Capítulo dos

Las llaves de los vehículos de la casa siempre estaban en el mismo lugar así es que Raimundo simplemente buscó la llave del auto de su mamá y lo tomó sin preguntarle a nadie. Tenía que alejarse de ese lugar. Tenía que huir de todas las emociones negativas y dolorosas que había en esa casa. Odiaba a su padre y su padre lo odiaba a él. Eso lo tenía claro. No quería ni siquiera imaginar que haría su padre si supiera la causa de los problemas de su hijo. Corrió como si lo persiguiera el diablo. Necesitaba escapar.

Pasaron tres días completos sin que Raimundo diera señales de vida. No era la primera vez que lo hacía, pero al menos antes, Abi sabía dónde y con quien estaba. Las veces anteriores, ella y su madre habían inventado excusas para justificarlo frente a su padre, pero esta vez no hubo ninguna comunicación y los nervios las consumían. En la casa todo era ansiedad: Ernesto expresaba su furia cada vez que podía y la agarraba contra todos; Marisa estaba tan preocupada que habían tenido que llamar al doctor para que fuera a verla y le recetara tranquilizantes, Ernesto junior opinaba que era culpa de sus padres por no aplicar mano dura y ser tan permisivos con Raimundo, que por ser el menor le habían aguantado todo lo que a él jamás le habrían permitido y Abi… Abi rezaba en silencio pidiendo que su hermano estuviera bien. Ella era la que más claro tenía el panorama de Raimundo, la única que sabía, por las publicaciones en las redes sociales, el extremo de sus locuras, de su agresividad, soledad y los riesgos que tomaba, cada vez peores. A veces le parecía que Raimundo estaba buscando dañarse a propósito… que alguien o algo acabara con él… Abi creía absolutamente lo que había diagnosticado el siquiatra: su hermano menor tenía una depresión profunda y era muy capaz de atentar contra su propia vida.

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Ernesto Lariarte comprendió que el problema que representaba su hijo era mucho mayor de lo que pensaba cuando, durante una reunión con el ministro, su mente se quedó en blanco y por varios segundos. No supo dónde estaban ni de que hablaban. Los ojos del ministro clavados en él y él… la imagen de Raimundo desaparecido, perdido… la desesperación de no saber de su paradero y la rabia que todo esto le ocasionaba. Le había dado de todo a sus hijos, por igual, y sin embargo el menor estaba descarriado… ¿dónde había quedado el Raimundo que había criado? Su niño pequeño tan dulce y hermoso… ¿Qué estaba pasándole que no era capaz de conducir a su hijo por el camino correcto?

-. ¿Ernesto? – repitió el ministro sacándolo de sus profundos pensamientos y volviéndolo a la realidad.

-. Si… si, disculpe señor ministro…

Haciendo un esfuerzo pudo continuar la reunión. Más tarde, se encerró en su oficina y pidió no ser molestado. La situación había llegado a un punto que no podía continuar. Era momento de hacer algo. Tenía que ser algo importante y que ojalá no le causara más problemas con Marisa. Su mujer estaba muy angustiada y se creía todo lo que el charlatán del médico le decía, pero ella no era capaz de controlar a su hijo. Raimundo estaba causando estragos en toda su familia. Su deber como padre y sostenedor de la familia era protegerlos a todo y encausar a Raimundo de vuelta a la normalidad. Se cuestionó por unos instantes si estaba fallando como padre… ¿Cómo era posible que dos de sus hijos mayores fueran ejemplares y Raimundo estuviera perdiendo la dirección?  ¿Dónde se había equivocado?    

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Estuvo un par de horas solo, sentado frente a su escritorio buscando una solución de raíz.  Poco a poco la oficina se fue oscureciendo y Ernesto se debatía entre las pocas opciones que podía pensar; castigarlo era una pérdida de tiempo, la tozudez de Raimundo era increíble, obligarlo era difícil dado que era mayor de edad, aunque vivía bajo su techo y amparo… ¿echarlo de la casa? Marisa no lo permitiría y Abi se desmoronaría… ¿Quitarle todo, dinero, auto, lujos? Sería lo mismo que echarlo…  Raimundo agarraría sus cosas y se iría a vivir a la calle.  Suspiró cansado agachando la cabeza. La oscuridad se cernía frente a él no solo de manera real por la ventana sino también en el panorama futuro.

