PSLN 2 – Damian

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DAMIAN

Sibiu, Transilvania.

En medio de tanta quietud no me percaté del momento en el que el sol abandonó el cielo; para mí que había sucedido con la velocidad de un parpadeo. Ahora mismo la oscuridad cada vez más densa lo cubría todo, finalmente había anochecido; una fría noche de principios de Diciembre. Frente a mí, el agua y la tierra convergían en una armoniosa serenidad que me extasiaba. Mures, aun con el paso de los años, mantenía ese misticismo que me atrapaba. Tal era su hechizo sobre mis sentidos que me creía perfectamente capaz de pasarme horas y horas observando el cauce acompasado del rio, mientras descendía hacia Alba Lulia.

La nieve fiel y propia de la estación caía lenta y seductora, creando una especie de sábana blanca que lo cobijaba todo, paradójicamente que lo congelaba todo.

Mis ojos recorrieron el panorama que se alzaba frente a mí, embelesados con las escabrosas y blanqueadas puntas de los Cárpatos Meridionales, que se alzaban soberbios sobre lo alto del cielo. Me imaginé en ellos. Hacía casi dos meses que no los recorría y estaba más que anhelante por volver; los añoraba.

Suspiré laxo, acomodándome contra la piedra que me sostenía. El bosque me relajaba; tenía el poder de apartar de mi mente todas mis preocupaciones. Lamentablemente no tenía el mismo efecto sobre mis lobos, quienes detrás de mí y en completa impaciencia simulaban aguardar obedientes hasta que les dijera que la hora de cenar había llegado. No era un vicio constante, pero habías días en los que se los permitía tan solo para que no perdieran la mala costumbre. Las presas humanas eran como premios para ellos. Y solo habían aguardado conmigo porque intuían que la recompensa lo valía.

En el reino salvaje los rebaños no se mueven al azar, viajan de un lado a otro, pero cada cierto tiempo vuelven al mismo punto. En el reino humano el rebaño se asienta y jamás se mueve; aun si el agua y comida comienzan a escasear ellos permanecen; es estúpido, pero hasta cierto punto me facilitaba el trabajo. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado a no subestimarlos. Aun si con ambos es la fuerza bruta la que los somete, cada rebaño requiere una estrategia diferente.

Vamos —. Dije, mientras me ponía en pie.

Los cinco me imitaron y sacudiéndose los vestigios de nieve sobre su jaez hicieron una especie de fila maltrecha liderada por Dayner. Llevaban un ritmo singular, como si dieran el paso al mismo tiempo para justo después dar el otro y así sucesivamente. Verlos me recordó el chapoteo de las primeras gotas al caer, justo antes de la llovizna.

Nos internamos por el sendero angosto de pinos altos y de troncos delgados que recientemente habían sido invadidos por sauces chaparros de follaje espeso. Era una extraña combinación, aunque también un atajo discreto hacia los límites de la zona baja de la ciudad.

¡Esperen aquí! —. Ordené en cuanto llegamos a la parte llana de la carretera.

Dayner no quiso esconderse, si bien no había nadie cerca tampoco me agradaba que se atreviera a desafiarme, sobre todo delante de los más jóvenes quienes, por cierto, observan atentos sin perder detalle de nada. Nuestro periodo «juntos» estaba por llegar a su fin y la situación se había vuelto tensa, sin embargo, mientras estuvieran bajo mi protección me obedecerían.

Vuelve—. Exigí mientras lo enfrentaba. Pude ver el destello encendido de mis ojos como reflejo sobre los suyos. Aun con todo, Dayner no se inmuto. Su mirada terca y la postura desafiante me hicieron pensar que había pasado mucho tiempo desde la última vez que me obligó a recordarle con quien estaba tratando.

Le miré muy por encima como dándole a entender que la agresividad que reflejaba no me preocupaba y que, si no desistía, iba a meterse en serios problemas conmigo. Eso sin mencionar que les cancelaría la cena y tendría que cargar con la culpabilidad de cuatro estómagos hambrientos. Nada parecía convencerlo y cuando gruñí molesto fue la última oportunidad, no iba a trasmutar de a gratis, si no me obedecía se terminaría convirtiendo en la cena. Con esa última advertencia puesta frente a nosotros, Dayner regresó sobre sus pasos y se escondió entre los arbustos.

Crucé la carretera internándome entre los callejones angostos y descuidados de ese barrio corriente; lo peor de Sibiu vivía en esta zona, así que era el lugar perfecto para cazar sin «remordimientos». No lo digo por mí, pues jamás he sentido tal cosa.

Hubo un poco de ir hacia la derecha después hacia la izquierda para volver a girar a la derecha y de ahí hasta el fondo, justo donde comenzaba la zona de burdeles y hosterías. No fue de extrañar que pese a la hora y el frío que hacía, hubiera mucha gente en las calles.

Sobre el límite amurallado de la ciudad había una fila larga de prostitutas ofreciendo lo que mejor saben hacer, no me tomé la molestia de mirarlas pese a que algunas incluso se atrevían a hablarme y acercarse con ese desagradable olor a sexo que destilaban mientras contoneaban sus cuerpos pálidos, lánguidos y maltratados.

