CAPITULO VII – TE LO PERMITO (HETEROFLEXIBLE)

Te lo permito (Heteroflexible)

 

«Martín… Estás durmiendo a mi lado. Aquí estás.

Tenerte a mi lado ahora mismo parece… Creo que lo más acertado es decir que esto parece producto de mi locura. Una locura que, por supuesto, me cuesta asimilar porque no estaba consciente de estar padeciéndola, no obstante, ¿Existe acaso algún loco consciente de su propia demencia?

Pareces un espejismo, el producto de uno de mis estúpidos sueños. Pero la música de tu respiración, el calor que emana de tu cuerpo mientras duermes abrazado a la almohada y los ecos de tus dedos cuando estuvieron recorriéndome entero, me dicen que no eres una alucinación, que eres real, que estás aquí y que todo ocurrió de verdad, que finalmente fui un atrevido y sucumbí. Que te hice mío, aunque siendo realista lo correcto sería pensar que lo que ocurrió fue todo lo contrario.

¿Qué me has hecho, Martín? ¿Qué me has hecho, que mi  pecho está a punto de estallar?

Me siento como un niño en la víspera de navidad, pletórico y emocionado, pero he de ser sincero con respecto a esto último y debo reconocer que también tengo miedo, pues no puedo dejar de mirarte, aun si apenas soy capaz de percibir tu silueta en medio de la penumbra, y esta reacción de mi parte logra desconcertarme un poco. ¿Hacía cuánto no me sentía de esta manera? Hacía demasiado, demasiado tiempo.

Te siento descansando a mi lado y de verdad me cuesta creerlo.

Enciendo la lámpara de la mesa, y a pesar de que el haz de luz que desprende es bastante ligero, lo que me encuentro cuando vuelvo a mirar en tu dirección me deja sin aliento:

Tú. Simplemente tú.

 Tu cuerpo desnudo sobre mi cama, y eso es suficiente para que me embargue el sobrecogimiento, porque el que estés aquí, así, es maravilloso pero, para qué negarlo, es también algo terrible.

Quisiera no sentirme así de patético al pensar en que algo tan «terrible» nunca antes se había sentido tan bien, pero en la soledad de mi fuero interno supongo que lo tengo permitido. Quizá eres la serpiente que me instó a pecar… No, no eres la serpiente, eres el fruto del paraíso que jamás debí morder, pero pasa que no soy más que un débil mortal y ahora que he comido de tu dulce fruto, yo difícilmente puedo volver a querer morirme de hambre.

¡Loco de mí! ¡Estúpido! Mil veces loco.

Se supone que estoy intentando recriminarme por lo que pasó. Se supone que estoy intentando convencerme de que he obrado mal y tratando de llenarme de argumentos para que esto no vuelva a repetirse, porque es un completo desacierto, es suicidio laboral y moral,  pero de forma constante mi dedicación a auto recriminarme pierde el enfoque y me dejo arrastrar por la contemplación de la blancura nevada de la suave piel que recubre con elegancia tus carnes jóvenes, briosas y firmes, la languidez de tus extremidades.

Martín… eres tan hermoso que dueles.

Tu cabello  despeinado bañando tu rostro, tus labios emergiendo rojos y abultados en medio de la maraña negra de suaves ondas.

Tú.

Tu cuerpo junto al mío en la calma.

Por doquier, incluso sobre nosotros, hay huellas demasiado evidentes de lo que ocurrió, y a pesar de que el ojo de la tormenta ya pasó y ahora nos invade la calma, el que estemos reposando juntos es, en realidad, el momento más erótico e íntimo de este encuentro.

Había fantaseado imaginando esto, Martín, no te lo voy a negar y menos me lo voy a negar a mí mismo, y pensé que cuando finalmente ocurriera tendría tiempo para absorber más detalles, para pensar más, para grabarme tu imagen en mis retinas, pero pensar me fue imposible, porque la llamarada de la excitación me consumió.

Todo ocurrió rápido —quizá demasiado, pues cualquier medida de tiempo es corta cuando se trata de algo que, si soy lógico y correcto, no debió haber ocurrido jamás— y fue tan intenso que ahora mismo solo soy capaz de recordar mi propio placer, que fue mucho, pero ¿y tú? ¿Te satisfice? ¿Te toqué de una manera que te gustara? ¿Obtuviste de esto lo que estabas esperando? Dime, Martín, ¿Estás tranquilo ahora? Porque sé lo que quieres y tengo muy claro lo que buscas en mí. Sé para qué me quieres y aunque ser utilizado es algo malo en términos generales y en cualquier medida, te lo permito.

