El Niño Que Tomó El Camino Equivocado.
LEANDRO.
A Leandro, ser policía le había parecido siempre el trabajo ideal: era seguro, respetable, le permitía hacer algo bueno por su barrio y por la gente en general. Sin duda, le permitía seguir manteniendo oculto el “problema aquel” con el que había nacido: los policías son rudos, son machos, portan armas y la gente tiene que respetarlos y obedecerles. Nadie, jamás, le preguntaría una estupidez si usaba un uniforme; no se burlaría de él ni nada porque jamás sabrían. Había logrado mantenerse oculto en el closet por 24 años y planeaba continuar así por muchísimos más; se podía decir que era un experto en el tema.
Ingresó a la academia sabiendo que pasaría todas las pruebas físicas; su cuerpo, casi perfecto, se debía a los buenos genes heredados de sus padres; el metro ochenta de su padre acompañado de musculatura bien desarrollada sin legar a la exageración. A él también le debía su pelo lacio castaño y la nariz recta; de su madre había heredado los ojos color avellana, la boca de labios llenos y la expresión serena de su rostro, además de una característica especial y valiosa: Leandro había visto desde niño cómo la gente la miraba a ella y, automáticamente, parecían percibir calma y seguridad; se acercaban a ella con confianza. No era dulzura, pero Leandro tenía también aquella singularidad que hacía que las personas se sintieran atraída por la tranquila autoridad que proyectaba su rostro y su lenguaje corporal. Claro, tampoco había que dejar de lado las visitas regulares al gimnasio; usaba las pesas desde los 15 años cuando alguien lo llamó delgado y debilucho y, a los 18, comenzó con el taekwondo luego de que, cerca de su vecindario, golpearan a un chico gay hasta casi matarlo. Mirándolo, nadie podría decir ahora que era un debilucho sino todo lo contrario; se mantenía delgado, pero tenía los músculos desarrollados, mandíbula casi cuadrada y tono de voz profundo. Lo único que conservaba como coquetería de su verdadera forma de ser eran las manos suaves y cuidadas y el pelo lacio brillante, que porfiadamente caía sobre sus ojos, cuando crecía un poco más de lo debido.
Leandro pertenecía a una familia de clase media, estricta y conservadora. Había recibido buena educación así es que, no le fue fácil comunicar sus planes a sus padres y tragarse su rostro de desilusión. Ellos esperaban una carrera universitaria, trabajo, matrimonio, nietos y todo lo que tradicionalmente se etiquetaba de “exitoso”. Pero él lo había decidido hacía tiempo. Postuló a la academia de policías y fue aceptado. Durante el periodo de entrenamiento conoció a sus compañeros de trabajo y tuvo que crear nuevos lazos de compañerismo; difícilmente podrían llamarse amistades ya que era y siempre sería, demasiado reservado, pero era parte de la formación policial aprender a ser sociable y tuvo que hacer esfuerzos y compartir con sus compañeros, a veces de manera muy renuente ya que todos ellos, jóvenes machos cabríos, ansiaban y buscaban la compañía femenina que él rechazaba. No tardaron en surgir las preguntas
“¿Tienes una novia?
¿Estas comprometido?
¿Que? ¿acaso no te gustan las rubias como este bombón?
Sintiéndose forzado por las circunstancias, comenzó a salir con Marcela; una chica tranquila de su mismo barrio que llevaba años enamorada de él y mirándolo en silencio. Marcela llevaba las cuentas en la tienda de su familia, era agradable, medianamente bonita y todavía, dos años después, continuaba deslumbrada de que él, buenmozo, bien cotizado y perseguido por otras mujeres, mantuviera una relación con ella. Marcela no lo presionaba; solo se alegraba y sonreía cada vez que lo veía llegar. Marcela no era una amenaza ni una presión; era un salvavidas temporal y por ello, no le causaba repulsión cuando tenía que abrazarla o tomar su mano, como le pasaba con otras mujeres. Además, estaba el estricto sentido religioso de la familia de ella que era una excusa perfecta para no llegar más lejos en sus caricias. Resultaba muy conveniente; no tenía que dar explicaciones por llevar una vida solitaria ni tenía que aceptar las invitaciones de sus pares a los bares de chicas. Se entregaba por completo a su trabajo y un par de veces al año, cuando sentía que la presión sexual y el deseo lo iban a volver loco, se deslizaba furtivamente al lugar más discreto al otro lado de la ciudad donde, amparado tras el anonimato, encontraba el alivio necesario.
