos de la parte posterior de su cabeza. Asió los mechones con firmeza, pero sin llegar a dañarlo y tiró de ellos para obligarlo a mantener la cabeza hacia atrás. Ricardo abrió los ojos con sorpresa y fijó la vista en él.

—Ahora escúchame con atención, Ricardo. Voy a darte el mejor sexo de tu vida, eso te lo aseguro. Me pediste que hiciera méritos para que te dignaras a arrastrarte conmigo al lado oscuro y eso haré. Quieres que te conquiste y eso haré. Y lo haré de la mejor manera posible: con sexo.  Pero pasa que yo también tengo condiciones —se removió sobre su entrepierna—. Mantenme interesado. Reclama mi atención, Richie. Haz que quiera volver… Hazme olvidar. Arráncame los orgasmos, porque ten por seguro que yo arrancaré los tuyos cada vez. Muéstrame que mereces que vuelva a ti después de que me tomes la primera vez. Muéstrame por qué vale la pena que invierta tiempo en ti —Al removerse una vez más encima de Ricardo, El plug tocó algún punto sensible en su interior y lo obligó a soltar un pequeño jadeo por completo involuntario que fue respondido con tensión de músculos por parte de Ricardo—. Si quiero llamarte mi amante, ¿Vas a ganarte ese derecho como Dios manda? ¿Eh? Haz que no me arrepienta de haber sido yo quien haya venido a buscarte, aun cuando tuviste la osadía de ignorarme esta mañana.

—Martín, con respecto a eso yo…

Puso un dedo entre sus labios para obligarlo a callar.

—Nada de palabras, hombre. Quiero hechos.

3

Martín actuaba con premeditación y alevosía. Ricardo actuaba obedeciendo al calor del momento, a la espontaneidad, al deseo largamente reprimido, al instinto y a la exigencia de su cuerpo y aquella mezcla entre la férrea voluntad del uno y la casi completa falta de ella en el otro, sólo podía tener como resultado un final incendiario.

Para el profesor el haber pasado tanto tiempo sin aquel tipo de intimidad lo intensificaba todo a un punto tan álgido, que el más mínimo roce con el cuerpo ajeno parecía estar dotado de candorosa electricidad cuyo único propósito era hacerlo desbordar. Sus poros hipersensibilizados, lo maxificaban todo tal como si alguien le hubiese encendido el zoom a su sentido del tacto. Y fue de esta manera como Ricardo se encontró inmerso en la absorta contemplación de cada área de su ser. Cada trocito de Martín que estuvo al alcance tanto de su vista como de sus manos, no se conformaba con sólo tener una característica para describirlo, sino que todo era… «Muy»

El perfecto contraste entre su piel muy blanca y su cabello muy negro. Su boca muy sabrosa  y muy rosa. Sus manos muy buenas en lo que hacían. Y definitivamente él era muy sexy.

Martín era contraste y sinfonía.

La ansiedad lo dominaba, manifestándose en unas manos temblorosas que querían abarcar más de lo que podían. Así que teniendo que escoger y que tocar sólo una cosa —máximo dos— a la vez, acunó con ellas aquel rostro que adoraba aunque aún no lo reconociera de manera consciente y se dispuso a devorar su boca como si no hubiera un mañana. Saboreó con golosería el labio inferior que tanto le gustaba y tal como había fantaseado, finalmente lo atrapó con los dientes. Lleno, pulposo y tremendamente dulce.

«Tan bueno».

El premio máximo por aquel beso, además de haber sido enteramente correspondido, fue el gemido que logró arrancar de la garganta de Martín cuando la contienda de sus lenguas se encontraba en el momento más ensalzado. También fue este sonido bendito el que lo hizo despertar y hacer un último intento por resistirse. El instinto era un verdadero problema, porque tal como lo instaba a entregarse al calor de la carne, también lo invitaba a resistirse a algo que transgredía un montón de barreras, parámetros y paradigmas. A regañadientes, con un esfuerzo que sintió como sobrehumano, separó sus labios de la tentadora y sabrosa boca ajena. Afianzó la mano derecha en la nuca de Martín y juntó sus frentes.

—Esto no está bien.

Y aun cuando Ricardo hacía tal aseveración, su cuerpo lo contradecía por completo, porque su cadera, su torso, sus manos, continuaban buscando la cercanía y el contacto de Martín. Dijo aquello porque sabía que era su obligación hacerlo, porque era el adulto allí, por amor a Dios, y se suponía que eso lo dotaba de la madurez y la consciencia suficiente para contenerse. Pero en realidad no quería que sus palabras tuvieran ningún efecto.

Martín soltó un suspiro de cansancio y sobre todo de frustración, que le fue tormentoso a los oídos de Ricardo.

