Un millón de rezos no pueden hacer que vuelvas, lo sé porque lo he intentado.
Tampoco un millón de lágrimas, lo sé porque las he llorado.
Ciudad de México,
27 de octubre del año en curso.
27 de octubre: Las mascotas regresan del más allá.
Visitan la casa en la que vivieron.
La reunión había sido relativamente breve, el juez dictó que mi madre tenía derecho a la mayoría de los bienes, mientras que papá a penas y conservaría su rancho en Jalisco. Según pude escuchar en los pasillos del juzgado, el abuelo había influido directamente en la decisión del juez sobre los bienes de la familia. Mamá ni siquiera acudió a la cita, en su lugar, mi abuelo la representaba mostrando a cada segundo todo el odio y desprecio que sentía por mi padre. Pero no siempre fue así, hubo un tiempo en el que ellos solían llevarse muy bien.
El divorcio fue, de principio a fin, una guerra campal. En el estrado, los representantes de cada bando se despedazaban con argumentos filosos y exagerados, mientras que el significado de lo que alguna vez fue una unión de amor; se rompía en mil pedazos, ante la ferocidad y el dinero de mi abuelo. Eso de “divorcio convenido” fue tan solo una cortina de humo que él creo, mientras que sus abogados desplumaban a papá. Curiosamente y contrario a lo que esperaba, mi padre parecía estar tranquilo.
Cuando abandonamos el juzgado, le dio las gracias a su abogado, quien, por cierto, mantenía esa expresión derrotista desde que se dio el veredicto. Papá le dijo que no se preocupara― el dinero va y viene, pero la paz mental no tiene precio―. En los últimos meses, esa frase se había vuelto el estandarte. Aunque, tampoco es como si tuviéramos muchas más opciones. Acabábamos de descender abruptamente en la estrecha escalera de las posiciones sociales y papá insistía en que debíamos tomárnoslo con la mejor actitud.
Era un hecho irremediable, así que papá tuvo a bien, recordarle a su desalentado abogado que habían ganado mi custodia y esto era lo único que realmente le importaba. Sentí un calorcito agradable cuando le escuché decir estás palabras, porque nadie más que yo, sabía lo mal que lo había pasado. Que le bastara conmigo, era un alago.
Sí, probablemente algo más que un alago, pues, yo mismo me veía, más bien, como un premio de consolación. Pero papá se escuchaba honesto y eso me reconfortaba. Sin embargo, y pese a todo el cariño que se me había confesado públicamente, ellos convinieron hablar de otros asuntos de los cuales yo no tenía que enterarme aun, así que, sin más, fui despachado al estacionamiento a esperar en el auto. No me opuse. A decir verdad, no me consideraba y mucho menos me comportaba como un muchacho rebelde, aunque en ocasiones, deseaba hacer justamente lo contrario de lo que se me ordenaba. Estaba acostumbrado a obedecer, pero anhelaba sentir lo que significaba la palabra desobediencia.
Otro día será.
Papá ya había tenido suficientes peleas por hoy.
Por azares del destino que jamás comprenderé, me tope con mi abuelo antes de que él y su sequito abandonaran el juzgado. Claro que yo lo amaba, así como amaba a mamá y a papá, pero él había sido siempre una persona muy difícil de complacer, así que, cuando me miró con desaprobación, justo antes de desaparecer en el interior de su auto, me pareció más chocante que raro. Quizá algún día iba a extrañarlo, pero definitivamente hoy no.
El verdadero problema había iniciado un año atrás, cuando papá confesó que en uno de sus viajes conoció a una mujer, y después de algunos meses de tratarse a escondidas, se había enamorado de ella. Él dijo― es amor de verdad, ya no quiero más un matrimonio convenido―, y mamá estalló en cólera. Llamó a mi abuelo y mi padre tuvo que abandonar la casa que compartíamos, ese mismo día. Lo cierto es, que, aunque quisiera, no podría culparlo con la misma dureza con la que lo hacía mi madre y mi abuelo. Ella también falló y la primera vez que papá la descubrió, sufrió mucho. Hubo una segunda vez y, aun así, él la perdono. Pero ahora, era su turno y creo que merecía ser feliz. En cuanto a mí, solo mi padre pareció preocupado por el cómo me sentiría al saber que se divorciarían y durante las siguientes semanas la gente me había nominado a victima principal. Estaba en boca de la mayoría y se lamentaban por mí, pero ninguno de ellos se acercó a corroborar conmigo el cómo me sentía.
