Fieles Difuntos – Capítulo 2 – Es bueno y malo a la vez

Vivir en los corazones de aquellos a quienes amamos no es morir”.

Tomamos el avión a eso del mediodía. Hora y media después, aterrizamos en Guadalajara. Una camioneta nos esperaba para llevarnos al rancho, en San Juan de los Lagos. Un recorrido de poco más de dos horas, debido al tráfico y a las diversas festividades que se celebran para estas fechas.

La vida aquí parecía no haber cambiado. Desde que tengo memoria, este ha sido un poblado de gente religiosa, fieles apegados a su fe. Y en estas fechas en especial, en las que se preparan para conmemorar el Día de Muertos.

Ya podían apreciarse algunos altares con calaveritas de azúcar, y en el aire el olor de los panes recién horneados, con ese delicado olor a naranja, azúcar y anís. El aroma del incienso era mi favorito. Además, resultaba agradable a la vista el arcoíris de colores radiantes de los típicos: morado, azul, rojo, verde y blanco del papel picado. El anaranjado de las flores de cempasúchil. Y las velas que dan “la luz” que, de acuerdo con las leyendas, es la guía para que las almas puedan llegar a sus antiguos hogares y alumbrar su regreso.

― ¿Qué es todo esto…?

La voz de Ulises hizo que por un instante me olvidara de la vista fuera de la camioneta, para centrarme en él. María José iba adelante con mi padre y fuera de la mirada calculadora de ella, él volvió a ser el de siempre conmigo. Me sonreía, pero fue solo por un momento, pues su vista se perdió en lo que sucedía afuera.

― Dia de Muertos… ―alcancé a responder.

― ¡Vaya! Empiezo a comprender lo lejos que estoy de la ciudad.

Pese a que no fue nada ofensivo, me disgustó el tono. Hubo un aire de desilusión en su voz, pero justo cuando iba a reclamarle, nuevamente sonrió.

― ¿Por qué te enojas?

― No estoy enojado… ―mentí. ―A decir verdad, San Juan de los Lagos, es también una ciudad. Solo que, la gente sigue aferrada a las tradiciones y creo que es algo bueno.

― ¡Lo siento! Entiendo poco de todo esto, durante mi infancia viví en Chicago, ¿recuerdas? Ahí no se celebraban estas cosas ―. Lo había olvidado, pero tenía razón. Ulises era ajeno a la cultura mexicana. Pese a nacer en México, sus papás lo criaron en el extranjero. ―No te enojes conmigo, y no me mientas… eres como un libro abierto pequeño Benjamín, y puedo leerte fácilmente.

―Olvide que lo dijiste―confesé ―, pero si quisieras aprender, yo podría enseñarte.

―Me encantaría.

Fue lo último que dijo antes de recargar su cabeza contra mi hombro. Quizá solo había aceptado, porque fui yo quien se lo ofreció, porque, no parecía realmente interesado en aprender. Y conforme comencé a reconocer las calles, también perdí el interés por lo que se veía en ellas. En mi mente solo podía preguntarme… ¿sabrá que estoy aquí? ¿Le habrán dicho? Si quiera, ¿le importará?

Lo que sucedió, quizá solo continuaba siendo importante para mí. No lo sé, ahora mismo no puedo recordar como iniciaron las cosas. Solo que siempre estuvo aquí. Desde que puedo recordar, él vivía en el rancho, porque su padre era el capataz. Antes veníamos con mucha más frecuencia, así que, crecimos juntos. Su vida siempre tan distinta a la mía. Todas esas diferencias que la gente se apresuraba a señalar eran las mismas que se encargaron de unirnos. Fuimos creciendo y su vida ruda, libre, su carácter honesto y su forma de hablar tan formal e interesante, terminaron envolviéndome.

Cada que veníamos de visita, me llevaba a todos lados. Me contaba de la siembra, de las vacas, jugábamos en las cabellerizas y pasábamos la tarde montados en el alazán, un semental que mi abuelo paterno me obsequio cuando nací. Durante las noches hacíamos fogatas, entonces él tomaba su guitarra y muy cerca del calor del fuego, me cantaba.

También me contaba historias y leyendas del pueblo, hasta que mamá me mandaba a dormir, y después, cuando todos se acostaban, se colaba en mi habitación y pasaba la noche a mi lado. Siempre decía Ojalá que crezca pronto para justo después arrepentirse y agregar mejor no, quédese chiquito, para que yo aun le parezca interesante.

Cinco años mayor que yo, pero a su edad, él parecía ser ya un hombre. Uno tosco y rudo, aun así, jamás me trató como a un niño. Me escuchaba, me cuidaba, me defendía… No había límites claros, sentía que no los necesitaba cuando estaba con él.

Era mucho más atento y cariñoso cuando estábamos a solas, pero me procuraba a todas horas. En algún punto, comenzamos a hacer planes y en cada uno de ellos, lo más importante era que continuáramos juntos. Yo estudiaría administración financiera y trasladaría la empresa de papa a San Juan, él se convertiría en el capataz de mi rancho y cuando no estuviera ocupado, sería mi asistente. Viajaríamos mucho, pero al final, volveríamos a este lugar. Y una vez con las puertas cerradas, podríamos estar juntos, lejos de las miradas de todos.

Recuerdo que él solía ser quien iniciara esa frase: lejos de las miradas de todos. Al principio no comprendí porque lo decía. Y después, hace dos años, ese día de lluvia que nos sorprendió en los límites de nuestro rancho. Él dijo que no era seguro volver, pero me dio miedo estar a la intemperie con los truenos y rayos cayendo por todas partes. Iba a cumplir catorce años, obviamente era mucho más cobarde de lo que soy ahora… comencé a llorar y entonces el accedió.