Todo iba bien en la vida de Leandro, le gustaba la rutina que había establecido, el departamento que había arrendado, los muebles y bienes que adquirió con su propio sueldo. Se sentía cómodo con el trajín impersonal y casi rutinario de su trabajo y compañeros. Entonces, el año anterior, llegó el resultado de su calificación anual. Esperaba un buen promedio como todos los años, pero obtuvo un sobresaliente muy notorio. Las felicitaciones de sus compañeros y jefes de policía llegaron de inmediato. El capitán le dijo que eso lo definía como candidato apto para el ascenso. Mmhhh… pues… claro… ascender era bueno…, pero era un cambio… y los cambios lo ponían nervioso. Cualquier cosa fuera de la monotonía establecida lo alteraba y elevaba su nivel interno de alarma; inmediatamente se aislaba, su actuar se volvía más rudo e intensificaba su rutina de ejercicios.
El capitán le comunicó, sin preguntarle, que lo enviaban de vuelta a la academia a estudiar y prepararse para un mejor puesto, con profesores especializados. Leandro guardó silencio, agachó la cabeza y partió donde el capitán le indicaba, sin que se notara lo alterado que estaba. Sin embargo, nada malo pasó. Nadie, ni siquiera los siquiatras que lo capacitaron, descubrieron su secreto porque nadie estaba interesado en él como persona; solo se trataba de preparar a un oficial ya calificado para que hiciera bien su trabajo. Leandro captaba rápido y respondía bien. Fue sobresaliente nuevamente.
El entrenamiento terminó luego de unos meses y él quiso volver a su unidad; tuvo opciones para elegir, pero estaba claro que lo que más deseaba era lo que conocía bien. Lo recibieron muy bien, con miradas de respeto. El capitán lo llamó a su oficina para entregarle su primera misión. No sabía que esperar. ¿Quizás agente encubierto? ¿infiltrarse en alguna banda peligrosa? ¿formar parte de la unidad anti terrorista? ¿anti drogas? ¿Crimen organizado?… Cientos de posibilidades pasaron por su cabeza, pero la misión que recibió le resultó algo decepcionante
-. El alcalde está molesto. Hay mucho de tráfico de drogas en un colegio del barrio alto. Los padres se quejan con él. Los padres son amigos del alcalde y son gente importante.
-. ¿Quiere que me haga pasar por estudiante? – preguntó Leandro con los ojos muy abiertos
-. No… con tu aspecto ya no parecerías estudiante.
-. ¿Entonces?
-. Desde mañana no quitarás la vista a ese colegio. Vas a descubrir quiénes son los que trafican, pero ¡atención!… los que merodean por allí son solo los recaderos y yo quiero a los peces gordos, ¿entiendes? Quiero que investigues y descubras quienes son los verdaderos cabecillas.
A continuación, el capitán le explicó los detalles; había sospechas de algunos chicos que no pertenecían a la escuela, pero estaban cerca casi a diario. Solo tendría que observar atenta y pacientemente.
-. Sé cómo hacer mi trabajo, señor
– Bien… bien… ya sabes que puede tomar tiempo
El capitán se daba cuenta de la cara desilusionada de Leandro, pero él estaba sintiendo la presión del alcalde
-. Si necesitas ayuda, puedo prestarte un par de oficiales. Aún no tienes compañero y no es bueno que trabajes solo.
-. Le haré saber si necesito ayuda – respondió Leandro sabiendo que no iba a pedirla jamás. Tendría un compañero cuando le fuera asignado, no porque él lo pidiera.