—No quiero pensar en si está mal o está bien. Yo sólo no quiero pensar —Martín abandonó su regazo, poniéndose de pie con la respiración aún agitada por el intenso beso. Ricardo había percibido algo desesperado en su voz, al igual que ahora que lo miraba desde abajo podía ver algo salvaje y un tanto enojado brillándole en los ojos—. Si te atreves a dejarme caliente e iniciado, juro por Dios que haré que te arrepientas. Este tirar y aflojar comienza a convertirse en algo ridículo y desesperante. ¿No es acaso más inteligente y mucho más placentero sólo tirar? Empiezo a hartarme. No creas que voy a rogar       — Una repentina sonrisa de burla apareció en aquel precioso rostro arrebolado—. ¿Sabes qué, Ricardo? Eres un grandísimo hipócrita. Decirme eso cuando estás así —Sin ninguna contemplación Martín señaló hacia su entrepierna. Luego volvió a mirarlo directo a los ojos— Tu renuencia sólo es algo reflejo, tiene que serlo. Un tic de protesta programado en tu cerebro o algo así,  porque en realidad tú no quieres que nos detengamos. ¿O sí? — «No… No quiero. Por supuesto que no quiero», pero Ricardo no dijo nada. ¿Qué podía decir cuando Martín lo leía como a un libro abierto y su pantalón de franela lo dejaba en evidencia de manera tan notoria e indiscutible? Estaba siendo ridículo y lo sabía. ¿Tirar y aflojar? Pues sí, él tenía la razón. El chico continuó—. Esto empieza a sentirse como si yo estuviera a punto de violarte, como si yo fuera el malo aquí y yo no…—Ricardo dejó caer un beso sobre sus labios, uno sorpresivo, suave y corto. Suficiente para hacer parar su perorata.

—Me rindo. Así que cállate de una vez.

Fue decir esto y ponerse en pie, arrebatado, hambriento y por sobre todas las cosas, decidido. Que se cayera el mundo a pedazos si tenía que hacerlo, pues ya recogería los escombros más tarde. Y si esos escombros pretendían caerle encima, entonces simplemente se apartaría de la trayectoria. Frente a él, mirándolo a los ojos de manera desafiante y un tanto resentida, tenía a un malcriado interesante y exigente ofreciéndole manjares.

Se entregó con tanta hambre a sus labios, que ocasionalmente Martín perdía terreno ante los envites de su boca y un par de veces se vio obligado a dar uno o dos pasos hacia atrás. Pero bastante claro le quedó a Ricardo que a Martín no le gustaba sentirse minimizado en ningún tipo de sentido o situación e igual de combativo que él, comenzó a ganar terreno a su favor mientras lo besaba con fuerza y pericia. Aquel beso, más que profundo era amplio. Tan exigente que los hacía abrir extensamente la boca para poder corresponder de manera diligente a las exigencias del otro.

Se estaban midiendo. Sin poner barreras se permitían uno al otro desplegar su entusiasmo en pos de conocer hasta dónde llegaban las exigencias y los dones, y con el pasar de los segundos aún ninguno mostraba el límite. Todo iba sólo en aumento.

Ninguno de los dos conocía la manera de intimar del otro y escasamente se habían contemplado desnudos una vez. No conocían sus respectivos recovecos, sus manías, o los puntos más eróticos del cuerpo contrario. ¿Dónde dejar un beso, una caricia, un mordisco para enloquecer? Habían compartido besos increíbles, ¿Pero era eso suficiente para entregarse a una relación física y al disfrute pleno del placer? Cuando le había dicho a Martín que no estaba dispuesto a lanzarse a sus brazos solamente porque le prometiera sexo, era a eso a lo que se refería. Jamás había querido insinuar que conquistarse el uno al otro implicara estrictamente la parte emocional porque era más que claro que no la había, sino que hubiese querido conocer todo de él, de su intimidad, de su anatomía para complacerlo y que al verlo disfrutar ese placer se reflejara en sí mismo. Porque lo más especial y lo más erótico del sexo es ver a la persona entre los brazos retorcerse de placer.

Ante esto, inevitablemente Ricardo comenzó a llenarse de nervios e inseguridad. Tocar a Martín de ninguna manera sería como tocar a una mujer. De hecho, estaba seguro de que si Martín llegara siquiera a sospechar que en algún momento él se atreviera a compararlo con una fémina lo caparía, ya que de hecho iba a tener su pito muy a la mano. Martín era un hombre y Ricardo estaba demasiado consciente de ello. Demasiado. La exigencia de sus manos y la tenacidad con la que lo asía de la parte posterior del cuello para no dejarlo escapar, la dureza que adivinaba un poco más abajo de la suya y que de manera insistente buscaba contacto con su cuerpo en busca de fricción  y alivio.

Continuaba besándolo, entregado, sin tiempo o espacio para respirar o ganas de hacerlo siquiera, porque eso significaría romper el contacto con sus labios, así que se las arreglaba para jalar aire por la nariz y por los resquicios, pero su mente, terca, seguía elucubrando, torturándolo con la idea de llegar a hacerlo todo mal, decepcionarlo, maltratarlo o no satisfacerlo. Esperaba que el jodido manual de posiciones para el sexo gay y horas de internet viendo videos a los que cada vez les encontraba más la gracia, le sirvieran para algo más que para hacerlo sentir como un pervertido. ¿De hecho no debía el hecho de que Martín también era un hombre en cierta manera facilitarle las cosas? ¿Debía tocarlo justo como le gustaba que lo tocaran a él? ¿Debía sólo seguir sus instintos? Quería hacerlo sentir a gusto.