Quiero darte el sosiego que buscas. Tengo las cosas claras y, con plena conciencia de en qué me estoy metiendo, te lo permito. Si de todas maneras vas a buscar cobijo en los brazos y en la cama de alguien, prefiero que sea conmigo. Tienes mi permiso para exorcizar tus demonios conmigo, Martín. Ahora, tal como me lo propusiste, somos amantes; así que adelante, porque ambos necesitamos esto.

Dime, pequeño, ¿Pensabas en él mientras estabas entre mis brazos, o acaso hice bien mi tarea, aquella que me conferiste sin preguntar demasiado, y justo como querías, logré alejarlo de tu mente aunque fuera por un momento? Dime…

 

Hace frío dentro de esta habitación porque afuera sigue lloviendo. Sé que debería cubrirte con las mantas para resguardarte de la temperatura, pero tu piel es tan tentadora que, egoísta de mí, estoy retrasando el momento porque quiero seguir mirándote; solo unos instantes más antes de que la burbuja estalle y la realidad me golpee directo en el rostro. Quiero acariciarte y posar mi mano sobre la piel desnuda de tu espalda, pero no sé si lo que pasó entre nosotros me dé de alguna manera el permiso para tocarte cuando quiera. ¿Puedo hacer eso ahora? Dime…

El tsunami de sueño que arremetió contra mí después del orgasmo, me abandonó apenas pasadas un par de horas. Ahora aquí estoy, mirándote casi con reverencia, pero también con aprensión y cautela y mucha curiosidad por tu persona, por cada una de tus respiraciones, por la suavidad con la que frunces el ceño mientras duermes.

Ahora mismo quizá debería estar lleno de culpa, pero ¡Diablos! no lo estoy. La única culpa que me invade es aquella que me embarga ante el reconocimiento de que, de hecho, no me siento culpable en lo absoluto. Si es que en algún momento la culpabilidad llegó a invadirme de verdad, entonces debo decir que me sorprende lo rápido que la asimilé e hice las paces con ella.

Se me escapan los suspiros aun si no quiero porque, válgame el cielo! creo que estoy un poco decepcionado de mí ahora mismo; porque, bueno, seguro no es como un «viejo verde» y un «profesor pervertido» como mi yo más joven me  había imaginado, pero he de hacer las paces con la situación y ver la mejor manera de manejarla, supongo.

Me llevo las manos al rostro y mi gruñido, producto de algo parecido a la más cruda  frustración mezclada con una suerte de emoción contenida que empieza a desbordarse, debe haber sido más escandaloso de lo que pretendí, porque te siento removerte a mi lado mientras un pequeño quejido ronco escapa de tu garganta a modo de protesta. Y de inmediato todo en mí se paraliza, justo como cuando despierto de forma brusca del sueño demasiado profundo tras la sensación de estar cayendo. Mi respiración, mis movimientos, e incluso me atrevería a asegurar que también el latido de mi corazón y el recorrido de la sangre por mis venas, se detienen por unos cuantos segundos. Siento mis manos enfriarse y mi boca secarse ante la inminencia de tener que enfrentarme a ti.

Este, aunque no  lo parezca, es el momento de la verdad. Antes y durante el sexo es mucho más sencillo que el post; ese estresante momento de «El día siguiente» cuando tras una noche de sexo con alguien que puede, o no, ser significativo, se abren los ojos con la incertidumbre de no saber si el lugar al lado en tu cama estará ocupado o si, por el contrario de forma sutil, con simple ausencia, se te entregará el mensaje de que has sido dejado de lado y no eres lo suficientemente relevante como para compartir al menos un ‘Buenos días’ y una simple taza de Café. Hace un tiempo que dejé de enfrentarme a este tipo de situaciones, desde que me rendí en la tarea de intentar encontrar algo que parece no haber sido hecho para mí, así que he perdido práctica y, para qué negarlo, creo que estoy un poco aterrado ahora mismo.

A pesar de que es más que obvio que no es vacío lo que encontré a mi lado, sé que en cuanto mis manos se retiren de mi rostro y yo me atreva a mirarte a los ojos, se me entregará un claro y tajante mensaje, estoy seguro. Bien podrás elevarme a los cielos o mandarme directo a revolcarme en el averno de la vergüenza, porque así eres tú: conciso, decidido, no das demasiados rodeos. Tú vas directo a la yugular… Y eso me gusta. Este último pensamiento me hace sonreír de forma ligera contra las palmas de mis manos y me da el valor que necesito para enfrentarte de una vez. Retrasar el momento no hará que nada cambie.