-. No me mires con esa cara de funeral – dijo el capitán cuando terminó de explicarle – Tu primera misión tiene que ser algo simple o ¿tienes algún problema?
-. No… no señor
Demonios… su primera misión era aburridísima; sentarse a observar adolescentes drogadictos no era lo que había pensado.
Sin embargo, a medida que avanzaba el día y Leandro se sumergía leyendo la información que había sobre el caso e investigando por su cuenta, comenzó a animarse. Lo de los chicos sería un fastidio, pasar horas observando un punto fijo no era agradable, pero descubrir y apresar a los verdaderos traficantes sería un gran mérito para su carrera y un buen servicio para la comunidad.
-. Detective… ¿está bien? – preguntó el capitán cuando la noche ya había caído y Leandro seguía encerrado leyendo y buscando información
-. Sí, señor – respondió alzando la mandíbula con altanería al tiempo que tomaba la carpeta que contenía toda la información necesaria. Era hora de irse a casa. Mañana comenzaría una nueva etapa de su vida. Su primer caso.
-. Será cosa de unas cuantas semanas si todo anda bien. Es un trabajo simple, detective
-. No se preocupe, Capitán. Le traeré a los traficantes lo antes posible.
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FACUNDO
La primera vez que se perdió tenía tres años y su madre lo dejó “olvidado” en las afueras del centro comercial. Por suerte algunas personas de buen corazón llamaron a la policía y lo acompañaron hasta que su madre “recordó” que tenía un hijo. A los cinco años recibió la primera golpiza de uno de los “amigos” de su mamá. Ella lo defendió, pero el tipo siguió apareciendo por la casa, por lo que él desaparecía y se escondía detrás del tarro de basura en el patio cada vez que lo escuchaba llegar. No importaba si hacía frío o caía lluvia. Le tenía miedo a ese hombre. A los seis años supo que su madre no le compraba la ropa, sino que lo que él vestía provenía del cajón de caridad de la iglesia. A los siete años se enteró que jamás conocería a su padre simplemente porque su mamá no sabía quién era. A los ocho entró con retraso a la escuela porque la mujer se había olvidado de enviarlo antes. De inmediato fue rechazado por los otros niños que se rieron de sus ropas, de su cara sucia, de su tamaño pequeño y su extrema timidez. Él quería jugar y compartir con los otros niños, tener un amigo, pero siempre terminaban riéndose de él y burlándose de su forma de hablar, su aspecto poco cuidado y su nula sociabilidad. Aprendió a aislarse y estar solo.
Allí en la escuela aprendió que el resto de los niños tenía familias grandes con abuelos, tíos, primos y personas que él no tenía en su vida. Llegó a preguntar, entusiasmado con la posibilidad
-. No. No tengo hermanos ni hermanas, No tienes tíos ni primos – dijo ella con la voz traposa de licor
-. ¿Y abuelos? – preguntó el pequeño deseando fervientemente que sí los hubiera.
Recibió una risotada descarada de parte de su madre
-. A tu abuela será mejor que no la conozcas nunca. La vieja te mataría
-. Pero…
-. ¡Pero nada! – gritó ella fuera de control, a punto de golpearlo – Esa vieja es mala y no vas a conocerla nunca. Ni siquiera sabe que tú existes ¡No tienes a nadie más que yo en tu vida!… y mejor agradece que te dejo vivir conmigo.
Ninguno de los dos volvió a hablar del tema. Había una abuela, pero como si no existiera.
A los nueve años volvió más temprano de la escuela y escuchó a su madre decirle a una amiga que su existencia se debía a un aborto mal hecho; nunca había sido deseado ni esperado. Se volvió un niño tímido, herido y solitario. A los diez, comenzó a vagar por las calles después de la escuela; caminaba sin rumbo fijo, miraba las casas bonitas, las tiendas, a veces hurtaba algo para comer y, mayormente, se iba al parque, cerca de los juegos, donde veía niños cuidados, limpios y protegidos. A veces jugaba con algunos de ellos, pero la diversión siempre duraba poco. Los niños y sus madres siempre dejaban algo a medio comer que él terminaba de consumir. Volver al sucucho que llamaban “casa” era una opción cada vez menos agradable. Solo aparecía a dormir, metiéndose a hurtadillas por la ventana para no molestar a su madre que practicaba su oficio con el acompañante de turno.