El citófono sonó por primera vez en la tarde

-. Disculpe que lo interrumpa señor, pero están esperando los documentos que dejé sobre su escritorio – dijo Fresia, su secretaria

-. Venga a buscarlos en unos minutos

Ernesto encendió la luz y buscó la carpeta. Hizo un severo esfuerzo por concentrarse en lo que leía antes de firmar. Se trataba de la revisión de un cambio menor en la ley que regía las postulaciones al servicio militar. De improviso, Ernesto se quedó mirando las hojas frente a él sin siquiera respirar o pestañear. Las letras que formaban la palabra “Servicio Militar” saltaron hacia sus ojos y se le metieron al cerebro… “Servicio Militar” martilleaba una y otra vez una vocecilla en su mente. Miró largamente los documentos mientras su mente pensaba a toda velocidad y repasaba la idea. Finalmente, una exhalación muy larga escapó de sus pulmones, sus ojos adquirieron expresión de agrado y su boca se curvó en una sonrisa exhausta pero triunfante.

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Bastaron un par de llamadas para que el nombre de su hijo menor fuera incluido en la lista de llamados al Servicio Militar Obligatorio. Ernesto agradeció a sus contactos sin dar ninguna explicación. Ya era muy extraño que el mismísimo abogado del ministerio solicitara un favor como para que alguien le hiciera preguntas.  

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Esa misma tarde, mientras Ernesto pensaba en su oficina, Raimundo llegó de vuelta a la casa, conduciendo el vehículo con tranquilidad, como si nada hubiera pasado.  Marisa lo abrazó y besuqueo al tiempo que lo regañaba y le suplicaba que no volviera a desaparecer. Abelia, aún dolida por haber sido excluida, lo miró desde lejos y se alegró de verlo llegar, aunque viniera sucio, triste y desgreñado.

-. Fui con unos amigos a la playa – dijo por toda explicación.

Ernesto no quiso volver a enojarse porque él también, muy en el fondo, se alegraba de que Raimundo estuviera sano y salvo. No podía empañar la alegría de su mujer. Le dio una reprimenda leve y no se volvió a tocar el tema.  Cenaron todos juntos y a pesar de que no fue un instante relajado, al menos no fue una comida con peleas y gritos. Mantenerse los cinco juntos en la mesa durante la cena ya era un buen logro para la familia.  Aunque le preguntaron sobre su salida a la playa, Raimundo solo dio respuestas vagas.  Abi se preguntaba con quien había estado y no lograba dar con la respuesta. Quizás su hermano tenía amigos nuevos.

Ernesto aguantaba y esperaba sin haber dicho nada a nadie. Guardó el secreto celosamente mientras la vida en su casa seguía estando revuelta debido a Raimundo. Pretendió gritar como siempre lo había hecho. Regañar y sorprenderse con las leseras de Raimundo como era de rutina. Pero sabía que muy pronto todo acabaría.

Durante la semana, el abogado Lariarte revisó a diario la correspondencia. Respiró aliviado cuando al cuarto día de revisiones encontró una carta dirigida a Raimundo con un logo que reconocía muy bien. La dejó sobre la misma mesa, seguro de que su mujer revisaba la correspondencia a diario. Salió a trabajar sintiendo que todo iba a cambiar para mejor a partir de ese momento.  Él se había encargado de que así fuera.

