RESUMEN:
En un baño nos conocimos. En un baño lo hicimos por primera vez. En un baño nos peleamos. En un baño te me declaraste. En un baño te dije adiós. Y en un baño te vuelvo a ver hoy… No el mismo baño pero siempre un baño.
Después de todo, para mi siempre serás el chico del baño
EL CHICO DEL BAÑO
Capítulo 1.
Las voces se alzan una por encima de la otra más allá del susurro pero sin llegar al grito. Todas ellas nerviosas, algunas rozando la histeria. Y con razón. Que el día de la boda te dé por encerrarte en el baño apenas una hora antes de la ceremonia no es precisamente una llamada a la calma.
¿Y a quién acuden? A mí, por supuesto. Al único que saben que puede hacerte salir. Te conocen, me conocen, nos conocen… No tanto como igual deberían, pero sí lo necesario. Acepto. Miro a mi madre y le dedico una sonrisa para tranquilizarla, para que vea que todo va bien y que no hay porqué alarmarse.
Tu hermano y tu padre están junto a la puerta del baño y ambos me miran nada más escuchar mis pasos. Tu hermano me dirige una sonrisa, pero tu padre se limita a mirarme tan serio como siempre. “Hazle salir” me dice. Y yo solo asiento. Porque es lo que haré. Claro que lo haré.
Toco un par de veces a la puerta, llamándote para que sepas que voy a entrar, que soy yo. Siento el ruido del pestillo al abrirse y giro la manilla, volviéndome hacia tus familiares.
—Ahora salimos.
Dicho esto, entro en el baño cerrando con llave de nuevo tras de mí. Lo que menos quiero es que nos molesten. Eso solo empeoraría las cosas.
Sin poder evitarlo, miro dónde estamos, sin reprimir una sonrisa por ello. Un baño. Siempre un baño. ¿Por qué nos pasa todo siempre en un baño? En un baño nos conocimos. En un baño lo hicimos por primera vez. En un baño nos peleamos. En un baño te me declaraste. En un baño te dije adiós. Y en este
baño me enfrento a ti hoy, el día más importante de nuestra vida. Por ti. Solo por ti.
Noto que me miras, así que te sonrío. Tranquilo, calmado, todo eso que tú no estás y que encuentras en mí mientras tratas de descubrir una sola pizca de ese sentimiento que te indique que yo tengo tan pocas ganas de estar aquí como tienes tú.
—Les has asustado —te digo mientras avanzo unos pocos pasos hacia ti, separándome de la puerta para terminar apoyado en el lavamanos.
Desvías la mirada hacia la puerta. Aún estás junto a la pared, pero puedo leer tu deseo de acercarte. Te sonrío y sigo hablando:
—Mi madre estaba casi histérica cuando fue a llamarme, pero la tranquilicé diciéndole que no era nada.
—Solo son nervios —te excusas.
—Eso dije yo —afirmo—. Solo necesitas calmarte un poco. Una boda es algo importante, es normal que estés nervioso.
—Tú no lo pareces —me interrumpes, casi como de si una acusación se tratara.
Me encojo de hombros, sin darle importancia a tu comentario.
—Siempre fui el más calmado de los dos —te recuerdo.
Arqueas la ceja, recordando con toda seguridad todas esas veces en las que fuiste tú quien tuvo que calmarme a mí.
—¿Calmado tú? Yo te recuerdo fogoso —me dices, esbozando una ligera sonrisa.
Me río, sabiendo que no hay cómo negar eso. Ambos recordamos demasiado bien todas esas ocasiones juntos.
—Dejémoslo en que no me hace falta esconderme cada vez que los nervios pueden conmigo —me corrijo para poner paz entre ambos.
—Eso es cierto.
Te sonrío y luego, pensando que quizá necesites una ayuda más, empiezo a buscar algo en los bolsillos del pantalón. Me miras curioso, viéndome sacar una cajetilla de tabaco para luego encenderme uno.
—¿Quieres? —te pregunto, tendiéndote la caja.
Me miras extrañado, aunque no dudas en aceptar. Fumar siempre consigue relajarte.
—No sabía que fumaras —me dices mientras te llevas el cigarro a la boca, esperando que te pase el mechero.
Me acerco por fin a ti, con una sonrisa en mis labios que contradice el desinterés que da a entender que alce los hombros.
—Solo en ocasiones especiales —te confieso a solo unos centímetros de tu rostro.