Fue una de esas noches que conoció a su vecino, Tomás. La familia del chico había llegado hacía poco a vivir al barrio y era primera vez que lo veía. Tomás tenía más o menos su edad, pero, a diferencia de él, tenía un cuerpo grande, bien desarrollado, el cabello rojizo y el rostro lleno de pecas. Facundo era pequeño, ágil, delgado, con el cabello oscuro y los ojos negros grandes, intensos y brillantes. Su rostro era delicado y atractivo, aunque normalmente estaba sucio y con el pelo largo o mal cortado.
-. ¿Eres un ladrón? – preguntó Tomás casi a gritos desde la ventana de la casa vecina. Facundo se asustó y cayó al suelo lo que provocó ataque de risa en el chico pelirrojo
-. No. Yo vivo aquí – respondió Facundo molesto porque se había embarrado la ropa
-. ¿Por qué entras por la ventana si vives ahí? – preguntó el vecino acomodándose en el alfeizar de la ventana, decidido a continuar la conversación
Facundo tuvo ganas de responderle que se metiera en sus asuntos y lo dejara en paz, sin embargo, no quería problemas. Su naturaleza era amable y dulce a pesar del tipo de vida que le tocaba vivir.
-. Mi mamá está ocupada. No quiero molestarla
-. ¿Qué haces afuera tan tarde?
Facundo estaba embarrado, cansado, hambriento y molesto.
-. Estaba en el parque – dijo subiendo de nuevo por la ventana y dando la conversación por terminada
-. ¡Espera!!! ¿El parque de los juegos??!! – preguntó el vecino con los ojos muy abiertos
-. Si
Iba a cerrar la ventana cuando escuchó al chico rogar
-. ¿Puedo ir contigo mañana? – preguntó el pelirrojo asomando medio cuerpo por la ventana
Facundo lo pensó un segundo… ¿por qué no?… sería raro ir acompañado. Siempre estaba solo
-. Bueno – respondió alzando los hombros y cerrando la ventana. Pensó si tenía suficiente ánimo para buscar algo de comida o era mejor quedarse con hambre e irse a dormir de inmediato. Eligió la última opción. No quería ver a su madre ni mucho menos a su acompañante. Siempre eran hombres grandes y violentos.
Al día siguiente fue con el vecino nuevo al parque. Al principio iban callados y tímidos, pero cuando subieron a los juegos se rieron como pocas veces Facundo había reído. Tomas se convirtió en su primer amigo
A partir de ese momento era común ver a los dos niños juntos. Tomas tenía una familia más normal, con papá, mamá y hermanos, y aunque también eran pobres, siempre tenían espacio en la mesa para Facundo. Tomás se había encariñado con él; se había dado al trabajo de protegerlo y cuidarlo como si fuera su hermano menor.
Los años pasaron de prisa. La madre de Facundo lo descuidó aún más cuando se dio cuenta que había vecinos dispuestos a encargarse del chico. Tomas y Facundo iban a diferentes escuelas y ambos la odiaban con la misma intensidad. Escapaban cada vez que podían. Pasaban juntos cada minuto de su tiempo libre. Tomas era sobreprotector y aunque trataba a Facundo con delicadeza, se volvía rudo y agresivo si alguien se atrevía a molestarlo. Su tamaño y rudeza impresionaban. Muchas noches, los niños compartían comida y cama. Muy pronto, Facundo se sintió parte de la familia de Tomas.
Dentro de su corretear habían aprendido a espiar el horario de las reuniones en la iglesia, la hora en que las señoras ricas llevaban la ropa para la caridad. Eran de los primeros en llegar a investigar el cajón que el padre Juan ponía a disposición de los más pobres del barrio.
-. ¡OH! Me gusta esta…
Facundo encontró una chaqueta roja en muy buen estado.
-. ¡Es roja! – rio el pelirrojo – ¡Es para niñas!
