EL ÚLTIMO EN DORMIRSE APAGA LA LUNA
Por: Ángeles Guzmán
Capítulo Uno
Zúrich, Suiza
Año en curso.
Casi dos siglos después de la cruel separación, el destino se encaprichó en cruzar nuevamente sus caminos. El motivo de este inesperado encuentro venía revestido de ese tinte poético que caracteriza a los amores trágicos. Un pasado que dolía como una herida profunda que sangra y atormenta, pero que no mata. Un futuro imprevisible, peligroso. La vida de uno amenazando la existencia del otro. Una crónica que prometía sangre y desolación con mala propaganda, pero que al mismo tiempo, quizá como una burla; le escupía en la cara a ese pasado romántico que juntos habían compartido.
En la hendidura más pequeña del olvido, una última vela de esperanza había permanecido encendida. Una luz tímida, débil, sí, aunque con la fuerza suficiente para romper la oscuridad, iluminando la realidad. Revelando una verdad innegable. Tantos rostros, tantos cuerpos… pero no se reconocieron por su aspecto, sino por el olor del amor que había quedado pendiente entre ellos.
Promesas y planes que se rompieron aquella fría noche de finales de invierno de 1820. Quién diría que de esa ocasión habían pasado ya, ciento noventa y siete años.
Hoy, era el último día de la fiesta de Sechseläuten. Los Justicar, representantes de los doce distritos de Zúrich y sus más allegados, se habían reunido en la sala principal del Opernhaus para una velada previa a la quema de Böögg. Pasado de las diez de la noche, cuando la celebración se encontraba en su apogeo, una inesperada presencia adornó el vestíbulo al entrar.
El olor del recién llegado, así como su irreprochable apariencia, logró que todos los presentes olvidaran momentáneamente sus conversaciones y plantaran los ojos en él. El sonido liviano de sus pasos, la fina tela que envolvía su cuerpo y la brisa muda que mecía su cabello blondo. Demasiado perfecto… grácilmente humano, pero más salvaje e inmortal que nunca.
Stelios, siguió con la mirada la ostentosa entrada que Micher Niakaris interpretó al atravesar la estancia. La prepotencia de su porte típico de un Damasto, y su animadversión al no tomarse la molestia, de siquiera, mirar a la Corte de Ancianos, a quienes indirectamente obligó a relegarse para no entorpecer el ritmo ladino de sus pasos, era casi de aplaudírsele. Su comportamiento soberbio, bien podría tomarse como una muestra de provocación. Su sola presencia en este lugar, sabiéndose enemigo de todos ellos, era la declaración pública de su falta de respeto por los Justicar y en especial de su líder. Un insulto que le hubiese valido la muerte, si Micher no fuera la joya del Consejo de Vampiros. Un puesto privilegiado que había obtenido precisamente por su despiadado trato hacia los Justicar. Así como a cualquier otro grupo opositor que osara levantarse en contra del consejo.
Su posición le otorgaba inmunidad. En sus venas corría la sangre de los nacidos puros y en sus manos estaba el poder de los antiguos. El que en ese momento se encontrara solo y en territorio enemigo, no significaba que no pudiera reducirlos a ceniza, si es que así lo deseaba. A Micher Niakaris nadie tenía el poder de decirle que no.
Ninguna puerta le era cerrada.
Quien tenía el placer o desdicha de conocerlo —todo dependía de qué lado de la línea se encontrase. Los más astutos comprendían que el lado ventajoso seria siempre aquel en el que Micher se encontraba —sabían que en él no había cabida para la humildad, mucho menos para la piedad. Conocía el poder de su fiereza y solía bañar su belleza en la sangre de sus víctimas. Alguien como Micher, no necesitaba ser humilde. No mientras llevase en la comisura de los labios la mala hierba, el veneno que había seducido y atormentado a tantos en el pasado y que aun lo hacía. Él condenaba sin clemencia.
Micher estaba rodeado de un demonismo encantador. En secreto, la mayoría le admiraban con la misma intensidad que le temían. Solo Stelius era capaz de mirarlo con la decepción marcada y destellante en sus orbes azules, solo él, era capaz de distinguir la fragilidad de su alma corrompida, y en sus desplantes veía la inmadurez de su eterna juventud. La misma juventud e inmadurez que lo había llevado a perder la razón por él, a amarlo con la cordura de los locos.
Ese era su secreto, su pecado y su más grande traición. El afecto de Micher era prohibido para él, sin embargo; lo anhelaba casi con ansias sexuales. El delito consistía en que Stelios Skourtis era el líder de los Justicar, opositor confeso del Consejo de Vampiros y por tanto, enemigo y principal rival de Micher, cuya destrucción significaría la libertad no solo de su pueblo, sino de todos los grupos que se oponen al gobierno ventajoso del Consejo.
