“Demasiado amado para ser olvidado”.
Al principio no podía dormir, la habitación estaba exactamente como la había dejado la última vez, pero la persona que dormía a mi lado no era la misma. Al menos, no la que usualmente ocupaba ese sitio y sentía que no estaba bien que Ulises durmiera aquí. Después, cuando finalmente pude dormirme, tuve pesadillas, así que el cambio no fue para bien. Desperté abruptamente a mitad de la noche, no podía recordar muy bien mi sueño, pero sí que mi madre y abuelo discutían con papá… Me senté en la cama cuidando de no despertar a Ulises, todo esto de las almas lo había inquietado demasiado. Tanto, que había insistido en dejar la luz del baño encendida, por cualquier cosa.
Era extraño estar nuevamente aquí, un lugar que conocía muy bien, pero del que ya no me sentía parte, no podía llamarlo mi hogar. Y tampoco sabría decir a ciencia cierta qué, pero algo era distinto.
Los buenos recuerdos ya no estaban, solo los de las últimas noches que estuve aquí, hace casi dos años. Aunque no todo había sido malo:
Cuando el caballo se asustó debido al fuerte ruido del trueno, nos aventó de la silla. Fue tan de improvisto que él no pudo afianzarse con fuerza de las riendas y terminamos en el suelo entre el lodo.
― ¿Se lastimo?
―No, estoy bien.
Y lo estaba, había caído sobre él. Cerca, demasiado cerca, con mi espalda contra su estómago y él continuaba sujetándome. No pude soportarlo y me las arreglé para arrodillarme de frente a él. Quizá fue la culpa del lodo, de mis nervios o mi torpeza, pero mis manos resbalaron y su rostro quedo a escasos centímetros del mío. Nunca había tenido la oportunidad de mirarlo a tan corta distancia, ni siquiera, cuando dormía junto a mí. Pero ahora, la lluvia que escurría de mi cabello goteaba sobre su rostro, sus pestañas y cuello, pero él no hizo el intento de apartarme. Era dolorosamente masculino, su piel tostada por las largas horas al sol me parecía hermosa, sus ojos de pestañas tupidas y cejas pobladas y erguidas le daban a su expresión un aire recio y varonil.
― ¿Estas bien? ―Pregunté, tan solo por decir algo, porque la intensidad de su mirada y el silencio, me pusieron aún más nervioso.
―No debe preocuparse por mí.
Sus palabras eran siempre pocas, pero había comprendido que esa era su forma de ser. Estaba creciendo entre la rudeza del campo, pero no por ello era frío, no conmigo.
― ¿Por qué no? ¿No tengo derecho a preocuparme por ti?
―No es eso.
―Entonces, ¿qué es?
Sus palabras eran mínimas, pero sus acciones decían lo que las palabras no. Él levantó su mano y justo después sentí sus dedos entre mis cabellos, siendo apartados de mi rostro. Lentos, siguieron el contorno de mi oreja, hasta que finalmente su palma acarició mi mejilla.
No pensé mucho en ello, la sensación resultó grandiosa. Tanto así, que como si fuese un chiquillo, me restregué contra su palma. En ese momento, sentí una necesidad tan grande decirle ―Te quiero―, pero no me atreví. No se supone que nos dijéramos ese tipo de cosas entre hombres, aunque yo lo sentía por él, pero no era capaz de decírselo; primero porque era un puberto cobarde y dos, porque solo de verlo, las palabras me parecían ridículas y me llenaba de vergüenza. Lo único que pude hacer, fue sujetar su mano con las mías y la besé. Justo en el centro de su mano.
No tuve tiempo de detenerme a repasar como lo tomaría. Si se iba a enojar o le disgustaría que lo besara. Los sentimientos eran tan grandes que ya no cabían en mí y tenía que sacarlos de alguna manera. Su reacción me sorprendió, una exclamación como de sorpresa se escuchó salir de sus labios y al siguiente instante, nuestras posiciones se habían invertido. Ahora era mi espalda la que estaba sobre el lodo, mientras que él, con su cuerpo me cubría de la lluvia. Su mano continuaba entre las mías… con la diferencia de que ahora nos sujetábamos con fuerza.
― ¿Por qué ha hecho eso? ―Lo preguntó con seriedad.
Me puse muy nervioso, no sabía que responderle, así que lo empujé con todas mis fuerzas hasta que me lo pude quitar de encima. Casi no se podía distinguir nada debido a la intensidad de la lluvia, pero me aventure a correr, ni siquiera sabía si iba en la dirección correcta… al final, resultó que no.
En menos de lo que esperaba me dio alcance. Intenté forcejear, pero solo logré que ambos cayéramos por una ladera empinada. Nada peligroso, aunque el sentón si dolió. Estaba fuera de mis cabales, tenía miedo, frío, el cuerpo me escocia como si me quemara en cada parte que sus manos me habían tocado. Pelee con todas mis fuerzas, él me hablaba, pero yo no podía controlarme… Así que me besó.
En ese instante todo se detuvo, desde la lluvia hasta el más mínimo de mis temores. Sus labios abrazaron los míos con rudeza. Puede que yo supiera muy poco, por no decir, nada, de los besos. Pero había vistos muchos en las películas, y tenía una idea básica sobre ello. En mi mente debían ser caricias suaves y tímidas. No necesitadas y… brutas.
Y no se trata de que no me gustara, realmente me gusto. Solo tenía la idea de que sería diferente, no mejor, porque para mí, ese primer beso fue lo máximo, solo diferente. Cuando se separó, tuve la humana necesidad de esconder mi rostro entre su cuello, él me abrazo, me sostuvo con fuerza.
―Benjamín… usted no sabe, lo que provoca en mí.