No estoy intentado hacerme el fuerte pues realmente, no lo soy. Pero para ser honesto, lo que sentí cuando papá me dio la noticia, fue alivio. No estaba sufriendo, ni mucho menos me sentía traicionado o herido. Aun así, me mandaron a terapia, y de alguna manera fue bueno.
Sé que, al ir, debía hablar con mi terapeuta de las cosas que estaban sucediendo en casa, pero aquello me parecía tan ajeno que decidí tratar problemas más personales. Me sirvió, creo que de alguna manera encontré un poco de resignación. La aceptación a algo a lo que me había negado rotundamente, fue llegando conforme pasaban las sesiones y comprendí que esa etapa de confusión en mi vida tenía que llegar a su fin. Había sido solo eso… yo era demasiado joven para comprender lo que pasaba y malinterprete las atenciones que de buena manera me fueron obsequiadas. No se trataba de que haya algo malo en mí, tan solo estaba confundido, mis sentimientos lo estaban, pero ahora comprendía que nada de lo que pasó había sido real o mejor aún reciproco. Y no era culpa de nadie.
Me aferré tan ciegamente a esta revelación que no quise indagar nada más, ni siquiera unir los cabos sueltos, que eran muchos y ponían en aprietos mis determinaciones, cuando la razón o los recuerdos, los traían a mi mente. Claro está, planeaba darle tiempo al tiempo, no precipitarme y dejar que la herida sanara por si sola. Ni por asomo pensé que mis resoluciones serian puestas a prueba a tal magnitud y yo, que por lo general hablo de más, por primera vez en meses, no supe que decir.
En el trayecto de vuelta al departamento en el que ahora vivíamos, papá me dio la noticia. Nos mudaríamos a Jalisco, no era definitivo, pero él necesitaba un poco de tiempo para reacomodar su vida. Por si fuera poco, María José vendría con nosotros, al igual que Ulises, su hijo.
Conocí a Majo poco tiempo después de que papá se fue de la casa; es una mujer muy agradable, me trataba bien y Ulises es apenas tres años y medio mayor que yo. Desde el inicio, él me hizo sentir en confianza por su amabilidad; me presta atención y cuando está conmigo, mantiene esa actitud de querer escuchar cualquier cosa que yo diga, por muy estúpida que esta sea. Casi podría decirse que en los últimos meses nos habíamos vuelto buenos amigos. Ahora que, vivir juntos era otra cosa.
No dije nada, primero porque no tenía algo importante que mencionar, papá parecía estar convencido y yo solo podía escuchar repetirse en mi mente sus palabras ―volveremos a Jalisco, aún no se por cuánto tiempo, pero viviremos unos meses en el rancho.
Ese era el verdadero problema, no estaba seguro de estar lo suficientemente listo como para volver a ese lugar. Quería…, anhelaba estar ahí, lo ansíe desde el primer segundo posterior al que nos fuimos, pero habían pasado los meses, y quizá… ya no tenía más que buenos recuerdos ahí. Sobre todo, ahora que me había convencido de que aquello se lo debía a mi joven y torpe corazón. El mismo que toda mi vida ha estado en desacuerdo con mi mente, así que, ahora mismo, no podía hacer más que latir acelerado en mi pecho hasta que sentí dolor. Y es que, a mi edad, aún no sé qué es, que se te baje la presión, pero mis síntomas en este momento eran muy similares a los que mi tía decía experimentar cuando su presión arterial se desnivelaba. Mis manos estaban heladas, al igual que mi cabeza, pero estaba sudando como si hubiese corrido hasta el final una maratón, sentía un hueco en el estómago, pero no un simple hueco, sino un hoyo realmente grande y profundo. Y de la nada comencé a temblar. Mi padre preguntó algo, quizá necesitaba oír mi opinión, no podría decirlo a ciencia cierta, pero cuando tuve un momento de lucidez noté que me miraba fijamente, como si esperase algo de mí.
Algo que no llegó.
―Lo siento, todo esto debe ser demasiado para ti ―comentó papá.
Detesté la expresión en su rostro que le siguió a esa oración. Yo ya no era un niño, y tampoco era un algodón de azúcar que se comprimiría sobre sí mismo por ser apretado por los altibajos de esta vida. Podía entender la situación y la decisión de mi padre, solamente no estaba listo para volver a ese lugar. No quería, realmente no quería volver. Y al mismo tiempo, sentí la necesidad de decirle que no tenía que disculparse, que yo estaba bien. Y lo estaba, pero hacía más de un año que no viajábamos al rancho y papá no sabía que yo había dejado asuntos pendientes en ese lugar. Asuntos que tenían nombre y apellido y que después del tiempo y el mal trato, no había podido olvidarlos.
