Capítulo 12 Tu voz me calma

CAPÍTULO 12

 

Tu Voz Me Calma

ALAIN

 

Llegamos al aeropuerto de Dublín pasado de las nueve de la noche. Mi mente continuaba entumecida por los recuerdos, y no podía sacar de mi cabeza la imagen de ese niño pequeño: sus ojos tan azules y asustados. Su piel blanca, sus labios resecos. Pensaba en él como si el tiempo no hubiese pasado entre nosotros. Jacob… mi precioso Jacob. Quería volver a ese instante y sacarlo de ahí. Me sentía ansioso, completamente desesperado; pues sabía lo que pasaría después, podía recordarlo tan claramente que casi me echaba a llorar ahí mismo; entre un gentío que al igual que yo, buscaba impaciente la salida.

Caminé vacilante entre el montón, chocando con todos y con todo. Sentía que me ahogaba, que todos esos rostros que iban y venían en todas direcciones se deformaban al pasar junto a mí… sus facciones se desdibujaban de sus caras como la cera al calentarse. ¿Era posible? Seguramente no.

Me detuve de golpe. La única parte racional que quedaba en mí me ordenaba serenarme, pero yo sentía el ansia que produce la prisa. Y es que, esa noche… la palabra dolor tomo un nuevo significado para mí. Más profundo y mucho menos soportable. Creí volverme loco, creí… que no saldríamos con vida de ese lugar.

 

Irlanda, noviembre del 2000.

 

      Aun si parecía que ante el menor de nuestros movimientos, los perros se nos echarían encima para hacernos pedazos, la verdad es que no fueron ellos los que nos hicieron daño. Simplemente nos retuvieron contra el árbol hasta que llegaron por nosotros. Poco a poco la densa oscuridad fue perdiendo intensidad conforme las lámparas nos enfocaban con sus luces amarillas. Pude reconocer entonces, los rostros de los hombres que nos habían estado persiguiendo, cinco personas en total y de entre ellos el padre Raphael  fue el único capaz de hablar. Se le notaba cansado, casi tanto como los demás y como nosotros.

—Os juro por la virgen María que lo que ha sucedido esta noche, vosotros jamás lo olvidarais —dijo.

      Y lo cumplió.

      Se nos arrastró hasta un punto central en el bosque donde más gente aguardaba. De los doce chicos que intentamos escapar, los custodios habían atrapado a siete. Por un breve instante mi mirada se cruzó con las de algunos de ellos, lloraban resignados, y Jacob, pero yo no. Todos sabíamos lo que iba a pasar con nosotros en cuanto estuviéramos en el internado, y aunque estaba asustado, llorar no iba a hacerlo menos doloroso.

      Se nos dividió en grupos de tres y cada uno fue entregado a un sacerdote. Al llegar al reformatorio, el padre Raphael nos condujo junto con dos custodios a espaldas del monasterio principal. Nos llevaron hacia una especie de túnel con paredes húmedas y rocosas que finalizaba junto a la que parecía ser una bodega. Se nos obligó a entrar y uno de los custodios cerró la puerta tras de sí. Llevábamos menos de un minuto en ese lugar cuando me entró el pánico, tal vez era mi instinto de supervivencia clamando por ayuda. Y es que no te lleva mucho tiempo saber que tan duro eres o que tan fuerte puedes ser, cuando el padre Raphael se detuvo frente a mí y me miró fijamente, supe que yo no era duro, ni fuerte.

      — ¡Arrodíllate! —Ordenó y así lo hice.

      No iba a pelear como normalmente lo hacía. Esta vez no había ningún lugar hacia el cual ir, de este hombre, no iba a escapar.

      Al entenderlo la fuerza prácticamente me abandonó de las piernas y caí fuerte sobre el piso de piedra. Yo conocía la fuerza de su mano, pues no era la primera vez que me golpeaba. Para al padre Raphael los internos no éramos más que animales a los que había que domar, corregir, castigar y educar a base de golpes.

      Desvió la mirada de mí hacia Jacob, después hacia el otro chico y de nuevo  posó sus ojos en mi rostro. Esos orbes negros que, me miraron airados, rebosantes de todo ese odio y desprecio que solía demostrar para con nosotros.

      —Me resulta tan vergonzoso como repugnante comprobar que el comportamiento de un muchacho se convierte en el de una bestia—dijo, mientras desenrollaba la correa que llevaba alrededor de su mano como un rosario. —Después de todo lo Dios ha hecho por ustedes, ¿es así como le pagáis?

      El primer azote cayó frío e hiriente sobre mi piel. El segundo golpe me cruzó la espalda. Aun sobre la poca ropa que llevaba encima, sentía mi piel quemarse… no pude evitarlo, grité por el dolor y Jacob comenzó a sollozar con fuerza. Entonces lo entendí. Comprendí que lo peor no era esto que estaba sucediéndome, sino que, el siguiente era él…Jacob.