Tras ese recuerdo, me descubrí llorando. Ahora que lo recordaba, no parecía tan lejano, aun podía sentir la humedad de la lluvia y el olor de su cuerpo. Podía sentirme entre sus brazos toscos, que me sujetaban como si temiesen que yo pudiera desaparecer.
¿Por qué lo había olvidado? ¿Por qué cuando mi terapeuta me preguntó si en algún momento fui correspondido, no pude recordar esto? ¿Por qué todo este tiempo y aun ahora mismo, siento que no lo fui, que él no me correspondió?
Sentí que no podía soportarlo más y abandoné la cama. Y mi habitación con ella, no tenía un sitio al que ir, así que, simplemente deambulé por la casa. Siempre me había parecido tan pequeña, pero ahora mismo me resultaba inmensa.
Terminé en aquel pasillo, justo frente al altar. Fui despacio, como si temiera que de la nada alguien se asomara sorprendiéndome. Crucé la puerta y el frío del aire me hizo estremecer. Aquel era un altar grande, de siete pisos. A mi abuelo, siempre le había gustado así, aunque fuese más laborioso. Recuerdo que en algunas ocasiones lo ayude a colocar las ofrendas y él me había dicho que cada uno de esos siete niveles, simbolizaban los pasos que los muertos tenían que dar para llegar al cielo y así finalmente poder descansar en paz.
Tal y como él lo había dicho, en el primer piso se habían colocado a los santos: El Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen María eran los que mi abuelo veneraba. El segundo piso era para las almas del purgatorio, por medio de este nivel, las almas obtenían el permiso de salir del purgatorio y visitar a sus familiares. En el tercer nivel, ya habían colocado la sal y demás adornos, según me había explicado mi abuelo, la sal servía para purificar el espíritu de los niños. El cuarto nivel, se destinaba para poner el pan de muerto que serviría como ofrenda para las animas que nos visitaban. En el quinto habían colocado las frutas y los platos en los que posteriormente servirían la comida. Solo las favoritas de los difuntos. En el sexto nivel, se ponían las fotos y me resultó extraño que aún no las hubiese colocado, ya era 28 de octubre y las primas almas comenzaban a transitar por los senderos. Mañana le preguntaría a mi madrina, porque aún no las colocaban. Por último, en el séptimo nivel habían puesto una cruz de semillas y otra de frutas; tejocote y lima. Cada nivel había sido revestido con tela negra, para respetar el luto y con muchas velas, para guiar a las almas.
Admiré detenidamente cada detalle que había sido colocado en ese lugar, las flores y las velas. Nosotros solíamos jugar aquí, también ayudábamos a poner el altar cada año.
― ¿Dónde estás…? ― La pregunta llegó a mis labios por si sola. No pude evitarlo, había sido apenas un susurro, pero necesitaba pronunciarlo. ―Quisiera una oportunidad para hablar.
Quizá en la mañana, cuando todos volvieran a sus labores, entonces lo buscaría en los establos. O tal vez, podría ir su casa y… no sé, posiblemente quiera verme.
O posiblemente no…
Tenía que reconocer que estaba asustado. Sentí un aire frío que me azotó por la espalda. Un viento que había venido de la nada, pero que resultó tan inmenso que incluso hizo ruido al pasar. El cuerpo se me erizo, y sin entender el motivo, me sentí triste.
29 de octubre: Se recuerda a las personas que murieron ahogadas.
Volví a la habitación cuando el primer gallo cantó. Ulises me esperaba sentado en la cama, con la vista perdida en la nada.
― ¿Qué pasa?
― ¿Dónde estabas? ―Me respondió con otra pregunta.
―Salí a caminar…
― ¿A medianoche?
― No podía dormir ―me defendí. ― ¿Qué pasa? ¿Por qué estas despierto?
―Ven a la cama… ―por primera vez me miró y al mismo tiempo me ofreció su mano para que la tomara. Lo hice, como cada cosa que dice, simplemente fui hacia él y sujeté su mano. ―Estás helado.
―Estoy bien.
―No, no lo estás, es este lugar…
―Estoy bien.
Pese a lo que dije, a las pocas horas no estuve tan bien. Recuerdo que Ulises me envolvió entre las sábanas y me abrazo. Dijo que no era seguro que vagara por la casa durante la noche y yo me reí por sus palabras, pero a las pocas horas tenía fiebre y me dolía mucho la cabeza.
Eso sí, fui atendido como un rey por mi madrina. Y por él, que no quería separarse ni un segundo de mí. Me sentía agradecido por sus atenciones, pero no era para tanto.
― ¿Cuándo pondrán los cuadros en el altar? ―Quise saber y mi nana apartó la mirada del té que templaba para mí, para responderme.
―Ya están puestos, niño.
― ¿Las colocaron por la mañana? ―Ella me miró sin responder, y yo quise preguntar, pero fuimos interrumpidos.
― ¿El altar? ¿Es ahí donde fuiste anoche?
Mi nana nos miró de manera alternativa y después me entregó el té.
―Solamente salí a caminar, pasé por ahí por casualidad. El problema fue que hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza. Debí resfriarme, solo eso.
―No sentí que hubiese viento anoche.
Mire a Ulises con escepticismo, ¿qué le pasaba hoy, que había amanecido tan gruñón?
―Pues lo había, realmente estaba fuerte, tanto que me preocupaba que se apagaran las velas del altar.
―Señora Madrina, podría decirle a Benjamín que no salga de noche. No lo sé, no me parece seguro. Con viento o sin él, debería ser más cuidoso.
Mi nana asintió aceptando la sugerencia y después me regaño, como todo lo que, hacia ella, fue un regaño con cariño, pero igual tuve que prometerle no deambular por la casa de noche.