Estaba citado para dentro de 15 días.
-. Lo resolveremos tu y yo, hijo – afirmó Marisa que aún no se reponía de la discusión de la noche anterior con su marido. En su rostro se notaban las huellas de una mala noche.
– Pediremos un certificado de estudios. Si estas estudiando no puedes hacerlo. ¿Ves? ¡Ya está! No importa que tu padre no nos ayude. No lo necesitamos.
El trámite de descongelar su carrera y volver a ser estudiante activo no lo llenaba de alegría, pero era más fácil desertar de la universidad dentro de unos meses que pasar dos años de su vida en un regimiento. Eso era… impensable… de otro planeta.
Presentó los documentos al día siguiente.
-. ¿Cuándo puedo volver a clases? – preguntó ansioso
-. El trámite toma un par de días. Pero de cualquier modo no puede volver a clases hasta que se inicie el próximo semestre.
-. ¡Pero faltan tres meses!!! – gimió Raimundo recibiendo una mirada impávida por respuesta.
Fue el primer balde de agua fría
-. Calma, hijo. Ya pedí una cita con el siquiatra. Estas bajo tratamiento permanente. No te angusties
Marisa también comenzaba a perder la calma. Los días iban pasando. Seguía enojada con Ernesto y no lograba que su marido cambiara de idea. Solo les quedaba este recurso. Había usado el teléfono para llamar a sus amistades, pero ningún conocido de Ernesto había aceptado ayudarlos tampoco.
-. Raimundo no ha seguido el tratamiento – dijo el siquiatra en cuanto escuchó la petición
-. ¡Claro que sí! Se toma el medicamento todos los días, ¿verdad hijo? – afirmó ella mirándolo con dudas
-. Señora, la última receta se la entregué hace meses y era por 20 pastillas. Eso quiere decir que Raimundo no toma sus medicamentos desde hace tiempo. Además, no ha asistido al sicólogo y falló las últimas dos citas que tenía conmigo. No puedo afirmar que su hijo está bajo tratamiento.
El médico estaba algo molesto. Raimundo era un caso especial y él se había demorado menos de treinta minutos en deducir el verdadero problema. El chico no tenía un problema grave sino un miedo atroz y paralizante que lo llevaba a actuar con imprudencia, pero mientras no decidiera aceptar ayuda, él no podía hacer más. Lo que necesitaba era madurar y aprender a aceptarse. Quizás, alejarlo de la familia y que hubiera un poco de estabilidad, orden y disciplina en su vida le enseñarían a ganar más confianza y seguridad. No iba a extenderle el certificado que le estaban pidiendo.
Volvieron a casa en silencio, envueltos en un aura pesimista. De reojo podía ver como su madre se limpiaba las lágrimas de los ojos. Durante todo el trayecto, el corazón de Raimundo latía rebotando con fuerza en todo su cuerpo: lo sentía en los oídos, en el cuello, en las manos. Su respiración agitada. Estaba viviendo una pesadilla. Su padre estaba logrando lo que quería, deshacerse de él y no le importaba enviarlo al infierno. En cuanto llegaron se bajó del auto dando un portazo y subió corriendo a su dormitorio, sin hacer caso de Abi que los esperaba ansiosa. Cerró la puerta con seguro. Una vez a solas, pudo dar rienda suelta a lo que estaba sofocando su garganta. Por primera vez no se preocupó de si alguien escuchaba su llanto o los golpes y patadas con que azotaba las paredes. Estaba consumido de desesperanza.
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Ni siquiera se preocupó de la ropa que vestía la mañana en que tenía que presentarse. Apenas si había dormido y tenía marcas oscuras bajo los ojos. En los últimos días había perdido un par de kilos y se veía fatal. Los ojos hinchados de su madre y hermana también reflejaban el estado de ánimo sombrío. Ernesto alcanzó a despedirse de su hijo e incluso tuvo ánimo para decir que era bueno verlo levantado temprano. Raimundo no tuvo que hacer esfuerzo para ignorarlo. En verdad, sentía que su padre había desaparecido de su vida el día que se negó a ayudarlo. Era un ser cruel y malvado. No se dignó dirigirle una mirada ni hizo caso de sus palabras. Las pastillas tranquilizantes que su mamá le había estado dando hacían efecto. No parecía importarle eliminar a su padre de su existencia. Abandonó la casa junto a su madre y hermana, una mochila al hombro y un vacío inmenso en su interior. Por la ventana del auto miró la casa y se despidió mentalmente. No pensaba volver nunca más a vivir allí. No mientras Ernesto Lariarte estuviera vivo.