Y entonces, cuando vio la insistencia con la que Martín se entregaba a sus brazos, a sus labios, cómo buscaba más contacto y cercanía al empezar incluso a pararse en las puntas de sus pies, al intentar que sus erecciones entraran en contacto, comprendió que era estúpido sentirse así de preocupado. Porque la erección oculta bajo la ropa de Martín era por su causa, era suya, él la había esculpido en su carne con sus besos. Cada pequeña gota de sudor que le pegaba el cabello a las sienes y a la nuca había sido él, y no otro, quien las había arrancado de sus poros con el vaho de su respiración dura al estrellarse contra la suave piel de Martín, en su afán de buscar aire y obtenerlo de manera insuficiente. La ansiedad en su cuerpo la suscitaba él. No había pasos exactos que seguir o un mapa por leer, porque la intimidad y las personas no cuentan con un manual. Era ridículo pensar así.

No sabría cómo tener sexo con Martín a priori. Era algo que tenía que descubrir con la experiencia y se le estaba ofreciendo la oportunidad. La única manera de descubrir cómo le gustaba que lo tocara, era tocándolo. Sus puntos más sensibles serían una búsqueda del tesoro a través de su dura, tentadora y magra carne joven llena de promesas.

Quizás no las tendría todas consigo aquel día, o quizás sí. Y como nunca antes en su vida, Ricardo deseó con todo su furor que lloviera, porque todo aquello pintaba como un nuevo comienzo. Por suerte el pronóstico del tiempo estaba a su favor, con un 80% de probabilidades de lluvia para aquella noche.

4

Enardecido y acalorado buscaba contacto con más piel. Desanudó sus labios del beso abrazador que los había reclamado y sus manos se aventuraron debajo de la enorme y nada glamorosa camiseta de Ricardo. Sus dedos se encontraron con una piel cálida y enchinada que le dio la bienvenida con candor y entusiasmo; un torso que se estremeció cuando él arrastró ligeramente las uñas a través de los pectorales alfombrados con una capa ligera de suaves vellos.

A Martín le costó contener la risa cuando vio a su profesor hacer un sonido apretado con la garganta, cerrando fuertemente los ojos y concentrándose para no soltar un solo sonido. Aunque más risa le dio el darse cuenta de que justo en un momento como aquel, se le daba por pensar en él como «su profesor». En el fondo era porque eso lo dotaba todo de más morbo. Un alumno, un profesor. ¡Vamos! Qué era un clásico. Quizá hasta le pediría a Richie que se pusiera la corbata y los anteojos, que lo recostara sobre su regazo y le diera de reglazos en el trasero desnudo mientras le hacía recitar el peso atómico de cada elemento de la tabla periódica. Claro, que más sentido tendría que le hiciera recitar algún tema de su clase, pero la tabla periódica era mucho más sexy.

Ricardo estaba tenso y expectante.

—No te contengas. No hay nada de qué avergonzarse. Sólo es placer.

Ricardo abrió los ojos y lo miró con seriedad, incluso frunciendo ligeramente el ceño, mientras trataba de apaciguar su respiración dura e irregular convirtiéndola en cortos y rápidos jadeos.

—Tu ego es cosa de verdadero cuidado. ¿Crees que tienes explicación para absolutamente todo? Algunas cosas no son tan complicadas o profundas. Yo no me avergüenzo de sentir placer, es sólo que tengo vecinos. Una en particular que es bastante dada a ser… demasiado informativa con los asuntos de los demás y compartimos esa pared de allí.

Ricardo señaló hacia la pared detrás de Martín, contra la que estaba apoyado el escritorio. Como consecuencia de esta nueva información, lo único en lo que Martín pudo pensar fue en que ahora no habría manera de que deseara algo diferente a que Ricardo se lo follara sobre ese escritorio mientras la entrometida vecina los escuchaba. Sonrió de forma ligera. Luego enserió el gesto.

—Bien. No voy a volver a adelantar conclusiones y tampoco voy a intentar darle explicación a tus reacciones o a tratar de facilitarte nada. Supongo que eres todo un experto en sexo con hombres y no necesitas que te apoye o trate de tranquilizarte —Martín se dio una palmada en la frente—. ¡Rayos! ¿En qué estaba yo pensando? He de haberte parecido ridículo y seguro lo fui, porque tú eres el adulto lleno de experiencia, que sabe a la perfección qué hacer y yo soy el adolescente dulce del cual vas a aprovecharte como todo un malvado de cine porno japonés, pero supongo que no tienes ningún conflicto con la situación, porque después de todo no es como si hubieses estado dando tumbos desde que llegué, avanzando y retrocediendo en una pelea incansable con tu conciencia acaeciendo fuero interno, mirándome como a alguien encima de quien quieres saltar pero conteniéndote. No, para nada —En alguna parte Martín había leído que el sarcasmo era el arma de los tontos, el refugio de las mentes débiles, pero no podía evitar que su voz destilara chorros del mismo—. Así que adelante, sorpréndeme. Dame lo mejor que tengas. Soy exigente, así que espero que estés a la altura. Esto no será como una película de cine mudo, ¿O sí? ¿Acaso crees que tus vecinos no tienen sexo?