Me miras nervioso. Amagas con tender tu brazo hacia mí pero te detienes al ver que inclino mi cabeza, haciendo chocar nuestros cigarros para prender el tuyo.
Tras esto, retrocedo un par de pasos. Se supone que vine a calmarte, no a conseguir que te pongas aún más nervioso.
—¿Y esta es una ocasión especial? —no dudas en preguntarme, serio.
—Claro. Toda boda lo es. Incluso esta —sostengo—. Sobre todo esta.
Noto tu mirada, tu intento de ver más allá de lo que te muestro aquí y ahora. Intentas descubrir esa mentira que crees que reflejan mis palabras, pero no la encuentras.
—Hoy es un gran día —te digo, mirándote tan fijamente como tú a mí—. Para ti, para mí.
Continúas en silencio, así que olvido el cigarro y me acerco a ti. Me detengo justo frente a ti, ladeo mi cabeza y te dedico una sonrisa, abrazándote.
—No sé cómo he dejado que me convencieras para hacer esto. —Te escucho murmurar, sintiendo tu brazo rodear mi cintura mientras acercas tu rostro al mío.
—Porque me quieres —te respondo lo más sencillamente que puedo.
—No. Te amo —me susurras sobre mis labios.
Sonrío al escucharte, al ver todo ese fervor, pues sé que lo dices de verdad. Sé que me amas de verdad, que siempre me has amado.
—Lo sé. Ya lo sé.
Me empujas hacia la pared, acorralándome con tu cuerpo con decisión. Presionas tu cuerpo contra el mío y tengo que hacer un esfuerzo para no reírme. Siempre me hace gracia cuando me manejas así al aprovecharte de tu fuerza.
—¿Y tú me amas? —me preguntas de nuevo sobre mis labios, atrapándolos con tus dientes y haciéndome jadear.
—Sabes que sí. Desde siempre, para siempre —te respondo sin dudar—. Por eso estoy aquí.
La ilusión de tus ojos disminuye por mi última frase. Y sé que vas a decirme algo, pero te acallo al posar mi dedo sobre tus labios, consiguiendo que me mires.
—Todo está bien. Estaremos juntos. Siempre —susurro al saber que es lo que necesitas oír.
Siento que te relajas, que vuelves a rodear mi cintura con tu brazo y te pegas a mí todo lo posible, sin querer dejarme ir. Dejas caer el olvidado cigarro al suelo y me alzas el rostro con la mano. Mi mirada vuelve a encontrarse con la tuya y no puedo evitar sonrojarme ligeramente por la intensidad de tu mirada mientras inclinas tu rostro hacia el mío y juntas nuestros labios.
El roce de tus labios con los míos me transporta sin demora a través de todos los besos que nos hemos dado hasta ese primer día en el que nos vimos. ¿Lo recuerdas? Sí, seguro que sí. Fue en el baño del internado masculino en el que ambos estudiamos, cuando apenas teníamos seis y cinco años. Te habías escondido allí y todo porque no querías que te vacunaran, porque le tenías pavor a las agujas. Y, la verdad, me hace gracia, porque, ¿quién diría que ese chiquillo al que me encontré llorando a lágrima viva es el mismo que ahora me está besando impidiéndome que me aleje de su lado? Nadie. Nadie podría decir que protagonizaste una escena así. Porque a nadie le has dejado ver ese aspecto de ti mismo. Solo a mí.
Te conozco. Te conozco tan bien como tú me conoces a mí. Y por ello sabes que no puedo resistirme a tu beso, que siento que me deshago por completo tan solo con un mínimo roce tuyo, que me es imposible no dejarte hacerte con el control de mi boca, de mi cuerpo y de todo mi ser.
Porque puede que los demás estén fuera, puede que todos estén esperándonos, pero aquí solo estamos tú y yo. Este baño se ha convertido en nuestro escondite y eso es lo único que importa ahora.
Por eso, cuando tus labios se separan de los míos para bajar por mi mentón a mi cuello, en vez de alejarte y recordarte lo que hay al otro lado de la puerta,
te permito seguir, inclinando mi cabeza hacia atrás solo para dejarte más espacio.
Porque no puedo negarme a ti, no hoy, no ahora. Porque con solo ese beso has conseguido destruir cualquier defensa que tuviera en tu contra. Porque lo único que deseo ahora es que no te alejes de mi lado.