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No había amigos, pero sí había ido a la playa. Solo. Había dormido en el auto y se había pasado 3 días subiendo y saltando entre las rocas y acantilados, valiéndose solo de sus manos y pies, atontándose con yerba, comiendo apenas y mirando el mar cuando se agotaba. Como siempre, rehuyó estar cerca de la gente que lo miraban y le buscaban conversación. Era uno de los costos que acarreaba ser atractivo. Funcionaba como un imán. En vez de compañía, Raimundo buscó los rincones solitarios, los acantilados y roqueríos donde no hubiera personas. Practicar su deporte en esas condiciones era extremadamente riesgoso; podía resbalar de las altas rocas húmedas y caer. Nadie lo vería ni sabrían dónde buscarlo.   Quería… necesitaba reflexionar. Lo había pensado tanto ya, pero mientras no encontrara la solución debería seguir buscándola. ¿Por qué a él? A ratos le caían lágrimas de los ojos y luego se enfurecía consigo mismo. Los hombres eran hombres. No existían más que hombres y mujeres. Todo el resto eran estupideces. Y, sin embargo… ahí estaba él que no sabía porque había sido cargado con este peso tan horrible de soportar. Se avergonzaba de sí mismo y sentía horror de sus propios pensamientos.  No era idiota. Sabía sobre la homosexualidad… de lo atractivo y deseable que resultaba un hombre, un chico que pasaba por la calle o incluso, alguno de sus mejores amigos. Venía sintiendo y conteniéndose desde que comenzó su adolescencia. Por instinto había entendido que era anormal… malo, pecaminoso. Pocas veces se había tocado el tema en su familia, pero estaba claro que nadie lo aprobaba ni entendía. ¿Por qué no podía gustarle una de sus amigas que tanto se esforzaban en atraerlo y coquetearle?  Ninguna chica le causaban una emoción que pudiera compararse con la chispa de agitación que sentía prenderse en su interior con algunos de sus amigos o conocidos. Y hay que ver que había gastado tiempo y energía en intentarlo con una y otra chica… más… nada de lo que sentía se parecía a las sensaciones que otro de su mismo sexo le provocaban. Deseaba tanto tocarlos… hablarles… iniciar un contacto por primera vez… ser escuchado… una caricia de una mano fuerte y firme…  Pero no podía ser. Reprimía sus emociones y se castigaba a sí mismo de la manera que fuera con tal de no sentir, ni mucho menos demostrar, lo que no debía: riesgos temerarios, alcohol, peleas, agresividad, drogas, aventuras locas e imprudentes … cualquier cosa servía para ayudarlo a no sentir. Hasta tenía miedo de formular la palabra en su cabeza. Homosexual. No! Es que… Eso les pasaba a otras personas… a otras familias… en la tele… en otros lugares.  ¡NO A EL!!!!! Estaba condenado. Era un pecado. Era feo. Era terrible. Era una maldición de la cual no sabía cómo deshacerse.

Rai sabía que en más de una oportunidad algún chico u hombre se había acercado a él con la intención de abordarlo. Podía presentirlo por la forma en que lo miraban y la manera de acercarse. Tenían una mirada lasciva inconfundible.  Leía la intención detrás de sus palabras amables. Pero lo único que conseguían era el desprecio absoluto e inmediato de Raimundo y que este se alejara lo más rápido posible.

¿Qué había hecho tan malo para merecer este castigo? Si tan solo pudiera quitarse la piel y arrancarse del cuerpo esos deseos monstruosos. ¡Dios!!!  como lo odiarían y se burlarían de él si supieran. Recordó las palabras de Abi. Algunos de sus amigos de antes ya no se juntaban con él. Sintió pavor de que se hubieran dado cuenta. No lo creía posible. Era muy cuidadoso. Más bien todos lo creían un don juan que buscaba una chica bonita cada vez. Era tan fácil acercarse a ellas… y tan difícil aguantar las ganas de acercarse a ellos.  ¿A quién podía culpar de haber nacido así? ¿Tendría algo que ver con sus rasgos delicados? Odiaba su rostro. Odiaba que la gente le dijeran con palabras o gestos lo bonito que era… que todos quisieran su compañía para mirarlo. ¡NO!!!  Mil veces no. No quería ser hermoso. Quería ser normal porque tal vez así también sentiría como los hombres normales. Por su mente cruzó un par de veces la idea de levantarse de la arena y comenzar a caminar directo hacia el agua y no volver a mirar atrás. Terminar con todo de una vez.

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-. Rai, tienes una carta – dijo Marisa alrededor del mediodía, cuando Raimundo finalmente se levantó y apareció por la cocina. 

Rai frunció las cejas y la miró confundido.

-. ¿Una carta?