Alazán estaba inquieto, pero él me ayudo a subir. Me mantuvo entre sus brazos y las riendas, intentando protegerme de la lluvia y el frío. Recuerdo que no pudimos avanzar mucho, un rayo cayó cerca y el caballo se irguió sobre sus patas traseras debido al susto y nos arrojó al suelo.

― ¿Benjamín…? ―Las manos de Ulises sosteniendo mi rostro, me devolvieron a la realidad. ― ¿Vas a bajar? Ya llegamos.

Asentí. No pude hacer nada más, ni siquiera moverme.

― ¿Te sientes mal?

Comenzaba a oscurecer cuando llegamos, sin embargo, alcancé a apreciar la vista. Era tal y como lo recordaba, nada parecía haber cambiado. Y de un segundo a otro, sentí unas inmensas ganas de llorar.

―Estoy bien.

―Fingiré que te creo… ahora, vamos a adentro, al parecer, necesitas descansar.

Me extendió su mano y por inercia la tomé. Quizá se trataba de algo más, necesitaba sentir su apoyo, porque no tenía el valor de bajar del auto y andar como si nada. Ulises me ayudó y sin soltarlo caminé detrás de él. Junté un poco de valor y me atreví a asechar por detrás de su hombro y vi a mi padre avanzar de la mano con María José. Quizá era estúpido, pero sentí que no era correcto, que estaba mal, y después me di cuenta de que yo hacía lo mismo e intenté soltarme de Ulises, pero él no me lo permitió. Entonces escuché voces que me resultaron familiares y mi corazón se llenó de alegría y melancolía. Eran sentimientos encontrados, y me sorprendí de mí mismo cuando me vi, saliendo de mi escondite y soltando a mi fuente de valor particular, que era Ulises, para correr a los brazos de una mujer, ahora mucho más envejecida, pero que me atrapó casi con la misma fuerza y emoción que cuando era un chiquillo.

― ¡Niño Benjamín!

―Madrina… ―dije y la abracé con fuerza. No era realmente mi madrina, más bien era mi nana, lo era solo cuando estaba de visita, pero yo la quería igual.

Durante la siguiente hora hubo llanto, emoción… presentamos a nuestros invitados. Papá dijo que Majo seria próximamente su esposa y la sorpresa fue generalizada. El propio Ulises me miró como cuestionándome por las palabras de mi padre, pero no pude hacer más que encogerme de hombros. Al anuncio le siguió una mesa llena de comida y bebidas calientes. Panes, tortillas hechas a mano y guisos deliciosos que hacía mucho tiempo que no probaba. Fue un momento muy agradable, pero, aun así, cada tanto pasaba la vista entre la gente, buscándolo.

Todos se habían enterado de lo que pasó y aunque ellos eran discretos, no podía simplemente preguntar por él. Quería hacerlo, pero al mismo tiempo, sentía miedo por la respuesta. Luego de un rato, la gente del servicio nos llevó a nuestras habitaciones. La de Ulises aun no estaba lista, así que esta noche compartiríamos habitación.

― ¿Qué es eso? ―Preguntó Ulises mientras cruzábamos por un pasillo que dividía la casa, señaló el solar, era más bien como una terraza amplia que mi abuelo había mandado hacer para los santos.

―Ah, es el altar ―respondí sin detenerme.

― ¿El altar? ¿Cómo donde se hacen sacrificios?

Su pregunta me tomó por sorpresa y me hizo reír. Me detuve entonces para mirarlo. Ulises se había quedado a mitad del pasillo y su vista continuaba fija hacia el patio.

―No, aquí no sacrificamos a nadie ―aseguré ―, es el Altar de Muertos, por la celebración, ¿recuerdas?

― ¿Cómo los que vimos en las calles, de camino aquí?

Asentí.

―En cada casa se hace uno para venerar a los difuntos. Se les pone ofrendas, de las cosas que más les gustaban en vida y se colocan sus fotografías. Ellos vienen el primero y dos de noviembre y comen las ofrendas.

― ¿Vienen?

―Las almas… ―me corregí― recogen el aroma de las ofrendas y se las llevan. Esto sucede cada año y se hace para recordarle a los difuntos que no los hemos olvidado. Si quieres, mañana puedo mostrártelo, las fotos de mi abuelo y abuela están ahí. La celebración iniciara el domingo que es 31 de octubre, así que ya casi está listo el altar.

― ¡Que miedo!

―No, no debes tener miedo. Las almas, no hacen daño a las personas.

―Eso no me reconforta, Benji. La idea de que un montón de tus ancestros cadavéricos vendrán a esta casa a comer, no me gusta. Quizá, deberíamos mantenernos lejos del altar.

Le sonreí comprensivo, quizá este choque cultural estaba siendo demasiado para él. Me tomó de la mano y pretendí no darle importancia. Sin embargo; justo antes de continuar el recorrido a la habitación, le di una última mirada altar, fue apenas una fracción de segundos, pero juro por mi vida que le vi. Estaba ahí, parado bajo el umbral de la puerta, con su característica playera de manga corta y baqueros. Instintivamente regrese sobre mis pasos, pero él ya no estaba.

― ¿Qué paso? ―Preguntó Ulises.

―Creí ver a alguien.

― ¿Un alma…? ―Quiso saber y pude distinguir una pisca de ansiedad en su voz.

―No veras almas aquí, hasta la noche del 31…

― ¿De este mes? ¿Cuándo será eso? ¿En cuatro días? Quiero volver a la ciudad ahora mismo.

Se que lo dijo jugando, pues la gente del servicio se empezó a reír y él con ellos, quise imitarlos, pero solo pude pensar en la imagen que acababa de ver, ¿por qué no me habló? ¿Estaba enojado conmigo? Debería ser yo quien este molesto, porque no respondió a ninguna de mis cartas.

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