Así que susurro tu nombre, con el deseo impregnado en él. Te miro a los ojos cuando alzas tu rostro y sonrío al ver que tu deseo y tu lujuria compiten con los míos. Dejo caer el cigarro a medio fumar y llevo mis manos hasta tu pecho. Apreso tu chaqueta entre mis dedos y te acerco aún más a mí. Porque quiero sentirte junto a mí, en mí.
—Te deseo.
Mi susurro te hace sonreír encantado, aunque pronto es la picardía lo que predomina en tu rostro.
—Demuéstramelo.
Tu aliento choca contra mi piel y yo sonrío al escucharte. Intentas provocarme y lo sé. Intentas hacer que me olvide de todo lo demás y me centre en ti. Lo sé porque es lo que siempre has hecho. Aquí ahora y también esa primera vez que me besaste. O la primera vez que hicimos el amor.
Y aunque no quiero, desvío mi mirada a la puerta. Y es justamente porque sé lo que tras ella nos espera que vuelvo a mirarte y te respondo con una sonrisa que rivaliza con la tuya.
No respondo, no hace falta. En vez de eso, llevo mis manos hasta los botones de tu chaleco, lo desabrocho y hago lo mismo con la camisa tras desanudar tu corbata. Tú sonríes sin oponerte y yo acallo tu risa al unir nuestros labios con algo más de lujuria que antes.
Muerdo tus labios al mismo tiempo que tiro de tu camiseta interior y cuelo mis manos bajo ella, tocando tu piel. Oigo tu jadeo y noto cómo tus manos no se quedan atrás, tirando de mi corbata y desabotonando mi ropa como has hecho ya docenas de veces. Me río por lo bajo al escuchar tu maldición por los botones de la camisa, y sé que no la abres rompiéndolos solo porque nos tocaría dar explicaciones luego. Por suerte, que mis manos se centren en el cierre de tu pantalón consigue hacerte olvidar el resto, solo centrándote en esto.
—¿Te gusta mi demostración? —te pregunto al mismo tiempo que empiezo a acariciar tu erección.
Sonríes tratando de ahogar el jadeo que te traiciona. Y sé que te gusta, puedo verlo en tus ojos, pero no por eso te quedas callado.
—Puedes hacerlo mejor.
Te miro y no evito la leve risa que me sale, no tanto por tu provocación como por todo ese deseo que puedo notar en tu voz.
—Mucho mejor.
Tu gesto se pronuncia, más aún al ver que, tras alejarte apenas un paso, me arrodillo frente a ti. Sabes lo que haré tan bien como yo sé lo mucho que deseas que lo haga, así que no espero más, solo agarro tu ropa interior y tiro de ella hacia abajo. Tu pene queda ante mí, erecto, necesitado de atención. Alzo mis ojos hacia ti y, con los tuyos sobre mí, lamo primero la punta de tu miembro antes de metérmelo en la boca.
Tu gemido resuena un poco más de lo aconsejado, y por ello no dudas en taparte la boca con la mano. Sonrío para mí, metiéndome ahora todo tu miembro en la boca y empezando a moverme como sé que te gusta. Te
conozco bien, y aunque sé podría torturarte al hacerte llegar a las puertas del orgasmo solo para luego negártelo, esta vez las prisas por la situación no me lo permiten.
Por ello, en vez de torturarte como haría otras veces tan solo para poder seguir escuchando tus gemidos o para escuchar cómo dices mi nombre inundado en placer, esta vez me centro en hacerte sentir todo el placer posible con mi boca y mis manos, dejándote marcar el ritmo cuando sé que estás próximo al final y escuchando tu gemido algo más intenso que los anteriores cuando eso pasa.
Sin pensarlo demasiado, trago limpiándome luego los restos con la mano, teniendo cuidado de no manchar la ropa. Hecho esto, me levanto de nuevo, sonriéndote cuando me miras, cuando me abrazas y luego me besas.
Rodeo tu cuello con los brazos y me pego a ti, dejándome hacer cuando me aprisionas contra la pared de nuevo. Río por lo bajo y vuelvo a atrapar tus labios cuando haces el amago de separarte. Porque no quiero dejarte ir. Porque me gusta tenerte así para mí.
—Me gusta esto —te digo apenas en un susurro—. Tú y yo aquí solos, sin nadie más.
Asientes con la cabeza, dejándome ver que piensas igual. Unes de nuevo nuestros labios en apenas un roce y luego juntas nuestras frentes.
—Escapemos. Huyamos juntos.
Me río al saber bien que hablas en serio, que si te dijera que sí, me agarrarías y no me soltarías hasta que estuviéramos lejos de aquí. Alzo la mano, acariciándote la mejilla, y niego con la cabeza mientras te respondo:
—Tonto… Están todos esperándonos fuera. No podemos hacerles eso.
