Obsesión.
I
Felipe
Estoy atrapado en una espiral construida con mi propia oscuridad. Sin duda una gran declaración, enorme, pero lo verdaderamente preocupante con respecto a esto, es que aún no decido si es algo de lo que quiero escapar o no.
Me siento prisionero, y sé que no hay caso en quejarse si soy yo mismo quien ha levantado los muros que me aprisionan. Puede incluso que no existan tales muros, pero que aun así yo no consiga o quiera escapar. Ante tal absurdo, puedo alegar que no soy dueño de mis actos, que actúo en nombre de la desesperación, pero eso sería como colgar sobre mi cabeza el cartel que anuncia mi locura… ¿Es así? ¿He perdido la cabeza? No estoy seguro, puede que sí.
Es en momentos como este, cuando mi corazón se encuentra herido, se revuelca en autocompasión y bulle en cólera, cuando recuerdo con cruda exactitud lo que me dijo mi padre a mediados de mi adolescencia. Cuando, por haberme hallado en una situación comprometedora, que no tenía caso negar, finalmente, tuve que enfrentarme a él.
Con lo que en su momento quise llamar ‘valentía’ me planté en frente de mi padre y, sin darle oportunidad de que me interrumpiera, puesto que ya había sido interrumpido en medio de actividades poco santas, o mostrarme arrepentido de alguna manera, lo enfrenté con mi realidad. Le confesé abiertamente que el mío era un corazón que amaba a los hombres, e inmediatamente le dejé claro que no estaba dispuesto a hacer nada que fuese en contra de ello.
Me sentí libre, adulto, con las riendas de mi vida en las manos por primera vez. Fue muy gratificante y liberador… Pero he de decir que me duró bastante poco la sensación de júbilo. Aún encuentro insultante la seriedad en sus ojos cuando me dijo que lo que realmente lamentaba acerca de mi declaración, era el hecho de que, estaba seguro, me esperaba una vida difícil, solitaria y muy triste. Yo estaba más preparado para recibir una bofetada o un insulto, que para esas palabras.
¿Era a este dolor tan profundo a lo que se refería? ¿A esta sensación de abandono y desdicha que me aqueja y de la que no logro deshacerme aun si lo intento? Sus palabras, en apariencia sencillas y llenas de preocupación, calaron hasta lo más profundo de mi ser, aferrándose al tuétano de mis huesos y obligándome a crecer con ellas cosidas a mi alma. Se convirtieron en algo contra lo cual luchar y a lo que siempre temer. No podía permitirle tener la razón.
Sus palabras fueron como una maldición arrojada sobre mí.
Mientras más me empeñé en demostrar que aquella declaración no era cierta, que la felicidad no me era algo vetado, difícil y lejano, más me parecía que la vida se empeñaba en demostrarme lo contrario. Cada tropiezo, cada desdicha, cada equivocación, de manera irremediable se las achaqué al hecho de, como insinuó mi padre con sus palabras malditas, haber tomado el camino «difícil» aquel que me aseguraba lágrimas y desventura.
Sin embargo, yo nunca estuve dispuesto a dar mi brazo a torcer. Podía con todo, luchaba contra cualquier cosa que se interpusiera en mi camino, en mis metas. Me propuse no dejar que nadie, jamás, me pisoteara. Me volqué en mi vida académica, en aras de asegurarme un buen futuro. Cada pequeño obstáculo era tomado casi como un insulto y siempre, de una manera u otra, salí a flote. Tenía que convertirme en un ganador, para demostrarle a mi padre cuán equivocado estaba. En mi vida todo debía marchar como piezas de relojería, en orden, y casi siempre fue así. Sin embargo, donde de verdad se ensañó conmigo la vida, donde realmente me la puso difícil, fue en el ámbito del amor.
En el aspecto sentimental no existe un lineamiento. Jamás me funcionó la disciplina y el empeño que apliqué a todo lo demás. Mi corazón parecía embarcarse de manera incansable en un fracaso tras otro. Yo sufría de la peor enfermedad: Me enamoraba fácil, era crédulo y confiado. Caí una y otra vez, siempre con la vana esperanza de encontrar a un compañero que cuidara tiernamente del sensible, terco y nada asertivo músculo que residía en mi pecho. En cada ocasión lo entregué todo, esperanzado en encontrar a ese alguien a quien aferrarme, pero el amor parecía un campo en el que me encontraba deficiente, justo el que más me importaba. Porque, ¿qué hace a un hombre gay o heterosexual, si no son sus preferencias en el ámbito del amor?
Jamás me faltaron parejas, pero en cada ocasión todo terminaba siempre de la misma manera: con la decepción y el dolor anidando en mi pecho, mientras, orgullosos, ondeaban la bandera de la conquista del terreno, asentados en mí con más fuerza y peso que la escasa sensación de calidez que pude llegar a sentir mientras duró el idilio.
Nunca me rendí, pero la esperanza flaqueaba. Las personas a quienes yo les importaba me decían que yo parecía estar corriendo una maratónica carrera, que me afanaba demasiado por tener a alguien en mi vida, y que por eso hacía tan malas elecciones: porque le abría mi corazón a cualquiera que mostrara interés y me volcaba sobre ellos, dejando el pecho abierto para que, cuando quisieran, apuñalaran con mayor facilidad. Me decían que a veces era sano estar solo, que no era un requisito por llenar, que el amor era caprichoso a veces… Pero yo no quería estar solo. Me gustaba estar enamorado.