Martín bajó la mano desocupada hasta su propia entrepierna y por encima de la tela comenzó a auto-prodigarse placer de la manera más evidente posible. Su respiración comenzó a acelerarse como una locomotora, hasta convertirse en cortos jadeos bastante sonoros que a veces pasaban a ser gemidos. Para ser justos, habría podido reprimirlos o mantener el volumen al mínimo, pues no estaba a punto de tener un orgasmo como lo estaba haciendo parecer, pero quería fastidiar al otro. Estaba caricaturizándolo todo, porque empezaba a sentirse frustrado y molesto.

De pronto, todo estuvo tan claro como el agua. Quizás era un desacierto estar allí forzando la situación y estaba haciendo el ridículo. Quizás él lo había malinterpretado todo y Ricardo simplemente no sabía cómo sacárselo de encima y por eso ponía decenas de excusas; después de todo cualquiera puede tener una erección cuando hay alguien tocándolo, eso no necesariamente significaba atracción, era sólo la reacción natural de un cuerpo ante el estímulo y… Ricardo no había querido ni siquiera mirarlo en la mañana. De pronto Martín quiso retroceder en el tiempo y no haber tomado la estúpida decisión de ir allí.

«Ambos somos hombres. Eres mi alumno. Tengo vecinos». Una excusa tras otra. Una razón tras otra para que Martín lo dejara en paz y él se había hecho el desentendido cada vez como si no fuese con él. Como si fuese imposible que alguien no quisiera encamarse con él sólo porque así lo quería. Había desestimado los evidentes deseos de Ricardo de no dejar trascender aquello.

Lo mucho o lo poco que hubiese pasado entre ellos hasta el momento, aquel nefasto trato, las estúpidas citas, los besos y los manoseos, se habían producido sólo porque él había amenazado a  Ricardo y había retorcido las cosas hasta llevar a la situación a desembocar en aquello.

Martín detuvo todo sonido falso y exagerado que salía de sus labios y bajó la mirada, avergonzado. De un momento al otro lo invadió tal cantidad de vergüenza, que se sintió muy pequeño y rastrero. Intentó retirar la mano de debajo de la camiseta del otro para dejar de tocarlo y salvar algo de dignidad pero Ricardo, apresando su mano por encima de la tela, la retuvo en su lugar. Martín creyó que en ese momento él iba a reclamarle por todo lo que le había dicho, que encontrándose en semejante situación su profesor iba a aprovechar la oportunidad quizá para cobrárselas, haciéndolo sentir mal, poniendo de manifiesto que estaba allí casi rogándole por sexo e iba a darse el gusto de decirle que no, que iba tomarlo por la solapa de la camisa e iba a conducirlo hasta la salida y luego le cerraría la puerta en la cara. Su mente, en esos momentos del talante más dramático y fatalista, ya había decidido que se merecía aquello y que lo encajaría sin reclamar, porque Ricardo tendría la razón, pero en cambio se encontró con una mano firme y gentil acunando su rostro, obligándolo a que sus miradas hicieran contacto.

«Oh, Dios. Aquí viene».

Martín respiró profundo y se obligó a sí mismo a no apartar la mirada y darle la oportunidad a Ricardo de que descargara lo que sea que tuviera para decir.

—Escúchame, Martín —La voz de Ricardo estaba cargada de afectación—. Lamento ser tan torpe y no decir claramente lo que quiero. Lamento sacarte de quicio y obligarte a darme sermones. Lamento hasta ahora no haber tenido al menos la mitad de tu determinación y tu valentía como para haber sido yo quien hubiese ido a ti, tal como he estado muriendo por hacer desde hace mucho. Yo no sé a donde vaya a llevarnos esto, cuánto durará o si va a causarnos problemas, pero estoy dentro porque ya no puedo resistirme más. No sé si yo sea lo que buscas o si estaré a la altura, sólo puedo asegurarte que daré lo mejor de mí, que te cuidaré y que mientras dure procuraré que te sientas a gusto —Ricardo soltó su barbilla y llevó su mano a la parte posterior de la cabeza de Martín y juntó sus frentes—. No voy siquiera a atreverme a decir que esto no es una locura, porque lo es. Pero está bien ser un poco locos de vez en cuando. Aunque no sé si la locura que estoy dispuesto a aceptar y mostrar dé para comportarme como un «malvado de cine porno japonés». Creo que debo explorar un poco más el cine porno asiático gay antes de decidir si el rol de villano sexual me va o no. Y aunque es dulce que te preocupes por  tranquilizarme y apoyarme, no es justamente dulce como te quiero ahora. Si quisieras por favor continuar con lo que estabas haciendo, realmente te lo agradecería mucho. Eso… es sexy y me pone un montón.