Hoy he decidido dejar de ser un cobarde.

Mi orgullo de hombre, al igual que un poco de mi cordura, también está en juego aquí, porque qué pasa si la hipotética inquina con la que espero encontrarme una vez que mi mirada se estrelle con la tuya, llegara a deberse a que consideras mi desempeño sexual como pobre. Jamás he sido inseguro en este aspecto de mi vida pero, ¡Rayos! Eres tú, y de ti sé que puedo esperar cualquier cosa. No puedo evitar empezar a defenderme en mi fuero interno, incluso si aún no se me acusa.

Mis elucubraciones empiezan a convertirse en algo ridículo, y están ocurriendo a la velocidad de la luz, así que de una vez por todas despejo mi rostro y miro en tu dirección.

Hay una pequeña sonrisa curvando tus labios y creo que más o menos tengo una idea de lo que debe estar pasando por tu mente ahora mismo»

 

1

 

—Por favor, dime que no estás a punto de enloquecer.

La voz de Martín rompió el silencio que reinaba en la habitación, y al igual que su voz, lo hizo también el suspiro de irritación que dejó escapar Ricardo al tiempo que lanzaba con pesadez los brazos a los costados de su cuerpo por encima de las sábanas; acción que dejó al descubierto aún más de la piel de Martín.

— ¿Por qué tendría que estar a punto de enloquecer, acaso? Ni que no fuese yo capaz de procesar de forma adecuada el hecho de, por primera vez en mi vida, haber dado la espalda a mis más arraigadas convicciones y haber tenido sexo con otro hombre, uno que además es mi alumno.

Martín bufó una sonrisa y se acodó sobre el colchón para, acto seguido, apoyar la cabeza sobre la palma de su mano y mirar por completo en su dirección, dedicándole así toda la atención que sus somnolientos y maravillosos ojos eran capaces de prodigar.

—Oh, Richie, el sarcasmo es un recurso desesperado y no sé si sea lo indicado ahora mismo. —   A pesar del tono burlón y la pequeña sonrisa de suficiencia, Ricardo fue capaz de ver la forma en la que una fugaz sombra cruzó a través de su mirada, haciéndola vacilar con una inseguridad que Martín se apresuró en hacer desaparecer de sus facciones—. Haz algo por mí, ¿Quieres? Por favor no te sientas mal, o incorrecto, o culpable siquiera. Fue sólo sexo, así que convéncete de que tú no te aprovechaste de mí, ¿okey? No eres el villano aquí y tampoco eres un pervertido—. Martín entornó los ojos y desvió la mirada hacia un punto indefinido de la habitación—. Mmm, veamos… No voy a traumarme, nadie va a enterarse de esto y tampoco voy a denunciarte o a chantajearte. Tampoco habrá alguien de mi familia enloqueciendo porque, de hecho, a ojos de mi madre esto de hoy no se supone que sea algo nuevo. ¿Sabes qué? Sólo piensa que esto fue por completo mi culpa, que fui yo quien te sedujo y te arrastró al abismo, si es que eso te hace sentir mejor y así todos felices, ¿Bien?

Ricardo frunció el ceño, mientras la extrañeza insistía en aposentarse en su pecho. ¿Por qué estaban las palabras de Martín tomando aquel extraño rumbo?  Quizá, sin que fuese su intención, estaba reforzando en su alumno —Dios, tenía que dejar de pensar en él todo el tiempo como en ‘su alumno’ porque en definitiva eso no era bueno para su salud mental—  la errónea idea de que él era o se sentía como alguna especie de ridícula víctima de la situación, o que todo el asunto había sido sólo cosa suya cuando, según recordaba, los dos habían tenido bastante participación en lo que había ocurrido; una participación que él había disfrutado mucho, por cierto. Una participación con la que estuvo plena y conscientemente de acuerdo. ¡Carajo, que él era un adulto!

— ¿Acaso yo…?

—O bien podrías hacer las paces con la situación y sólo abrazar tu sexualidad para disfrutar de ella—. Un escaso segundo de silencio— No hay nada de malo en el hecho de que hayas disfrutado haber tenido sexo con otro hombre… conmigo, pues los cuerpos están hechos para reaccionar ante el placer, provenga de donde provenga. Sino mírame a mí, he tenido sexo con chicas, por Dios—. Llegados a este punto, Ricardo no sabía qué decir—. Escúchame. Sé que la palabra Homosexual debe estar pareciéndote algo enorme para asimilar ahora mismo y lo comprendo pero, si quieres, puedes ir de a poco. Puedes pensar en ti mismo como en alguien… ¿Heteroflexible? O, si es que lo prefieres, nosotros dos nunca más…

Ricardo interrumpió aquella locura haciendo un gesto elocuente con las manos, para que se detuviera de una vez por todas.