—No me importan los demás. Solo me importas tú.
Uno nuestros labios, sin querer dejarme llevar por lo que tus palabras causan en mí. Porque no quiero pensar, no quiero llegar a ese “Sí” que tanto se repite en mi cabeza. Siento tus manos en mi cintura, la forma en la que me aprietas contra ti, casi como si pensaras que podemos fusionarnos si lo intentas con la suficiente fuerza.
Jadeo necesitado cuando tu cadera se encuentra con la mía, y no puedo evitar rozarme contra ti en un intento de aliviarme un poco, de decirte sin palabras lo que necesito. No me hace falta hacer más, pues pronto comprendes mi acto. Y mientras tus labios bajan a mi cuello y se entretienen en él, tus manos se centran en mi pantalón. No tardas mucho en desabrocharlo y tirar de él hacia abajo y yo celebro tu gesto con un nuevo jadeo cuando tus manos tiran de mi ropa interior liberando mi erección.
Cierro los ojos y tengo que morderme el labio cuando empiezas a masajear mi miembro. Tus caricias me derriten y solo me dejan con ganas de más, de sentirte completamente dentro de mí.
De pronto, me alejas de la pared, acorralándome ahora contra el lavamanos, de espaldas a ti. Noto tus labios en mi cuello, como también tu mano bajando por mi cintura y sonrío expectante al saber muy bien lo que pretendes.
No te separo. No lo hago porque, en este momento, ese pensamiento es impensable. Soy incapaz de negarte nada, no cuando me tocas así, no cuando todo mi ser clama por ti. Así que, en vez de eso, apoyo ambas manos sobre la superficie de mármol, separo un poco mis piernas y te dejo hacer.
Mis ojos, posados en el espejo ante nosotros, captan tu mirada y con ella el deseo y toda esa lujuria que brillan en ella. Me muerdo el labio para evitar que
nadie escuche mi leve quejido y sonrío cuando noto tus labios buscando los míos.
Te beso, ahogando mis jadeos y gemidos en tu boca, rozándome contra esa mano tuya que sigue masturbándome y luego contra esos dedos que se internan en mi interior. Y debería odiarte, debería querer matarte por conseguir siempre que me rinda a ti, pero me es imposible. Porque aunque siempre consigues que no te rechace, ya sea esa primera vez o aquí ahora, soy incapaz de odiarte, soy incapaz de sentir cualquier otra cosa que deseo y placer.
Mi cuerpo se tensa y un quejido sale de mis labios en el momento en que empiezas a penetrarme, pero aun así no te detienes. Sabes que no es eso lo que quiero. Cierro los ojos y respiro tratando de relajarme, escuchando tu leve gemido cuando por fin me penetras por completo.
Noto tus labios en mi cuello, ascendiendo hasta mi oído. Tus dientes juguetean con la piel de mi oreja para distraerme y tu mano baja a mi erección para conseguir que me relaje por fin y me distraiga del dolor.
Y lo consigues.
Queriendo más, soy yo mismo quien empieza a moverse, consiguiendo que tú me sigas hasta tomar el control de la situación. Tus manos se posan en mi cintura y pronto consigues alcanzar ese punto que me llena de placer.
Gimo sin poder evitarlo, queriendo más, queriendo que lo repitas. Sin embargo, no quiero que nos escuchen, no quiero que nos descubran, así que me obligo a no hacer ruido aunque lo que más desee en este momento es dejarme llevar por todo esto que siento. Por todo este placer que tus embestidas me provocan.
Tus labios besan mi cuello y yo alzo mi rostro para poder mirarte por el reflejo del espejo, sonriéndote entre gemido y gemido. Murmuro tu nombre con deseo, pidiéndote más, y tú te aferras a mi cintura con más fuerza, aumentando a ese ritmo que tanto me gusta y que tan loco me vuelve.
Me muerdo el labio con fuerza, tratando de reprimir mis gemidos. Cierro los ojos y me aferro mejor al lavamanos con mi mano mientras con la otra sigo masturbándome. Estoy a punto de llegar al orgasmo, y sé que tú también lo estás por la manera en la que me embistes y por tu entrecortada respiración, así que vuelvo a buscar tus ojos en el reflejo del cristal y, cuando ya no puedo más, me vengo diciendo tu nombre.