Sin decir una sola palabra, porque seguro que ya habían hablado demasiado, Martín llevó una mano a su entrepierna una vez más. Pero en esta ocasión en lugar de desplegar el teatro de una cachondería malsana, extendió las alas de la pícara sensualidad que habitaba dentro de él. Se tocó con candor, con una lascivia controlada, estudiada y caliente que lo obligaba a morderse el labio, a cerrar los ojos y a descontrolar la respiración. Era tremendamente erótico el saber que alguien lo observaba mientras se tocaba y era de verdad caliente el sentir la manera incontrolada en la que la respiración de Ricardo se descontrolaba, de forma errática. El agarre pasó de la nuca de Martín a uno de sus hombros. Lo mantenía cerca, muy cerca de él, lo suficiente como para que cuando Martín movía la mano sobre su erección, rozara también la de Ricardo.

La mano que reposaba sobre el pecho ajeno fue testigo de la agitación y la alteración del ritmo cardiaco. Martín abrió los ojos a tiempo para ver cómo las pupilas del hombre frente a él se dilataban a causa de la excitación, mientras apretaba ligeramente el agarre sobre sus hombros, su mirada se intensificó. Oscura y apasionada. Sus ojos se tornaron absorbentes, atentos, ávidos y completamente interesados. Las pupilas enardecidas comenzaban a ganar terreno y su color casi negro se extendía generosamente sobre el cálido color miel, tal como una mancha de petróleo lo haría sobre una extensión de agua: Abrasiva, arrolladora, invasiva e inquebrantable.

—¿Puedo hacer eso por ti? —Ricardo le pedía permiso para tocarlo con la voz agitada y la respiración dura.

—Sírvete —La voz igual de agitada— Pero no sé si vaya a poder mantenerme en completo silencio. ¿Qué hay con tu vecina? —. Ricardo pareció meditar durante unos segundos.

—Un momento —Ricardo se alejó de él y rodeó  la cama, buscó encima de una de sus mesas de luz y con un pequeño mando activó la música dentro de la habitación. Nada de música lenta y romántica que habría sido el colmo del cliché y de la casualidad, sino que  el ambiente se llenó de un pegajoso riff de guitarra, acompañada del marcado y duro compas de la batería. El vocal se desgañitaba con una voz aguda, anunciándole al mundo que estaba en la autopista al infierno, sin señales de stop, ni límites de velocidad. AC/DC con su Highway to hell a un volumen moderado—. Que se joda la vecina.

Martín sonrió ladino.

—Que se joda la vecina mientras tú me jodes a mí —La sonrisa le fue devuelta a Martín mientras Ricardo caminó hacia él y, tomándolo desde debajo de los muslos, se enroscó al chico alrededor de la cadera. Martín le echó los brazos alrededor del cuello, le fascinaba que lo auparan así, pero Ricardo dejó escapar un sonido indefinido e intenso desde su garganta. Martín dejó de removerse y cesó todo movimiento para preguntar—. Hey, ¿Eso fue un gemido o fue un quejido?

—Creo que ambos —Martín elevó un tanto una ceja, interrogante—. Es que… En definitiva creo que elegí un mal momento para empezar a ejercitarme. Me duele todo —lloriqueó. Martín empezó a fruncir el ceño mientras desenroscaba el amarre de sus piernas y volvía al suelo, pero al parecer Ricardo fue capaz de leer su mente—. ¡No! ¡Espera! Juro por Dios que esto no es ninguna excusa. Te deseo. Te deseo, Martín. No importa qué me duela o cuanto lo haga. Me tomó demasiado el llegar hasta aquí, así que te aseguro que esto pasará. Mira cómo estoy… Cómo me tienes —. Señaló vagamente hacia su entrepierna.

Martín soltó una carcajada sincera.

—Claro, señor drama. Creo que yo iré arriba.

Como si el otro no acabara de decirle que tenía el cuerpo adolorido, Martín hizo a Ricardo sentarse a la orilla de la cama y luego lo empujó, haciéndolo pivotar contra el colchón. En un rápido y felino movimiento, gateó sobre su cuerpo hasta sentarse sobre sus muslos y atrapar sus labios en un beso exigente que se movió al ritmo de las vibrantes guitarras. Martín se irguió y desde esa posición, Ricardo deslizó los tirantes por sus brazos

—Creo que no me duele tanto.

El profesor intentó erguirse, pero Martín lo empujó de vuelta.

—Cállate, quédate quieto de momento y disfruta.

Se bajó de la cama y acomodó una almohada bajo la cabeza de aquel al que todo parecía indicar ahora podría llamar su amante y se arrodilló en medio de sus piernas. Ricardo se removió inquieto y expectante.

Para qué lo iba a negar, él también estaba nervioso, aun así su pulso no tembló cuando metió los dedos índice y medio de cada mano en la cinturilla de los pantalones de franela de Ricardo y tiró de ellos hacia abajo, encontrándose con que debajo de este no había ropa interior.

