Lora del Rio.
Sevilla, España.
Existe un lema muy conocido entre las personas de cierto tipo: cuando un hombre se aplica, puede superar siempre un nuevo umbral de crueldad. Ese tipo de crueldad; que no es más que acciones que tienen como único fin causar dolor y sufrimiento en otro ser. La maldad en su máxima expresión, potenciándose una y otra y otra y otra vez.
Hay acciones para las que no existe justificación. Así que no pretendo disculpar anticipadamente a nadie, sin embargo, a veces las circunstancias no ofrecen las mejores posibilidades. Y entre morir hoy o hacerlo mañana; un hombre puede verse obligado a decidir en un segundo y pagar las consecuencias el resto de su vida. Víctor entendía de estos inconvenientes mejor que nadie. Su vida entera había trascurrido en un ir y venir de infortunios en los que subsistir era el padre nuestro de cada día. Y en medio de ese loco afán por sobrevivir, quizá arrebató más vidas que el total de sus años vividos o los que posiblemente aún le quedan por vivir.
La gente con la que trabaja lo conoce como “el centenario”, un título que se creía recibió luego de matar a sus primeras cien víctimas, aunque la realidad distaba mucho de los rumores. Si bien, era un asesino, nunca lo he visto jactarse de ello. Víctor nació en medio de una pobreza tan extrema como su hambre de superación. Fue el sexto hijo de ocho hermanos. Un padre alcohólico y una madre sumisa le enseñaron que cada día tenía su propia dosis de dolor, de penas, frío y hambre. Esa fue la razón por la que a temprana edad decidió huir de casa.
Desde muy niño vivió en la calle, robando y padeciendo. Fue de este modo hasta el día que conoció a Juan David, un body packers colombiano.
Juan David era casi quince años mayor que Víctor. Trabajaba como mula para los 9 de Bali, una red dedicada a traficar drogas; específicamente cocaína y heroína. Se conocieron por casualidad y desde ese momento, Víctor comenzó a seguirlo. Juan David lo llevó hasta Tijuana, en la frontera de México con Estados Unidos. Le prometió que lo llevaría con él a Colombia en su siguiente viaje, sin imaginar que ese mismo día Juan David iba a morir. Lo asesinaron cuando se disponía a entrar a un Hotel de Tijuana, sobre la avenida Revolución.
Y lo único que pudo dejarle a Víctor, fue una moneda de un cuarto de onza de oro fino, un centenario de su natal Colombia que robó a quien sabe quién. Y que, hasta la fecha, Víctor usaba como escapulario. De ahí que se le apode el centenario, por la joya que cuelga en su pecho.
Estando solo en Tijuana, la vida de Víctor cambio drásticamente, aunque no precisamente para bien; siendo tan joven conoció el mundo del narcotráfico y para un niño como él, resultó ser tan seductor que para cuando se percató de en qué se había metido, ya era demasiado tarde. Con tan solo doce años, le había quitado la vida a un hombre de quien jamás supo, si quiera, su nombre. Y con esa muerte compró un lugar entre los sicarios de San Antonio de los Buenos, aunque de buenos, no tenían nada.
Había suficiente rencor y dolor en el pasado, como para volverse loco. Pero Víctor era el tipo de persona que alimentaba su valor con ira y algunos años como sicario lo llevaron a convertirse en el Operador principal de la Federación: la alianza de narcotraficantes mexicanos de la vieja guardia y a la fecha, el cártel más poderoso de México.
La Federación domina veintiuno de los treinta y dos estados del país, y según la DEA, controla el movimiento de más de la mitad de la cocaína que transita del territorio mexicano con rumbo a Norteamérica. Víctor se convirtió en el encargado de supervisar la cocaína que viene de Guatemala y Belmopán.
Una vez con el cargamento a salvo, lo distribuye hacía Chiapas, Yucatán y Quintana Roo. Como todo en este mundo, el trabajo de Víctor sigue una serie de meticulosos requerimientos. El cargamento es su entera responsabilidad, por lo que supervisarla, es también, una tarea que se toma muy enserio. De punto a punto, Víctor usa el aeropuerto de Cancún en Quintana Roo, para ingresar la droga a México. Entonces entrega el cargamento al “Licenciado”, entrañable amigo suyo y operador financiero del Cartel. Este hombre es el comisionado de colar la droga por las fronteras estatales de Campeche, Tabasco, Veracruz e Hidalgo. Posteriormente, Víctor la recibe nuevamente en Puebla, la pasaba a Morelos y como último punto en México, la llevaba hasta el Distrito Federal. Una vez con el cargamento en la capital mexicana, sus trabajadores se encargan de redistribuirla por San Luis Potosí, Aguascalientes, Guanajuato, Saltillo, el Paso y Houston. El punto final del recorrido de la mercancía se encuentra en Texas. Es aquí cuando Víctor se encargaba de distribuir el sobrante de la droga para San Diego, Los Ángeles, California y Nueva York.
Y fue precisamente en unos de sus viajes a Nueva York que Víctor conoce a Edward Dawes, uno de los narcotraficantes más importantes de Europa. Si bien, era apenas un muchacho, la fama del centenario se extendía como la marihuana en los cerros mexicanos. Y Edward vio en él, cualidades que podría explotar en su negocio: Víctor era temerario, y pasaba la droga casi sin pérdidas. También era el que más rápido la distribuía por Estados Unidos. Defendía su cargamento con uñas y dientes. Su tenacidad, pero, sobre todo, su habilidad en el uso de las armas fueron algunos de los puntos a su favor que le hicieron granjearse el agrado de Edward, quien en vez de pedirle que trabaje para él, le ofreció ser su socio.
Sin que Víctor abandone sus responsabilidades en la Federación, lo llevó a Benalmádena, en Málaga. El lugar donde operaba. Una vez en ahí, Edward le mostró un nuevo mercado que tenía como destino toda Europa y Asia. También un estilo muy distinto de Capo. El Narcotráfico Empresarial. Hombres que vestían de traje y eran figuras públicas; personas generosas con la comunidad, que predicaban una filosofía escrupulosamente exacta, pero eficaz —No se duda de un hombre honrado —decía Edward. Víctor aprendió rápido el nuevo negocio. Viajaba constantemente a México para cumplir sus obligaciones con la Federación, aunque se había establecido en Sevilla. El cambio en su apariencia y ese refinamiento casi obligado llamó demasiado la atención y tan solo fue cuestión de tiempo para que comenzaran los rumores acerca de quien era realmente “el centenario”. Algunos dicen, que nació en la capital española, pero que desde muy joven se mudó a Sevilla, donde actualmente dirige un Bufete de abogados, que ofrece servicios contables a grandes corporaciones de Europa, sobre todo en España. Otros comentan que tan solo es un hombre con suerte, al que la fortuna le ha sonreído. Lo indiscutible, es que su apariencia es propia del personaje prominente de costumbres refinadas e irreprochables, que es respetado y querido en su provincia. Pero la verdad, es otra historia. Su nombre es Iván Marsans, nació en Sinaloa y es un Capo Mexicano.