Pero no hubo forma de convencer a Facundo. Se encaprichó absolutamente con la chaqueta roja que le quedaba grande, le llegaba casi a las rodillas, tenía el cuello alto y era abrigadora, material a prueba de agua, perfecta para aquella helada zona del país. Solo tenía una pequeña rotura en la parte de abajo, parecía una quemadura. El resto, estaba en perfecto estado, aunque él parecía perdido dentro de la chaqueta. Le quedaba grande de todos lados.
-. ¿Por qué la habrán botado? – se preguntó Facundo con verdadero asombro al darse cuenta de lo hermosa y reluciente que era la prenda de ropa – es bonita
-. Te queda bien – reconoció Tomas sonrojado, fijando la mirada cálida en Facundo. El color rojo contrastaba y resaltaba la piel blanca y los ojos y pelo negros de Facundo. Hacía tiempo que Tomás se quedaba pegado mirándolo fijamente, como si estuviera soñando
-. Ya están ustedes por aquí – dijo el padre Juan apareciendo en el lugar.
Los chicos lo saludaron con el mismo movimiento con que se despedían y salieron corriendo, riendo con ganas y llevando con ellos lo que les había gustado. El padre Juan era un buen hombre. Sabía de las necesidades de los niños y no se enojaba con ellos; solo pretendía retarlos, pero él era el primero en guardar para ambos chicos las prendas de ropa que creía adecuadas.
-. Benditas almas. Cuídalos, señor.
Los miró alejarse. Niños alegres y traviesos viviendo penurias y miseria.
Cuando Facundo cumplió trece años, su vida cambió bruscamente.
Fue uno de los hermanos de Tomás el que llegó con la novedad. Facundo vio como el chico mayor mostraba el dinero que había conseguido con un “trabajo fácil”; solo tenía que entregar un paquete y desaparecer de prisa, sin preguntas ni nombres.
-. ¿Solo llevar un paquete? – preguntó Tomas incrédulo mirando el dinero con codicia. Era menor que su hermano, sin embargo, era más grande y pesado.
– Si. Y ustedes dos se vienen conmigo mañana. Ellos necesitan más chicos para el trabajo.
El mayor los llevó para presentarlos con los jefes. Era una casa pequeña y oscura; había hombres con armas y un ambiente de mucha tensión. Los presentaron con hombres rudos y de pocas palabras. Tomas, alto y fornido para sus catorce años, les pareció bien, pero a Facundo lo miraron de arriba abajo… luego se largaron a reír.
-. ¿Y este pequeñín? ¿Crees que se pueda un paquete?
-. Se lo va a llevar el viento… va a salir volando con esa capa roja
Más risotadas
-. Facundo es muy rápido. Y además inteligente – anunció Tomás en su defensa, poniéndose delante de él como si quisiera protegerlo
-. Yo respondo por el chico – dijo el hermano mayor de Tomás
Uno de los hombres se acercó bruscamente al mayor y apuntándole el pecho con su dedo gordo y sucio, le habló golpeado
-. Tú apenas llevas unos días aquí, pero te va a costar caro si el pequeñín comete un error, ¿entiendes?
-. Si. Señor. Entiendo
-. Y tu – habló el hombre dirigiéndose a Facundo – ¿entiendes también?
Facundo asintió moviendo la cabeza
-. No es una capa. Es mi chaqueta roja – dijo en voz alta y clara
Luego de un tenso silencio, el hombre volvió a reír.
-. Chiquito pero mañoso. Ta’ bien. Vamos a ver pa’ que sirves, niño de la chaqueta roja.