El miembro de Ricardo se erigía en medio de sus piernas, imponente, sin timidez y por sobre todas las cosas, hermoso. La cabeza en forma de durazno era generosa y despejada, gozaba de la amplitud y la apariencia de limpieza que le otorgaba el carecer del prepucio. La piel tensa y abrillantada. Aún sin que la erección fuese completa, su miembro se veía prominente. El tronco grueso nacía desde una base con pocos vellos que evidenciaban que habían pasado quizás un par de semanas desde la última depilación.

Aquel pedazo de carne, que le habría sido imposible ignorar, se sintió cálido y vibrante entre sus manos. Empuñándolo con una mano, Martín besó la punta y admiró su magnificencia, pensando en que había sido un acierto el haberse puesto el tapón. Necesitaría relajarse por completo para poder adjudicarse todo aquel grosor.

Comenzó a masturbarlo lentamente con una mano, mientras con la otra rebuscaba en la pretina de su propio pantalón, tratando de desapuntarse el botón y liberar su propio miembro excitado que temblaba inquieto y desesperado dentro de la ropa interior. Paseó la lengua desde la base hasta la cabeza, cuando fue de vuelta a la base y se quedó allí durante unos segundos, enterrando la nariz entre sus pelillos, casi le da las gracias cuando se encontró con que a pesar del olor cargado de su excitación, el olor predominante era a jabón. Y esto lo animó a intensificar su labor.

Martín chupaba. Ricardo gemía y comenzaba a balbucear incoherencias. Bon Scott gritaba desde los parlantes como si él también estuviese a punto de tener un orgasmo, diciendo que nadie iba a hacerlo frenar en la autopista hacia el infierno… Pues Martín tampoco pensaba frenar.

El sabor salobre del pre-semen rodó por su lengua como un premio al mérito

5

Para ese momento no le habría importado ni siquiera si hubiese estado ostentando un cargo papal en el vaticano, así que menos le importaba ya el ser el profesor de Martín. Porque en ese momento no eran alumno y maestro, eran dos pieles hirviendo de necesidad y de deseo. Dos hombres necesitados y heridos aferrándose a la oportunidad.

Martín se había detenido justo a tiempo. Una succión más con esa boquita experta y preciosa y todo habría terminado antes de empezar. El Martín agitado que lo besaba con furor y exigencia era tan tentador y tan hermoso, que sin importarle un cuerno cuanto le dolía el torso, se irguió con él cargando con su peso para comenzar a quitarle la ropa.

Así, con Martín sentado a horcajadas sobre su regazo y sus dos miembros desnudos haciendo contacto, Ricardo se creyó capaz de enloquecer, de explotar, de implosionar, de conflagrarse en medio de una llamarada producto de combustión espontánea. Besarlo ya no fue suficiente, quería fundirse en él. Eso superaba con creces su sueño de un beso más para morir después.

Uno a uno los botones fueron separados de los ojales y la camisa roja fue a parar en alguna parte que de momento no le interesaba. Ojalá hubiese podido sacarle los pantalones sin tener que alejarlo de él, sin tener que dejar de besarlo, pero a menos que se los arrancara de cuajo, eso no era posible, así que mientras Martín se puso de pie y él mismo se deshacía de las prendas restantes, Ricardo aprovechó para desvestirse.

Finalmente ambos estaban uno frente al otro tal como Dios los trajo al mundo. Eso  suponiendo que además de desnudos, Dios los había puesto en este mundo en un estado de excitación tal que eran capaces de sacarle el ojo a alguien. A pesar de estar hirviendo de deseo y necesidad, Ricardo se tomó un momento de pausa y absorbió, conmovido, cada detalle del cuerpo elegante, estilizado, delgado y con la mezcla perfecta entre la fragilidad de la juventud y la fuerza de la masculinidad que tenía en frente.

Martín era precioso. Perfecto.

El profesor clavó la mirada en el depilado, rosado y erecto pene de Martín. Su excitación llevó la voz cantante, levantándose en supremacía sobre sus intentos de razonar. ¿Estaba dispuesto a ir tan lejos? Por supuesto que sí. Llegados a este punto ya no habría manera de retroceder.

El contacto de sus pieles desnudas fue arrebatador. Los besos se volvieron más húmedos y profundos mientras ambos se habían tendido sobre la cama y se tocaban cada parte del cuerpo. La música no estaba tan alta como para perderse esos gemiditos calientes que Martín soltaba cada dos por tres. Más alto era el repiqueteo de la lluvia.

—Lluvia… Llueve.

—¿Mmm? ¿Qué? —. Martín tenía la respiración agitada y la mirada perdida y brillante que intentaba centrarse en él.

—Está lloviendo. ¿Acaso no es genial?

—Sí… Sí.

La cadera de Martín sufría de pequeños espasmos. Su hermosa virilidad, joven y exigente, estaba enrojecida y cargada, reposando contra su bajo vientre. Tan hinchada que la piel estaba por completo tensa. Ricardo la observaba con curiosidad y reserva, pues estaba acostumbrado a que el suyo fuese el único pene involucrado cuando de tener sexo se trataba. Todo era muy extraño, pero también muy excitante.

Su dedo, tímido, se posó en la entrada de la uretra y Martín dio un pequeño salto en el lugar.