— ¿Qué es esto, Martín? ¿Por qué parece que estuvieras tratando de hacerme sentir mejor o buscaras justificarte? Para empezar, ¿De dónde sacas que necesito que hagas algo como eso?

Martín frunció el ceño a su vez, y volvió a mirar en su dirección.

— ¿Qué es lo que quieres que piense cuando lo primero que me encuentro al abrir los ojos es a ti, cubriéndote el rostro con las manos, tal como si estuvieras desesperado y arrepentido? Sólo te faltaron los sollozos. ¡Dios! Empiezo a sentir como si te hubiese violado, robándote la virtud. Que sepas que en lugar de lloriquear deberías considerarte afortunado. Unos cuantos querrían estar en tu lugar, créeme—. Martín reacomodó un mechón de oscuro cabello detrás de su oreja—. Ricardo, cuando alguna situación no me gusta, no tengo ningún reparo en dejarla atrás, pero acabo de darme cuenta de que el hecho de que seas mi profesor puede que si sea algo enorme, porque si esto entre nosotros resulta ser un gran desastre, si es algo que tú no puedes manejar (porque te aseguro que yo sí podré) y nos vemos obligados a tratar de ignorarnos mutuamente, esto puede llegar a ser la situación más incómoda del mundo, vamos a tener que seguir viéndonos las caras a diario por lo que resta del año y yo, en definitiva, no quiero amargarme la existencia, así que preferiría que cooperaras y…

Y allá seguía Martín con su perorata. Ricardo bien pudo haber blanqueado los ojos y mirar para otro lado, pero a decir verdad era bastante entretenido y un tanto gracioso ver a Martín en aquella tónica. A  punto estuvo de dejar que las comisuras de su boca se estiraran hacia arriba pero, gracias al cielo, tuvo el buen tino de no hacerlo.  Quien sabe lo que podría haber resultado de eso!  Puede que Ricardo estuviera equivocándose, pero a juzgar por la situación era Martín quien parecía estar padeciendo el nerviosismo del que lo acusaba a él. ¿Podía ser que fuera Martín quien estuviera arrepentido de lo que había ocurrido entre ellos? Este último pensamiento lo mortificó lo suficiente como para llegar a inquietarlo.

¿Dónde estaba su usual seguridad? ¿Y si había juzgado mal y Martín no era tan experimentado como él creía?

Ricardo escuchaba el murmullo de su voz… Su voz que apabullaba por completo al silencio, que llenaba hasta el último rincón, que aposentaba su eco marcando territorio. Una voz que con cada palabra que soltaba parecía más y más exaltada, llevándolo a sacar la conclusión de que Martín era de aquellos cuya defensa era el ataque, que saltaba a sus propias conclusiones y se arraigaba a sus impresiones. Una voz que se disculpaba reclamando y regañando, buscando justificarse y hacerlo sentir mejor cuando eso no era necesario. Un par de llenos y encendidos labios que se movían sin parar, despotricando. De pronto toda la situación se le antojó más graciosa que preocupante… ¿Cómo lo había llamado Martín? ¿Heteroflexible? ¿Quién era capaz de escuchar esta palabra, ver el contexto y no pensar en ciertas partes flexibles del cuerpo estirándose para llegar más lejos y más adentro? Y entonces cometió el peor error que pudo cometer: Perdió la concentración y esta vez sí dejó que sus labios se curvaran hacia arriba y que en su garganta burbujeara el sonido de una risa que, pese a intentarlo, fracasó en ser contenida.

Y de pronto el silencio y una mirada gris afilada.

Un segundo…

Dos…

Tres…

Luego el estallido.

—Tú no acabas de hacer eso, Ricardo. ¡Tú jodidamente no acabas de reírte de mí!

Tan raudo como una gacela ofendida en su orgullo, Martín se deshizo de las cobijas que cubrían a medias su desnudez y se sentó en la cama, a todas luces dispuesto a irse. Por un corto momento Ricardo estuvo seguro de que el tiempo tuvo a bien detenerse… No, detenerse no, lo que hizo fue transcurrir más lento, dándole la oportunidad de sentir, hacer y pensar a gran velocidad. Los escasos dos segundos que pudo haberle tomado a Martín realizar tal acción, fueron suficientes para que, mientras estiraba en su dirección una mano desesperada y decidida que asió su hombro para impedirle marcharse y devolverlo pivotando al colchón, decidiera que no quería quedarse solo, que necesitaba a Martín allí con él… Suficientes para que apreciara con un embobamiento lleno de admiración la manera en la que el cabello de Martín azotó contra su mejilla cuando el ímpetu de sus movimientos fue detenido.