La esperanza de todos ellos estaba puesta en los hombros de Stelios, quien se caracterizaba por ser un osado guerrero al defender su clan. Un inmortal esplendido de carácter recio, libre y tenaz. Poseía la habilidad de trastornar mentes con su penetrante mirada azul-gris. Su altura y hercúleo cuerpo le habían otorgado el título del “Desmembrador”. Era temido entre los Vasallos del Consejo por sus actos de tortura y humillación pública por la que hacía pasar a sus cautivos. La rudeza de su estilo, sus movimientos toscos y su hablar tan ordinario lo volvían el tipo de inmortal que Micher no podría ignorar.
Tal era el caso, que su presencia esa noche, era únicamente con la finalidad de verlo a él. De comprobar con sus propios ojos lo que había alcanzado a ver hacía poco menos de dos semanas atrás; durante un enfrentamiento entre opositores y el ejército del Consejo. Todo el mundo estaba hablando de ello, decían que el líder de los Justicar finalmente había mostrado su rostro. Que era el mismísimo diablo encarnado, pero Micher jamás imaginó que ese demonio vil que logró causar bajas importantes en su ejército, vistiera el cuerpo de su único y más grande amor. Un amor que él sabía fallecido. Sin embargo, el mismo Consejo que lo había dado por muerto, fue el encargado de confirmarle hacía dos días, que Stelius era un señor de la noche. La explicación vino junto con una orden expedida y sellada por los Antiguos.
Lo que en ella se le exigía era temerario, pero también el motivo perfecto para verlo de nuevo, y no en batalla. Lo necesitaba tranquilo, sin amenazas aparentes. Esa fue la razón por la que esperó hasta esta ocasión. Durante el festejo de Böögg se izaban las banderas blancas de la paz y todos eran señores oscuros. Micher sabía que no iba a tener mejor oportunidad, necesitaba mirarlo en la distancia y recordar. Buscar esa paz que desde hace casi doscientos años le había sido negada. Quería un consuelo y estaba seguro que lo encontraría si se perdía en las cortinas blancas del cabello de Stelius, en su largura y espesura como hilos de seda contados que enmarcaban su cintura y envolvían su lechosa piel. Se sentiría dichoso si tan solo esos ojos azules volvieran a mirarlo… y es que los años no lo habían cambiado del todo.
Admiraba de Stelius que parecía siempre estar listo para la batalla, su ferocidad y la lealtad hacía su gente. También su sencillez al vestir. Seguía siendo el tipo de persona al que no le preocupaba ensuciarse.
Mientras atravesaba el amplio salón, pudo sentirlo incluso antes de que sus ojos lo encontrasen. Su olor era distinto, quizá debía culpar de ello a su entusiasta acompañante. Micher llegó hasta el ventanal amplio que daba al patio trasero, y perdió su mirada en lo que había del otro lado del cristal.
Cuando la luna iluminó su figura, Stelius tuvo la humana necesidad de contener el aliento: su melena rojiza, el batir de sus pestañas y esos altaneros ojos color avellana. La forma de su boca, el color de sus labios, la suave piel de su cuello, su jodido olor que había estado torturándolo desde que hizo su aparatosa entrada. Era perfecto, tanto que los colmillos de Stelius crecieron sedientos de sangre y excitación.
Micher era dolorosamente hermoso ante sus ojos y su atuendo esa noche, hacía lucir ridículos a todos los presentes, incluyéndole. Su costoso traje de vicuña y pashmina que había sido confeccionado a medida, resaltaba su estilizado, delgado, pero sólido cuerpo. De sus hombros colgaba una inmodesta capa de seda negra veneciana con forro de terciopelo de algodón del mismo color. Los botones de diamante incrustado en oro resaltaban a la luz de los candelabros de cristal, de la misma manera en que lo hacían los anillos en sus manos y el pendiente en lóbulo izquierdo de su oreja. El brillo del pequeño diamante resaltaba su rostro letalmente aniñado. Stelius lo reconoció de inmediato, no era coincidencia que el otro pendiente lo tuviera él.
Tanto Stelius como Micher eran grandes señores de la noche, más dueños de la oscuridad de lo que nunca habían sido de nada más. Inmortales formidables, conocidos y respetados dentro del circulo de depredadores. Declarados enemigos formales, pero ¿realmente eran enemigos? O ¿Era el odio que se presumía había entre ellos el único vestigio de lo que un día fue un apasionado amor entre humanos?
—Ha pasado el tiempo…—desde una esquina apartada del gentío, Stelius envió un pensamiento de sondeo que retumbó en la mente Micher —. ¿Por qué estás aquí?