—Hey… No me dejes olvidar que tú también tienes uno, ¿Quieres?

—No te dejaré olvidarlo, créeme. Tendrás que hacerte cargo de él.

Cuando todo se caldeó de nuevo, Ricardo apresó las nalgas de Martín entre sus manos, preparándose mentalmente para lo que había visto en los videos y leído en el manual que debía hacer: prepararlo. Martín tenía una vida sexual previa, pero en serio odiaría lastimarlo. Masajeó sus cachetes y, nervioso, encaminó un dedo hacia lo que había esperado fuese un anillo fruncido de músculos apretados a la espera de que se les mimara y se les instara a distenderse, pero se tropezó con una dureza que no esperaba encontrarse allí.

—Pero qué… ¿Qué es lo que tienes allí?

—Un tapón —explicó Martín, como si cualquier cosa.

—¿Un tapón? — Ricardo estuvo a punto de atorarse con su propia saliva de imaginar a Martín con uno de esos en uso mientras atravesaba la ciudad. No había pasado a su baño, así que lo había traído puesto—.  ¡Oh, Dios! Eres tan… perverso.

—¿Qué te puedo decir? Juego en las grandes ligas.

—¿Dónde te lo pusiste?

—Pues en el trasero.

Ricardo rio al tiempo que chasqueaba la lengua.

—Me refiero a dónde estabas cuándo te lo pusiste.

—En casa. Lleva un par de horas metido allí, haciendo su trabajo.

—¿Y ha hecho un buen trabajo?

Desde dónde Ricardo estaba, aún en posesión de las tersas nalgas de Martín, sintió como el chico apretaba y aflojaba los músculos de los cachetes mientras se removía inquieto contra él y le gemía en el oído. Eso fue tan caliente que Ricardo contribuyó apretando y contrayendo los músculos que tenía apresados entre las manos.

Estaba completamente absorbido por el morbo, imaginando el plug incrustado y moviéndose dentro de Martín, cuando cayó en la cuenta de algo que casi le provoca ponerse a lloriquear.

— No tengo preservativos.

—Sí, eso supuse de alguien que no tiene sexo hace siglos —Martín se alejó de él, arrastrándose por la cama hasta hacerse con su chaqueta y rebuscar en uno de los bolsillos. Volvió a su lado con la punta de un paquetito plateado apresado entre los dientes—. Cambien quengo egsto.

—¿Qué?

El chico blanqueó los ojos y se quitó el condón de la boca.

—Que también tengo esto —Martín agitó frente a sus ojos un pequeño frasco transparente con contenido de color azul.

—¿Qué es?

—Lubricante.

—¿Lubricante?

—Sí, lubricante. ¿Acaso creíste que ibas a metérmela en seco, o a base de escupitajos? Para que sepas, odio eso.

—¿Odias la saliva?

—No por completo. Puedo con aquello de «humedecer», hasta cierto punto puede llegar a ser sexy, pero lo que no acabo de procesar es eso de que me escupan o escupir a alguien. Eso es asqueroso.

—Lo tendré en cuenta.

—Bien.

Fue por completo algo sexy y lleno de morbo ver a Martín sacarse el tapón. El muy exhibicionista puso el trasero en alto y recostó el pecho contra la superficie de la cama para dejarle ver el plug incrustado y la joya que impedía que se perdiera en sus profundidades. Luego le dejó ver cómo lo sacaba de allí. Casi lo hace reír cuando le preguntó si eso le había parecido de alguna manera asqueroso.

Su chico —sí, en medio de aquella intimidad pensaba en él como en su chico— lo hizo tenderse sobre la cama y reavivó su erección con una mano bañada en el lubricante que aplicó encima del preservativo y luego se acomodó a horcajadas sobre su estómago.

Sin palabras, sin acuerdos tácitos previos, únicamente obedeciendo al instinto, ambos supieron qué hacer. Martín se arrodilló separándose de su estómago, listo para que lo penetrara dejándose caer y el profesor guio su pene al centro de sus deseos.

Ricardo cerró los ojos de placer cuando sus cuerpos se ensamblaron.

Tan caliente.

Tan apretado.

Tan jodidamente bueno.

Martín se sentó en el centro de su cuerpo y arrugando el ceño y cerrando los ojos siseó por lo que bien podía ser dolor o placer. Ricardo lo tomó  por la cadera derecha y con el dedo índice le prodigó unas cuantas caricias.

—¿Estás bien?

—Sí… Sólo dame un minuto.

Transcurridos los primeros diez segundos Martín continuaba con los ojos cerrados y Ricardo comenzó a preocuparse y a punto estuvo de decirle que lo detuvieran todo, pero el chico comenzó a moverse, privándolo de la facultad de razonar, llenándole el cuerpo de placer, haciéndolo abrir la boca sin que fuese capaz de proferir sonido alguno.

Martín subía y bajaba por su pene con un ritmo estimulante que aún estaba lejos de ser frenético. Sus jadeos placenteros cargados de erotismo y exentos de toda vergüenza fueron como música para los oídos de Ricardo.

Calor… El calor era abrazador y tremendo.