El tiempo recuperó su velocidad en cuanto sintió el inevitable aguijonazo de dolor en las costillas debido al movimiento brusco de su torso al detener a Martín. El hombre joven en su cama intentó levantarse de nuevo, así es que no vio mejor manera de retenerlo que utilizando el peso de su cuerpo, mientras sostenía sus manos en lo alto de su cabeza, contra el colchón. Para detenerlo bien pudo haberle hablado y pedido que no se marchara, pero seguro así no habría sido tan divertido y excitante. Cerró los ojos durante un par de segundos para que el hecho de que sus pieles desnudas estuvieran en contacto directo no le robara la razón y el aliento. Los ojos de Martín refulgían sin apartarle la mirada.

—¿Qué haces, Martín?

—Intento irme.

—¿Por qué?

—No vivo aquí, por eso.

—¿Estás enfadado?

—Algo.

—¿Porque me reí?

Martín no asintió ni abrió la boca, pero el gesto que hizo con las cejas fue lo suficientemente elocuente como para tomarlo como una afirmación

—Lamento haberlo hecho, ni siquiera lo pensé; es obvio que fue un error. Ahora dime, ¿Lamentas haber venido? ¿Te arrepientes?

Tenía que saber.

Martín suspiró.

—No en realidad. Yo prefiero arrepentirme de las cosas que no he hecho que de las que hice. ¿Te arrepientes tú?

—Ni siquiera un poco. Si yo no hubiera querido que esto pasara, simplemente no habría pasado, créeme—. Martín se rio de medio lado y soltó un ligero bufido, mientras se acomodaba y relajaba debajo de su cuerpo—. ¿Qué?

—No fue tan complicado. Eres un tipo fácil—. Su sonrisa se ensanchó.

—De hecho no, no creo serlo. Para ser tan confiado no te estás dando el crédito que te corresponde.

—Yo siempre me doy el crédito que me corresponde, Richie, pero agradezco que de una forma u otra estés reconociendo que soy irresistible, pues tengo la certeza de que en algún momento incluso el sólo imaginar que pudiera llegar a haber sexo entre nosotros te aterraba, sin embargo no voy a negar que creí que llegar hasta este punto iba a ser más complicado. Ahora  que te tuve una vez, te tendré cuando quiera. Esto— Martín señaló con la barbilla la obviedad de sus cuerpos juntos y desnudos—, es como la invitación a entrar hecha a un vampiro: no hay vuelta atrás a menos que el vampiro quiera desistir.

Ricardo podía perderse en aquel par de ojos y en su sonrisa de suficiencia. Martín en definitiva provocaba algo diferente en su estómago; quizá era un poco la sexualidad y la perversión que emanaban de él cuando se le antojaba, o quizá también la suavidad y la languidez con la que contrastaba sus vértices más salvajes e instintivas… Quizá era todo él y la novedad de haberlo redescubierto después de creer conocerlo. Ahora que había tenido la oportunidad de ver varias de sus facetas, le sorprendía y fascinaba la forma en la que, con suma y experta facilidad, Martín pasaba de verse casi angelical, tranquilo y ajeno a todo, a verse como una divinidad atrevida cargada de sexualidad, arrogante en el conocimiento de sus propias virtudes, lográndolo con tan sólo morderse los labios de la manera adecuada… Esos labios que podían ser mordidos de muchas formas:

Con coquetería. Con duda. Con concentración. Con descuido… Con lujuria. Y cada una de ellas le encantaba.

Dejó de sujetar sus manos y, una vez libres, las puntas de los dedos de Martín se aventuraron por su espalda en completa libertad, como un aleteo que electrificó su columna vertebral e incendió su libido. Martín era diestro, sí. En cuanto a sexo siempre parecía saber qué hacer, Martín sabía cómo enloquecerlo. Ante sus ojos se alzaban los velos que cubrían la magia de su hermoso amante solo para que Ricardo descubriera que sin ellos era más mágico aún. Martín podía ser tantas personas a la vez… Ricardo cerró los ojos anhelando la caricia que recibía. Fue en ese momento que Ricardo tuvo consciencia de algo increíble que le arrancó un jadeo involuntario: conocía ahora tantas facetas de Martín, lo había visto ser arrogante, engreído, vanidoso, caprichoso y chantajista… Pero también podía distinguir que tras el engañoso primer velo que lo cubría, había un Martin sensible, necesitado de afecto e inseguro y eso era algo que el chico jamás reconocería.  Ricardo abrió los ojos y vio a Martín con una mirada nueva casi enceguecida de ternura: Había algo que, de momento,  sólo él podía darle: Seguridad.