Cuando Facundo cumplió dieciséis años había crecido lo suficiente como para que la chaqueta roja le calzara a la perfección, Seguía siendo delgado, sus ojos oscuros eran vivos y chispeantes, atentos a cualquier detalle; era el más rápido de los “repartidores” y el que trabajaba en las mejores zonas. Tenía un atractivo físico difícil de superar; parecía cautivar a las personas que lo miraban y todos caían bajo el embrujo de su carita inocente y dulce. Facundo sonreía, hablaba un par de palabras y le abrían las puertas de los edificios, lo dejaban entrar a las tiendas y restaurants, llegaba hasta los escritorios de las oficinas elegantes… Era perfecto para el trabajo y los jefes ya lo sabían. Además, era confiable y aprendía rápido. Había chicos que intentaban pasarse de listos, pero Facundo no era así. Los jefes, cada mes cambiaban de casa; a veces aparecían en un vehículo para entregarle la mercancía. Facundo entendía rápidamente los cambios e instrucciones.
-. Te voy a dar otro trabajo – dijo el jefe un día – ya no vas a entregar paquetes. Ahora vas a venderlo directamente. Te llevarás la chaqueta roja cargada de porciones pequeñas y los venderás a los mocosos ricachones
-. ¿Cómo sabré a quien venderlo? – preguntó Facundo temiendo equivocarse y acabar preso
-. Yo te diré a quién se lo vendas primero y el resto llegarán solos a ti
Y llegaron, como moscas a la leche…
Facundo se aprendió el horario de entrada y salida del colegio y ahí estaba siempre. Aparecía y desaparecía a ratos para no ser tan visible. La voz se corrió con mucha rapidez. Muy pronto, todos ubicaban al chico de la chaqueta roja y sabían lo que se podía obtener de él. Tenía instrucciones de no establecer conversaciones ni contacto con los compradores, pero era inevitable que tanto chicos como chicas se fijaran en él e intentaran obtener su amistad. Facundo crecía cada día más hermoso y su carácter bondadoso no lograba desaparecer. Se le hacía difícil rechazar las conversaciones y más aún cuando provenían de algún chico atractivo. Era tonto pensarlo, pero por alguna extraña razón se sentía más atraído por los chicos que por las niñas. Más de alguna vez se había sentido tentado de aceptar encontrarse con alguno fuera del horario de trabajo… pero la sensatez y el miedo habían primado.
-. Solo vamos a comer algo… ¿aceptas?
El chico era uno de sus compradores más serios y era tan atractivo. Era un par de años mayor y lo miraba como si quisiera comérselo. Todos los días se acercaba a comprarle y a intentar convencerlo de juntarse con él.
-. Lo siento. No puedo
-. Anda… solo será un rato
¿Qué se sentiría salir con un chico como ese?… fino, elegante, educado… de labios hermosos y sonrisa preciosa…
-. No… lo siento, pero no
Le habría gustado ser más enérgico y convincente, poder gritar y enojarse como hacía Tomas cuando algo le molestaba o cuando lo defendía a él. Le era mucho más fácil rechazar a las chicas que a un chico como el que tenía al frente. Movió la cabeza por última vez.
-. Un día de estos voy a convencerte – dijo el comprador estirando su mano y acariciándole la mejilla. Facundo retrocedió asustado ante la caricia inesperada. No estaba acostumbrado a que lo tocaran y no le gustaba.
-. No me vas a convencer – murmuró asustado y molesto, alejándose -. Si Tomás estuviera aquí te habría matado por tocarme…
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LEANDRO
Identificar al proveedor de drogas había sido cosa de un par de horas; eran muy visibles. Leandro observaba desde prudente distancia, dentro del vehículo. El chico no era el único. Había otros por allí pero el de la chaqueta roja era el que más tráfico generaba. Sabía moverse. Nunca se quedaba mucho rato. Iba y venía. Era astuto. Aparecía por distintas calles, cerca del colegio y la gente lo buscaba de inmediato; no eran solo adolescentes los que se acercaban a él, había adultos e incluso había visto a los mismos apoderados acercarse al chico luego de dejar a sus hijos en el colegio. Quienquiera que estuviera detrás del negocio del chiquillo había elegido bien y parecían tener mercadería de sobra.
Ese primer día solo se dedicó a observar el movimiento que había en la vecindad. Para su ojo experimentado, el chico era demasiado obvio. Solo tendría que seguirlo y lo llevaría a sus proveedores en un abrir y cerrar de ojos. Esto sería un trabajo fácil y lo terminaría rápido. Ya estaba pensando en su siguiente misión. Esperaba algo más interesante.