Soy enemigo de pagar por lo que puedo obtener gratis. A mis veinticuatro años, con casi un metro noventa y siendo oriundo de Covasna, poseo los rasgos propios de una descendencia muy antigua y privilegiada de nativos de piel morena. Sexo y dinero son dos cosas que no me faltaban y que, por el contrario, me doy el lujo de rechazar si no llenan mis rigurosas expectativas.

Tomé una última desviación y salí hacia un vergel. Había bancas de madera alrededor y la escasa iluminación de los reflectores reunía bajo ellos a varias personas que habían traído a sus hijos para que jugaran, era una tradición. Sin embargo, a quien había venido a buscar se encontraba al otro extremo, lejos del bullicio. Había sentido su olor mucho antes de poder mirarle.

Llegué a su lado y me senté.

Creí que no vendrías…—. Dijo en cuanto me vio y la angustia en su voz fue palpable.

¿Tanto así te hice esperar? —. Respondí, con fingida preocupación. Asintió y para distraerle me acerqué y le besé.

Aun en estos lugares gélidos hay flores tan delicadas y pequeñas que sobreviven a la crudeza del invierno manteniendo su belleza y su gracia. Entre mis brazos tenía una de esas flores, una que vivía en medio del fango; pero hasta antes de conocerme se había mantenido en inusual pureza. Una sola mancha no había podido encontrar en sus pétalos.

Me contaron que habías vuelto con esa mujer—. Susurró cuando me separé—Tenía miedo de que no vinieras.

Tú eres el único que me importa—. Dije mirándolo directamente a los ojos. Él sonrió y me abrazó.

Humanos. Son tan fáciles. Aunque hay que saber endulzarles el oído, reconocer cuáles son sus necesidades y llenarlos de todas ellas, lo demás es cuestión de tiempo y en nombre del «amor» son capaces de hacer lo que sea… lo que sea—. Voy a llevarte a un lugar especial —agregué —ya verás que bien la pasamos.

¿Adonde? —. Preguntó emocionado.

Es una sorpresa.

Volvimos por el camino. Iba a mi lado y parloteaba de cosas a las que no le prestaba atención, sin embargo asentía cada cierto tiempo para que creyera que le escuchaba. Ahora mismo no podía recordar cuantos años había dicho que tenía, ni su nombre. Pero con tal de complacerme me dejaba hacerle de todo y eso sí que lo recordaba. Tal vez esta sería la cualidad que más extrañaría de él, aunque lo dudo, después de todo ya le tengo preparado un digno remplazo.

Llegamos hasta la carretera y dejé escapar un silbido aparentemente casual. Él no pudo percibirlo, pero claramente escuché a los lobos reagruparse; tenía planeado dejar que se divirtieran un rato así que cada uno hecho andar a una distancia considerable el uno del otro con la finalidad de abarcar más terreno. Había algo más que tenía que decir sobre el tipo que me seguía, si bien propiamente él no había hecho nada malo, su padre le debía mucho dinero a la gente equivocada y había sido mi deber cobrarlo. Pagué su deuda y acepté como garantía al muchacho.

¿Al bosque? ¿A esta hora? —. Preguntó nervioso cuando vio que me encaminaba en esa dirección. Se detuvo aun con los pies en la carretera y esperó por mi respuesta. Su corazón latía desbocado en su pecho, era su instinto de supervivencia gritándole que se detuviera.

Por casualidad encontré este lugar… —dije girándome para mirarlo y fingí decepción—. Cuando lo vi pensé en nosotros, en que quizá te gustaría y sobre todo en que quería compartirlo contigo, pero si no quieres venir… No te voy a obligar. —Me aseguré de que mi mensaje fuera claro pero sutil, no tenía que venir conmigo pero si no lo hacía me haría sentir mal. El poder del sentimentalismo salió a flote acallando su instinto y simplemente se dejó llevar.

No, si quiero ir… ¡Lo siento!

Seguí caminando, ahora con él de mi mano, le ignoraba porque de esa manera estaría distraído en contentarme y no pondría atención en el camino. Nos adentramos lo suficiente como para que nadie pudiera oírnos. Dayner nos seguía desde atrás, a la espera de mi señal.

Simplemente me solté de su mano y el lobo comprendió que era el momento de atacar. Gruñó detrás de nosotros mientras salía de entre las arboladas. Su gruñido estridente logró que mi acompañante se tensara en su lugar mientras ambos le mirábamos avanzar hacia nosotros a paso firme. Dayner llegó a mi lado y aun con las orejas en punta y mostrando las fauces junto con esas dos hileras de peligrosos dientes, me dedicó una rápida mirada. Era un hermoso ejemplar de lobo: de dos años; fuerte, astuto y despiadado. Como todo buen lobo debe serlo.

Va a matarnos—. Susurró el chico, pálido del miedo.

¿Matarnos? —reparé—No, solo te matará a ti. El lobo volvió la mirada sobre su ahora presa y se agazapó dispuesto a saltar sobre él.

¿Qué haces aquí? —Regañé al chico—¡Corre!