Ricardo recogió de su espalda la mano de Martín y la acunó entre la suya. Perder de forma momentánea el apoyo de una de sus manos significó que el peso de su cuerpo fue mayor sobre el de Martín, sin embargo ninguno de los dos pareció querer quejarse por ello. Besó la punta de sus dedos antes de volver a llevar sus brazos sobre su cabeza y sostenerlos allí, afianzando el agarre con sólo una de sus manos; la otra la ahuecó en una de las mejillas de Martín.

Su dedo pulgar se dedicó entonces a recorrer a placer a través del rostro de Martín, dibujando en su recorrido sus facciones. Escaló sus suaves pómulos, se deslizó sobre sus párpados que, rendidos y complacientes, echaron abajo la cortina de pestañas como respuesta a su toque, entregándose, rendido, inflando el pecho con una honda bocanada de aíre cuando su pulgar se posó en su relleno labio inferior y enterró el rostro en su cuello para descubrir, con placer, que más allá del aroma de su perfume su cuerpo aun olía a sexo. El potente aroma de su excitación penetró en sus fosas nasales, produciendo ligeros espasmos en sus caderas.

De su garganta escapó un sonido ronco, animal e incontenible. Y el aire se llenó de suspiros y respiraciones duras. Y su piel se entibió tanto, que su ser comenzó a conflagrarse, henchido de  placer. Sintió a Martín endurecer contra su ingle y Ricardo no pudo hacer otra cosa aparte de encontrar maravillosa su sensibilidad, pues Martín se le antojó como una flor cuyos pétalos hinchados goteaban néctar y se abrían para él sin miramientos, dispuestos a acunarlo en su cálido interior.

Como si estar comparando a Martín con una flor en su fuero interno no fuese lo suficientemente cursi, Ricardo, después de hacer su camino desde el cuello hasta su rostro dejando tenues besos como migas de pan por si quisiera recorrer el camino de vuelta, además se atrevió a sucumbir ante el impulso de frotar su nariz contra la del otro. Detuvo todo movimiento en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, más se recuperó lo suficientemente rápido como para no dar tiempo a Martín para que dijera o hiciera algo que lo hiciera sentir avergonzado por sus acciones.

Poco dispuesto a dar chance a Martín para hacerse con el control de la situación, Ricardo se apoderó de sus labios y bebió de ellos en abundancia. Y aún si su sed parecía no querer remitir, aun a pesar de estar a punto de enloquecer a causa de los quedos gemidos escapando de la garganta del joven hombre debajo de él, se obligó a sí mismo a separarse del carnoso belfo, objeto de una recién nacida adoración, para regalarle una mirada.

Era su intención mirarlo directo a los ojos, para de esta manera dotar de sinceridad y significado las palabras que nacían y revoloteaban en su cabeza, pugnando por salir, más de momento le fue imposible porque Martín continuaba con los ojos cerrados, mientras la respiración escapaba pesada y agitada a través del resquicio entre sus labios y su piel a medio iluminar era como opaca luz de invierno que lo envolvía y no quería dejarlo ir.

Martín le había pedido que lo mantuviera interesado, que lo hiciera querer volver y por Dios que Ricardo iba a dar todo de sí mismo para cumplir con sus demandas.

—No me arrepiento—. Declaró.

—¿No?—. Martín abrió los ojos y Ricardo sacudió negativamente la cabeza, con seguridad.

—No voy a negarte que esto es tan desconcertante como nuevo para mí, pero es también algo emocionante y excitante—. Guardó silencio mientras acariciaba el pálido pómulo izquierdo de Martín, sólo para luego verlo ganar color a la misma velocidad con la que su respiración se aceleraba a causa de la simple acción de haber acomodado su cuerpo excitado y haber conseguido un mayor roce—. Disfruté mucho cada segundo que yo… Que estuv… —Se trabó con sus propias palabras al no encontrar las adecuadas con las cuales explicarse sin sonar grosero o grotesco. ¿Podía usar los mismos términos que con una mujer sin con ello sonar ofensivo?