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Muchas familias llegaban con sus hijos a las puertas del regimiento. Marisa estacionó a cierta distancia y se dispuso a bajar, igual que Abelia. Sin embargo, Raimundo, lleno de súbita energía provocada por la mezcla de rabia y profundo temor, se bajó muy rápido y les habló por la ventana
-. Váyanse. No quiero que me acompañen – dijo acomodándose la mochila en la espalda.
Las dos quedaron perplejas. Entendían… pero tenían la ilusión de estar con él mientras pudieran. Con calma, Marisa salió del auto y se acercó a Rai.
-. ¿Tienes tu teléfono? – preguntó sonando angustiada
-. Si, mamá – respondió sin verla a los ojos
-. Puedo…
Pero sin esperar respuesta, lo abrazó. Raimundo se sintió agitado. Estaba haciendo uso de toda su fortaleza para mantenerse firme. Levantó los brazos en un gesto rápido y abrazó a su mamá a la vez que la empujó para separarla de él.
-. Ya me voy
Echó a andar velozmente.
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Todos los llamados pasaban a una oficina donde revisaban sus papeles y firmaban un consentimiento. Raimundo se sintió mal nada más entrar y ver las miradas de los uniformados fijas en él.
-. Nombre – pidió uno de ellos
-. Raimundo Lariarte – contestó despacio y con resignación.
Se produjo algo parecido a un intercambio de miradas y murmullos. El oficial tomó la hoja que contenía los datos de Raimundo. En la parte inferior había un comentario escrito por el mismísimo comandante del regimiento: “Aceptado”. Les había llamado la atención y por eso lo esperaban. Ciertamente no esperaban que fuera un hippie de pelo largo y aspecto desastroso. Le hicieron las preguntas de rigor y todo lo que correspondía, aunque en realidad sus respuestas daban lo mismo. Nadie iba a rechazarlo.
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Durante la entrevista con el médico Raimundo jugó su última pequeña esperanza
-. Tengo depresión
-. Joven, la mitad de los habitantes de este país tienen depresión. El ejercicio y la vida ordenada le ayudaran a curarse.
Estampó su timbre de “aprobado” en la hoja de Raimundo
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A medida que avanzaba la mañana, los familiares de los demás postulantes se fueron retirando. Solo iban quedando los jóvenes que ingresaban al servicio. Raimundo tuvo tiempo de ver algunas largas y llorosas despedidas de familiares y amigos. Él no le había contado a nadie. Ninguno de sus amigos o conocidos sabía dónde estaba ni qué pasaba con él. Abi tenía razón. Cuando revisó mentalmente la lista de amistades se dio cuenta que todos participarían felices con él en una juerga cualquier día de la semana, pero no encontró un nombre que fuera capaz de escuchar y entender su situación. Ja! Se lo había buscado él mismo al alejar a la gente.
Lo enviaron a pararse en una fila que avanzaba de prisa. Por la puerta, más adelante, salían los chicos que habían entrado minutos antes. Sus cabezas rapadas brillaban al sol. Raimundo sintió temblores en su estómago y en un gesto instintivo se llevó las manos al cabello. Era suave, aunque su padre pensara que era un asco. No importaba. Ya no tenía padre.
-. Siguiente
Ese era él…
-. Asiento
Sin preguntarle nada le cubrieron los hombros con una capa y encendieron una maquinilla para rapar. Rai cerró los ojos. Le iban a quitar la mejor parte de su disfraz. Permaneció estoico y con la frente levantada mientras el hombre hacia desaparecer su cabello en cuestión de minutos. Bajo la capa, sus manos estaban empuñadas y los nudillos blancos de tensión. Se sentía en extremo violentado pero dispuesto a aceptar con resignación. No tenía otro camino que seguir por el momento.
-. Ve por ese camino a la derecha a buscar tu uniforme
Raimundo se había quedado pegado mirándose en el espejo. Se sentía expuesto y vulnerable. Hacía muchos años que no veía sus ojos con tanta claridad, ni las cejas que los enmarcaban. Todo su rostro revelado.