Mi lista de ex era demasiado larga. Si no podía tener una relación amorosa larga y estable, no tenía más remedio que conformarme con mis muchas historias cortas. Cargarlas a cuestas, tenerlas conmigo y dejar que me siguieran, como mi bola de nieve particular, que se alimentaba y crecía día con día, historia tras historia, hasta que un día consiguiera aplastarme. Amarlos, aunque ellos no me amaran a mí… O el amor les durara poco.
En conclusión, pensaba que mi vida amorosa era un desastre, e incluso estaba empezando a convencerme que también un gran despropósito, hasta que algo, alguien, en alguna parte, el titiritero de la vida quizá, decidió apiadarse de mí.
Elías fue como ver el cielo abierto sobre mi cabeza. La esperanza hecha carne. Aun me emociono al recordar la primera vez que lo vi, recuerdo en detalle cada segundo. A diario recreo en mi mente ese momento, el favorito de cientos de recuerdos a su lado. Como en una película soy capaz de retroceder, detener y repetir el momento justo en el que su mirada y la mía se cruzaron, cuando me sonrió, porque sí, porque algo bueno vio en mí.
Me siento placenteramente atrapado en ese momento, con las diminutas gotas de llovizna suspendidas en el aire, con los miles de ellas que estaban atrapadas en su cabello. En la perfecta sincronía del instante en el que decidió dejar de mirar hacia abajo, con la cabeza enterrada entre los hombros para protegerse del frío, y estrellar su mirada con la mía. Ese momento en el que yo no sabía que me esperaban los veintiún meses más felices de mi vida.
Elías emergió de en medio de una maraña de personas que cruzaban el paso peatonal frente al portal de la universidad. Mi sonrisa surgió y se ensanchó, respondiendo a la suya, como un acto reflejo de coquetería. En ese instante fui un descarado, lo reconozco, pues pensé que ahí, cruzándose en mi camino, estaba mi siguiente error, y que este error en particular tenía los ojos más bonitos que había visto jamás.
***
Por primera vez sentí que alguien se preocupaba por mí de manera sincera. En todas mis anteriores relaciones siempre fui yo el que mimó, complació y protegió, Elías no fue la excepción, al contrario, pero él, además de recibir mis atenciones, me devolvió siempre lo mismo. Me atesoraba tanto como yo a él.
Juntos aprendimos a sobrellevar los altibajos de una relación; yo le enseñé a ser más paciente y organizado, él me enseñó a amarlo tal cual era, aceptando sus defectos y amando sus virtudes, sin idealizarlo. Yo había estado cometiendo el error de esperar a alguien perfecto, alguien de manual, pero eso no existe, y el hecho de que él supiera de sus falencias, y me enseñara a amarlas, sólo lo convirtió en alguien realmente perfecto ante mis ojos. En una ocasión se lo dije: ‘Eres perfecto’ Su respuesta fue que no lo era, que él sólo era real, y que eso era suficiente.
Me sentí correspondido y completo. Fueron los dos años más felices de mi vida.
Todo era fácil y tenía sentido. A su lado encontraba absurda mi angustia antes de él, el desasosiego, la soledad y el disgusto con mi realidad. Él se convirtió en mi mundo entero, en el nido en el cual me encontraba acurrucado de la manera más cómoda. Me volqué enteramente a atesorarlo, y obtuve los frutos de ello: nos pertenecíamos el uno al otro. Él mío y yo suyo. Todo era perfecto, aun si él odiaba esa palabra.
A nadie le gusta pensar en las fechas de caducidad, pero la nuestra llegó, de la nada y tan sólida como una pared de concreto. Nadie dijo que iba a durar para siempre, pero me hubiera gustado tener una buena explicación de sus razones para romperme el corazón. No supe qué fue lo que hice mal, no se me dio la oportunidad de, si es que fue mi culpa, conseguir reivindicarme.
De un momento a otro, su absoluto silencio, tan hiriente después de que lo compartíamos todo, se convirtió en mi realidad. Empezó a ignorarme por completo, yo dejé de ser parte de su vida, mientras él continuaba siéndolo todo en la mía. No era justo… No lo es. Las palabras de mi padre cobraron más sentido que nunca. Yo volvía a ser infeliz.
¿Es mucho pedir un poco más de tiempo? Necesito más tiempo para poder decir adiós a lo que siento. Pero en realidad tampoco quiero eso; yo no quiero marcharme de su vida, no quiero que no me ame, no quiero que me olvide. Me niego a que todo termine de esta manera tan abrupta y tan… definitiva. Yo no estoy listo para lo que sea que sigue después, no lo acepto. No cuando yo sigo estando tan enamorado.
No estoy orgulloso de en lo que me he convertido, pero las circunstancias me han obligado a ello. Él, con su desamor y su indiferencia, me ha obligado a ello. Me he perdido a mí mismo y sólo vivo en pos de él. Lo sigo a todas partes. Necesito estar al tanto de lo que hace, lo que dice, con quién está. Necesito cada minuto de sus días y de sus noches. Me he convertido en una sombra… En su sombra. Pero ser, de alguna manera, partícipe de su vida, es lo único que me consuela, lo único que me queda.
Él es mi más grande amor, ¿cómo puedo sólo conformarme y dejarlo ir cuando siento que mi siguiente respiración depende de él?
Él es el amor de mi vida, no puedo dejarlo ir. Es mío y yo suyo, juntos somos perfectos. No sé qué ocurrió, podría jurar que él también me amaba.
Todos los días sueño con él: sueño que me ama, sueño que me odia, que me deja, que me olvida. Bueno o malo, terrible o soportable, pero siempre con él. Todo es vacío cuando no soy su sombra. Lo necesito para existir.
No dejaré ir ninguna memoria, por pequeña que sea…