—¿Estuviste dentro? —Martín resolvió su problema de dicción con su acostumbrado desparpajo, y pasó que entonces Ricardo se sintió como un idiota porque la verdad era que no había una mejor manera de decirlo; además, esas habían sido exactamente las mismas palabras que se habían cruzado por su mente.

—Así es. Disfruté de cada pequeña fracción de tiempo en la que estuve dentro de ti. Fue increíble. Tú eres increíble.

Martín sonrió complacido y el corazón de Ricardo se alborotó.

—Supongo que todos son hetero hasta que no lo son.

—Supongo que sí, Martín. Que tienes razón y de alguna manera la sexualidad tiene la capacidad de fluctuar. Sin embargo, no quiero tener que pensar en ninguna etiqueta.

A esas alturas las palabras de Ricardo escapaban de su garganta de manera estrangulada, pues la excitación de su cuerpo comenzaba a hacer mella en su comportamiento, en su habla, en sus movimientos, aún si trataba de hacer de este hecho algo poco evidente.

—Dios, sólo escúchate, Richie. Hablando de renunciar a las etiquetas como todo un hombre liberal.  Has crecido en las últimas dos horas y creo que eso es un rasgo bastante atractivo. Señoras y Señores, ante ustedes ¡Un nuevo hombre al que no le importan las etiquetas!

Cuando Martín gritó lo último a voz en cuello, Ricardo abrió grandes los ojos y se apresuró a poner una mano sobre su boca.

— ¡Martín!— Ricardo negó risueñamente con la cabeza, aun debatiéndose entre la risa y la incredulidad—. ¿Por qué no dejas de parlotear incongruencias y de escandalizar a mi vecina y mejor ocupas esa preciosa boca tuya en algo más?

Bien, atado a su personalidad romántica y algo tradicional que lo instaba a buscar y esperar que los juegos previos al sexo —Hacia donde pretendía dirigirse sin tener que pedirlo de manera específica— fuesen una cuestión que escalara en ejecución e intensidad,  la intención de sus palabras era insinuar que Martín y su preciosa boca bien podían dejar de parlotear y en su lugar regalarle un jugoso beso; un beso en el que Ricardo habría excavado en su cavidad bucal hasta hacerse con su lengua y chuparla hasta reclamar su sabor y su saliva, porque se sentía aventurero, osado y caliente; pero claro, se trataba de Martín y nunca podría haber algo calmado tras verlo arquear una ceja y acompañar este gesto con una pequeña sonrisa de medio lado, certera como una flecha.

Martín no era demasiado fuerte, pero con certeza, si era tremendamente hábil. No había otra manera de catalogar su movimiento, más que como una llave con la que Ricardo pasó de estar sobre su cuerpo a estar debajo, a merced del delicioso cuerpo al que se volvía adicto a partir de la fecha. Recibió el calor y la humedad de la boca de Martín sobre su sexo y la emoción fue tanta, que poco le faltó para ponerse a lloriquear. Sus bolas estaban tensas y su falo tan duro dentro de la húmeda y experta cavidad, que Ricardo temió acabar antes de siquiera haber empezado.

Se sentó sobre la cama, con la cabeza de Martín aun enterrada en su entrepierna. No fue gran cosa la que vio, a decir verdad, pues el cabello negro de Martín bañaba la escena; más el movimiento sugerente de aquella cabeza divina y el sonido de succión estaban enloqueciéndolo tanto, o incluso más, que si se le estuviera permitiendo ver con toda claridad a su sexo desaparecer entre los labios de Martín. Su imaginación se hizo cargo de la situación al llenar su mente con imágenes sugestivas de su excitación siendo engullida con gula y experticia.

Sin embargo, a Ricardo ya no le hacía falta recurrir a ningún tipo de ardid. Tenía al alcance de sus manos, de sus ojos, de su piel, todo lo que requiriera y deseara de Martín. Podía verlo, podía tocarlo, podía respirarlo; ya no había necesidad de imaginar y suponer. No había necesidad de que la realidad fuese superada por la ficción brumosa del desconocimiento. Su mano, con el pulso más firme que nunca, se dirigió hacia su joven amante para apartar su cabello del camino. Sus hebras finas, suaves y de un color negro brillante y saludable cedieron de forma obediente; Ricardo las sostuvo contra su cuello, revelando así una escena que le hizo soltar un suspiro entrecortado ante la magnificencia de la cruda excitación que lo invadió. Le gustaba el cabello de Martín, siempre medio rebelde y un tanto desordenado en medio de la estudiada perfección de su apariencia.