-. Vamos, muévete – ordenó el hombre
Raimundo asintió y se dispuso a salir
-. ¡Joven! – llamó el hombre que lo había rapado – mejor se va acostumbrado a responder con palabras. ¿Entiende? Si, señor. No, señor
Tontamente volvió a asentir con la cabeza, pero la mirada fija del hombre esperaba
-. Si, señor – salió por fin de su garganta ganándose una pequeña muestra de aprobación del peluquero.
-. Derecho por ahí – le indicó antes de gritar – ¡Siguiente!
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En el nuevo lugar lo midieron y pesaron. Le entregaron un uniforme y camisetas de tela áspera y le recalcaron que tenía que cuidarlo. Rai lo recibió como autómata y caminó siguiendo a los que iban un paso delante de él. Todos iguales. O casi. Pelos rapados, rostros despejados. Todos muy jóvenes. Algunos más gordos o macizos que otros, altos y bajos. Nadie se miraba con nadie.
-. Por aquí – Indicó un hombre de uniforme señalando un patio donde todos los recién llegados se iban formando según las indicaciones. Raimundo se paró donde le dijeron. Escuchó el discurso del comandante del regimiento que habló para darles la bienvenida y explicarles las primeras instrucciones. Se sentía enfermo, pero se mantuvo firme. Cuando el oficial terminó de hablar y saludó, Raimundo, imitando a los que estaban cerca de él, se llevó la mano a la frente para hacer un saludo militar por primera vez.
– Rompan filas, conscriptos – ordenó el oficial
Conscripto… Soldado. Eso era él ahora. Totalmente solo entre desconocidos. Estaba asustado, pero prefería cortarse un dedo antes de demostrarlo.
Un oficial comenzó a leer nombres de una lista y fueron formados en grupos. El cabo primero los llevó a las Cuadras, un dormitorio con capacidad para doce soldados. A cada uno se le asignó una cama y un casillero para guardar sus pertenencias. Había dormido en casa de amigos algunas veces, pero nada que se pareciera a esto. Lo peor de aquello fue descubrir los baños: un espacio gigante con duchas apenas separadas por un pedazo de pared. Su estómago volvió a temblar, era como si sus peores pesadillas cobraran vida, pero no tuvo tiempo de lamentarse.
-. Revisión – anunció el oficial junto a otros instructores, antes de permitirles el ingreso a los casilleros.
Lo primero que confiscaron fueron los celulares. Sólo podrían usarlo en los momentos de esparcimientos y en ciertas áreas del regimiento. Por un segundo, Rai pensó en esconderlo. Era ridículo que no le permitieran usar su celular. ¡Era de su propiedad!!! Pero vio como cada uno de los chicos de su dormitorio se acercaba dócilmente a entregarlo. Cuando fue su turno extendió la mano y su teléfono le fue arrebatado. Se sintió mas solo y desprotegido sin él.
Requisaron comida, cortaplumas, medicamentos sin receta médica y cualquier otra cosa que les pareciera extraña. En el bolso de Raimundo no encontraron nada extraño.
-. Uniformes, conscriptos– rugió el sargento cuando terminó la revisión
– En 15 minutos todos afuera.
Durante el tiempo que les dieron para ponerse el uniforme y acomodar sus cosas, los demás conscriptos comenzaron tímidamente a presentarse y hablar entre ellos. Rai mantuvo la cabeza baja y actitud hostil. Podía sentir, sin verlos, las miradas sobre él. Después de tantos años debería estar acostumbrado o al menos no deberían molestarle tanto. Extrañaba su pelo que le proporcionaba una cortina donde ocultar su rostro. Estaba incómodo cambiándose ropa frente a tantos extraños. Seguía sintiendo que todo era una pesadilla… una mala película. No la realidad. Estaba ahí haciendo lo mismo que todo el resto, pero en realidad no estaba. Se puso el uniforme muy de prisa.
Le había tocado la cama de abajo y el chico que dormiría arriba estaba a su lado.
-. Hola – saludó el desconocido – Soy Félix.
Lo miró de reojo. Un chico más bajo que él y delgado, de anteojos redondos y cara de niño. El uniforme le quedaba grande. Sonreía amistoso. Se alegró de no ver su mano estirada para saludarlo.
-. Hola – respondió distante – Raimundo
Los dividieron en grupos, cada uno a cargo de un instructor. Recorrieron todo el regimiento y les fueron mostrando cada área y explicando para que servía.