      —Este castigo es solo el principio, en el futuro recibiréis los correctivos de Dios todo poderoso y serán mucho más terribles de lo que jamás podríais imaginar.  

      Lo sabía, yo sabía que ese hombre no tendría piedad, pero también sabía que dejaría de golpearme si no le suplicaba. Era como si al soportar en silencio los golpes, le estuvieras demostrando que aceptabas el castigo, porque reconocías que lo merecías.

      Un golpe más y otro y otro…

      Sin proponérmelo, comencé a llorar. El dolor era terrible pero apretaba con fuerza los labios para no gritar, para no suplicarle que parara. Los lamentos se atoraban en mi garganta y de ellos apenas se escuchaban bramidos que me desgarraban por dentro.

      —Ahora reza… —me ordenó, empujándome a un lado, en el piso.

Yo estaba aturdido de dolor, sentía mi cuerpo roto y si de algo realmente deseaba rezar, era tan sol para pedir que Jacob no fuera el siguiente. Pero como de costumbre, Dios no me escuchó… no, ¿por qué habría de escuchar a un pobre huérfano después de todo? ¿Por qué intercedería por mí, que le suplicaba un poco de redención y compasión para su persona más querida? Había dejado que su hijo muriera… ¿Por qué salvaría a mi Jacob?

      Iba a cumplir once años, él no merecía esto. Deseé recibir los golpes por él, pero si lo defendía, entonces ellos lo sabrían… sabrían de nosotros y se aprovecharían de ello.

      El padre Raphael tomó a Jacob por el cabello y lo arrodilló a sus pies. Él no se opuso, Jacob nunca se resistía a nada que le quisiera hacer, solamente lloraba.

 

      Después del primer golpe, sus gritos llenaron todo el lugar. Las paredes húmedas parecían sacudirse ante sus lamentos, o quizá era yo el que se lamentaba y mi cuerpo el que temblaba. Lo único que sé, es que sufrí cada uno de los doce azotes que le dio. Gota a gota lamenté su sangre y el que su cuerpecito de niño se revolcara en el piso hasta perder el conocimiento. Para los últimos golpes, Jacob ya no estaba en sí, pero no por ello se tuvo.

      Después de que los tres fuimos golpeados, el padre Raphael abandonó la habitación, dejándonos con los custodios. Esa noche Jacob, Connor y yo fuimos abusados por los guardias y el castigo, apenas comenzaba.

 

 

Me hospedé un hotel cercano al centro de la ciudad, era una casona antigua pero contaba con calefacción y el precio era muy accesible. Tan pronto estuve a solas en mi habitación, lo primero que hice fue llamar a Yotam. Al parecer, él esperaba mi llamada, porque tan solo timbró un par de veces antes de que atendiera el teléfono. Su voz tuvo en mí, el efecto tranquilizador que necesitaba.

No estaba molesto por haberlo dejado, pero si podía sentirlo un poco ansioso. Lo cono conocía tan bien que no hacía falta que expresara con palabras como se sentía para que yo lo comprendiese. Hablamos durante un buen rato. No había mucho que yo pudiera decirle sobre el viaje y no quería martirizarlo con  mis recuerdos, sobre todo ahora, que no estaba a su lado para consolarlo, sin embargo; notó algo en mí que según era diferente.

—Quizá solo es el lugar… —me excusé— o el que no estés conmigo ahora. Pero no debes preocuparte, mañana a primera hora iré al juzgado y pondré fin a todo esto. Estaré de vuelta en la noche.

—Alain, te extraño.

—Yo también te extraño—respondí. —Quisiera estar a tu lado para abrazarte… lo deseo en verdad.

— ¿Me estas ocultando algo?

—No… ¿y tú?

—No —dijo.

Ambos nos estábamos ocultando cosas con la clara intención de no preocupar al otro. Lo sabíamos, y también estábamos seguros que mantendríamos nuestras posturas hasta que volviéramos a estar juntos.

— ¿Me amas Yotam? —Quise saber.

Más bien, sabía que me amaba, pero en estos momentos necesitaba escuchar que lo dijera. Realmente lo necesitaba.

—Del infierno al cielo y de ida y vuelta.

—Entonces, dilo…

—Te amo Alain, creo que desde siempre te he amado.

¿En dónde residía lo malo? Si mis sentimientos ofendían alguien o algo, entonces… lo siento. Pero no iba a cambiar, lo amaría cada día de mi vida mientras estuviese con él y aun después. Y si por esta decisión me desacreditaban para mirar al cielo y suplicar por aguante, por fortaleza, lo aceptaba.

 

 

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