El placer inunda mi cuerpo por completo, y tengo que hacer un enorme esfuerzo para evitar que se me escuche demasiado. Mi cuerpo se estremece y puedo sentir el momento en el que terminas en mí, no queriendo perdérmelo al ver tu rostro lleno de placer gracias al espejo y escuchando tu agitada respiración cuando posas tu cabeza sobre mi hombro.
—Te amo. —Te oigo murmurar, dejando un nuevo roce de tus labios en mi cuello.
—Y yo a ti.
Sales de mí, me obligas a darme la vuelta y me alzas el rostro para que pueda mirarte.
—Eres mío —susurras entrecortado sobre mis labios, con tus ojos en los míos y tus brazos rodeándome.
Sonrío.
—Soy tuyo —afirmo—. Solo tuyo.
Nuestros labios se encuentran, ya sin toda esa lujuria anterior de por medio. Solo este sentimiento que tanto me asustó esa primera vez que me besaste hace ya tantos años. Y pensar que ese día pensé alejarme de ti y no volver a verte… Y ahora estamos aquí, en este sitio, en este día, después de todo lo que nos ha pasado.
—Debemos salir ya. Nos están esperando.
Haces una mueca al escucharme, pero sabes que tengo razón. No protestas, pero tampoco pareces muy por la labor de hacerme caso, así que al final, te agarro de la mano y tiro de ti hacia uno de los cubículos, donde nos limpio a ambos. Acto seguido, vuelvo a vestirme, viendo que haces lo mismo, lavándonos un poco para borrar cualquier rastro. Te ayudo con el nudo de la corbata, puesto que eres un verdadero desastre con ellas, y luego nos miro fijamente para ver si puedo darnos el visto bueno o si todavía hay alguna prueba que indique lo que acaba de pasar.
—Listo —declaro sonriente—. Ya estamos. Será mejor que salgamos ya.
Me alejo de ti. No obstante, no he dado ni dos pasos en dirección a la puerta cuando noto tu mano agarrándome del brazo, obligándome a voltearme para mirarte de nuevo.
—Te amo —me dices, pegándome otra vez a ti—. Siempre te he amado y siempre te amaré. Da igual lo que pase luego. Nunca dejaré de amarte.
Sonrío. Soy incapaz de hacer otra cosa más que sonreírte como un tonto durante los largos segundos que tus palabras me hechizan. Luego, asiento.
—Lo sé. Siempre lo he sabido.
—Nada cambiará —me prometes una vez más.
—Nada cambiará —te aseguro yo también, acariciándote la mejilla—. Y ahora, es hora de salir.
Te beso en los labios una última vez, y aunque sé que tu primer pensamiento es el de volver a estrecharme entre tus brazos y no dejarme ir, también noto cómo tu lado más racional gana la pelea, dejándome ir cuando retrocedo.
Me alejo de ti, echando un último vistazo en el espejo para comprobar que no hay pruebas de lo sucedido, y me acerco a la puerta. Tú no me sigues. Sé que necesitas otro minuto más, así que no intento que salgas conmigo.
Llego a la puerta, poso mi mano en el pestillo y, antes de abrirla y volver a enfrentarme al mundo, me giro hacia ti al escucharte.
—¿Hoy es un gran día?
—El mejor de todos —te respondo sin duda alguna y con una gran sonrisa en mi rostro.
Giro el pestillo, abro la puerta y salgo por fin de ese baño que ha sido nuestro último refugio. La mirada de tu padre, tu hermano y de mi padre se centran en mí al verme y yo no dudo en acercarme a ellos al caminar por ese corto pasillo que nos distancia.
—Solo eran nervios —te excuso, respondiendo así a su muda pregunta—. Saldrá ahora.
Tu hermano y mi padre asienten complacidos y tranquilos, ignorantes de lo que hemos hecho. No así tu padre, que me mira con el ceño fruncido una vez más. Le sonrío calmado y me vuelvo hacia el mío.
—¿Está todo listo?
—Lo está. Los invitados ya han llegado y el cura solo espera que le digamos cuándo empezar.
Asiento en silencio. Por lo que parece, lo único que falta es que ocupe mi puesto.
—Tu hermana quería verte. Está con tu madre en la habitación.
Asiento de nuevo con la cabeza y me despido de ellos con una sonrisa, disculpándome al decir que iré a verla. Y la verdad es que no me sorprende que quiera verme, lo más seguro es que esté nerviosa, asustada lo más probable. Todo por tu pequeña huida al baño.