Micher volvió la mirada al interior del salón y la centró justamente en la esquina desde donde había provenido el pensamiento. No respondió, pero miró a Stelius con ojos exhaustos de palabras, dolido por la frialdad del saludo, aunque tampoco esperaba que corriera a abrazarlo. A decir verdad, ni él mismo sabía que esperaba conseguir con todo esto. Se limitó entonces a mirarlo, porque hablar ya no era necesario. Entre ellos, al parecer ya todo estaba dicho. Sin embargo, disimuló. No iba a ponerse sentimental ahora, esa parte en él estaba muerta, velada y enterrada. Y debía permanecer de ese modo si es que realmente se iba a atrever a hacer lo que había planeado.
—No dices nada… —presionó Stelius.
—Camina a mi lado —. Ofreció Micher, respondiendo con otro pensamiento de sondeo. Era lo más conveniente, ya que ambos habían sido convertidos por el mismo inmortal, nadie más que ellos captaría la señal de sus mensajes. —Te compartiré las cosas que quieres… las cosas que los chicos buenos no saben— dijo eso ultimo, mirando al joven que se sujetaba a su brazo.
Stelius sonrió avergonzado, como decirle que nada de esto era lo que parecía, que no tenía relación con ese joven que le miraba sorprendido por verlo reír. Y es que la amargura había quedado retratada en las facciones de Stelius desde que perdió a Micher.
— ¿Por qué estás aquí? —prefirió insistir con la pregunta para apartar la atención de él, pero Micher, no respondió.
El motivo de su presencia era claro: Micher lo quería a él, batirse en otro tipo de duelo hasta que la mañana abriera los ojos. Para cuando Stelius comprendió el mensaje, Micher ya se retiraba del salón esperando ser seguido. Descendió lento por los escalones y caminó sin detenerse hasta que estuvo fuera del edificio. Siguió hasta la esquina y al doblar, Stelius ya se encontraba ahí, con la espalda contra la barda húmeda. Los segundos que le tomó a Micher llegar junto a Stelius, tuvo el sabor amargo de la soledad, y el nerviosismo de los que se enamoran por primera vez. Las manos les temblaban pero eran los sentimientos que los inundaban los que hacían que sus cuerpos se estremeciesen.
Silencio. Había tanto que decir pero cada uno en su situación, esperaban que fuese el otro el que se atreviera a hablar primero. Micher deseaba una disculpa que no llegaba y Stelius no podía hacer otro cosa que mirarlo y contener las ganas de envolverlo entre sus brazos para no soltarlo jamás.
El pelirrojo fue el primero en rendirse. El momento era incomodo si se limitaban a mirarse, si Stelius se lo comía con la intensidad de sus ojos azules, mientras se relamía vez tras vez los labios. Una sonrisa discreta seguida de un asentimiento fue la seña de Micher antes de guiar el camino por entre las arboladas hasta la calle Bahnhofstrasse. El recorrido seria largo.
No se opuso cuando Stelius envolvió su mano para entrelazar sus dedos. Por el contrario, la sensación fue agradable aunque triste, pues le evocó recuerdos que atesoraba y creyó jamás volvería a disfrutar.
—Se discreto —le recriminó Micher de todas formas —tu novio podría vernos.
Stelius suspiró al oír su voz, la añoranza lo golpeo de frente, pero las palabras de Micher dolieron más. Molesto, lo aprisionó contra el primer muro que encontró.
—Humano o inmortal, solo he tenido un amor en toda mi vida —aclaró con voz dura—solo un hombre ha sabido encender mi cuerpo. En mi alma esta tatuado su nombre y he sufrido todos estos años al saber que me odia… me odia —repitió desecho—desea matarme, tanto… que aún no me explico por qué no lo has hecho.
— ¿Sabías de mí y no me buscaste? —El reproche implícito en la pregunta, descolocó a Stelius, pero Micher estaba lo suficientemente herido como para pretender que no le dolía. —No puedo creerlo… —dijo casi al borde de las lágrimas, por supuesto, no lloraría. Rabia, tristeza… dolor. Mucho dolor, coraje y en vez de derramar lagrimas, lo empujó para librarse de su agarre — ¿Tienes siquiera una idea de lo que me has hecho? ¿Del dolor que me has causado?
—Querías matarme…
—Y te lo mereces, mereces que te haga pedazos y alimente con tus restos a las aves de carroña —gritó Micher, presa de la histeria.
—Hazlo entonces, mátame —aceptó Stelius. —Ni siquiera voy a meter las manos. Mátame de una vez por todas, porque si no lo haces te juro por mi existencia que te tomaré aquí mismo.
Por Dios! Hace mucho que una historia no me atrapaba tanto❤ amé este capítulo, ya quiero leer el segundo! muy buena historia, sigue asi👍
Hola Camila Pereira!!
Muchas gracias. Me alegra tanto que la historia te haya gustado. Disfruta del segundo capítulo.
Saludos!!