Leandro, de manera automática, tomó su cámara para fotografiarlo. Necesitaba evidencia. Ajustó el zoom y enfocó, buscando al chico entre la gente …
Y entonces sucedió…
Fue como si el mundo se hubiera apagado y lo único que quedaba brillando era el rostro del chico que le mostraba la cámara. Sintió algo físico… una especie de dolor eléctrico que se le repartía por los músculos y el cerebro… algo que hizo que su cuerpo se tensara como un elástico… respiró agitado observando por varios minutos hasta que sintió que no aguantaba más y quitó la vista del lente, asombrado de su propia reacción.
Pestañeó varias veces, inmóvil, mirando fijamente la chaqueta roja en la distancia… incrédulo ante su propia reacción… sentía como si hubiera sido golpeado, inyectado con adrenalina, abofeteado fuertemente… Se llevó la mano al corazón para tranquilizarse. Rio torpemente… nervioso… ¿Qué le sucedía?
Con calma, tomó nuevamente la cámara y volvió a enfocar, esta vez iba preparado… Primero, su corazón volvió a latir alocado… la imagen del chico que capturaba su lente era algo increíble… increíble de verdad…. ¿cómo alguien podía ser así?… era hermoso… luminoso… precioso… a su mente acudían adjetivos que no sabía se podían utilizar para describir la belleza de otro hombre. Nunca los había pensado antes… nunca había encontrado a alguien como el chico que veía a través de la cámara. Pasó mucho rato ajustando el lente para poder revisar cada ángulo y detalle del rostro… el pelo oscuro semi ondulado, un poco largo, brillando bajo el tenue sol, la piel de alabastro… no sabía que podía existir una piel tan perfecta y lustrosa… una nariz tan bien formada, una expresión tan dulce… lo vio hablar y le gustó la forma en sus labios formaban palabras… conversaba con los clientes, parecía amable… suave, delicado… entonces, el chico sonrió apenas y Leandro se perdió… ¡era muy hermoso! Contuvo la respiración, volvió a sentir que le dolía el estómago… ¿qué tenía ese chico? Aun así, no pudo apartar su mirada del lente… Mirarlo era una función que hipnotizaba… estaba, por primera vez en sus 24 años, deleitándose en la contemplación de otro ser humano. Quería seguir mirándolo y no perderse nada… ¡Era un descubrimiento asombroso! Pasados unos minutos, el muchacho se subió el cuello de su chaqueta roja con un movimiento encantador, dio media vuelta y desapareció caminando de prisa y con mucha agilidad, perdiéndose entre la gente en las calles en solo unos segundos.
El detective soltó la cámara cuando ya no pudo verlo más. Dejó caer su cabeza, lentamente, contra el respaldo del asiento… no se daba cuenta que su boca estaba abierta, sonreía y su respiración exaltada… se quedó mirando la calle sin realmente ver nada… extenuado y aturdido… estaba tratando de entender qué le había pasado y no tenía ninguna explicación. Solo había visto a la persona más hermosa del mundo… solamente había encontrado al proveedor en la forma de un chico que lo había hecho perder el aliento… solo había visto a un ángel… con calma, levanto su mano y se la llevó a la boca, tres dedos presionando sobre sus labios, fuertemente cerrados ahora… como si estuviera intentando contenerse
¿Qué rayos había sido eso?
¿En verdad había una persona así en el mundo?
¿Le había mostrado algo real su cámara?
¿Qué edad tenía ese chico que parecía tan pequeño, dulce, adorable, pero se movía con tanta seguridad?
¿Quién era ese chico de la chaqueta roja?
Necesitaba saber con urgencia quien era ese muchacho, cuál era su historia, dónde vivía… todo… quería saber hasta el más mínimo detalle. ¡Demonios! Tendría que revisar su cámara y buscar los antecedentes.
Solo entonces Leandro se dio cuenta que nunca había apretado el botón y no tenía ninguna foto del delincuente.