Camino hasta la habitación, entro en ella y centro de inmediato mi mirada en mi hermana. Dios, tendrías que verla. Está preciosa entera de blanco con su vestido de novia. Me acerco a ella, esbozando una sonrisa para mitigar la preocupación y el miedo a un posible desplante de su mirada.
—Todo está bien —le digo—. Nervios de última hora. A todos nos pasaría de casarnos con una chica tan hermosa como tú.
Ella sonríe por mi halago, ya mucho más tranquila que antes. La abrazo y la beso en la frente con suavidad.
—Gracias —me susurra.
—Hoy es tu día. Nada puede estropeártelo —le digo, mirándola.
Y aunque sonrío, lo que en verdad hago es tratar de ocultar todo este dolor que siento, encerrarlo para siempre en mi corazón de donde no puede volver a salir jamás.
Porque ella no tiene la culpa. Porque ella no sabe nada sobre nosotros, ella no sabe que me estoy sacrificando por ti. No sabe que estoy viviendo el peor
día de mi vida y solo porque no puedo dejar que eches por la borda toda tu vida al ir contra tu padre solo por mí.
Mi hermana no lo sabe ni lo sabrá nunca. Como tampoco lo sabrás tú. No. Ni ella ni tú sabréis jamás de las amenazas de tu padre para que me aleje de ti. De todos esos “Le arruinarás la vida” que me dice una y otra vez cada vez que nos encontramos. No. Nunca lo sabréis, porque nunca os lo diré.
Así que me iré. Cumpliré mi promesa por más que me desgarre hacerlo. Porque, aunque nos duela, ambos sabíamos que esto no era para siempre, que no podía durar. Y me iré. Me iré aunque antes te dije que todo seguiría igual tras esta boda, me iré para no volver a verte. Porque prefiero que me odies por mentirte a que arruines tu vida por estar conmigo. Porque te amo. Te amo más de lo que nunca he amado a nadie y por eso te digo adiós sabiendo que es lo mejor para ti.
«Adiós, mi chico del baño» pienso mientras, minutos después, te escucho decir el “Sí, quiero”, desviando apenas un instante tu mirada hacia mí. Y yo te sonrío, diciéndote en silencio que has hecho bien mientras escondo toda mi tristeza y dolor.
«Adiós -pienso mientras te veo besarla-. Se feliz».
Capítulo 2.
«Te has ido».
Esas son las primeras palabras que consigo formular en mi cabeza cuando tu hermana me da la noticia. Mi cuerpo se tensa por completo y el aire se niega a entrar en mis pulmones, todo por esas palabras. Esas tres palabras que lo significan todo para mí. Tres palabras que acaban de destrozar mi mundo al completo.
«Te has ido».
No puedo creerlo. Soy incapaz de creer que nunca más volveré a verte, que no volveré a escuchar tu voz. No puedo creer que jamás volveré a estrecharte entre mis brazos y beber de tus labios y tu sonrisa.
«Te has ido».
Te has ido y me has dejado atrás. Has hecho justamente lo único que prometiste que jamás harías. Rompiste tu promesa para no volver y ahora yo me he quedado aquí solo, atrapado en una vida que nunca pedí ni quise.
La primera pregunta que se me viene a la cabeza es la de cómo, seguida del por qué. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué tú?
Aún recuerdo la primera vez que lo hiciste, la primera vez que me dijiste adiós. Fue hace tantos años… la semana antes de que dejara el internado en mi último año allí. Me dijiste que esto no podía seguir así, que lo mejor era que solo fuéramos amigos porque las cosas no podrían irnos bien, porque era lo mejor para ambos. Y puede que consiguiera que me dijeras que me amabas,
pero tú sabes que no conseguí que te quedaras, que no desaparecieras de mi vida durante los siguientes tres años.
¿La verdad? Ese primer día en el que descubrí que ya no estabas, apenas pude creérmelo. Me habías avisado, sí. Me habías advertido pero yo no había querido creerte. Siempre pensé que no serías capaz de hacerlo.
Pero lo hiciste. Te fuiste sin decirme adiós, sin dejarme ni una nota ni mucho menos diciéndome a dónde irías. Y me dolió, no puedo negarlo. Porque creí que lo que compartíamos no había significado nada para ti, que no me querías.
Así que traté de olvidarte. Me centré en mi carrera y en lo que se esperaba de mí en un burdo intento de no pensar más en ti, de sacarte de mi mente. Y debo decir que, aunque no funcionó del todo, conseguí llegar al punto de dejar de esperar tu regreso. Y quizá fue por eso por lo que me quedé sin palabras cuando volví a verte.