Como si acabase de despertar de un mal sueño, reaccionó y saltó a la carrera. Dayner esperó, pero sin apartar la mirada de él, Anya y Oda abandonaron sus escondites y se colocaron detrás. Seguían una estricta jerarquía al cazar, Nieve y Viento esperaban al otro extremo, muy por delante, pero ellos no atacarían hasta que se les ordenase.

Me deshice de mi ropa y mientras veía a mis lobos perseguir a su presa, apenas y sentí el cambio, un simple temblor en el cuerpo y caí sobre mis cuatro patas. Uno de mis mayores placeres es verlos en acción. Cuando se trata de humanos, yo elijo, Dayner guía a su manada, justo como ahora, Anya y Oda acosan siguiendo a la presa por los costados. La intención era cansar al chico y cuando ya no pudo más Dayner de nuevo aparece, desde mi sitio privilegiado lo observé lanzarse sobre la presa para derribarlo. Lo tomó por el tobillo y lo arrastró entre las raíces. El grito desgarrador que profirió el chico despertó mis ganas; su llanto era una escandalosa melodía embriagadora.

Anya y Oda lo atraparon por los brazos desprendiendo piel y músculos al jalarlo por sus extremidades. El olor a sangre se intensificaba conforme avanzaba hacia ellos… Gritos, lamentos y llanto incesable; el olor de terror que desprendía su cuerpo ahora casi destrozado y desangrándose, su dolor; todo era sofocante, delicioso.

Los humanos aman tanto su vida, aunque en el ir y venir diario lo van olvidando hasta que están a punto de perderla; sin embargo no se resignan con facilidad, por el contrario, luchan incesantemente.

Son frágiles, al final siempre mueren. Ese es mi instante favorito… Verlos morir.

Todo comenzó a suceder como en cámara lenta. Me acerqué un poco más y vi como su aliento formaba figuras de vaho que viajaban alrededor de nosotros. Cuando abrió los ojos yo estaba justo enfrente de él, mi nariz casi le tocaba. Vi su terror, me deleité con sus ojos saliéndose de órbita mientras gritaba cada vez que mis lobos tiraban de su cuerpo. En algún momento nos miramos fijamente, y cuando creí que ya no podría mostrar mayor temor, su rostro se contrajo en una mueca de horror. No lo culpaba, mi tamaño comparado al de los otros lobos era descomunal, mi pelaje negro como la noche y podía ver el brillo de mis ojos ambarinos en los suyos. Estaba dispuesto a dejarlo morir lentamente, que se desangrara por las heridas, pero matar era un privilegio del que me gustaba vestirme. Avancé rápido, en un abrir y cerrar de ojos ya tenía su cuello entre mis dientes; de un tirón desprendí un pedazo de piel que engullí sin masticar. La sangre comenzó a brotar en chorros más fuertes conforme yo iba apretando. Sus latidos débiles retumbaban en mis oídos y también podía sentirlos en mi lengua, que apretaba contra su cuello.

Murió antes de que siquiera comenzara a disfrutarlo y en cuanto sucedió, perdí el interés. Me retiré mientras dejaba que mis lobos se sirvieran a sus anchas. De nuevo el vacío, casi siempre era igual; el sentimiento me consumía y me aplastaba. Era como si después de haber corrido durante horas por una presa, esta se me hubiera escapado de entre las garras y todo el esfuerzo había valido nada. Entonces me quedaba ahí, en medio de la oscuridad y la espesura del bosque, respirando cansado y muriéndome de hambre.

Así cada día de mi vida desde hace muchos años…

Mi nombre es Damian, heredé un gen recesivo que ha permanecido en mi familia durante generaciones, pero mi linaje como Huargo se remonta a los años 2941 de la Tercera Edad. Como lobo, vivo sin privaciones ni obligaciones y con la libertad de correr tras sombras, olores y sonidos a mi antojo, pero sobre todo, sin remordimientos. Mato para alimentarme o por aburrimiento, no me importa. Como humano, soy casi como cualquier otro; disfruto de cuanto placer se me pone enfrente, a saber, me encanta el sexo esporádico, difícilmente paso dos noches en una misma cama, aunque hay sus dignas excepciones, pero eso sí, no me ato a nada ni a nadie.

Sin embargo puedo llegar a encapricharme con una conquista difícil si considero que lo vale, mi buen ojo nunca falla en ese tipo de cosas. Si quiero algo, indudablemente lo conseguiré, como sea, basta que lo desee para que sea mío.

Amo el bosque, la ciudad me enloquece. A veces en las peleas cuerpo a cuerpo se me pasa la mano y he llegado a matar, pero casi siempre se lo merecían. Solo tengo tres puntos ciegos, Deviant, James y Samko. Quien se mete con mis hermanos, recibe un pase VIP para visitar a mis lobos y saludar a mis cuarenta y dos dientes cuando estén entorno a su cuello.

Soy lo que se supone no existe, el punto medio entre lo humano y lo sobrenatural y pese a lo que pudiera parecer, mis intenciones siempre —siempre— son mucho peores de lo que parecen.

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