Félix se había pegado a él e insistía en hablarle y contarle lo feliz que estaba cada vez que se les permitía hablar. Ser soldado era su sueño. Su abuelo había sido soldado y estaba muy orgulloso de seguir su ejemplo. Raimundo escuchaba y de vez en cuando, más que nada debido a su estricta educación, emitía un sonido. Por suerte, Felix estaba tan ansioso de hablar que no le hizo preguntas.
Más tarde, cada grupo recibió instrucciones de un oficial que les entregó horarios, deberes y rutinas. Las clases de instrucción comenzarían casi al alba. Cada vez que el sargento preguntaba si habían entendido tenían que contestar a gritos “Si, mi sargento”. Raimundo repetía, seguía a los demás y formaba parte del grupo. Todavía estaba demasiado aturdido para pensar.
Alrededor de las 6 de la tarde, los llevaron a cenar en un comedor muy grande. A esas alturas, Raimundo ya podía mirar los uniformes y distinguir quien era quien de acuerdo a su rango. Soldados rasos y oficiales se encontraban todos en el comedor.
Les sirvieron una comida abundante que Raimundo inicialmente picoteó y dio vueltas por su plato.
-. Tienen que comérselo todo – ordenó el instructor cerca de ellos
Pero… ¡no era capaz de tragar! Hizo su mejor esfuerzo, pero a mitad del plato ya estaba lleno.
-. ¿Algún problema con la comida, conscripto? – pregunto el instructor justo detrás de él. Se produjo un silencio inmediato y lo que Raimundo más temía: Todas las miradas fijas en él. Sudor frío en su espalda. Se puso de pie para responder, como le habían enseñado un rato atrás.
-. No, sargento. Es solo que no estoy acostumbrado a comer tan temprano – Respondió Raimundo sin levantar a vista en uno de los momentos más incómodos que le había tocado vivir.
El sargento lo miro detenidamente por varios segundos tomándose su tiempo para hablar
-. Será mejor que se acostumbre rápido, soldado. Esta es la última comida del día
-. Si, sargento
Todos los que estaban cerca exhalaron un suspiro. Esperaban una regañido o peor aún, un castigo. Pero era recién el primer día de dos años.
A las 7 de la tarde comenzaron los primeros ejercicios de marcha y aprender a formarse en filas ordenadas. Para Raimundo, acostumbrado al ejercicio físico realmente exigente, esto era un juego de niños. Resultaba difícil creer que a algunos les costara seguir esas instrucciones básicas. Si no fuera por los constantes gritos de los instructores, se habría aburrido.
Un par de horas más tarde, demasiado temprano para su horario habitual, volvieron a las cuadras. Les entregaron la ropa de cama y un pijama de algodón corriente de color negro. Les dieron la instrucción de preparar las camas e irse a dormir. Raimundo abrió la boca de sorpresa al escucharlo. No podía ser cierto. ¡Eran apenas las 9 de la noche!! Aun le faltaban la mitad de la noche para irse a dormir.
-. Deja todo ordenado. Mañana de madrugada el sargento va a pasar revisando
Félix ya se había quitado el uniforme y en pijamas, se dirigía al baño, cepillo de diente en mano.
-. Y apúrate. Las luces se apagan en 10 minutos.
Efectivamente, diez minutos más tarde, cuando las luces se apagaron, Raimundo estaba en la cama asignada y con el pijama puesto.
-. Duérmete luego – murmuró Félix desde la cama de arriba – mañana el día comienza a las seis
Raimundo no respondió. La oscuridad en el dormitorio era casi total, pero estaba plenamente consciente de las otras 11 personas que había en la habitación. Lentamente, las conversaciones en susurros se fueron terminando y el dormitorio quedó en silencio. Raimundo estaba completamente tenso. No le gustaba el lugar. No quería estar allí con todos esos desconocidos. Odiaba los gritos de los oficiales. ¿Cuál era su problema ¿No sabían hablar? Reprimió con esfuerzo el nudo que lo amenazaba en su garganta. Bastaba con el numerito de la comida para que ahora se le fuera a escapar un quejido lloroso. Era para la risa si uno lo pensaba bien. Una burla del destino. Había venido a parar al peor lugar posible. Estaba rodeado de cientos de hombres. Todo esto era una gran equivocación…pero, ¿No era él mismo una equivocación también?
Contrario a todo pronóstico, en el momento en que Raimundo se calmó, el sueño profundo lo envolvió.
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