Fue en esa cena, ¿recuerdas? Cuando mi padre me llevó donde mi prometida y te presentó a ti como su hermano. Recuerdo que lo primero que sentí al verte fue sorpresa, aunque la alegría, la confusión e incluso la ira por tu abandono no tardaron en sumarse. ¿Y todo para qué? Para desvanecerse en el mismo instante en el que me sonreíste y dijiste mi nombre al saludarme. En ese momento deseé besarte a pesar de todos los presentes, y supe que jamás podría enfadarme contigo por más motivos que pudiera tener.
Volviste a mí ese día tras estar tres años lejos de mí. Y aunque jamás me quisiste decir dónde habías estado ni porqué te habías ido o habías vuelto, que aún seguías amándome y deseándome igual que antes me quedó muy claro cuando te uniste a mí en uno de los baños.
Besarte ese día fue una de las mejores cosas que me han pasado nunca. Estrecharte entre mis brazos, fundirnos en uno tras todo ese tiempo separados fue para mí algo que jamás podré olvidar. Aunque prefiero por mucho ese “Te amo” y esa sonrisa que me dirigiste.
Me pediste perdón, pero yo te acallé no queriendo escuchar. Porque en ese momento eso no era lo importante, porque yo ya te había perdonado en el mismo instante en el que apareciste de nuevo frente a mí, porque lo único que me importaba ahora era que habías vuelto.
Te pregunté si te irías y tú me dijiste que no, que nunca te irías. Fue ahí cuando me prometiste que no volverías a dejarme, que te quedarías conmigo para siempre. Y yo te creí. Te creí porque ya había estado tres años sin ti y no quería que eso volviera a pasar. Porque no quería volver a perderte, porque no quería que volvieras a separarte de mi lado.
Y sí, podríamos tener problemas. Sí, era verdad que en presencia de los demás teníamos que fingir, guardarnos nuestras miradas y nuestro deseo para esas pocas situaciones en las que estábamos solos, pero lo hicimos.
Lo hicimos durante todos esos meses, cuidándonos de que nadie nos descubriera, de que nadie supiera lo que en verdad sentíamos el uno por el otro. Porque no nos entenderían. Porque nadie lo comprendería. Sabíamos que estábamos solos pero no nos importó. No al menos hasta el anuncio de la boda.
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Fue el día que ambos vimos que, a pesar de nuestros deseos, el mundo seguía girando en nuestra contra. Recuerdo ese día porque fue el día en el que volviste a decirme que deberíamos dejarlo. Y recuerdo que te acallé con mis labios para luego decirte
que si tú me lo pedías, yo lo dejaría todo por ti. Porque el resto no importaba, nada importaba si con ello podía estar contigo.
Esa noche conseguiste que aceptara seguir con la boda porque era lo que se esperaba de mí, y yo conseguí que volvieras a prometerme que te quedarías conmigo, que no me dejarías por más complicado que se pusiera todo.
Cumpliste. Te quedaste conmigo todo ese tiempo. Al menos hasta ese día que, hasta ahora, tomaba como el peor de toda mi vida.
Me dolió. Tu marcha me dolió más de lo que puedes imaginarte. Creí que me habías engañado, que lo nuestro no significaba nada para ti, que habías estado jugando conmigo hasta que te cansaste de mí.
Traté de odiarte, lo admito, y más me odié a mí mismo por tratar de hacerlo, por intentar olvidarte al verme privado de nuevo de tu compañía. ¿Y sabes por lo que más me odiaba? Porque quería ir tras de ti, ir en tu búsqueda y quedarme a tu lado… Pero no podía. Te lo había prometido. Por eso te fuiste, ¿verdad? Porque sabías lo duro que sería de quedarte aquí. Porque sabías que, pese a que lo deseaba, no podía ir en tu busca.
Aunque esos no fueron tus únicos motivos, ¿verdad? Sé que no. Aunque tardé tiempo en descubrirlo, ahora sé que no. Ahora sé que mi padre tuvo mucho que ver en tu decisión. Sé que, pese a nuestros cuidados, terminó descubriendo lo nuestro y sé que te amenazó para alejarte de mí.
Creo que no hace falta que te diga cómo me puse al descubrirlo, ni cómo me puse cuando, al enfrentarme a él, se refiriera a ti como a una vulgar puta que había manipulado a su primogénito a placer. No, no hace falta. Ambos sabemos que me conoces mejor que yo mismo.
