CAPÍTULO 6
El Pasado Siempre Vuelve
Alain
Es muy probable que al llegar a la vejez, habrá muchas cosas de las cuales me lamentaré. Es un asunto inevitable y de alguna manera he comenzado a aceptarlo: mi perfeccionismo en el trabajo: mi obsesión por conocer el porqué de todo. Tal vez mi incapacidad para adaptarme a los cambios de último momento o el tener la mala costumbre de levantarme antes de las seis el día de mi descanso. Es muy probable que con el paso de los años me convierta en un anciano malhumorado, que odie el ruido y le dé un portazo en la cara a cada vendedor que tenga la osadía de venir a tocar a mi puerta justo en el momento que más interesante se ha puesto la película. O, por el contrario, tal vez finalmente encuentre la gracia de la que carezco y sea un viejito platicador que dedica las últimas horas de su vida a la caridad. En cualquiera de los casos, de una cosa estoy completamente seguro: seguiré siendo el hombre más afortunado del mundo por tener a mi lado la dulzura y el amor de un hombre como Yotam.
Sueño con llegar a la vejez a su lado. Sueño, y en cada uno de estos estos, él está conmigo; la posibilidad de un final diferente es inconcebible para mí. Estoy convencido y sobra decir que lo sé, con tan solo verlo correr de un lado a otro mientras busca su abrigo de siempre, ¿qué más da si en el armario los hay de todos los colores? Él quiere ese, el que esta relavado y le sienta de maravilla —de no ser así, ya me hubiese encargado personalmente de desaparecerlo sin dejar huella—.
Y lo reafirmo mientras me bebo el último sorbo de café que me ha preparado aun con las prisas. La fórmula dice: dos cucharadas de café y una y media de azúcar. Bastante simple y, sin embargo, solo él sabe preparar café como a mí me gusta: concentrado, caliente y dulce.
— ¿Nos vamos ya?
—Un segundo…—pide y me sonríe mientras pasa a mi lado como por décima ocasión.
—No tendrías que buscar tanto si al llegar a casa dejaras tu abrigo en el guardarropa del vestíbulo.
—Sí lo hiciera… no tendría que buscarlo, pero… ¡Oh, aquí está! —lo anuncia con emoción mientras recoge el abrigo del piso y no dudo que la historia de cómo llegó hasta ese lugar resulte por demás interesante, sin embargo, me distraigo al verlo alisar la ropa con sus manos. Es inútil. Ese trozo de tela esta arrugado hilo por hilo.
— ¿Por qué te gusta tanto?
— ¿Por qué tú me lo compraste? —Responde, mientras se lo pone. Voy hacia él y le ayudo a acomodárselo. Hace más de veinte minutos que inició su clase y si no salimos ahora mismo de la casa llegaré tarde al trabajo, pero qué más da. Podría pasarme la vida en esto… En él.
—También te compré los demás y no he visto que los uses.
Yotam sonríe como si nada. La semana pasada literalmente ha quedado atrás. Su expresión triste, su silencio y el aire de sufrimiento que parecía destilar, lo han abandonado por completo. Y yo no puedo más que sentirme dichoso por nosotros. Si hay algo que puede arruinarme el día, eso sin duda es verlo o saber que sufre. Lo amo tanto que el sentimiento ya no me cabe en el pecho. Lo miro y quiero abrazarlo. Protegerlo y estrecharlo contra mi cuerpo, decirle una y otra vez que está a salvo, que mientras yo conserve la vida nadie le dañará y nada va a faltarle, pero guardo silencio. Sé que son promesas hermosas pero también sé que quizá no pueda cumplirlas, uno nunca sabe lo que está por venir y hasta donde podrá soportarlo. Quizá de alguna manera su ansiedad de los días pasados me ha resultado contagiosa, pero internamente sólo pido que la vida me alcance para hacerlo feliz, que las fuerzas me den para cuidarlo y atesorarlo. Que mis latidos no se cansen ahora, cuando él más me necesita.
— ¿En qué piensas? —pregunta muy despacio y siento la piel suave de su mano acariciando mi mejilla. Tan dulce que me sorprende.
—En ti, todo el tiempo.
Me dejo llevar por su sonrisa. Yotam toma su mochila del sillón y me pasa mi portafolio. Me doy cuenta de que estoy siguiéndole como en un trance y jamás antes me había mostrado tan sumiso ante él. Pero no me importa, estoy feliz y distraído, tanto que me sorprende, cuando de la nada y casi llegando a la puerta, se arroja a mis labios. Lo escucho decir que me ama un poco antes de que logre corresponderle. El olor de su perfume me llena las fosas nasales pero es el olor de su cuerpo, el olor a Yotam, el que se impregna en mi alma.
— ¿De verdad tengo que ir a la universidad y tú a trabajar? —Me habla sobre los labios y una parte de mí quiere decirle que no, que no tenemos que salir de casa si no queremos.
—Sí.
— ¿Estas completamente seguro?
El ruido de unos golpes en la puerta me salva de responder a esa pregunta. Yotam se aleja de mí y asecha por la hendidura de la puerta, entonces veo un gesto travieso en su rostro; mientras con el dedo índice sobre sus labios me pide que no haga ruido. Edward desliza el primer sobre por debajo de la puerta y Yotam lo regresa de vuelta a fuera. Sé que no hay tiempo para estas cosas, pero no puedo evitar reír. La faena se repite un par de veces: un sobre se desliza por debajo de la puerta y este mismo es devuelto de inmediato.
Para cuando Edward logra darse cuenta de lo que sucede, Yotam esta rojo de aguantarse la risa. Soy yo el que decide interrumpirlos y abro la puerta. Nuestro cartero es apenas un par de años mayor que yo, y el asunto de las bromas es algo habitual entre ellos. Sin embargo, algo en Edward es distinto hoy, la risa escandalosa que lo caracteriza no está. Me mira fijamente, pero es a Yotam a quien le entrega los recibos.
Edward me pregunta cómo va todo y yo le digo que bien. De reojo alcanzo a ver como Yotam pasa los sobres de uno en uno, sé que la mayoría son cuentas que debemos pagar, pero entonces se detiene de golpe. Rasga el papel con fuerza y antes de centrar mi atención en él, veo como Edward baja la mirada preocupado… ¿Qué es lo que está pasando?
—Alain…—me llama Yotam y pese a tenerme a su lado, casi lo grita. — ¿Patrick…?
Habían pasado varios años desde la última vez que me llamó por ese nombre, y me bastó escucharlo para que tantas cosas vinieran a mi mente arruinándome el momento. Sentí un vértigo que me estremeció de pies a cabeza. Yotam insistió y saqué fuerzas para moverme.
En su mano había un par de hojas dobladas por la mitad y las sostenía con fuerza, casi arrugándolas. Su rostro se tornó pálido y yo no podía entender cuál era el motivo por el cual ambos temblábamos de pies a cabeza.
Yotam estaba asustado, aterrado.
—Es una citación—dijo, mientras me entregaba las hojas—. Dice que debo presentarme a la corte en Irlanda y también hay una para ti.
¡Imposible!
Miré los nombres en las hojas: Patrick Sheehan y el suyo, su verdadero nombre también estaba ahí. Pero nosotros…no, definitivamente no. Nosotros ya no somos más esas personas.