Tomó el sobre que su mamá le ofrecía y lo examinó. Efectivamente tenía su nombre. Que anticuado y sorpresivo recibir una carta. La abrió y comenzó a leer. La confusión dio paso a la sorpresa cuando entendió lo que estaba leyendo

-. Mamá… estoy llamado al Servicio Militar– dijo extendiéndole la carta como para deshacerse del problema. Ella la tomó y revisó

-. Bueno. Le diré a tu padre. No te preocupes. Lo arreglaremos con un par de llamadas.

No volvieron a hablar del tema durante el día.

Raimundo, desde que había vuelto de su viaje a la playa, no había querido salir de la casa. Su mundo se había reducido a la televisión y los videojuegos. Ni siquiera respondía los mensajes de sus amigos y conocidos ni se conectaba a las redes sociales. Había llegado a la conclusión momentánea de que, mientras no encontrara una solución, lo mejor que podía hacer era aislarse. De ese modo evitaba la tentación o que algún gesto lo delatara. A veces, eran tantas sus ganas de dejar de pretender y mostrarse como realmente era que temía sus propias acciones. Tenía muy claro que sería su perdición si lo hacía.  Estar recluido era una buena idea. No provocar problemas a su madre también lo era… al menos por un tiempo. 

Solo se ausentaba del dormitorio para ir a comer porque su padre insistía en que la familia cenara junta.

Estaban terminando la cena. Tanto Marisa como Raimundo casi habían olvidado del tema. No sentían que hubiera motivo para preocuparse.

-. ¡ah!  Casi lo olvido. Ernesto, llego una carta para Raimundo. Es una convocatoria al Servicio Militar. ¿Puedes arreglarlo, por favor?

Ernesto escuchó y se tomó un tiempo antes de responder. Cuando lo hizo, se mostró seguro y calmado

-. No

Fue todo lo que dijo

Tanto el tono de voz como la actitud de Ernesto provocaron un silencio total en el comedor. Una sola palabra que los dejó a todos pendientes del padre de familia. Marisa sonrió extrañada frunciendo el ceño y ladeando la cabeza

-. Es el Servicio Militar, cariño… para Raimundo… – repitió para aclararle la petición a su marido

Ernesto miro a su hijo menor. Detrás de aquella facha desaliñada e indolente, de esas mechas largas y descuidadas, estaba su verdadero hijo. En el ejército se encargarían de enderezarlo. Le devolverían al hombre que él había criado y no a esta cosa estropeada.  No se dio cuenta que su cabeza se balanceaba y asentía mientras pensaba.

-. No voy a mover un dedo para sacarte el Servicio Militar. Es más, es una feliz coincidencia que te hayan llamado. Vas a aprender mucho.

Marisa y Raimundo se levantaron de la silla al mismo tiempo. Sus rostros asombrados al punto del miedo

-. ¿Que? Pero papá… como se te ocurre que yo voy a ir a eso…

-. No veo que tengas otra ocupación en el día

Ernesto supo que la tranquilidad de la cena había terminado y también se levantó.

-. ¡Ernesto! Raimundo no puede.  Es muy inmaduro y está en tratamiento. ¡Son dos años lejos de nosotros! – Marisa estaba igualmente impactada e incrédula

-. Dos años en que aprenderá disciplina y obediencia. Necesita madurar – la interrumpió Ernesto

-. Pero … papá!!!  – tartamudeó Raimundo con la voz entrecortada. Súbitamente se había vuelto pálido y negaba moviendo la cabeza. Su papá estaba tratando de asustarlo… no podía estar hablando en serio

-. Estoy de acuerdo contigo, papá – opinó Ernesto junior que aún permanecía sentado – Es justo lo que necesita – dijo apuntándolo y asintiendo con el dedo

-. ¡Sí que eres tonto! – dijo Abi enojada señalando a su hermano mayor – Papá! Rai no puede ir!!!

-. Si. Si puede y será por su bien

De pronto todos comenzaron a hablar al mismo tiempo y nadie escuchaba a nadie hasta que la voz de Ernesto se alzó, autoritaria, sobre las demás

-. Vas a hacerlo. Es mi última palabra

Dejó el comedor y caminó calmado hacia su dormitorio. Ya sabía que Marisa correría tras él.  Estaba preparado para todo.

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