No he vuelto a hablar con él más que lo justo, ¿sabes? Ni una palabra más que las necesarias en los últimos siete años. El rencor es demasiado fuerte, porque fue él quien nos separó. Porque por su culpa yo estoy inmerso en esta vida y tú… Tú te has ido de mi lado.
Y pensar que todo habría podido ser tan diferente. Y pensar que podríamos haber pasado todos estos años juntos. ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me lo ocultaste? Me habría enfadado, no contigo, sino con él; y luego te habría dicho de irnos. ¿Fue por eso que no me dijiste nada? ¿Para evitar que “arruinara” mi vida al elegirte? Sí, seguro que sí.
Y yo… ¿Por qué tuve que decirte que sí? ¿Por qué tuve que prometerte que lo haría, que me casaría con tu hermana? Decías que era lo que tenía que hacer, que era mi deber para con mi familia, que era lo que se esperaba de una persona de mi posición, pero… Pero yo habría olvidado mi status por ti, habría abandonado a mi familia solo para poder estar contigo.
No te haces idea de las veces que he maldecido el momento que acepté el compromiso. No puedes imaginarte lo mucho que me odio por haber dicho ese “Sí, quiero” que me ataba a ella. Porque puede que tu hermana sea hermosa, puede que sea la mujer que todo hombre desearía, pero no yo. Yo solo te quería a ti.
¿Sabes las veces que quise ir a buscarte? ¿Abandonarlo todo para ir tras de ti? No había día en el que ese deseo no tomase forma en mi mente y, sin embargo, nunca lo hice. No porque no quisiera, sino por simple obligación.
Y aun así te busqué. Traté de encontrarte aunque solo fuera para saber que estabas bien. Sabía que no podía irme, pero les pedí a otros que te buscaran
por mí. Todo para frustrarme cada vez que me decían que no te habían encontrado.
Y mientras, yo no dejaba de preguntarme qué estabas haciendo durante todos estos años. ¿Me extrañabas? ¿Seguirías amándome como yo te sigo amando a ti? ¿O quizás habrías encontrado a otro que consiguiera hacerte feliz? ¿Me habías olvidado? Lo reconozco, tenía miedo de las respuestas a esas preguntas. Nada me aterrorizaba más que el simple pensamiento de que me podías haber olvidado. Incluso ahora lo hace.
Pero no quiero pensar así. Deseo creer que tú también pensabas en mí tanto como yo pensaba en ti. Incluso que algún día habrías decidido volver a mí porque ya no soportabas estar más lejos de mi lado. Desearía que eso hubiera pasado, no sabes cuánto deseo haberte vuelto a ver una vez más.
Y aquí estoy ahora, siete años después del que fue el peor día de mi vida. Estoy a tu lado y aun así apenas me creo lo que ven mis ojos. Lo que eso significa.
Porque hoy has vuelto a mí, pero no como yo quería, no de la forma que he soñado todos estos años. Has vuelto a mí de la única manera que jamás pensé que ocurriría, de la peor de todas las formas.
Y no me lo creo. Me niego a creer que el día que por fin te tengo a mi alcance no pueda abrazarte ni volver a probar el sabor de tus labios o tan siquiera verte sonreír. Porque no puede ser verdad, no puedo creer que te hayan separado de mí de esta manera. Porque es injusto. Es tan injusto… Nosotros solo queríamos ser felices juntos. Yo solo quería pasar el resto de mis días a tu lado. Pero no pudo ser, ¿verdad? Tuve que dejarme convencer por ti y hacer lo que mi padre quería, solo “porque es lo mejor para ti”.
Y ahora estoy aquí y lo único en lo que pienso es que fui un estúpido al perderte. Estoy aquí y lo único que deseo es volver atrás para agarrarte y no soltarte hasta que estuviéramos lejos, muy lejos, todo lo lejos posible.
Pero ya no puede ser, porque tú te has ido. Te has ido a un lugar donde ni yo puedo alcanzarte.
¿Por qué has tenido que morir?
Te miro, grabando una vez más tu rostro en mi mente, contrastando tus facciones con las de ese día hace siete años. Y desearía que abrieras los ojos pero sé que no lo harás. Porque aunque me niegue a aceptarlo, sé que no estás dormido. Porque aunque no quiera creerlo, sé que te he perdido. A ti, y contigo a mí mismo.
—Adiós mi amor —te digo mientras miro esos ojos ahora para siempre cerrados—. Espérame allá donde estés.