El placer se le desgajaba por todo el cuerpo. Nacía en su entrepierna, en corrientazos y ramalazos le recorría todo el cuerpo hasta desembocar en sus dedos. Martín bombeaba su propio sexo y Ricardo le apartó la mano de allí con un manotazo desesperado, para apoderarse él de aquel apéndice de placer que bailoteaba con cada bamboleo y ondulación en medio de su precioso cuerpo.

Sin importarle si tenía los músculos resentidos o no, dio vuelta a la situación y pronto fue Martín quien se encontró debajo de su cuerpo, empalado en su sexo y recibiendo embestidas que marcaban el ritmo. Martín no hizo nada por hacerse de nuevo con el control y eso fue algo que Ricardo agradeció. Lo besó con hambre, devoró sus labios, su lengua, se tragó sus suspiros y sus jadeos, mientras el gatito  lo miraba con los ojos turbios a causa de lo que Ricardo podía adivinar como el deseo más primitivo y visceral.

En ese momento toda su preocupación de antes le pareció estúpida y sin fundamento. No necesitaba de ningún manual de instrucciones o que le señalaran sus lugares de placer o cómo moverse. Su cuerpo sabía lo que quería e iba por ello y en el proceso de hacerse con su propio placer, esperaba asegurar el de Martín. Estaba preparado para ello, pero aún le preocupaba el hacerlo mal.

***

Por primera vez en mucho tiempo era otro hombre y no Joaquín quien lo poseía y lo hacía gemir, así que se aferró a eso con todas sus fuerzas. Agradecido se entregó con todo fervor pues, tal como había supuesto y esperado, aquello lograba que su cuerpo y su mente se sosegaran. Estaba conflictuado y herido de una forma en la que nunca lo había estado antes, pero eso no impedía que su cuerpo reaccionara ante el estímulo del placer. En aquel momento el sexo era para él el equivalente a una droga que alejaba sus problemas y preocupaciones. Una droga que prometía hacerlo dormir como un angelito, después de noches de dormir mal o no hacerlo en lo absoluto.

Lo sentía venir. Llegando desde su estómago, tensándole las ingles. La liberación que lo hacía desgajarse en sonidos, en peticiones, en reclamos, en balbuceos sin sentido… Aquello que durante el sexo se perseguía sin descanso, la recompensa final que lo hizo soltar un gruñido antes de que llegara.

Para aquello no se necesitaba corazón, así que se relajó y disfrutó.

***

Sintió a Martín tensarse y soltar un gruñido, así que detuvo todo movimiento para mirarlo al rostro. Ahora sí estaba seguro de haberlo lastimado. Pero cuando vio a Martín mirarlo con la extrañeza y el desconcierto pintado en la cara, supo que la había embarrado.

—¡¿Pero qué haces?! —gritó Martín por encima del ruido de la música y de la lluvia, por completo frustrado, con la respiración entrecortada e irritado—. ¿Por qué te detienes? Estaba a punto… Argh

—Lo siento. Creí que te estaba haciendo daño.

—¡Mierda! No soy tan frágil, pendejo. Te detuviste en lo mejor… Muévete, por favor. ¡Ahora!

—¿En lo mejor? ¿Te gusta lo que hago? —Su voz sonó sorprendida, pero intentó recomponerse de inmediato. Comenzó a mordisquear el lóbulo de su oreja y a lamer su cuello y la respiración errática de Martín comenzó a acelerarse.

—Síííí… Sí que me gusta, mhn —Martín se empujaba contra él, mientras le pegaba con uno de sus talones en el trasero, instándolo a moverse de nuevo—. Por favor… Por favor —lloriqueó y con eso Ricardo tuvo suficiente para retomar el ritmo en busca de su propio placer y el de Martín.

Todo fue en aumento. El ritmo de los gemidos se desgajaba en crescendo. El gozo… La intensidad que hacía que les pulsara cada parte del cuerpo. Ricardo fue el primero en dejarse ir, pues había pasado demasiado tiempo desde la última vez que tuviera sexo y en vista de esto había sido un milagro que no se corriera en cuanto Martín lo tocó; pero continuó bombeando dentro de Martín aun cuando sus fuerzas estaban minadas,  no pararía hasta que Martín temblara debajo de él.

Y ahí estaba.

Su grito estrangulado.

Su cuerpo arqueándose como un arco tenso.

El cabello desordenado.

El aire empujado fuera de sus pulmones en un suspiro duro. Apretaron el abrazo mientras sus cuerpos temblaban, debilitados por el orgasmo. Martin ocasionalmente se estremecía con las pequeñas réplicas del clímax.

Luego el mar en calma. Los ojos cerrados. El sueño que se apoderaba de los amantes, alejándolos de esta realidad e internándolos en el mundo de los sueños.

Ricardo lo besó en la punta de la nariz, antes de dejarse caer sobre la cama, a punto de caer en una relajada inconsciencia y pensando en que tenía que sacarse el preservativo antes de quedarse dormido.

—Eres un cursi de mierda, Ángel Ricardo.

—Oye, prefiero que me llames Richie.

 

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