No pude decirle…
Papá decidió que todo estaría bien, y yo pretendí creerle… ¿Qué opción tenía? Una cosa era aquello que había pretendido creer y aferrarme y otra muy distinta, que el destino quisiera ponerme a prueba de esta manera. Si las cosas salían mal, ¿cómo se lo diría a mi padre? Había peleado tanto por mí, como para causarle una decepción tan grande como esta. Como le explicaría que su único hijo, su primogénito se había metido en líos grandes y peligrosos al perder la cabeza y los sentimientos por alguien demasiado semejante así mismo. Papá es bueno y tolerante, pero incluso él tiene un límite.
Esa misma tarde comenzó la mudanza, tanto en nuestro departamento como en el de Majo. Ulises y yo, fuimos enviados a un hotel modesto que se ubica cerca del aeropuerto. Pasaríamos la noche en ese lugar y mañana muy temprano volaríamos con nuestros padres a Jalisco.
He de decir, que Ulises tampoco se veía emocionado por el vieje. Quise preguntarle si le molestaba que nuestros padres hayan decidido vivir juntos, pero no sentí que me diera la oportunidad. Comimos en silencio y el resto de la tarde la pasamos en nuestras respectivas camas, dándole la espalda al otro. Era incomodo, pero no terriblemente insoportable. Solo que, estaba acostumbrado a recibir sus atenciones, y ahora que parecía no querer, ni mirarme, me resultaba un poco triste.
Siempre quise tener un hermano mayor, pero no fui bendecido con ese privilegio. Él en cambio, había tenido un hermano menor, pero ya no estaba. Y después de unos meses de conocernos, me pidió que lo viera de esa manera, y yo acepté.
Hoy descubrí que los hermanos no siempre se llevan bien y hablan de todo, y no está mal, quizá Ulises únicamente necesitaba su espacio. Y estaba dispuesto a dárselo. Tenía habilidad en pasar inadvertido, no fue difícil mantenerme lejos de él.
Por la noche, ya con nuestras cosas más importantes en nuestras maletas, decidí que era hora de despedirme de mi madre. Ella no quiso atender mi llamada, y el abuelo dijo que los había decepcionado a todos, y que debería dejar en paz a mamá, que cuando ella se sintiera bien, probablemente me buscaría. Fue duro escucharlo, oír esas palabras una vez más. Y aunque pretendí que no me importaba lo que dijeran o que mamá me rechazara, mi increíble actuación se vino abajo en cuanto finalicé la llamada.
Dolía, dolía muy fuerte porque se trataba de mi madre.
Ulises, que, hasta entonces, me había ignorado tan fervientemente, se deslizó a mi lado en el preciso momento en que me desmoronaba. Lo sentí muy cerca y enseguida me abrazo. Me dijo palabras amables mientras me acariciaba. Su padre había fallecido casi ocho años atrás, y se supone que ese evento lo había vuelto más maduro, por esa razón él podía decir esas palabras mágicas que al instante te reacomodan el alma. Era bueno tenerlo y escucharlo decir que no estaba solo, que pasaríamos por este trago amargo juntos.
28 de octubre: Llegan las personas que murieron en un accidente o de forma repentina y trágica. También lo hacen las ánimas solas.
A la mañana siguiente, nuestros padres fueron los encargados de despertarnos. A papá no pareció importarle, pero Majo miró casi con asombro y desaprobación a Ulises. Fue una mirada extraña que reconocí por un evento pasado, en el que mi abuelo me había mirado de una manera muy similar y fue realmente incomodo. En cuanto lo noté, sentí la necesidad de explicarle lo que había sucedido, pero aun por debajo de las sábanas, Ulises alcanzó a sujetar mi mano y la presionó con fuerza. Fue como un aviso, y al siguiente instante me soltó.
No dije nada. Y es que, hasta cierto punto no había nada que decir.
Después de mi desesperado desahogo nos habíamos ido a dormir y decidimos unir nuestras camas. Quizá era mi mente que nuevamente imaginaba cosas que no eran, porque en realidad, no había nada comprometedor en la escena, tal vez dormimos cerca el uno del otro, pero nada más. Él intentaba brindarme algo de apoyo moral y yo le estaba agradecido por eso.
Ulises le sostuvo la mirada unos segundos y después negó con la cabeza. Pero inmediatamente después, se retiró de la cama y no volvió a dirigirme la palabra en toda la mañana.