Bien pudo dar rienda suelta a cierto tipo de rudeza y guiar el movimiento de la cabeza de Martín, exigiendo velocidad y profundidad en la felación, más no quiso hacerlo. En su lugar dejó a Martín hacer a su antojo, a su ritmo… Porque cuando las cosas están bien hechas, intervenir para alterarlas de alguna manera es sólo una muestra de vanidad. Se dedicó en cambio a mimar su espalda con la mano libre, mientras se deshacía en jadeos y suspiros contenidos, embelesado en aquello que antaño juzgó como malo e incorrecto. La piel de Martín era cálida, suave y llena de promesas. La casi perfecta suavidad y regularidad de su dermis se vio interrumpida por un pequeño y enrojecido corte en proceso de sanación en uno de sus brazos, pero de momento decidió pasar aquello por alto.

El ambiente estaba cargado de morbo, en respuesta a ello su ingle se tensaba con tirones electrizados llenos de emoción. El sabor cargado de su propio sexo lo saludó con efusividad cuando Martín se apoderó de sus labios, obsequiándolo con un ósculo nada santo.

Todo se fue al carajo de forma rápida. De pronto Ricardo ya no era enteramente dueño de sus actos y de sus decisiones; su instinto estaba haciéndose cargo de todo, robándole la razón y el aliento, instándolo a tocar partes sensibles y muy privadas del cuerpo ajeno; partes que antes jamás se habría imaginado llegar a tocar en la anatomía de otro hombre. Se permitió un pequeño —pequeñísimo— momento de lucidez, y se atrevió a esperar por el arrepentimiento y la culpa, pero ninguno de los dos sentimientos se presentó.

El misterio y el recelo quedaron relegados a un segundo plano en el momento mismo en el que uno de sus dedos, casi que con voluntad propia, se perdió en las profundidades del cuerpo de su amante. Y se maravilló, vaya si lo hizo, cuando llegó a convencerse de que el cuerpo de Martín succionaba su falange, pulsando alrededor, y que no era su imaginación.

Martín se convirtió rápido en un desastre jadeante y ansioso encaramado sobre su regazo, empujándose contra su mano, montando con afán aquel solitario dedo que de seguro apenas y le daba placer.

—Benditos sean los packs de a tres— Martín abandonó su regazo, mirando alrededor. La queja de Ricardo murió en su garganta cuando vio a Martín dar con su chaqueta y extraer del bolsillo interno una delgada caja de preservativos que supuso había tenido tres unidades originalmente. Martín rasgó el envoltorio plateado con los dientes de forma rápida—. Richie, si estás pensando en poner música para tu vecina chismosa otra vez, te aconsejo que lo hagas ya.

A Ricardo le gustó el desespero en su voz.

—¿Alguna vez dejas de ser tan mandón?

Martín bufó una pequeña risa.

—No.

Ricardo de alguna manera amó la sinceridad de su respuesta.

Que gusto sentir el calor de sus entrañas quemando la piel de su sexo a través de la capa de látex.

2

Ricardo se sentía firme y cálido dentro de él. El impulso penetrante de su sexo pulsaba con un ritmo que conservaba la cadencia del inicio de la faena, pues aun no les había llegado el momento de desordenarse y volverse exigentes. Para Martín era tremendamente excitante ver los ojos de Ricardo entrecerrarse, así que se afanaba en perderse en sus orbes oscurecidas para leer en ellos aquello que le enorgullecía estar proporcionando: placer.

Ricardo parecía haber perdido la timidez, porque este segundo encuentro se sentía tan abrumador e intenso que estaba seguro de que algo se había echado a perder dentro de él; y ese algo, de seguro, era el filtro que le permitía mantenerse en control, porque de un momento al otro se encontró a sí mismo sollozando pequeños gemidos y pidiéndole a su profesor que no parara. Fue sólo vagamente consciente de esto sin embargo, gemir y pedir por más se le convirtió en algo que hizo sin pensar, tal como respirar o que le latiera el corazón

Martín abrió un poco más las piernas, ajustando su postura para tomar de manera más profunda la longitud caliente de su profesor. Miró hacia abajo, al lugar donde sus cuerpos se encontraban unidos, y se quedó fascinado por el movimiento de sus propias caderas girando, su sexo lo saludaba, grueso y enrojecido, bamboleándose mientras relucía a causa del fragante almizcle que escapaba de la punta. Sus piernas se tensaron, firmemente engarzadas alrededor de las caderas de Ricardo.

Avanzó hacia el orgasmo… Buscándolo.

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